CON LA MUERTE ENCIMA

—¡Ya lo decía yo! Entonces usted es un hombre pacífico… ¿Ha perdido el tren?

—Por un minuto, ¿sabe? Llego a la estación, y veo que se va ante mis ojos.

—¡Podía haber corrido tras él!

—Ya. Es para reírse, lo sé. Bastaba, Dios santo, que no hubiera llevado todos aquellos paquetes, paquetitos… ¡Iba más cargado que una mula! Pero las mujeres —encargos… encargos…— ¡y no acaban nunca! He tardado tres minutos, créame, desde que me he bajado del coche de caballos, en ponerme en los dedos todos los nudos de aquellos paquetes: dos paquetes por cada dedo.

—Tuvo que ser un espectáculo… ¿Sabe qué hubiera hecho yo? Los habría dejado en el coche.

—¿Y mi mujer? ¡Ah, sí, claro! ¿Y mis hijas? ¿Y todas sus amigas?

—¡Gritando! Me hubiera divertido muchísimo.

—¡Porque, tal vez, usted no sepa en qué se convierten las mujeres cuando están de vacaciones!

—¡Sí que lo sé! Precisamente porque lo sé. Todas dicen que no necesitarán nada.

—¿Solamente eso? ¡Hasta son capaces de sostener que van para ahorrar! Después, apenas llegas a un pueblito de los alrededores, cuanto más feo y mísero y sucio es, tanto más se vuelven locas arreglándolo con sus lujos más vistosos! ¡Ay, las mujeres, querido señor! Por otro lado, es esta su profesión… —«¡Si vas un momento a la ciudad, querido! Realmente necesitaría esto… esto otro… y también podrías, si no te molesta (es de un agrado este “si no te molesta”)… y luego, ya que estás allí, pasando por allá». «¿Y cómo quieres, querida mía, que en tres horas realice todos estos encargos?». «¡Eh! ¿Qué dices? Cogiendo un coche de caballos...»—. El problema es, ¿lo entiende?, que como tenía que quedarme solo tres horas, he venido sin las llaves de casa.

—¡Oh! Y por eso…

—He dejado todo aquel montón de paquetes en la consigna de la estación; he ido a cenar a una fonda; luego, para que se me evaporara la molestia, he ido al teatro. Me moría del calor allí. A la salida, me digo: ¿qué hago? ¿Ir a dormir a un hotel? Ya son las doce: a las cuatro cojo el primer tren; por tres horas de sueño no merece la pena. Y he venido aquí. Esta cafetería no cierra, ¿no es verdad?

—No cierra, no, señor. Y así, ¿ha dejado todos aquellos paquetes en la consigna de la estación?

—¿Por qué? ¿No están seguros? Estaban bien atados…

—¡No, no, no lo digo por eso! Me los imagino bien atados, con aquella habilidad especial que tienen los jóvenes empleados de las tiendas para envolver lo que venden… ¡Qué manos! Una hoja de papel grande, doble, rosa, lisa… que ya por sí misma es un placer verla… tan lisa, que uno pondría el rostro sobre ella para sentir una fresca caricia… La extienden sobre el mostrador y luego, con desenvuelta amabilidad, colocan en medio la tela leve y bien doblada. Primero cogen un extremo, desde abajo, con el dorso de la mano; luego, desde arriba, bajan el otro y, con gracia, hacen un remetido, como algo más, por amor al arte; después doblan el papel de un lado y del otro, en triángulo, y ponen las dos puntas abajo; alargan una mano hasta la caja de hilo; tiran para que corra justo lo necesario para atar el paquete y lo sujetan tan rápidamente que usted no tiene ni el tiempo de admirar su habilidad, que se ve presentar el paquete con el lazo listo para introducir el dedo.

