EN SILENCIO

—¡Waterloo! ¡Waterloo, Dios santo! ¡Se pronuncia Waterloo!

—Sí, señor, después de Santa Elena.

—¿Después? ¿Pero, qué dice? ¿A cuento de qué menciona Santa Elena?

—¡Ah, ya! La isla de Elba.

—¡No! ¡Deje en paz a la isla de Elba, querido Brei! ¿Cree que una clase de historia se puede improvisar? ¡Pues siéntese!

Cesarino Brei, pálido y tímido, se sentó; y el profesor continuó mirándolo durante un buen rato, contrariado, si no propiamente fastidiado.

Aquel chico, cuya diligencia y buena voluntad en el estudio tanto había elogiado durante los primeros dos años de liceo, ahora —es decir, desde que llevaba el uniforme de interno del Colegio Nacional—, aunque se mostraba muy atento durante las clases, como buen alumno que era, ¡ni sabía comprender las razones por las cuales Napoleón Bonaparte había sido derrotado en Waterloo!

¿Qué le había ocurrido?

El mismo Cesarino tampoco sabía explicárselo. Se quedaba durante horas estudiando, o mejor dicho, con los libros abiertos bajo las gruesas lentes de miope; pero ya no podía detener la atención sobre ellos, sorprendido y trastornado por pensamientos nuevos y confusos. Y esto le ocurría, no solamente desde que había entrado en el colegio, como creían los profesores, sino desde antes. Es más, Cesarino hubiera podido decir que, precisamente a causa de estos pensamientos y de ciertas extrañas impresiones, se había dejado convencer por su madre para entrar en el colegio.

Su madre (que lo llamaba Cesare y no Cesarino), sin mirarlo a los ojos, le había dicho:

—Cesare, necesitas cambiar de vida; necesitas la compañía de jóvenes de tu edad, y un poco de orden y de normas, no solamente en el estudio, sino también en las distracciones. He pensado, si no te desagrada, que pases en el colegio este último año de liceo. ¿Te gustaría?

Se había apresurado a contestar que sí, sin pensarlo dos veces; tanta turbación le producía ver a su madre desde hacía unos meses.

Hijo único, no había conocido a su padre, que debía de haber muerto jovencísimo, si su madre aún hoy se consideraba joven: tenía treinta y siete años. Él ya tenía dieciocho, es decir, precisamente la edad de su madre cuando se casó.

Las cuentas no cuadraban: en verdad, el hecho de que su madre fuera aún joven y que se hubiera casado a los dieciocho años no quería decir que, como consecuencia, su padre hubiera muerto jovencísimo, porque su madre también había podido casarse con un hombre mayor que ella, y quizás incluso viejo, ¿no es verdad? Pero Cesarino tenía poca fantasía. No se imaginaba esta ni muchas otras cosas.

Por otro lado, en casa no había ningún retrato de su padre, ni rastro alguno de que hubiera existido: su madre nunca le había hablado de él, ni Cesarino había tenido curiosidad para preguntar. Sabía solamente que se llamaba Cesare, como él, y nada más. Lo sabía porque en los certificados de la escuela estaba escrito: Brei Cesarino del difunto Cesare, nacido en Milán, etcétera. ¿En Milán? Sí. Tampoco sabía nada de su ciudad natal, o mejor dicho, sabía que en Milán había una catedral, y nada más: la catedral, la galería Vittorio Emanuele, el panettone, y nada más. Su madre, ella también milanesa, se había establecido en Roma inmediatamente después de la muerte de su marido y del nacimiento de Cesarino.

Pensándolo bien, Cesarino podía decir que tampoco conocía bien a su madre. Nunca la veía durante el día. De la mañana a las dos de la tarde trabajaba en la escuela profesional, donde enseñaba dibujo y bordado; luego estaba fuera de casa hasta las seis, hasta las siete, a veces hasta las ocho de la noche, para impartir clases particulares también de lengua francesa y de piano. Volvía a casa, cansada, por la noche; pero también en casa, en el breve tiempo antes de la cena, se encargaba de otras ocupaciones, otras tareas domésticas que la sirvienta no había podido realizar e, inmediatamente después de cenar, corregía los trabajos de las alumnas de sus clases privadas.

Muebles más que decentes, todas las comodidades, un armario bien equipado, una despensa abundantemente abastecida, ¡eh, claro!, con todo el trabajo de su incansable madre; pero también, ¡qué tristeza y qué silencio en aquella casa!

Pensando en ello, en el colegio, Cesarino sentía que se le estremecía el corazón. Cuando vivía en aquella casa, apenas volvía de la escuela, comía solo, sin ganas, en el comedor —suntuoso pero casi a oscuras— con un libro abierto apoyado en la botella del agua, sobre el cuadrado de la servilleta, colocada sobre la antigua mesa de nogal; luego se encerraba en su habitación para estudiar; y finalmente, por la noche, cuando lo llamaban para cenar, salía —arropado, entumecido, espeso— con los ojos apretados detrás de las gafas de miope.

Durante la cena, madre e hijo intercambiaban pocas palabras. Ella le preguntaba algo acerca de la escuela; cómo había pasado el día; a menudo le hacía reproches por su manera de vivir tan poco juvenil, y quería que se animara, lo incitaba a moverse un poco, de día, al aire libre, a ser más vivaz, más hombre, ¡vamos! El estudio, sí, pero también era necesaria alguna distracción. Sufría al verlo tan aburrido, pálido, sin ganas. Él le contestaba con pocas palabras: sí, no; prometía con frialdad y esperaba con impaciencia que la cena se acabara para irse a la cama, muy pronto, porque solía levantarse muy temprano.

Al haber crecido siempre solo, no tenía ninguna intimidad con su madre. La veía, la sentía muy diferente de sí mismo, tan alegre, enérgica y desenvuelta. Tal vez él se parecía a su padre. Hacía mucho tiempo que el vacío dejado por el padre permanecía entre Cesarino y la madre, y había crecido con los años. Su madre, incluso cuando estaba presente allí, le parecía siempre como lejana.

