EL SUEÑO DEL VIEJO

Mientras en la sala de la señora Venanzi la conversación fluía en varias lenguas sobre los temas más diversos, Vittorino Lamanna pensaba en las dos noticias que la dueña de la casa le había dado apenas había entrado. Una buena, la otra mala. La buena era que, aquel día, asistiría a la lectura de su comedia Alessandro De Marchis, el venerable anciano que había difundido por el mundo tanta luz de pensamiento con sus libros de ciencia y de filosofía y que justamente ahora la patria consideraba como una de sus glorias más fulgurantes. La mala era que Casimiro Luna, el «brillante» periodista Luna que volvía de Londres, donde había ido a entrevistar a un joven científico italiano que acababa de hacer un gran descubrimiento, hablaría de este encuentro en la reunión, antes de que la entrevista se publicara en el diario vespertino.

Lamanna no envidiaba a Luna todas aquellas llamativas dotes, que en pocos años lo habían convertido en el favorito del público, especialmente femenino; le envidiaba la suerte. Preveía que, en breve, todas las miradas se dirigirían con simpatía hacia el periodista superficial, elegantísimo, y que nadie más se ocuparía de él; y se dejaba vencer, poco a poco, por el malhumor, que —sin necesidad— parecía estimulado por el señor que la Venanzi le había puesto al lado: un señor anguloso, calvo, cuyo nombre había olvidado, pero que le recordaba el de todos los presentes, porque hablaba mal de cada uno.

—¿Quién quiere que entienda algo de su comedia, querido señor, entre toda esta gente? Pero no se preocupe. Bastará con que se sepa que usted la ha leído en la reunión intelectual de la señora Venanzi. Los periódicos hablarán de ello. Lo cual, hoy en día, lo dice todo. En la mayoría, como ve, se trata de forasteros que apenas hablan unas palabras de italiano. No saben bien cómo se escribe el término sueldo, pero se dan cuenta enseguida si el sueldo es falso, y saben mejor que nosotros que vale cinco céntimos. ¿La industria de los forasteros? ¡Una idea equivocada, querido señor! Porque…

Por suerte, la señora Alba Venanzi vino a librarlo de aquel tormento. La marquesa Landriani, a quien la Venanzi quería presentarle, había entrado en la sala.

—Marquesa, aquí está nuestro Vittorino Lamanna, futura gloria del teatro nacional.

—¡Por caridad! —dijo Vittorino Lamanna, sonrojándose, haciendo una reverencia y sonriendo.

La vieja y gorda marquesa Landriani, con una expresión perennemente atontada, se estaba quitando de la nariz los anteojos azules y, antes de ponerse otros claros, permaneció un rato con los ojos cerrados y una sonrisa fría y rígida en los labios pálidos.

—Le conozco, le conozco… —dijo, muy bajito—. Ayúdeme a recordar dónde he leído, recientemente, algo suyo.

—Bah —dijo Lamanna, complacido, buscando en la memoria—. No sabría.

Y citó una o dos revistas, donde recientemente había publicado algo.

—¡Ah, sí, bravo! No lo recordaba bien. Leo tanto, que luego me encuentro en situaciones embarazosas. Sí, sí, eso. Bravo, bravo.

Y lo miró con los lentes claros y con la sonrisa fría y rígida aún en los labios.

—¿Aquella? —decía, poco después, al oído de Lamanna el señor calvo, que evidentemente lo perseguía—. ¿Aquella? ¡Es un topo, querido señor! No conoce a nadie. Sin embargo, repite que conoce a todos, que ha leído algo de todos. Se lo habrá dicho a usted también, ¿no es verdad? ¡No se lo crea, por caridad! Es un topo de primera, le digo.

En aquel momento entró Casimiro Luna. Vittorino Lamanna lo conocía bien, desde que era, como él, un desconocido. Por esa razón Luna se dignó apenas a concederle un saludo muy frío.

—¡Miro! ¡Miro!

Todos lo llamaban por su nombre, así, por doquier, y él tenía una sonrisa y una palabra graciosa para cada cual. Hizo seña de aferrar una rosa del seno de una señora y luego él mismo hizo un gesto de estupor y de indignación por su temeridad, y la señora se rio, muy feliz. La dueña de la casa no tuvo que presentárselo a nadie. Todos lo conocían.

