LA DESTRUCCIÓN DEL HOMBRE

Solamente quisiera saber si el señor juez instructor considera, de buena fe, que ha encontrado una sola razón que valga para explicar, de alguna manera, esto que él llama asesinato premeditado (y sería, si acaso, doble asesinato, porque la víctima estaba a punto de cumplir felizmente el último mes de embarazo).

Se sabe que Nicola Petix se ha atrincherado en un silencio impenetrable, primero ante el comisario de policía, apenas lo arrestaron; luego ante él, quiero decir, ante el juez instructor que inútilmente, tantas veces y de muchas maneras, ha intentado interrogarlo, y finalmente también ante el joven abogado de oficio que le habían asignado, visto que hasta el final no ha querido contratar para la defensa a uno de su confianza.

Me parece que, en cualquier caso, habría que dar una interpretación de este silencio tan obstinado.

Dicen que en la cárcel Petix demuestra la desmemoriada indiferencia de un gato que, después de haber torturado a un ratón o a un pollito, se encoge beato al amparo de un rayo de sol.

Pero está claro que este rumor —que quisiera dar a entender que Petix consumó el delito con la inconsciencia de un animal— no ha sido admitido por el juez instructor, que ha creído oportuno tener que admitir y sostener la premeditación en el asesinato. Los animales no premeditan. Si son acechados, la emboscada es una parte instintiva y natural de su caza, que no los convierte ni en ladrones ni en asesinos. El zorro es ladrón para el dueño de las gallinas, pero de por sí el zorro no es ladrón, y cuando tiene hambre, agarra la gallina y se la come. Y después de habérsela comido: adiós, ya no piensa en ello.

Ahora bien, Petix no es un animal. Y hay que ver, antes que nada, si su indiferencia es verdadera. Porque, si lo es, habría que tenerla también en cuenta, así como aquel silencio obstinado del cual —a mi manera de ver— la indiferencia sería la consecuencia más natural; corroborados como están, ambos, por el rechazo explícito de un abogado defensor.

Pero no quiero adelantar juicios, ni anteponer mi opinión.

Continúo argumentando con el señor juez instructor.

Si el señor juez instructor cree que Petix tiene que ser castigado con todos los rigores de la ley, porque según él no es un tonto feroz comparable con un animal, ni un loco furioso que haya matado sin razón a una mujer a pocas semanas del parto, ¿cuál puede haber sido la razón del delito, de este asesinato premeditado?

No una pasión secreta por aquella mujer. Bastaría con que el señor abogado de oficio presentara a los señores jurados, por un momento, un retrato de la pobre muerta. La señora Porrella tenía cuarenta y seis años y podía parecerse a todo menos a una mujer.

Recuerdo haberla visto pocos días antes del delito, hacia finales de octubre, del brazo de su marido cincuentón —un poco más pequeño que ella, pero él también con su barriguita—, por Via Nomentana, hacia el atardecer, no obstante el viento que levantaba las hojas muertas en ráfagas calientes y calurosas.

Puedo asegurar, bajo palabra de honor, que la vista de estos dos —de paseo en un día como aquel, con todo aquel viento, entre el torbellino de todas aquellas hojas muertas—, pequeños bajo los altos plátanos desnudos, que se afanaban en el cielo tempestuoso con el híspido enredo de sus ramas, era una provocación.

Avanzaban los pies de la misma manera, al mismo tiempo, graves, como por obligación.

Tal vez creían que aquel paseo no podía evitarse, ahora que el embarazo se encontraba en los últimos días. Prescrito por el médico, aconsejado por todas las amigas del vecindario.

Era fastidioso, quizás sí, pero muy natural para ellos que aquel viento surgiera así, de vez en cuando, y arrojara violentamente todas aquellas hojas abarquilladas sin conseguir alejarlas; y que aquellos plátanos, que habían tenido hojas a su tiempo, ahora se despojaran de ellas para permanecer como muertos hasta la primavera siguiente; y que un perro vagabundo fuera condenado por cada olfateo a detenerse en casi todos los troncos de aquellos plátanos y a levantar con exasperación una cadera, para exprimir unas pocas gotas, después de haber dado varias vueltas, con agitación, para encontrar la forma adecuada de conseguirlo.