Recientemente, esta impresión había crecido hasta provocarle una incomodidad muy extraña, cuando (en verdad, muy tarde, pero Cesarino —ya se sabe— tenía poca fantasía), por una conversación entre dos compañeros de la escuela, se le habían caído las primeras e infantiles ficciones del alma, descubriéndole ciertos vergonzosos secretos de la vida, hasta el momento insospechados. Entonces su madre había perdido valor para él. Durante los últimos días, en casa, había notado que ella, no obstante el gran trabajo que realizaba sin pausa desde la mañana hasta la noche, se conservaba hermosa —muy hermosa y saludable— y que cuidaba mucho su belleza: se arreglaba el pelo con empeño largo y amoroso, cada mañana, vestía con simplicidad señorial, con elegancia infrecuente; y se había sentido casi ofendido incluso por el perfume que ella llevaba, nunca antes advertido así.

Precisamente para quitarse esta curiosa disposición de ánimo hacia su madre, había aceptado enseguida la propuesta de ingresar en un colegio. Pero, ¿se había dado cuenta ella? ¿Qué la había empujado a hacerle aquella propuesta?

Ahora Cesarino volvía a pensar en ello. Siempre había sido bueno y estudioso, desde niño; siempre había hecho sus deberes sin la vigilancia de nadie; era un poco delgado, sí, pero estaba bien de salud. Las razones aducidas por su madre no lo convencían en absoluto. Mientras tanto, luchaba contra sí mismo para no acoger ciertos pensamientos, por los cuales sentía deshonra y remordimiento; sobre todo porque ahora sabía que su madre estaba enferma. Hacía varios meses que ella no iba a visitarlo los domingos al colegio. Las últimas veces se había quejado diciendo que no se encontraba bien, y, en verdad, a Cesarino no le había parecido saludable como antes, al contrario, la había notado insólitamente descuidada en el recogido de su pelo, lo que le había agudizado el remordimiento por los malos pensamientos, causados por el cuidado excesivo que ella demostraba antes.

Por las cartas que su madre le enviaba de vez en cuando para preguntarle si necesitaba algo, Cesarino sabía que el médico le había ordenado reposo, porque se había cansado excesivamente y durante demasiado tiempo, y le había prohibido salir. Aseguraba, de todas formas, que no se trataba de algo grave y que, siguiendo escrupulosamente las prescripciones, se curaría. Pero la enfermedad continuaba, Cesarino estaba preocupado, y no veía la hora de que el año escolar terminara.

Naturalmente, con este espíritu, no conseguía entender bien, por mucho que se esforzara, las verdaderas razones, ideadas por el profesor de historia, por las cuales Napoleón Bonaparte había sido derrotado en Waterloo.

Aquel mismo día, apenas volvió al colegio, Cesarino fue llamado por el director. Se esperaba un reproche grave por su escaso provecho durante aquel año de estudio; pero encontró al director muy amable y amoroso y también con una expresión un poco turbada.

—Querido Brei —le dijo, poniéndole insólitamente una mano en el hombro—, usted sabe que su madre…

—¿Está peor? —lo interrumpió enseguida Cesarino, levantando los ojos para mirarlo, casi con terror, y la gorra se le cayó de la mano.

—Así parece, hijo mío, sí. Es necesario que vaya enseguida a su casa.

Cesarino se quedó mirándolo, con una pregunta en los ojos suplicantes que los labios no se atrevían a pronunciar.

—No lo sé bien —dijo el director, entendiendo aquella pregunta muda—. Ha venido una mujer, hace poco, desde su casa, para llamarlo. ¡Ánimos, hijo mío! Váyase. El custodio estará a su disposición.

Cesarino salió del despacho de dirección con la mente trastornada: no sabía qué hacer, cómo llegar a su casa. ¿Dónde estaba el custodio? ¿Y su gorra? ¿Dónde había dejado la gorra?

El director se la dio y le ordenó al custodio que permaneciera a disposición del joven durante todo el día, si era necesario.

Cesarino corrió hasta Via Firenze, donde estaba su casa. Pocos pasos antes de llegar, vio el portón abierto y sintió que las piernas le fallaban.

—¡Ánimos! —le repitió el custodio, que estaba al corriente de los hechos.

Toda la casa estaba patas arriba, como si la muerte hubiera entrado en ella con violencia.

Precipitándose, Cesarino dirigió enseguida la mirada hacia la habitación de su madre, al fondo, y allí la entrevió… en la cama… larga —esta fue, en el aturdimiento, la primera impresión, extraña, de maravilla—, larga, oh Dios, como si la muerte la hubiera estirado con fuerza; rígida, pálida más que la cera, y ya lívida en las ojeras, a los lados de la nariz: ¡irreconocible!

—¿Cómo?… ¿Cómo?… —balbuceó al principio, casi más curioso que aterrado por aquella vista, encogiéndose de hombros y extendiendo el cuello para observar, como hacen los miopes.

Casi a modo de respuesta, llegó de la otra habitación, rompiendo horriblemente aquel silencio de muerte, un grito infantil, ronco.

Cesarino se giró de pronto, como si aquel grito le hubiera cortado la espalda, y temblando, miró a la sirvienta que lloraba en silencio, arrodillada cerca de la cama.

—¿Un niño?

—Allí… —le indicó aquella.

—¿Suyo? —preguntó, más con el aliento que con la voz, pasmado.

La sirvienta asintió con la cabeza.

Se volvió de nuevo hacia su madre, pero no pudo soportar verla. Trastornado por la imprevista y atroz revelación que lo atontaba y le arrancaba del duelo, ahora, violentamente, se tapó los ojos con las manos, mientras desde las entrañas le subía una suerte de grito que la garganta, ahogada por la angustia, no dejaba pasar.

¿Entonces, en el parto? ¿Había muerto en el parto? ¿Cómo? ¿Por eso? Y enseguida se le despertó la sospecha de que allí, desde donde había llegado aquel llanto infantil, había alguien; y se volvió para mirar a la sirvienta con odio.