Al verlo tan mimado y reclamado, Vittorino Lamanna pensaba en lo fácil que era para Casimiro Luna hacer valer aquel poco de ingenio del que estaba dotado, lo fácil que era su vida. «¿Vida?», se preguntó, sin embargo, para sus adentros. «¿Y qué vida es la que vive él? ¡Una continua y repugnante ficción! Sin una mirada, un gesto, una palabra sinceros. Ya no es un hombre: es una caricatura ambulante. ¿Y hay que reducirse a esto para triunfar hoy?». Pensando así, sentía un profundo disgusto también por sí mismo, vestido y peinado a la moda, y se avergonzaba por haber ido a buscar el elogio, la protección, la ayuda de aquellas personas que no le hacían caso.

De pronto, en la sala se impuso el silencio y todos se giraron hacia la puerta, con expectación. Entraba, del brazo de su esposa, Alessandro De Marchis.

El gran hombre, achaparrado y corpulento, jadeaba, con la gran cabeza calva, de cuyo cutis liso y amarillento sobresalía la trama de las venas hinchadas. Su mujer, pelirroja, peinada con pomposidad, lo sostenía, recta y presumida, regalando sus miradas, sonriendo con los labios pintados.

Todos se movieron para obsequiarlos.

Alessandro De Marchis, dejándose caer pesadamente sobre el sillón preparado para él, sonreía con la boca desdentada, sin bigotes ni barba, y, entre los jadeos que le provocaban la gordura y la vejez, emitía una suerte de gruñido y miraba con los ojos casi apagados, desvaídos y acuosos.

Pero enseguida se difundió en la sala un embarazo vivísimo: todos los ojos, apenas miraban al gran hombre, se movían hacia otro lugar, esquivándose recíprocamente.

La señora De Marchis, con el rostro acalorado, conteniendo con dificultad su irritación, se acercó al marido, se puso ante él, muy cerca, y le dijo despacio, pero con voz vibrante:

—¡Alessandro, abróchate! ¡Qué vergüenza!

El pobre viejo se llevó enseguida la gruesa mano temblorosa donde su mujer imperiosamente le indicaba con los ojos, y la miró casi asustado, con una sonrisa tonta en los labios.

Poco después, mientras Casimiro Luna refería «brillantemente» su conversación con el joven inventor italiano sobre el famoso descubrimiento, los presentes en la sala de la señora Venanzi tuvieron que experimentar otra sensación, más penosa que la anterior, mirando al viejo glorioso.

Alessandro De Marchis, que era también un célebre físico (cuyos libros, sin duda, aquel joven inventor italiano había tenido que estudiar y consultar), se había dormido, con la gran cabeza reclinada sobre el pecho.

Vittorino Lamanna fue uno de los primeros que se dieron cuenta, y se quedó helado. Casimiro Luna continuaba hablando, pero, en cierto momento, siguiendo la mirada de los demás y viendo él también a De Marchis sumergido en el sueño, asumió una expresión de tal conmiseración que a más de una persona se le escapó, irresistible, una breve sonrisa, ahogada de inmediato.

—Pero con ochenta y seis años, perdone —observó despacio, al oído de Lamanna, aquel mismo señor anguloso—, con ochenta y seis años, en el umbral de la muerte, ¿qué puede importarle, querido señor, a Alessandro De Marchis que Guglielmo Marconi haya descubierto el telégrafo sin hilos? Mañana morirá. Ya casi está muerto. Mírelo.

Vittorino Lamanna, pálido, alterado, se giró descortés para decirle que se callara; pero se cruzó con la mirada de la señora Venanzi, que le hizo una señal, levantándose y saliendo de la sala. Poco después él también se levantó, y la siguió a la sala vecina.

La encontró saboreando con voluptuosidad las primeras caladas de humo, tras encender un cigarro.

—Fume, fume, Lamanna, fume usted también —le dijo, presentándole una caja de cigarros—. No aguantaba más. Si no fumo, me muero.

A través de la cristalera, llegó de la sala un fragoroso estallido de carcajadas.

