MUNDO DE PAPEL

Gritos y gente que se apiña, al principio de Via Nazionale, alrededor de dos personas que se están peleando: un joven de unos quince años y un señor duro, con el rostro amarillento, como extraído de un melón, donde resplandecen las gafas de miope, con los lentes gruesos como el fondo de una botella.

Esforzando su vocecita retumbante, este último quería defender sus razones y agitaba continuamente las manos: una blandía un pequeño bastón de ébano con la empuñadura de marfil, la otra sostenía un libro de imprenta antigua.

El joven hacía ruido, pisoteando los pedazos de una estatua de terracota muy vulgar, mezclados con los del yeso colorido de la pequeña columna que la sustentaba.

Alrededor, algunos estallaban en clamorosas carcajadas, otros ponían una expresión preocupada o piadosa; los golfillos, pegados a las farolas, ladraban, silbaban, reproducían el sonido de una trompeta con las palmas de sus manos.

—¡Es la tercera! ¡Es la tercera! —gritaba el señor—. Cuando paso por aquí, leyendo, pone ante mis pies sus asquerosas estatuas, y hace que las vuelque. ¡Es la tercera! ¡Me pone trampas! ¡Me acecha! Una vez en Corso Vittorio, otra en Via Volturno, y ahora aquí.

Entre muchos juramentos y protestas de inocencia, el vendedor de estatuas intentaba también defender sus razones, hablando con los que estaban cerca de él:

—¿Qué? ¡Es él! ¡No es verdad que lee! ¡Cae encima de mis estatuas! Que no vea, o que camine distraído, sea lo que fuere, el hecho es que…

—¿Pero, tres, tres veces? —le preguntaban los presentes entre risas.

Finalmente, sudados, resoplando, dos guardias urbanos consiguieron abrirse paso entre toda aquella muchedumbre, y como ambos contendientes, en presencia de ellos, empezaban a gritar más fuerte, cada uno sus razones, para acabar con aquel espectáculo pensaron en llevarlos en un vehículo al puesto de guardia más cercano.

Pero, en cuanto se subió, aquel señor con gafas se sentó muy recto, girando rápidamente la cabeza hacia un lado y hacia el otro, hacia arriba y hacia abajo; finalmente se encorvó, abrió el libro y hundió el rostro en él hasta tocar las páginas con la nariz; lo levantó, completamente trastornado, se subió las gafas a la frente y volvió a hundir el rostro en el libro, para intentar leer solamente con sus ojos; después de toda esta mímica, empezó a agitarse furiosamente, a contraer el rostro en muecas horrendas, de susto, de desesperación:

—Oh, Dios. Mis ojos. No veo. ¡No veo!

El cochero se detuvo rápidamente. Los guardias y el vendedor de estatuas, sorprendidos, no sabían si aquel hombre hablaba en serio o si había enloquecido; perplejos por el desconcierto, tenían casi una sonrisa de incredulidad en las bocas abiertas.

Había una farmacia cerca y, entre la gente que había seguido al coche de caballos y los demás que se detuvieron para curiosear, aquel señor entró, alterado, con el rostro cadavérico, sostenido por las axilas.

Aullaba. Cuando lo sentaron en una silla, empezó a mover la cabeza y a pasarse las manos por las piernas, que le bailaban, sin hacer caso al farmacéutico que quería mirarle los ojos, sin prestar atención al consuelo, a las exhortaciones, a los consejos que todos le ofrecían: que se calmara, que no era nada, una molestia pasajera, el ardor de la rabia que le había subido a los ojos. De pronto, acabó con el movimiento de la cabeza, levantó las manos, empezó a abrir y a cerrar los dedos.

—¡El libro! ¡El libro! ¿Dónde está el libro?

Todos se miraron a los ojos, sorprendidos; luego rieron. Ah, ¿llevaba un libro? ¿Tenía el coraje de andar por la calle leyendo, con aquellos ojos? ¿Cómo, tres estatuas? ¿Ah, sí? ¿Y quién, aquel? ¿Ah, sí? ¿Las ponía ante sus pies a propósito? ¡Oh, una historia interesante! ¡Sí, sí!

—¡Lo denuncio! —gritó entonces el señor, poniéndose en pie, con las manos extendidas y desorbitando los ojos con contorsiones del rostro, ridículas y piadosas a un tiempo—. ¡Lo denuncio aquí, en presencia de todos! ¡Me pagará los ojos! ¡Asesino! Hay dos guardias; tomen nota de los nombres, enseguida, del mío y del suyo. ¡Todos son testigos! Guardia, escriba: Balicci. Sí, Balicci, es mi nombre. Valeriano, sí, via Nomentana, 112, último piso. Y el nombre de este sinvergüenza, ¿dónde está? ¿Está aquí? ¡Deténganlo! Tres veces, aprovechando mi vista débil, mi distracción, sí, señores: tres asquerosas estatuas. Ah, bravo, gracias: el libro, sí, ¡estoy muy agradecido! Un coche, por caridad. ¡A casa, a casa, quiero ir a mi casa! Usted está denunciado.