—¿Quién… quién?

No pudo decir más. Con la mano temblorosa quería sostener las gafas que se le caían de la nariz a causa de las lágrimas que, mientras tanto, inadvertidas, le brotaban de los ojos.

—Venga… venga… —dijo la sirvienta.

—No… dime… —insistió.

Pero finalmente se dio cuenta de que en la habitación, alrededor de la cama, había otras personas, que él no conocía y que lo miraban con estupor piadoso. Calló y dejó que la sirvienta lo llevara a la habitación que había ocupado antes de entrar en el colegio.

Solamente había una comadrona, que había bañado al bebé, aún hinchado y lívido.

Cesarino lo miró con repugnancia, y se volvió de nuevo hacia la sirvienta.

—¿Nadie? —dijo, casi para sus adentros—. ¿Este niño?

—¡Oh, señorito mío! —exclamó la sirvienta, juntando las palmas de las manos—. ¿Qué puedo decirle? No sé nada. Precisamente esto le estaba diciendo a la comadrona… ¡No sé nada! Aquí nunca ha venido nadie: ¡se lo puedo jurar!

—¿No te lo dijo?

—¡Nunca, nada! Nunca me confió nada y yo, claro, no podía preguntarle… Lloraba, ¿sabe? Oh, tanto, a escondidas… Dejó de salir de casa, desde que empezó a verse… usted me entiende…

Cesarino, horrorizado, levantó las manos para indicarle a la sirvienta que se callara. Por mucho que, en el vacío horrendo donde lo arrojaba aquella muerte imprevista, sintiera la necesidad imperiosa de saber, no quiso escuchar. La deshonra era demasiado grande. Y su madre había muerto por ella. Y estaba aún allí.

Se apretó las manos sobre el rostro, acercándose a la ventana para hacer solo, en la oscuridad de la mente, sus suposiciones.

No recordaba haber visto, él tampoco, mientras que había vivido en casa, a ningún hombre, nunca, que pudiera provocarle sospechas. Pero, ¿afuera? ¡Su madre había vivido tan poco en casa! ¿Y qué sabía de la vida que había llevado fuera? ¿Quién era su madre, más allá del círculo estrechísimo de las relaciones que había mantenido con él, por las noches, cenando? Toda una vida, a la cual siempre había permanecido extraño. Había salido con alguien, claro… ¿Con quién?… Lloraba. Entonces, ese hombre la había abandonado, sin querer o sin poder casarse con ella. Y por eso lo había encerrado en el colegio: para evitarse y evitarle una vergüenza inevitable. ¿Y después? Él saldría del colegio, en julio. ¿Y entonces? ¿Quería borrar cada rasgo de la culpa?

Abrió las manos para mirar de nuevo al bebé. La comadrona lo había fajado y puesto en la cama donde dormía Cesarino cuando vivía en casa. Aquella cofia, aquella camisa, aquel babero… No: su madre quería quedarse con aquel niño. Seguramente ella había preparado aquel ajuar. Y entonces, saliendo del colegio, se encontraría con aquella nueva criatura en casa. ¿Y su madre qué le diría? ¡Por eso había muerto! ¡Quién sabe qué tremenda tortura secreta había sufrido durante aquellos meses! ¡Ah, vil, era vil aquel hombre que se la había impuesto, abandonándola, después de haberla avergonzado! Y ella se había refugiado en casa, para esconder su estado, y tal vez había perdido el empleo en la escuela profesional… ¿Con qué recursos había vivido durante aquellos meses? Claro, con los ahorros acumulados durante tantos años de trabajo. ¿Y ahora?

Cesarino sintió de repente que el vacío se abría a su alrededor más negro y más profundo. Se vio solo, solo en la vida, sin ayuda, sin pariente alguno, ni próximo ni lejano; solo, con aquella criaturita que con su llegada al mundo había matado a su mamá y se había quedado en el mismo vacío, abandonada, sin padre… Como él.

¿Como él? Eh sí, tal vez él también… —¿cómo no lo había pensado antes?—, ¡tal vez él también había nacido así! ¿Qué sabía de su padre? ¿Quién había sido aquel Cesare Brei?… Brei. ¿Acaso no era el apellido de su madre? Sí. Enrica Brei. Así firmaba y todos la conocían como la maestra Brei. Si hubiera sido viuda, al llegar a Roma y al empezar a dar clases, ¿acaso no habría retomado su apellido, haciéndolo seguir por el del marido? No: Brei era el apellido de su madre, y entonces él llevaba solo el apellido de ella; y aquel difunto Cesare —de quien no sabía nada, de quien no había quedado en casa rastro alguno— tal vez nunca había existido: Cesare, quizás sí, pero no Brei… ¡Quién sabe cuál era el verdadero apellido de su padre! ¿Cómo no había pensando antes en todo esto?

—¡Oiga, pobre señorito! —le dijo la sirvienta—. La comadrona quisiera decirle… Esta criaturita…

—Ya —interrumpió la comadrona—, ahora esta criaturita necesita leche. ¿Quién se la dará?

Cesarino la miró, perdido.

—Mire —continuó la comadrona—, yo decía que… como ha nacido así… y porque la madre, pobrecita, ya no está… y usted es un pobre chico que no podría cuidar de este inocente… decía…

—¿Llevárselo? —preguntó Cesarino, con el ceño fruncido.

—Porque, mire —continuó aquella—, yo tendría que declarar su nacimiento al registro civil… Es necesario que sepa lo que usted quiere hacer.

—Sí —dijo Cesarino, perdiéndose de nuevo—. Sí… Espere… Quiero, antes quiero ver…

Y miró a su alrededor, como si buscara algo. La sirvienta lo ayudó.

—¿Las llaves? —le preguntó despacio.

—¿Qué llaves? —dijo él, que no pensaba en nada.