—Eh, se nota que usted ha prestado mucha atención a los jóvenes dependientes…

—¿Yo? Querido señor, paso días enteros observándolos. Soy capaz de permanecer una hora parado, mirando el interior de una tienda a través de los cristales. Me olvido. Me parece ser, quisiera ser de verdad aquella tela de seda… aquel bordado… aquel lazo rojo o azul celeste que las jóvenes en las mercerías, después de haberlo medido con el metro, ¿ha visto cómo hacen?, se lo enrollan alrededor del pulgar y el meñique de la mano izquierda, antes de envolverlo… Miro al cliente o a la clienta que salen de la tienda con el paquete colgando del dedo, de la mano, o debajo del brazo… los sigo con la mirada, hasta que los pierdo de vista… imaginando… ¡Uh, cuántas cosas imagino! Usted no puede hacerse una idea. Pero me sirve. Esto me sirve.

—¿Le sirve? Perdone… ¿Qué?

—Pegarme así, digo, con la imaginación… pegarme a la vida, como una enredadera alrededor de las barras de una reja. Ah, no dejar que la imaginación descanse ni un momento… adherirme continuamente, con ella, a la vida de los demás… pero no a la de la gente que conozco. No, no. ¡No podría! Siento fastidio, si supiera… náusea… Por eso me adhiero a la vida de los extraños, alrededor de los cuales mi imaginación puede trabajar libremente, pero no de manera caprichosa, al contrario, teniendo en cuenta las mínimas apariencias descubiertas en este y en aquel. ¡Si supiera cuánto y cómo trabaja! ¡Hasta dónde consigo introducirme! Veo la casa de este o de aquel, vivo allí, respiro allí, hasta advertir… ¿conoce aquel hálito peculiar que sopla en cada casa? En la suya, en la mía… Pero nosotros, en nuestra casa, ya no lo advertimos, porque es el hálito mismo de nuestra vida, ¿me explico? Eh, veo que usted asiente…

—Sí porque… digo, tiene que ser un gran placer, este que usted experimenta, imaginando tantas cosas…

—¿Placer? ¿Yo?

—Ya… me imagino…

—¡Pero qué placer! Dígame. ¿Ha ido alguna vez a la consulta de un buen médico?

—Yo no. ¿Por qué? ¡No estoy enfermo!

—¡No, no! Se lo pregunto para saber si ha visto, en casa de estos buenos médicos, la sala donde los pacientes esperan su turno para ser visitados.

—Ah, sí… me tocó una vez acompañar a una hija mía que sufría de los nervios.

—Bien. No quiero saberlo. Digo, aquellas salas… ¿Les ha prestado atención? Aquellos sofás de tela oscura, de estilo antiguo… aquellas sillas acolchadas, a menudo desparejadas… aquellos sillones… Todo comprado de ocasión, en reventas, colocado allí para los pacientes; no le pertenece a la casa. El señor doctor tiene para sí, para las amigas de su señora, otra sala, rica y espléndida. Quién sabe cómo desentonaría una silla, un sillón de aquella sala, aquí en la sala de los pacientes, donde es suficiente aquella decoración así, como se podía. Quisiera saber si usted, cuando acompañó a su hija, miró atentamente el sillón o la silla donde estuvo sentado, esperando.

—Yo no, en verdad…

—Eh, ya, porque usted no estaba enfermo… Pero a menudo tampoco los enfermos prestan atención a estos detalles, concentrados como están en su enfermedad. Sin embargo, ¡cuántas veces algunos están atentos, mirándose el dedo que dibuja vanos signos sobre el brazo brillante de aquel sillón donde están sentados! Piensan y no ven. ¡Pero qué efecto provoca, cuando se sale de la visita, atravesando de nuevo la sala, volver a ver la silla donde poco antes, en espera de la sentencia sobre nuestra enfermedad aún desconocida, estábamos sentados! Encontrarla ocupada por otro paciente, también con su enfermedad escondida, o vacía, impasible, en espera de que alguien más la ocupe… ¿Qué decíamos? Ah, ya… El placer de la imaginación… Quién sabe por qué he pensando enseguida en una silla de estas salas de médicos, donde los pacientes esperan la consulta…