Y se movió para salir, con las manos por delante; vaciló; fue sustentado, subido al vehículo y acompañado hasta su casa por dos hombres piadosos.

Fue el epílogo bufo y clamoroso de una discreta desgracia que duraba desde hacía muchísimos años. Infinitas veces, como único remedio para la enfermedad que inevitablemente lo llevaría a la ceguera, el médico oculista le había impuesto que dejara la lectura. Pero Balicci, cada vez, había recibido esta receta con aquella vana sonrisa con que se contesta a una broma demasiado evidente.

—¿No? —le había dicho el médico—. ¡Pues entonces siga leyendo y luego se dará cuenta de que yo tenía razón! Usted perderá la vista, se lo digo yo. ¡Después no venga a quejarse! ¡Se lo he advertido!

¡Qué gran advertencia! ¡Pero si para él vivir quería decir leer! Si no podía leer, mejor morirse.

Desde que había aprendido a contar, había sido invadido por aquella manía frenética. Confiado durante muchos años a los cuidados de una vieja sirvienta que lo amaba como a un hijo, hubiera podido vivir más que discretamente con su dinero si, por la compra de tantos y tantos libros que le ocupaban desordenadamente la casa, no se hubiera endeudado. Al no poder comprar más libros nuevos, había releído los viejos ya dos veces, volviendo a masticarlos uno por uno, desde la primera hasta la última página. Y como aquellos animales que, por defensa natural, asumen el color y las cualidades de los lugares y de las plantas donde viven, así poco a poco se había vuelto casi de papel: el rostro, las manos, el color de la barba y del pelo. Descendida, dioptría por dioptría, toda la escala de la miopía, hacía unos años que parecía realmente comerse los libros, incluso materialmente, acercándoselos tanto al rostro para leerlos.

Condenado por el médico, después de aquella cólera violenta, a quedarse a oscuras durante cuarenta días, no se ilusionó con que aquel remedio pudiera funcionar y salió de la habitación en cuanto pudo y se hizo conducir al estudio, cerca de la primera estantería. Buscó un libro con las manos, lo cogió, lo abrió, hundió el rostro en sus páginas, primero con las gafas, luego sin ellas, como había hecho aquel día en el coche de caballos y empezó a llorar dentro de aquel libro, silenciosamente. Después, lentamente, caminó por la amplia sala, palpando las distintas baldas de las estanterías. ¡Todo su mundo estaba allí! ¡Y ahora no podía vivir en él, excepto por aquella pequeña porción que le devolvería la memoria!

No había vivido su vida: podía decir que no había visto nunca nada: en la mesa, en la cama, por la calle, en los bancos de los jardines públicos, siempre y en cualquier lugar, no había hecho otra cosa que leer, leer, leer. Ahora estaba ciego para la realidad viva que nunca había visto; ciego también para la representada en los libros que ya no podía leer.

La gran confusión en la cual siempre había dejado todos sus libros —dispersos o amontonados en las sillas, en el suelo, en las mesas, en las estanterías— ahora lo desesperaba. Tantas veces se había propuesto poner un poco de orden en aquella babel, disponer todos aquellos libros por materia, y para no perder el tiempo nunca lo había hecho. Si lo hubiera hecho, ahora, acercándose a una o a otra de las estanterías, se sentiría menos perdido, con el espíritu menos confundido, menos disperso.

Hizo poner un anuncio en los periódicos para encontrar a alguien con experiencia en bibliotecas que se encargara de aquel trabajo de ordenación. A los dos días se le presentó un joven sabelotodo, que se quedó muy maravillado al encontrarse frente a un ciego que quería su librería reordenada y que pretendía, además, guiarlo. Pero aquel joven no tardó en entender que —vamos—aquel pobre hombre tenía que haber enloquecido, si por cada libro que le nombraba, saltaba de alegría, lloraba, hacía que se lo entregaran y entonces se perdía en caricias y abrazos, como a un amigo reencontrado.

—Profesor —resoplaba el joven—, ¡así no terminaremos nunca!

—Sí, sí, aquí tiene —reconocía Balicci enseguida—. Póngalo aquí, espere: déjeme tocar dónde lo ha puesto. Bien, aquí está bien, para que pueda encontrarlo.