—Quiere las llaves para ver… ¡no sé! Mire, están allí, debajo del espejo, en la habitación de su mamá.

Cesarino se movió para ir, pero se detuvo enseguida, al pensar en volver a ver a su madre, ahora que sabía. La sirvienta, que lo estaba siguiendo, añadió, más despacio:

—Señorito mío, habría que ocuparse de tantas cosas. Lo sé, usted se encuentra perdido, tan solo, pobre alma inocente… Ha venido el médico; he ido a la farmacia… he comprado muchas cosas… Esto no es nada, pero ahora hay que pensar también en su pobre mamá, ¿eh? ¿Cómo se hace?… Vea usted…

Cesarino fue a buscar las llaves. Volvió a ver, tumbada, larga y rígida sobre la cama, a su madre, y como atraído por aquella vista, se le acercó. ¡Ah, ahora serían mudos, mudos para siempre aquellos labios de los cuales tantas cosas quería saber! El misterio de aquel niño y el otro de su propio nacimiento se los había llevado consigo, en el silencio horrible de la muerte… Pero tal vez, buscando, hurgando… ¿Dónde estaban las llaves?

Las cogió del espejo, y siguió a la sirvienta al estudio de su madre.

—Mire allí… en aquel bargueño.

Encontró poco más de cien liras, que quizás eran los restos de los ahorros.

—¿Nada más?

—Nada, espera…

Había divisado en aquel bargueño algunas cartas. Quiso leerlas enseguida. Pero eran (tres, en total) de una maestra de la escuela profesional, dirigidas a su madre a Rio Freddo, donde dos años atrás, con él, había pasado las vacaciones del verano. Y el año siguiente, aquella maestra, colega de su madre, había muerto. De la última de aquellas cartas, de pronto, cayó al suelo un cartoncito, que la sirvienta se apresuró a recoger.

—¡Dame! ¡Dámelo!

Estaba escrito con lápiz, sin membrete, sin fecha, y decía así:

Imposible, hoy. Tal vez el viernes.

Alberto

—Alberto… —repitió, mirando a la sirvienta—. ¡Es él! Alberto… ¿Lo conoces? ¿No sabes nada? ¿Realmente nada? ¡Habla!

—¡Nada, señorito mío, ya se lo he dicho!

Buscó de nuevo en el bargueño, luego en los cajones de los armarios, por doquier, removiéndolo todo. No encontró nada. ¡Solamente aquel nombre! Solamente esta noticia: que el padre de aquel niño se llamaba Alberto. Y su padre, Cesare… Dos nombres: nada más. Y ella, allí, muerta. Y todos los muebles de la casa, inconscientes, impasibles. Y él, ahora, sin sustento alguno, en aquel vacío, con aquel bebé que, recién nacido, ya no le pertenecía a nadie; mientras él al menos, hasta ahora, había tenido a su madre. ¿Librarse del bebé? ¡No, no, pobre pequeño!

Conmovido por una piedad vehemente, que ya casi era ternura fraternal, Cesarino sintió que en su interior se despertaba una energía desesperada. Sacó del bargueño algunas joyas de su madre y se las dio a la sirvienta, para que intentara obtener dinero con su venta, por el momento. Fue a la sala, para rogar al custodio que lo había acompañado que se ocupara de los trámites y el entierro de su madre. Volvió donde estaba la comadrona para pedirle que buscara una nodriza. Corrió a la cámara mortuoria a buscar su gorra de colegial, y, después de haberle prometido en su corazón a la madre que ni el pequeñito ni él morirían, volvió al colegio, para hablar con el director.

En pocos instantes se había convertido en otro. Le expuso su caso y su propósito al director, sin una queja, pidiéndole ayuda, sinceramente, con la firme convicción de que nadie podía negársela, porque tenía el sacrosanto derecho a ella por todo el mal que, inocente, le tocaba sufrir por su propia madre, por aquel desconocido que le había dado la vida, por este otro desconocido que le había quitado la madre, dejándole en brazos a un bebé recién nacido.

El director que, escuchándolo, lo miraba con la boca abierta y con los ojos llenos de lágrimas, le aseguró enseguida que haría todo lo posible para conseguirle ayuda cuanto antes, y que nunca lo abandonaría, nunca. Lo apretó contra su pecho, lloró con él, le dijo que aquella misma noche iría a visitarlo a su casa, con una buena noticia, esperaba.

—Muy bien. Sí, señor. Lo espero.

Y volvió a casa, furioso.

La ayuda, escasa, llegó solícita; pero no para Cesarino, porque enseguida sirvió para el transporte de su mamá, del que se ocuparon los demás.

Él solamente pensó en el niño, en cómo salvarlo, junto consigo mismo, fuera, fuera de aquella triste casa, donde tanto bienestar —quién sabe cómo, quién sabe de dónde— había entrado, para confundirlo aún más: muebles, cortinas, alfombras, cubiertos; todos aquellos muebles, si no propiamente de lujo, seguramente costosos. Los miraba casi con rencor, por el secreto que guardaban acerca de su proveniencia. Había que deshacerse de todo lo antes posible, conservando solo los objetos más humildes y necesarios para amueblar las tres pobres habitaciones, alquiladas en la periferia con la ayuda del director del colegio.

Con empeño pactó la venta con comerciantes de muebles usados y con ropavejeros, a quienes se dirigió bajo consejo de los vecinos; porque —¡algo extraño!— le pareció que aquellos muebles le pertenecían sobre todo al niño, ahora que su madre había muerto por él, dando a conocer a todos la vergüenza de aquel bienestar. Y al menos al niño, por Dios, se le podía conceder el derecho —pequeño como era e inconsciente de todo— de no sentir aquella vergüenza, si otro, en lugar de él, defendía sus intereses.