Juro que no solamente a mí, sino a todos los que aquel día pasaban por Via Nomentana, les parecía increíble que aquel hombrecito pudiera mostrarse tan satisfecho de llevar a su mujer de paseo, en aquel estado; y más increíble que aquella mujer se dejara llevar, con una obstinación que parecía cruel consigo misma, cuanto más parecía resignada al esfuerzo que tenía que costarle. Vacilaba, jadeaba y tenía los ojos como contraídos en un espasmo, no tanto por el esfuerzo inhumano, sino por el miedo de que no conseguiría llevar hasta el final aquel estorbo obsceno en aquel vientre que se le caía. Es cierto que, de vez en cuando, bajaba los párpados lívidos. Pero no los bajaba tanto por vergüenza como por el despecho de verse obligada a sentir la misma vergüenza. Se veía en aquel estado, a su edad, vieja chancla aún utilizada por algo que parecía tan grande. En verdad, apoyándose en el brazo de su marido, hubiera podido, con un guiño, a escondidas, despertarlo de la satisfacción a la cual se abandonaba a menudo y con demasiada evidencia: ser él, aunque tan pequeño y calvo y cincuentón, el autor de aquel gordo problema. No lo hacía, porque, al contrario, estaba contenta de que él tuviera el coraje de mostrar aquella satisfacción, mientras a ella le tocaba mostrar vergüenza.

Todavía me parece verla cuando, por alguna ráfaga particularmente virulenta que la embestía desde atrás, se paraba sobre sus achaparradas y amplias piernas, con el vestido que, pegándose a ellas, las dibujaba deformes, mientras en la parte delantera dibujaba una pelota. Entonces ella no sabía qué reparar antes con el brazo libre, es decir: si bajar aquella pelota del vestido, que arriesgaba descubrirla por delante, o sujetar por el ala el viejo sombrero de terciopelo morado, en cuyas melancólicas plumas negras se despertaba —por el viento— un desesperado deseo de vuelo.

Pero lleguemos al hecho.

Les ruego (si tienen un poco de tiempo) que vayan a visitar aquella vieja casa en Via Alessandria, donde habitaban los cónyuges Porrella y también, en dos habitaciones de la planta inferior, Nicola Petix.

Es uno de aquellos caseríos, todos igualmente feos, como sellados con la marca de la vulgaridad propia del tiempo en que fueron construidos precipitadamente, en la previsión —que luego se reconoció errónea— de una precipitada y desbordante afluencia de habitantes del reino a Roma, inmediatamente después de la proclamación de la ciudad como tercera capital del reino.

Tantas fortunas privadas, no solamente de nuevos ricos, sino también de estirpes ilustres, y todas las ayudas prestadas por los bancos, a crédito, a aquellos constructores, que parecieron durante varios años víctimas de un frenesí casi fanático, se perdieron en un enorme fracaso, que aún hoy se recuerda.

Y donde había antiguos parques patricios, magníficas villas y, al otro lado del río, huertos y prados, se vieron surgir casas y casas y casas, manzanas enteras, por calles excéntricas apenas trazadas; y de pronto muchas casas se quedaron a medio construir, levantadas hasta el cuarto piso —nuevas ruinas—, empapándose sin tejados, con todas las aberturas de las ventanas no equipadas, y con unos restos del andamio abandonado, ennegrecido y arruinado por las lluvias, en los agujeros de los muros rudos. Y otras manzanas, ya completas, se quedaron desiertas, en calles enteras de barrios nuevos, por los cuales nunca pasaba nadie; y la hierba, en el silencio de los meses, volvió a brotar en los márgenes de las aceras, primero al borde de los muros y luego, delgada y tierna, estremeciéndose por cada soplo de aire, ocupando todo el camino trillado.

Después, muchas de estas casas, construidas con todas las comodidades para acoger a inquilinos pudientes, fueron abiertas —para sacar algún provecho— a la invasión de la gente del pueblo. La cual, como se puede fácilmente imaginar, hizo tal destrozo que, cuando finalmente, con el paso de los años, en Roma empezó de verdad la penuria de las viviendas (antes demasiado pronto temida, luego demasiado tarde remediada, por el miedo que todos experimentaban de erigir nuevas construcciones, por causa de aquel fracaso solemne), los nuevos propietarios, que las habían adquirido a bajo precio de los bancos, que habían apoyado a los antiguos constructores fracasados, calculando ahora cuánto tendrían que gastar para arreglarlas y reconstruirlas decentemente —para alquilarlas a inquilinos dispuestos a pagar un alquiler más alto—, consideraron más conveniente no hacer nada y contentarse con dejar las escaleras rotas, los muros obscenamente sucios, las ventanas con las persianas y los cristales sin arreglar, embanderadas de trapos sucios y remendados, tendidos en cuerdas.