En su mayoría se trataba de libros de viaje, de usos y costumbres de varios pueblos, libros de ciencias naturales y de literatura de entretenimiento, libros de historia y de filosofía.

Cuando finalmente el trabajo fue terminado, a Balicci le pareció que la oscuridad se alargara a su alrededor en tinieblas menos turbias, casi como si su mundo hubiera sido sacado del caos. Y durante un buen rato permaneció estudiándolo, como encerrado en un capullo.

Con la frente apoyada en el dorso de los libros, alineados en los anaqueles de las estanterías, pasaba los días casi esperando que, a través de aquel contacto, la materia impresa se traspasara a su interior. Escenas, episodios, párrafos de descripciones se le representaban en la mente con sobresaliente y precisa evidencia; volvía a ver, precisamente en aquel mundo suyo, algunos particulares que se le habían quedado más impresos durante sus relecturas: cuatro farolas rojas aún encendidas, al principio del amanecer, en un puerto de mar desierto, con un único barco amarrado, cuya arboladura con todas las jarcias se recortaba esquelética en la difuminación cenicienta de la primera luz; en la cima de una calle empinada, sobre el fondo de llamas de un crepúsculo otoñal, dos gruesos caballos negros con los sacos de heno en la cabeza.

Pero no pudo soportar aquel silencio angustioso. Quiso que su mundo volviera a tener voz, para que pudiera escucharlo de nuevo y que le dijera cómo era verdaderamente y no como él, confusamente, lo recordaba. Puso otro anuncio en el periódico, para encontrar un lector o una lectora, y se le presentó una señorita ardiente en perpetua inquietud de curiosidad. Había revoloteado por medio mundo, sin parar, y también por la manera de hablar daba la imagen de una calandria perdida, que emprendiera el vuelo hacia un lado y hacia otro, indecisa, y se detuviera de pronto, con un furioso movimiento de alas y saltara, dando vueltas por doquier.

Irrumpió en el estudio, gritando su nombre:

—Tilde Pagliocchini. ¿Usted? Ah ya… me… seguro, Balicci, lo ponía en el periódico… también en la puerta… ¡Oh, Dios, por caridad, no! Mire profesor, no haga así con los ojos. Me asusto. Nada, nada, perdone, me voy.

Esta fue la primera entrada. No se fue. La vieja sirvienta, con las lágrimas en los ojos, le demostró que aquel trabajo le convenía de verdad.

—¿No hay peligro?

¡Qué peligro! Nunca, nunca. Era solo un poco raro, por causa de aquellos libros. Ah, por aquellos malditos libros, ella también, pobre vieja, ya no sabía si era aún mujer o se había convertido en trapo.

—Con tal de que se los lea bien.

La señorita Tilde Pagliocchini la miró y apuntándose el pecho con el dedo índice de una mano, dijo:

—¿Yo?

Sacó una voz que ni en el paraíso existiría.

Pero cuando realizó el primer ensayo ante Balicci, con ciertas inflexiones y ciertas modulaciones y vuelos y apagones y paros y deslices, acompañados por una mímica tan impetuosa como superflua, el pobre hombre se cogió la cabeza entre las manos y se encogió y se contorsionó, como para defenderse de una jauría de perros que quisiera asaltarlo.

—¡No! ¡Así no! ¡Así no! ¡Por caridad! —empezó a gritar.

Y la señorita Pagliocchini, con la expresión más ingenua del mundo:

—¿No leo bien?

—¡No! ¡Por caridad, en voz baja! ¡Lo más baja que pueda! ¡Casi sin voz! ¡Como entenderá, yo los leía solamente con los ojos, señorita!

—¡Muy mal, profesor! Leer en voz alta hace bien. ¡Mejor no leer, en caso contrario! Perdone, ¿y qué hace? Oiga (golpeaba el libro con los nudillos). ¡No suena! Es sordo. Ponga por caso, profesor, que ahora yo le diera un beso.

Balicci se perdía, pálido:

—¡Se lo prohíbo!

—¡No, perdone! ¿En serio teme que se lo dé? ¡No se lo doy! Lo decía para que advirtiera la diferencia inmediatamente. Bien, intento leer casi sin voz. ¡Pero, cuidado profesor, leyendo así, silban las eses!

Ante la nueva prueba, Balicci se contorsionó peor que antes. Pero entendió que, más o menos, iba a ocurrir lo mismo con cualquier otra lectora, con cualquier otro lector. Cada voz que no fuera la suya le haría percibir su mundo diferente.

—Señorita, mire, hágame el favor, inténtelo con los ojos solamente, sin voz.

La señorita Tilde Pagliocchini se volvió a mirarlo, sorprendida.