—Ya… en verdad…

—¿No lo entiende? Yo tampoco. Pero es que las llamadas de ciertas imágenes, lejanas entre ellas, son tan particulares para cada uno de nosotros, y están determinadas por razones y experiencias tan singulares que dejaríamos de entendernos si, hablando, no nos prohibiéramos utilizarlas. A menudo, no hay nada más ilógico de estas analogías. Pero la relación, tal vez, puede ser esta, mire: ¿sentirían placer aquellas sillas imaginando quién será el paciente que se siente en ellas, en espera de ser visitado? ¿Qué enfermedad tiene? ¿Dónde irá, qué hará después de la visita? Ningún placer. Y lo mismo para mí, ¡ninguno! Llegan tantos pacientes y ellas están allí, pobres sillas, para ser ocupadas. Pues bien, se trata de una ocupación parecida a la mía. Ora me ocupa esto, ora lo otro. En este momento me estoy ocupando de usted, y crea que no siento ningún placer por el tren que ha perdido, por su familia que lo espera de vacaciones, por todas las molestias que puedo suponer…

—¡Uh, tantas, no hay duda!

—Agradézcale a Dios, si son solamente fastidios. Hay quien tiene algo peor, querido señor. Yo le digo que necesito pegarme con la imaginación a la vida de los demás, pero así, sin placer, sin que me interese, es más… es más… para sentir el fastidio, para juzgar a la vida tonta y vana, para que a nadie, verdaderamente, le tenga que importar que se acabe. Y esto tenemos que demostrárnoslo bien, ¿sabe?, con pruebas y ejemplos continuos, a nosotros mismos, implacablemente. Porque, querido señor, no sabemos de qué está hecho, pero existe, existe, lo sentimos aquí todos, como una angustia en la garganta, el gusto de la vida, que no se satisface nunca, que nunca se puede satisfacer, porque la vida, en el momento mismo en que la vivimos, está siempre tan ávida de sí misma, que no se deja saborear. El sabor está en el pasado, que permanece vivo en nuestro interior. El gusto de la vida nos llega desde allí, desde los recuerdos que nos mantienen atados. ¿Atados a qué? A esta tontería… a estas molestias… a tantas estúpidas ilusiones… insulsas ocupaciones… Sí, sí. Esta, que ahora es una tontería… esta, que ahora es una molestia… y llego incluso a decir, esta, que ahora para nosotros es una desventura, una verdadera desventura… sí, señores, dentro de cuatro, cinco, diez años, quién sabe qué sabor adquirirá… qué gusto tendrán estas lágrimas… Y la vida, por Dios, solo pensar en perderla… especialmente cuando se sabe que es cuestión de días… ¿Ve allí? Digo allí, en aquella esquina… ¿ve aquella sombra melancólica de mujer? ¡Se ha escondido!

—¿Cómo? ¿Quién… quién es qué…?

—¿No la ha visto? Se ha escondido…

—¿Una mujer?

—Mi mujer, ya…

—¡Ah? ¿Su señora?

—Me vigila desde lejos. Y tengo la tentación, créame, de darle una paliza. Es como una de aquellas perras perdidas, obstinadas: cuantas más patadas les das, más se pegan a tus talones. Usted no se puede imaginar lo que aquella mujer está sufriendo por mí. No come, no duerme… Me sigue, día y noche, así… a distancia… Y si se preocupara al menos de desempolvar aquel sombrero que lleva en la cabeza, su ropa… Ya no parece una mujer, sino un trapo. Se le ha empolvado para siempre también el pelo, aquí en las sienes; y apenas tiene treinta y cuatro años. Me provoca una rabia que usted no puede imaginar. Le salto encima, a veces, le grito a la cara: «¡Estúpida!», sacudiéndola. Lo soporta todo. Se queda mirándome con esos ojos… con esos ojos que, se lo juro, me hacen sentir en los dedos un deseo salvaje de estrangularla. Nada. Espera que me aleje para volver a seguirme. Mire… asoma de nuevo la cabeza por la esquina…