Hubiera vendido también la ropa y muchos objetos finos que quedaban de su madre a una melancólica ropavejera enfermita, que se presentó toda arreglada y lacia por el cansancio y las muecas, si esta, hablando blandamente entre dulces sonrisas, no le hubiera dejado entender a qué clientela destinaba aquellos hábitos y aquellos lujos. La echó. ¡Ah, aquellos restos, aún casi vivos, cómo conservaban el perfume que tanto lo había turbado en los últimos tiempos! Le pareció ahora, mientras se los ponía en los brazos para ir a guardarlos, percibir el aliento del niño, como confirmación de la extraña impresión de que todo, todo allí, le pertenecía a él, lavado, perfumado, envuelto en aquel rico ajuar que su madre le había preparado antes de morir. Aquel niño le parecía algo precioso, precioso y querido, que no solamente tenía que salvar, sino también custodiar con todos aquellos cuidados que seguramente su madre tendría para él: estaba feliz por volver a sentir, en su interior, despertada así de repente, la preciosa y valiente energía de su mamá.

No se daba cuenta, como podían hacerlo los demás, de que aquella vivaz y ardiente capacidad de reacción, en la delgadez sin gracia de su cuerpecito, parecía como un esfuerzo desesperado, que lo volvía duro, sospechoso y también cruel. Sí, también cruel, como se demostró al despedir a la vieja sirvienta, Rosa, que sin embargo había sido tan buena con él en aquel trasiego. Pero no se podía evitar quererlo por lo que hacía o decía. En verdad, era justo que despidiera a la sirvienta, teniendo que sostener el gran gasto de la nodriza para el niño: hubiera, sí, podido hacerlo de otra manera; pero también se le perdonaba esta, como la misma Rosa se la había perdonado; porque tal vez, pobrecito, ni tenía la sospecha de que era cruel con los demás, él que experimentaba en aquel momento y en aquella medida la crueldad feroz de la suerte. Como máximo, si la compasión no lo hubiera impedido, se podía incluso sonreír al verlo tan inquieto, con aquellos hombros estrechos y demasiado altos, y el rostro pálido y duro, extendido como para embestir, con los ojos agudos detrás de aquellas firmes lentes de miope. Jadeante, angustiado por el miedo de no llegar nunca a tiempo, corría, para sacar provecho de todo. Lo ayudaban y ni daba las gracias. Ni siquiera al director del colegio cuando, después del traslado, fue a anunciarle a la casa nueva que le había encontrado un empleo de escribano en el ministerio de la instrucción pública.

—Es poco, sí. Pero por la noche vendrás al colegio, a la salida del ministerio, para dar alguna clase privada a los internos, escolares del gimnasio inferior. Verás que será suficiente. Eres bueno.

—Sí, señor. ¿Y el traje?

—¿Qué traje?

—No puedo ir al ministerio vestido de colegial.

—Llevarás uno de los trajes que tenías antes de entrar al colegio.

—No, señor, no puedo. Son todos como los quería mi mamá, con los pantalones cortos. Y además, ni siquiera son negros.

Cada dificultad que se le presentaba (¡y eran muchas!), lo irritaba más que sorprenderlo. Quería vencer; tenía que vencer. Pero parecía que a los demás les correspondiera el deber de dejarlo vencer, cuanto más él demostraba su voluntad de hacerlo. Y en el ministerio, si los otros escribanos, todos hombres maduros o viejos, pasaban el tiempo entre burlas (no obstante la amenaza de los jefes de que aquella oficina de copia se suprimiría por su escaso rendimiento), Cesarino al principio se agitaba en la silla, resoplando o pataleando, luego se volvía áspero a mirarlos desde su mesa, golpeando con el puño el respaldo de la silla, no porque la estúpida negligencia de ellos le pareciera deshonesta, sino porque, al no sentir la obligación de trabajar con él ni por él, arriesgaban su puesto de trabajo. Al verse llamados al deber por un chico, era natural que se rieran y se burlaran de él. Se ponía en pie; amenazaba con ir a denunciarlos; y era peor, porque aquellos lo desafiaban a hacerlo, y entonces él tenía que reconocer que, de hacerlo, aceleraría el daño de todos. Se quedaba mirándolos como si con sus risas le hubieran desgarrado el vientre; luego encorvaba los hombros sobre la mesa, y copiaba, copiaba todo lo que podía, revisando también los pocos documentos que los demás habían copiado para eliminar los errores; sordo a las burlas con las cuales se reían de él. Algunas noches, para que se terminara el trabajo asignado a la oficina, salía del ministerio una hora después que los demás. El director lo veía llegar al colegio, jadeante, con la mirada endurecida por la obsesión de su insuficiencia para defenderse de las dificultades y de las contrariedades de la suerte, y ahora también de la malignidad de los hombres.

—No, no —le decía el director, para consolarlo; y a veces también lo regañaba amorosamente.

No escuchaba ni los consuelos ni los reproches; así como, por la calle, corriendo, nunca veía nada. Por la mañana, para llegar puntual a la oficina, viniendo de la lejana casa, en la periferia; al mediodía, para volver a comer allí y luego para volver a tiempo a la oficina, a las tres, siempre a pie, para ahorrar el dinero del tranvía y también por el miedo de llegar tarde por culpa del tranvía. Por la noche estaba agotado. Se sentía tan cansado que no tenía ni la fuerza de sostener de pie a Ninnì en brazos. Tenía que sentarse antes.

En el pequeño balcón, con la baranda de hierro oxidada, ahora, con Ninnì en las rodillas, hubiera querido encontrar compensación de las carreras, de las fatigas, de las amarguras de todo el día. Pero el niño, que ya casi tenía tres meses, no quería estar con él, tal vez porque, como no lo veía casi nunca durante el día, aún no lo reconocía; quizás también porque él no sabía tenerlo en brazos, o porque tenía sueño, como decía la nodriza para excusarlo.

—Démelo, lo llevaré a la cama, y luego me ocuparé de la cena y de usted.