—¡Querido, querido, aquel Luna! ¿Lo oye? Encuentra la manera de hacer reír incluso hablando de un descubrimiento científico. ¡Esperemos que se despierte! —suspiró luego, aludiendo a De Marchis—. ¡Quién sabe cuánto tiene que sufrir aquella pobre Cristina!

—¿Cristina? —preguntó, con el ceño fruncido, Vittorino Lamanna.

—Su mujer —explicó la señora Venanzi—. ¿No la ha visto? ¡Es tan hermosa! Quizás ahora se ayuda un poco con la química. ¡Ah, ha sido una verdadera lástima sacrificar tanta belleza por la gloria de aquel viejo! ¡Un cálculo equivocado! El viejo glorioso se queda allí, como ve, abandonado por la vida, olvidado por la muerte. La pobre Cristina, evidentemente, calculó que, sí, el sacrificio de su belleza para la gloria no duraría tanto, y que la luz de esta gloria luego la iluminaría mejor. ¡Un cálculo equivocado! Y ahora, pobrecita, quiere extraer de la gloria por la cual se ha sacrificado todas las pequeñas satisfacciones que puede: arrastra al marido a cualquier lugar; de milagro no se cuelga al cuello las innumerables medallas de él, nacionales e internacionales. Pero el viejo, ¡eh!, el viejo se venga: duerme así en cualquier sitio, ¿sabe? Duerme, duerme. ¡Y ya es mucho que no ronque!

Vittorino Lamanna sintió que se le caían los brazos. Pensó en la inminente lectura de su comedia, mientras el viejo dormía; pensó en el dicho de un célebre comediógrafo francés: que durante la lectura o la representación de un drama, el sueño tiene que ser considerado como una opinión, y dejó escapar de sus labios:

—¡Oh, Dios! ¿Y entonces?

La señora Venanzi, frente a este ingenuo suspiro, empezó a reírse, de corazón.

—¡No tema, no tema! —le dijo luego—. Procuraremos mantenerlo despierto. Verá que no será necesario. Su arte obrará el milagro.

—¡Pero, si me dice que duerme siempre!

—¡No: siempre no! Si acaso, pondremos a Gabrini a su lado, ¿sabe? Aquel que lo atormenta. Me he dado cuenta de ello. ¡Ah, Gabrini es terrible! Es muy capaz de darle algún pellizco a escondidas. ¡Deje que yo me ocupe!

En aquel momento entró Flora, la bellísima hija de la señora Venanzi, para llamar a su madre. Casimiro Luna había acabado de hablar y se había ido.

La señora Venanzi acarició a su espléndida hija en presencia del joven, le acarició el pelo, le arregló sobre el seno rebosante los pliegues de la camisa de seda. Flora la dejó hacer, sonriente, con los ojos dirigidos hacia el joven; luego le dijo a su madre:

—¿Sabes que también doña Cristina se ha ido?

Entonces la madre se puso hecha una fiera.

—¿Se ha ido? ¿Y me deja a aquel mausoleo dormido? ¡Ah! ¡Es demasiado, me parece! ¿Dónde ha ido?

—¡Bah! —suspiró la hija—. Ha dicho que volverá en breve.

Luego se dirigió hacia Lamanna y añadió:

—No dude: ahora mismo lo despierto yo, con una taza de té.

Lamanna, ya con la sangre revuelta, hubiera querido rogarle a la señora Venanzi que cancelara la lectura de la comedia y le permitiera irse a hurtadillas. Pero la señora Alba ya se había levantado y había abierto la puerta, para volver a entrar en la sala con su hija.

Cuando, poco después, esta, con una taza de té en la mano y la lechera en la otra, le rogó a la señora inglesa que estaba sentada al lado de De Marchis que lo sacudiera por un brazo, Vittorino Lamanna, nerviosísimo, hubiera querido gritarle: «¡Déjelo dormir, por Dios!». Así, quienes no sabían del sueño continuo del viejo, hubieran podido atribuir la causa a la exposición de Luna y no a la inminente lectura de su comedia.

Una vez despierto, Alessandro De Marchis miró a Flora con los ojos en blanco:

—Ah sí… Guglielmo… Guglielmo Marconi…

—No, perdone, senador —dijo Flora, con una sonrisa—. ¿Con leche, o sin?