Pero, ahora, en alguno de estos grandes y miserables caseríos, aunque entre tantos inquilinos que habían permanecido con el objeto de destruir las paredes y las puertas y los suelos, alguna noble familia venida a menos o de clase media, de empleados o de profesores, ha empezado a buscar amparo, o porque no lo ha encontrado en otro lugar o por necesidad o por amor al ahorro, venciendo la repugnancia por toda aquella suciedad. Y más por la mezcla (sí, Dios mío) con lo que es prójimo, no se niega, pero que ciertamente, si se aman un poco la limpieza y la buena educación, desagrada tener cerca. Y por otro lado no se puede decir que el desagrado no sea recíproco, al punto que los recién llegados, al principio, han sido objetos de miradas hostiles y luego, poco a poco, si han querido ser aceptados, han tenido que adecuarse a ciertas confianzas más bien tomadas que acordadas.

Ahora bien, los cónyuges Porrella llevaban casi quince años en aquel caserío de Via Alessandria, cuando ocurrió el delito; Nicola Petix, una decena. Pero, mientras aquellos habían gozado desde el principio de la simpatía de los inquilinos más antiguos, Petix, al contrario, había generado, cada vez más, la antipatía general, por el desprecio con el cual miraba a todos, empezando por el portero zapatero; sin dignarse nunca a dirigirle a nadie una palabra ni una mínima señal de saludo.

He dicho, lleguemos al hecho. Pero un hecho es como un saco, que vacío no se sostiene.

El señor juez instructor se percatará de ello si —como parece— desea intentar que se sostenga así, sin antes llenarlo con todas aquellas razones que ciertamente lo han determinado, y que él tal vez ni se imagina.

El padre de Petix era un ingeniero expatriado mucho tiempo atrás y muerto en América, que dejó en herencia toda la fortuna acumulada, con el ejercicio de su profesión, a otro hijo, dos años mayor que Petix y también ingeniero, con la obligación de que le pasara mensualmente al hermano menor, mientras viviera, un cheque de unos pocos centenares de liras, casi a título de limosna y no porque le tocaran por derecho, en cuanto ya se había «comido», como estaba escrito en el testamento, «toda la herencia legítima, que le correspondía, en un ocio vergonzoso».

Este ocio de Petix estará bien mientras que no se considere solamente desde el punto de vista de su padre, sino un poco también del suyo, porque Petix, en verdad, frecuentó durante años las aulas universitarias, pasando de una carrera a la otra, de la medicina a las leyes, de las leyes a las matemáticas, de estas a las letras y a la filosofía: sin presentarse nunca a un examen, es cierto, porque nunca soñó con ser médico o abogado, matemático o literato o filósofo. En verdad, Petix nunca quiso hacer nada; pero esto no quiere decir que haya permanecido ocioso, y que este ocio haya sido vergonzoso. Siempre ha meditado, estudiando, a su manera, los casos de la vida y las costumbres de los hombres.

Fruto de estas meditaciones continuas ha sido un tedio infinito, un tedio insoportable procedente tanto de la vida como de los hombres.

¿Hacer una cosa por hacerla? Habría que estar dentro de la cosa que hacer, como un ciego, sin verla desde fuera; si no, asignarle un propósito. ¿Qué propósito? ¿Solamente el de hacerla? Sí, Dios mío: cómo se hace. Hoy esta y mañana otra. O también la misma cosa cada día. Según las inclinaciones y las capacidades, según las intenciones, según los sentimientos y los instintos. Cómo se hace.

El problema llega cuando de aquellas inclinaciones y capacidades e intenciones, de aquellos sentimientos e instintos —seguidos desde el interior, porque se tienen y se sienten—, se quiere ver el propósito desde afuera, que precisamente porque es buscado así, desde afuera, no se encuentra, como no se encuentra nada más.

Nicola Petix llegó pronto a esta nada, que tendría que ser la quintaesencia de toda filosofía.

La vista cotidiana de los cientos de inquilinos de aquel caserío sucio y tétrico, de aquella gente que vivía por vivir, sin saber que vivía excepto por aquel poco que cada día parecía condenado a hacer (siempre las mismas cosas), empezó pronto a provocarle un tedio y una intolerancia agitados, cada día más exasperados.

Sobre todo le resultaban intolerables la vista y el ruido de todos los chicos que hervían en el patio y por las escaleras. No podía asomarse a la ventana que daba al patio sin ver a cuatro o cinco chicos, que hacían allí sus necesidades o comían manzanas podridas o un pedazo de pan. O sin ver en el empedrado descompuesto, donde se estancaban charcos de agua pútrida (si era agua), a tres chicos que, a gatas, espiaban dónde y cómo hacía pipí una niña de tres años que no se daba cuenta de su presencia, inconsciente y con un ojo vendado. Y los escupitajos que se lanzaban, las patadas, cómo se arañaban, los pelos que se arrancaban, y los consecuentes gritos, en los cuales participaban las madres desde todas las ventanas de las cinco plantas; mientras la maestrita, con el rostro demacrado y el pelo lacio, atraviesa el patio con un grueso ramo de flores, regalo del novio, que sonríe a su lado.