—Pobre señora…

—¿Que pobre señora? Ella quisiera, ¿lo entiende?, que me quedara en casa, que permaneciera allí, parado, plácido, como ella quiere, recibiendo todos sus cuidados amorosos y sinceros… disfrutando el orden perfecto de todas las habitaciones, la limpieza de todos los muebles, aquel silencio de espejo que antes había en mi casa, medido por el tic-tac del reloj de péndulo del comedor… ¡Eso quisiera ella! Ahora le pregunto, para hacerle entender el absurdo… ¡No, qué digo: el absurdo!… la macabra ferocidad de esta pretensión, le pregunto si cree posible que las casas de Avezzano, las casas de Messina, sabiendo del terremoto que, dentro de poco, las destrozaría, hubieran podido quedarse tranquilas, bajo la luna, ordenadas en fila a lo largo de las calles y las plazas, obedientes al plan regulador de la comisión de construcciones de la ciudad. ¡Las casas, por Dios, de piedra y vigas, se hubieran escapado! Imagínese a los ciudadanos de Avezzano, a los de Messina, desvestirse tranquilos para acostarse en sus camas, doblar su ropa, colocar los zapatos fuera de la puerta, y poniéndose debajo de las mantas, disfrutar del candor fresco de las sábanas limpias, con la conciencia de que en pocas horas morirían… ¿Le parece posible?

—Pero tal vez su señora…

—¡Déjeme explicarle! Si la muerte, señor mío, fuera como uno de aquellos insectos extraños, asquerosos, que alguien de pronto descubre encima de nosotros… Usted pasa por la calle; otro transeúnte, de repente, lo para y, cauto, con dos dedos extendidos, le dice: «Perdone, ¿me permite? Usted, egregio señor, tiene la muerte encima». Y con aquellos dos dedos extendidos, la coge y la tira… ¡Sería magnífico! Pero la muerte no es como uno de estos insectos asquerosos. Muchos hombres que pasean, desenvueltos y ajenos, tal vez la tienen encima; nadie la ve; y mientras tanto ellos piensan, tranquilos, en lo que harán mañana o pasado mañana. Ahora yo, querido señor, mire… venga aquí… aquí, debajo de esta farola… venga… le muestro una cosa… Mire, debajo de este bigote… aquí, ¿ve esta linda protuberancia morada? ¿Sabe cómo se llama? Ah, un nombre dulcísimo… más dulce que un caramelo: epitelioma se llama. Pronúncielo, pronúncielo… oirá qué dulzura: epitelioma…La muerte, ¿lo entiende?, ha pasado. Me ha colocado esta flor en la boca y me ha dicho: «Quédatela, querido: ¡volveré a pasar en ocho o diez meses!». Ahora dígame usted si, con esta flor en la boca, me puedo quedar en casa tranquilo y permanecer ajeno al asunto, como aquella desgraciada quisiera. Le grito: «Ah, sí, ¿y quieres que te bese?». «Sí, bésame». ¿Sabe qué ha hecho? Con un alfiler, la semana pasada, se ha herido aquí, sobre el labio, y luego me ha cogido la cabeza: quería besarme… besarme en la boca… Porque dice que quiere morir conmigo. Está loca. En casa no me quedo. Necesito observar, detrás de los cristales de las tiendas, la admirable habilidad de los jóvenes dependientes. Porque, usted lo entiende, si en un momento se abre un vacío en mi interior… usted lo entiende, puedo acabar como si nada con la vida de un ser que no conozco… sacar la pistola y matar a uno que, como usted, por desgracia, haya perdido el tren… No, no, no tema, querido señor: ¡bromeo! Me voy. Si acaso, me mataría yo… Pero estos días hay unos albaricoques tan ricos… ¿Usted cómo se los come? Con la piel, ¿no es verdad? Se parten por la mitad: se aprietan con dos dedos, a lo largo, como dos labios jugosos… ¡Ah, qué delicia! Mis obsequios para su egregia señora y también para sus hijas de vacaciones. Me las imagino vestidas de blanco y de azul celeste, en un bonito prado verde, a la sombra… Y hágame un favor, mañana, cuando llegue. Me imagino que el pueblo distará un poco de la estación… Al amanecer, puede usted ir andando. El primer seto de hierba en la ribera. Cuente las briznas por mí. Cuantas briznas tenga, tantos días viviré. Pero elíjalo bien grueso, por favor. Buenas noches, querido señor.