—Con… con leche, sí, gracias.

Una vez tomado el té, se quedó despierto. Vittorino Lamanna, que se disponía a la lectura, se convenció, alabado, de que su comedia mantendría despierta verdaderamente la atención del viejo, como la señora Venanzi le había dejado esperar y leyó el título en voz alta: Conflicto.

Leyó la lista de los personajes, leyó la descripción de la escena y miró rápidamente a De Marchis.

Este permanecía aún con las pestañas arrugadas y parecía muy atento. Lamanna se convenció de aquel elogio, y empezó a leer la primera escena, completamente reanimado.

Se había propuesto representar un conflicto de almas, decía. Un viejo benefactor, aún capaz, se había casado con su beneficiada; esta, que poco después se había enamorado de un joven, se debatía entre el sentimiento del deber y de la gratitud y la repugnancia que sentía al cumplir sus deberes conyugales, mientras su corazón pertenecía a otro hombre. Traicionar, no; y mentir: ¡mentir tampoco!

Ahora bien, quién sabe, De Marchis tal vez podría entrever en aquella situación dramática un caso parecido al suyo, y prestaría atención hasta el final. Y Lamanna continuaba leyendo con ardor.

Pero, de pronto, por los ojos del público entendió que el viejo había vuelto a dormirse. No tuvo el coraje de mirarlo para cerciorarse de ello. En cambio, buscó los ojos de Gabrini y los encontró apuntados hacia él, cortantes por la ironía.

—Con ochenta y seis años, en el umbral de la muerte…—le pareció leer en aquella mirada; y enseguida sintió que la sangre le fluía en las mejillas, por la rabia; se confundió, se equivocó, perdió el tono, el color, la medida; y con un gran zumbido en los oídos, víctima de la desesperación creciente, arrastró miserablemente la lectura de su obra hasta el final.

Fue un suplicio, para él y para los demás, que pareció durar un siglo. Una vez terminado, Lamanna solamente quería estar solo en casa, para romper en miles de minuciosos pedazos aquel acto único, que había representado el instrumento de una tortura indescriptible.

Media hora después, en la sala de la señora Venanzi, no había nadie más, excepto el viejo que dormía en la silla, con la cabeza reclinada sobre el pecho, los labios flojos de donde un hilo de baba colgaba sobre el chaleco.

Madre e hija, en la sala cercana, hablaban de lo mal que había quedado Lamanna y comían, mientras tanto, unas violetas azucaradas.

—¡Oh! —exclamó de pronto la madre—. Aquella no vuelve. Hay que despertar al viejo.

Se fueron a la sala y permanecieron un rato contemplando, con pena y repugnancia, a aquel glorioso durmiente, en quien toda luz de intelecto se había apagado mucho tiempo atrás.

Lo sacudieron muy despacio, luego más fuerte. Alessandro De Marchis tuvo dificultades para entender que su mujer lo había abandonado allí.

—Si quiere —le dijo la señora Venanzi—, haré que alguien lo acompañe a su casa.

—No —contestó el viejo, intentando levantarse del sillón varias veces—. Me basta… me basta con que me acompañen hasta el final de la escalera. Luego subo a la carroza.

Finalmente consiguió levantarse; miró a Flora; le acarició una mejilla.

—Estás un poco delgada —le dijo—. ¿Qué pasa, linda? ¿Te has enamorado?

Flora, sin sonrojarse, levantó un hombro y sonrió.

—¿Qué dice, senador?

—¡Mal! —continuó entonces De Marchis—. Con diecinueve años hay que tener novio. Y créeme, no haya nada mejor, preciosa.

Se acercó lentamente a una estantería, para hundir el rostro en un gran ramo de rosas; luego, sacando el rostro, suspiró:

—Pobre viejo…

Con gran fatiga bajó muy despacio por la escalera, apoyándose en el sirviente; subió a la carroza y poco después se durmió allí también, sin la más lejana sospecha de que por la noche, en la sección de sociedad, todos los periódicos más importantes hablarían de él, de su gran complacencia por los triunfos de Guglielmo Marconi, de su viva simpatía por Casimiro Luna y también de su paternal benevolencia hacia Vittorino Lamanna, joven comediógrafo con grandes perspectivas de futuro.