Esperando la cena, sentado en el balcón, en la última luz fría del crepúsculo, mirando (sin siquiera verlo) el trozo de luna ya encendido en el cielo desvaído y vano; luego bajando los ojos hacia la calle sucia y desierta, bordeada de un lado por un seto seco y polvoriento que resguarda de los huertos, se sentía invadir el alma, en aquel cansancio, por la angustia. Pero, apenas el llanto daba indicios de querer punzarle los ojos, apretaba los dientes, aferraba en el puño la baqueta de hierro de la baranda, dirigía la mirada hacia la única farola de la calle, cuyos cristales habían sido rotos a pedradas por unos golfillos, y empezaba a pensar en cosas malas, a propósito: contra los escolares del internado, también contra el director, ahora que ya no podía confiar en él, tras entender que lo ayudaba, sí, pero casi más por él mismo, por la complacencia de sentirse bueno; lo cual le provocaba ahora, al recibir aquella ayuda, la incomodidad de la humillación.

Y aquellos compañeros de oficina, con sus sucias conversaciones y ciertas preguntas indecentes, que querían avergonzarlo: «Si y cómo hacía; si lo había hecho». Una imprevista convulsión de lágrimas lo asaltaba ante el recuerdo de una noche en que, caminando —como siempre— con prisa por la calle, como un ciego, había tropezado con una furcia, que, enseguida, fingiendo detenerlo, lo había apretado contra su seno con ambos brazos, obligándolo así a percibir con la nariz, en la carne viva, obscenamente, el perfume, el mismo perfume de su madre; se había alejado, aullando, y había huido. Ahora le parecía que el escarnio de aquellos hombres lo fustigaba: «¡Virgencita! ¡Virgencita!» y volvía a aferrar en el puño la baqueta de la baranda y a apretar los dientes. No, nunca podría hacerlo, porque siempre, siempre tendría en la nariz, recordándole el horror, aquel perfume de su madre.

Ahora, en el silencio, oía los golpes secos bajo el suelo de las patas de la silla —primero las delanteras, luego las traseras— donde la nodriza se mecía para dormir al niño; y más allá del seto, oía el susurro del agua, que salía en abanico como una serpiente de la larga manga con la cual el hortelano regaba. Aquel susurro del agua le gustaba, le refrescaba el espíritu; y no quería que, por distracción del hortelano, cayera demasiada en algunos puntos; lo advertía enseguida por el ruido de la tierra que se volvía creta y estaba como ahogada. ¿Por qué recordaba ahora aquel mantelito para el té, adamascado, con los bordes azul celeste y los flecos densos, que su mamá ponía en una mesita para ofrecer el té a alguna amiga que hubiera llegado insólitamente a casa alrededor de las cinco? Aquel mantel… el ajuar de Ninnì… la elegancia, el gusto, aquel escrúpulo de limpieza de su mamá; y ahora, un mantel sucio en la mesa, la cena aún no estaba lista, su cama deshecha desde la mañana, si al menos el bebé estuviera bien cuidado, pero, no, señores: sucio el vestidito, sucio el babero; y si le hacía el mínimo reproche a aquella nodriza, seguro que la irritaba y tal vez ella aprovecharía la ausencia de él para desahogarse con la criaturita inocente. Y además, inmediatamente, tenía lista la doble excusa de que, teniendo que cuidar al niño, no tenía tiempo de ordenar la casa ni de ocuparse de la cocina; y de que, si al niño le faltaban cuidados, era porque le tocaba hacer también de sirvienta y de cocinera. Fea grosera, que al llegar del campo parecía un tronco de árbol y ahora se creía bella, peinándose y arreglándose. ¡Paciencia! Tenía buena leche, y el niño, aunque descuidado, prosperaba. ¡Ah, cómo se parecía a su mamá! Los mismos ojos y aquella naricita, aquella boquita… En cambio, la nodriza quería hacerle creer que se parecía a él. ¡Qué! ¡Quién sabe a quién se parecía él! Pero ya no le importaba saberlo. Le bastaba que Ninnì se pareciera a su mamá, es más, estaba feliz por ello, porque así no besaría en aquella carita ningún rastro que pudiera despertarle la imagen de aquel desconocido, a quien ya no quería descubrir.

Después de cenar, en la misma mesa apenas desocupada, se ponía a estudiar, con la intención de presentarse el año siguiente a los exámenes de instituto, para entrar después —con la exención de las tasas, si se la concedían— a la universidad. Se inscribiría en la facultad de Derecho, y si conseguía la licenciatura sería para algún concurso como secretario en el mismo ministerio de la instrucción pública. Quería ascender lo antes posible, desde aquella mezquina e insegura condición de escribano. Pero ciertas noches, mientras estudiaba, se sentía invadido y vencido por un hondo desaliento. ¡Lo que tenía que estudiar le parecía tan lejano de su afán presente! Y, distraído, en aquella lejanía, sentía vano su propio afán, que no tenía ni podía tener fin. Era tal el silencio de aquellas tres habitaciones desnudas, que le permitía advertir el zumbido de la lámpara a petróleo, ya no colgada sino puesta en la mesa para ver mejor: se quitaba las gafas de la nariz, miraba fijamente la llama con los ojos entornados y entonces gruesas lágrimas le brotaban de los párpados y caían sobre el libro abierto debajo del mentón.

Pero eran solo momentos. A la mañana siguiente volvía a robustecerse más obstinado, extendiendo, desde los hombros encorvados (como hacen los miopes), aquel rostro huesudo, de cera, estirado y madoroso, con aquel pelo liso de enfermo, demasiado crecido entre las orejas y las mejillas, y aquella violencia de las gafas que le esmaltaban los ojos empequeñecidos, brillantes y precisos, pinzándole hasta la sangre las delgadas paredes de la nariz.

De vez en cuando Rosa, la vieja sirvienta, iba a visitarlo. Delicadamente, ella también le hacía notar todos los fallos de aquella nodriza, y, para alertarlo, le refería lo que las mujeres del vecindario decían sobre ella. Cesarino se encogía de hombros. Sospechaba que Rosa hablaba por rencor, porque desde el principio, para que no la echara, le había propuesto alimentar al niño con la leche esterilizada, como había visto hacer a muchas madres, satisfechas con tal opción. Pero finalmente tuvo que darle la razón, cuando se vio obligado a echar, de pronto, a aquella nodriza, ya embarazada de dos meses. Por suerte el niño no sufrió por el cambio, gracias a los cuidados amorosos de la buena vieja, que se mostró muy contenta de volver al servicio de aquellos dos abandonados.