Petix tenía intención de correr hasta el cajón de su mesita de noche para disparar a aquella maestrita, tanta furia de indignación le provocaban aquellas flores y aquella sonrisa del novio, los halagos del amor en medio de la repugnante obscenidad de toda aquella sucia prole, que en breve la maestrita también contribuiría a acrecentar.

Ahora bien, piensen que hacía diez años que Nicola Petix asistía, cada día, en aquel caserío, a los periódicos e indefectibles embarazos de aquella señora Porrella, la cual, llegada —entre náuseas, trepidaciones y sufrimientos— al séptimo o al octavo mes, cada vez arriesgando su propia vida, abortaba. En diecinueve años de matrimonio aquel canal de mujer ya contaba con quince abortos.

Para Nicola Petix la cosa más espantosa era esta: que no conseguía ver en aquellos dos la razón por la cual, con una obstinación tan ciega y feroz contra sí mismos, querían un hijo.

Tal vez porque dieciocho años atrás, al tiempo del primer embarazo, la mujer había preparado con todo lujo de detalles el ajuar del bebé: fajas, cofias, camisas, baberos, vestidos largos con lazos, calcetines de lana, que aún esperaban ser utilizados, amarillentos y ya secos por el almidón, como pequeños cadáveres.

Hacía diez años que, entre todas las mujeres del edificio, que procreaban continuamente, y Nicola Petix que odiaba totalmente esta sucia prole, se había iniciado una especie de apuesta: las mujeres sostenían que esta vez la señora Porrella daría a luz a su hijo, y él decía que no, que tampoco esta vez lo conseguiría. Y cuanto más atentas, con cuidados infinitos y consejos y atenciones, aquellas empollaban el vientre de la mujer que crecía mes tras mes, tanto más Petix, viéndolo crecer mes tras mes, sentía aumentar en su interior la irritación, la agitación, el furor. En los últimos días de cada embarazo, en su fantasía alterada, todas las casas se le representaban como un vientre enorme, desesperadamente atormentado por la gestación del hombre que tenía que nacer. Para él ya no se trataba del parto inminente de la señora Porrella, que tenía que provocarle una derrota; se trataba del hombre, del hombre que todas aquellas mujeres querían que naciera del vientre de aquella mujer; del hombre que puede nacer de la brutal necesidad de los dos sexos que se han acoplado.

Pues bien, Petix quiso destruir al hombre, cuando era seguro que aquel decimosexto embarazo se cumpliría con éxito. El hombre. No uno entre muchos, sino todos en uno; para cumplir en el único la venganza de los muchos que veía allí, pequeños brutos que vivían por vivir, sin saber que vivían, excepto por aquel poco que cada día parecían condenados a hacer: siempre las mismas cosas.

Y pocos días después ocurrió que vi a los dos cónyuges Porrella por Via Nomentana, entre el torbellino de aquellas hojas muertas, avanzar los pies de la misma manera, al mismo ritmo, graves y compungidos, como por obligación.

El destino del paseo cotidiano era una roca más allá de la barrera, donde la calle, girando una vez más después de San Agnese y estrechándose un poco, baja hacia el valle del río Aniene. Cada día, sentados en aquella roca, durante una media hora, descansaban después del largo y lento paseo: el señor Porrella mirando el puente tosco y ciertamente pensando que los antiguos romanos habían pasado por allí; la señora Porrella siguiendo con los ojos a unas viejas que buscaban verdura entre la hierba a lo largo del río, que aparece por un breve trecho debajo del puente, o mirándose las manos y girando lentamente los anillos alrededor de los dedos achaparrados.

También aquel día llegaron a su destino, no obstante el río había crecido a causa de las abundantes lluvias recientes, hasta casi debajo de su roca y no obstante, sentado justamente en la roca —como si los estuviera esperando—, divisaron de lejos a su vecino Nicola Petix: doblado sobre sí mismo y encogido como un grueso búho.

Se detuvieron, viéndolo, contrariados y perplejos por un instante, dudando si ir a sentarse a otro lugar o volver atrás. Pero aquella misma advertencia de contrariedad y desconfianza los empujó justamente a acercarse, porque les pareció irracional admitir que la presencia no deseada de aquel hombre, y también la intención —que parecía evidente— de haber ido allí por ellos, pudieran representar algo tan grave que los hiciera renunciar a aquella parada acostumbrada, que especialmente la embarazada necesitaba hacer.

Petix no dijo nada; y todo ocurrió en un instante, casi con quietud. Como la mujer se acercó a la roca para sentarse, él la aferró por un brazo y de un tirón la llevó hasta la orilla de las aguas desbordadas; le dio un empujón y la envió a que se ahogara en el río.