—¿Cómo dice? ¿Sin voz? ¿Entonces, cómo? ¿Para mí?

—Sí, precisamente, para sus adentros.

—¡Muchas gracias! —poniéndose de pie, la señorita—. ¿Usted se burla de mí? ¿Qué quiere que haga con sus libros, si usted no tiene que oír?

—Bien, le explico —contestó Balicci, quieto, con una sonrisa muy amarga—. Siento placer si alguien lee aquí, en mi lugar. Tal vez usted no consiga comprender este placer. Pero se lo he dicho: este es mi mundo; me consuela saber que no está desierto, que alguien vive aquí dentro. Yo oiré que usted pasa las páginas, oiré su atento silencio, le preguntaré de vez en cuando qué está leyendo, y usted me dirá… oh, bastará una pequeña señal… y yo la seguiré con la memoria. ¡Su voz, señorita, lo arruina todo!

—¡Se lo ruego, profesor, mi voz es preciosa! —protestó, enfurecida, la señorita.

—Lo sé, lo sé —dijo enseguida Balicci—. No quiero ofenderla. Pero me lo colorea todo diferente, ¿lo entiende? Y yo necesito que nada sea alterado; que todo permanezca como es. Lea, lea. Le diré lo que tiene que leer. ¿Acepta?

—Pues bien, acepto, sí. ¡Dígame!

Apenas Balicci le asignaba el libro que tenía que leer, la señorita Tilde Pagliocchini, de puntillas, volaba fuera del estudio y se iba a conversar con la vieja sirvienta. Mientras tanto, Balicci vivía en el libro que le había asignado y gozaba del placer que —imaginaba— ella tendría que experimentar. Y de vez en cuando le preguntaba: «Hermoso, ¿no es cierto?», o «¿Ha pasado la página?». Como no advertía su respiración, se la imaginaba sumergida en la lectura y que no le contestaba para no distraerse.

—Sí, lea, lea… —la exhortaba entonces, despacio, casi con voluptuosidad.

A veces, al volver al estudio, la señorita Pagliocchini encontraba a Balicci con los codos sobre los brazos del sillón y el rostro escondido entre las manos:

—¿En qué piensa, profesor?

—Veo… —le contestaba él, con una voz que parecía llegar de muy lejos. Luego, reanimándose con un suspiro—: ¡Sin embargo recuerdo que eran de pimienta!

—¿Qué cosa, profesor?

—Ciertos árboles, ciertos árboles de una calle… Allí, mire, en la tercera estantería, en el segundo anaquel, tal vez el antepenúltimo libro.

—¿Usted quiere que le busque, ahora, esos árboles de pimienta? —le preguntaba la señorita, asustada y con la respiración acelerada.

—Si quisiera hacerme este favor.

Buscando, la señorita maltrataba las páginas, se irritaba por las recomendaciones de pasarlas lentamente. Empezaba a cansarse. Estaba acostumbrada a volar, a correr, en tren, en coche, en ferrocarril, en bicicleta, en piróscafo. ¡A correr, a vivir! Ya se asfixiaba en aquel mundo de papel. Y un día en que Balicci le asignó la lectura de unos recuerdos de Noruega, no pudo aguantar más. A una pregunta de él —si le gustaba el párrafo que describía la catedral de Trondhjem, con el vecino cementerio, entre los árboles, donde, cada sábado por la noche, los parientes supervivientes ofrecen flores frescas:

—¡Qué! ¡Qué! ¿Qué? —prorrumpió enfurecida—. He estado allí, ¿sabe? ¡Y sé decirle que no es como está escrito aquí!

Balicci se levantó, vibrante de ira y convulso:

—¡Le prohíbo decir que no es como está escrito! —le gritó, levantando los brazos—. ¡Me importa un cuerno que usted haya estado allí! ¡Es como está escrito, y punto! ¡Tiene que ser así! ¡Usted quiere hundirme! ¡Váyase! ¡Váyase! ¡No puede quedarse aquí! ¡Déjeme solo! ¡Váyase!

Una vez a solas, Valeriano Balicci, después de haber cogido a tientas el libro que la señorita había arrojado al suelo, cayó sentado en el sillón; abrió el libro, acarició con las manos temblorosas las páginas arrugadas, luego hundió el rostro en ellas y permaneció así, absorto en la visión de Trondhjem con su catedral de mármol, con el cementerio al lado, adonde cada sábado por la noche los devotos llevan ofrendas de flores frescas —así, así como estaba escrito allí—. No había que tocar nada. El frío, la nieve, aquellas flores frescas y la sombra azul de la catedral. No había que tocar nada. Era así, y punto. Su mundo. Su mundo de papel. Todo su mundo.