Y ahora, al fin, Cesarino pudo saborear la dulzura de la paz conquistada con tanta pena. Sabía que su Ninnì estaba en buenas manos, y podía trabajar y estudiar tranquilamente. Cuando volvía a casa por la noche encontraba todo en orden; Ninnì lindo como un novio, la cena sabrosa y suave la cama. Era la felicidad. Los primeros gritos, ciertas muecas tan graciosas de Ninnì lo hacían enloquecer de la alegría. Lo pesaban cada dos días, por miedo a que bajara de peso por la lactancia artificial, no obstante lo tranquilizara Rosa:

—¿No siente que, por momentos, pesa más que yo? ¡Siempre con la trompeta en la boca!

La trompeta era el biberón.

—¡Venga, Ninnì, toca un poquito!

Y Ninnì, inmediatamente, sin pensarlo dos veces, sin necesidad de que los demás le aguantaran la trompeta, la aferraba y la sostenía como un buen trompetista; y entornaba los queridos ojitos, lánguidos por la voluptuosidad. Ambos, Cesarino y Rosa, lo miraban como en éxtasis y, como el niño, a menudo, se dormía antes de terminar de chupar, se levantaban silenciosamente y de puntillas, conteniendo la respiración y lo acostaban en su cuna.

Volviendo al estudio nocturno con la voluntad redoblada, seguro del éxito, Cesarino ya dominaba perfectamente las verdaderas razones por las cuales Napoleón Bonaparte había sido derrotado en Waterloo.

Pero una noche, de regreso a casa —con prisa, como solía hacer, sediento de un beso de Ninnì—, encontró a Rosa en el umbral. Lo detuvo y, turbada, le anunció que en casa había un señor que quería hablar con él y que lo esperaba desde hacía media hora.

Cesarino se encontró frente a un hombre de unos cincuenta años, alto y bien plantado, completamente vestido de negro por un luto muy reciente, con el pelo gris y el rostro moreno, con el aire profundo y grave. Se había levantado al sonido del timbre de la puerta y lo esperaba en el comedor.

—¿Desea hablar conmigo? —le preguntó Cesarino, observándolo, expectante y consternado.

—Sí, a solas, si usted me lo permite.

—Sí, entre.

Y Cesarino le indicó la puerta de su habitación y lo dejó pasar; luego, cerrada la puerta, con las manos trémulas, se giró, el rostro alterado, palidísimo, con los ojos atormentados detrás de las gafas y el ceño fruncido, e intentó formular la pregunta:

—¿Alberto?

—Rocchi, sí. He venido…

Cesarino se le acercó, excitado, transfigurado, como si quisiera despotricar contra él.

—¿A hacer qué? ¿A mi casa?

Aquel se retiró, palideciendo y conteniéndose:

—Déjeme explicarle. Vengo con buenas intenciones.

—¿Qué intenciones? ¡Mi madre ha muerto!

—Lo sé.

—¿Ah, lo sabe? ¿Y no le basta? ¡Váyase enseguida o haré que se arrepienta!

—¿Perdón?

—Se arrepentirá de haber venido aquí a infligirme la deshonra…

—No… perdone…

—¡La deshonra de su visita! Sí, señor. ¿Qué quiere de mí?

—Si no me deja hablar… perdone… ¡Cálmese! —continuó aquel, así abordado, desconcertado—. Yo entiendo… Pero es necesario que le diga…

—¡No! —gritó Cesarino, firme, ardiente, levantando los puños delgados—. Mire, ¡no quiero saber nada! ¡No quiero explicaciones! ¡Es suficiente con haber osado venir aquí! ¡Y váyase!

—Pero aquí está mi hijo… —dijo entonces aquel, turbio e impaciente.

—¿Su hijo? —gritó Cesarino—. ¿Ah, ha venido por eso? ¿Ahora se acuerda de que su hijo está aquí?

—Antes no podía… Si me deja hablar…

—¿Qué quiere decir? ¡Váyase! ¡Váyase! ¡Ha provocado la muerte de mi madre! ¡Váyase, o pido ayuda!

Rocchi entornó los ojos, suspiró profundamente, tomando aliento, y dijo:

—Está bien. Quiere decir que haré valer mis razones en otro lugar.

Y se encaminó para irse.

—¿Razones? ¿Usted? —le gritó Cesarino, perdiendo el control—. ¡Miserable! ¿Después de haber matado a mi madre, quiere tener razones para hacerlas valer? ¿Tú, en contra mía? ¿Razones?

Él se giró a mirarlo, hosco; pero luego abrió la boca en una sonrisa entre desdén y compasión por la delgadez de aquel joven que lo insultaba.

—Veremos —dijo.

Y se fue.

Cesarino se quedó a oscuras, en la sala, detrás de la puerta, vibrante del ímpetu violento que en él, tímido y débil, habían provocado el rencor, la deshonra, el miedo a perder a su pequeñito adorado. Cuando se reanimó como pudo, fue a tocar a la puerta de Rosa, que se había encerrado con la llave puesta, con el niño en brazos.

—¡He entendido! ¡He entendido! —le dijo Rosa.

—Quería a Ninnì.

—¿Él?

—Sí. Y sus razones, ¿entiendes?, quiere hacer valer sus razones…

—¿Él? ¿Y quién puede darle la razón?

—Es su padre. ¿Acaso puede quitarme a Ninnì, ahora? ¡Lo he echado, como a un perro! Le he dicho que… que ha matado a mi madre… y que yo he acogido al niño… y que ahora es mío, es mío, ¡y nadie me lo puede arrancar de los brazos! ¡Es mío! ¡Mío!… Mira tú… Miserable… Asesino…

—¡Sí! ¡Seguro! ¡Pero cálmese, señorito! —le dijo Rosa, más afligida y consternada que él—. No podrá venir a coger al niño por la fuerza. Usted también tendrá sus razones para defenderse. Y quisiera ver, ahora, que nos quitaran a Ninnì: lo hemos criado nosotros. Tranquilo, tranquilo, ya no volverá, después de la digna recepción que usted le ha reservado.

Pero ni esta, ni muchas otras garantías que le repitió la buena vieja durante toda la noche, sirvieron para que Cesarino se tranquilizara. El día siguiente, en el ministerio, sufrió un verdadero y eterno suplicio. A mediodía se escapó a su casa, trepidante, con el corazón en la garganta. No quería volver a la oficina para el resto de la jornada, pero Rosa lo empujó para que fuera, prometiéndole que mantendría la puerta cerrada y que no abriría a nadie y no dejaría a Ninnì ni por un solo momento. Así fue a trabajar, pero volvió a las seis, sin ir al colegio para las clases a los escolares.

Al verlo tan aturdido, abatido y consternado, Rosa intentó reanimarlo de todas formas posibles. Pero en vano. Cesarino tenía un presentimiento que le roía el alma y no le daba paz. Pasó toda la noche insomne.

Al día siguiente, no volvió a casa a mediodía para comer. La vieja Rosa no sabía explicarse aquel retraso. Hacia las cuatro, por fin, lo vio llegar, jadeante y lívido, con una mirada amenazadora.

—Tengo que dárselo. Me han llamado desde la comisaría. Él estaba allí. Ha mostrado unas cartas de mi madre. Es suyo.

Lo dijo intermitentemente, sin levantar los ojos para mirar al niño, que Rosa tenía en brazos.

—¡Oh, mi corazón! —exclamó esta, estrechándo a Ninnì contra su pecho—. ¿Cómo? ¿Qué ha dicho? ¿Cómo ha podido la justicia…?

—¡Es su padre! ¡Es su padre! —contestó Cesarino—. ¡Entonces es suyo!

—¿Y usted? —preguntó Rosa—. ¿Usted cómo hará?

—¿Yo? Me voy con él. Nos vamos juntos.

—¿Con Ninnì, a casa de aquel?

—Sí.

—¿Ah, así?… ¿Entonces, los dos juntos? ¡Ah, así está bien! No lo dejará… ¿Y yo, señorito? ¿Esta pobre Rosa?

Cesarino, para no contestarle directamente, cogió en brazos al bebé, lo estrechó contra su pecho y, llorando, empezó a decirle:

—¿La pobre Rosa, Ninnì? ¿Ella también con nosotros? ¡No es justo! ¡No es posible! Se lo dejaremos todo a la pobre Rosa. Estas pocas cosas son suyas. Estábamos tan bien, los tres juntos, ¿no es verdad, Ninnì? Pero no han querido… no han querido…

—Pues bien —dijo Rosa, tragándose las lágrimas—. ¿Ahora quiere sufrir así por mí, señorito mío? Soy vieja, ya no cuento, Dios proveerá por mí. Con tal de que ustedes estén bien… Por otro lado, dígame: ¿podré ir a visitarlo a usted, a ver a mi angelito? No me echarán, si voy. ¿En fin, por qué tendría que ser así? Pasado el primer momento, tal vez será bueno también para usted, señorito, ¿no le parece?

—Tal vez —dijo Cesarino—. Mientras tanto, Rosa, es necesario que lo prepares todo, pronto… todo lo que hemos hecho para Ninnì, mis cosas y también las tuyas. Nos vamos esta noche. Nos esperan para la cena. Oye: yo te lo dejo todo…

—¿Qué dice, señorito mío? —exclamó Rosa.

—Todo… el poco dinero que tengo. Te debo mucho más, por todo tu cariño… ¡Calla, calla! No hablemos del tema. Tú lo sabes, y lo sé yo. Es suficiente. También estos pocos muebles… Nosotros tendremos otra casa… Tú harás con esta lo que quieras. No me des las gracias. Prepáralo todo, y vámonos. Tú antes. No sabría irme, dejándote aquí. Luego, mañana, vendrás a verme, y te dejaré la llave y todo lo demás.

La vieja Rosa obedeció, sin contestar. Tenía el corazón tan lleno que, si abría la boca para hablar, seguramente le saldrían sollozos y no palabras. Lo preparó todo, también su fardo.

—¿Lo dejo aquí? —preguntó—. Si mañana tengo que volver…

—Sí, claro —le contestó Cesarino—. Y ahora: besa a Ninnì… Bésalo y adiós.

Rosa cogió en brazos al bebé, que miraba sorprendido, pero al principio no pudo besarlo. Fue necesario que se desahogara durante un rato, aunque decía:

—Llorar es una tontería… porque mañana… Cójalo señorito. Ánimos, ¿eh? Un beso también a usted… ¡Hasta mañana!

Se fue sin volverse, ahogando los sollozos en su pañuelo.

Cesarino cerró la puerta enseguida. Se pasó una mano por el pelo, que se le enderezó, híspido. Puso a Ninnì en la cama y le dio el reloj de plata, para que se quedara quieto. Escribió con gran prisa unas pocas líneas en una hoja de papel: la donación a Rosa de los pobres adornos de la casa. Luego fue a la cocina; preparó rápidamente un buen fuego; lo llevó a la habitación; cerró las ventanas, la puerta; y a la luz de la lamparita, que la vieja Rosa tenía siempre encendida delante de una imagen de la Virgen, se tumbó en la cama al lado de Ninnì. Entonces este dejó caer el reloj sobre la cama y, como siempre, levantó la mano para quitarle las gafas a su hermano. Cesarino, esta vez, se las dejó arrancar; cerró los ojos y estrechó al niño contra su pecho:

—Quieto ahora, Ninnì, quieto… Durmamos, lindo, durmamos.