ESTÁ BIEN
I
Estado de servicio (hasta el día 5 de marzo de 1904). En Sorrento, de Corvara Francesco Aurelio y Florida Amidei, en la noche entre el 12 y el 13 de febrero del año 1861, nace Cosmo Antonio Corvara Amidei, y enseguida es mal acogido: a nalgadas, la comadrona lo sujeta por los pies y lo sostiene, por unos momentos, boca abajo, porque, casi ahogado por los cansados dolores de su madre, ha entrado en el mundo sin gritar.
Golpes, hasta que grita.
Cuando entras, hay que gritar.
Del 13 de febrero de 1861 al 5 de marzo de 1862, cinco nodrizas. La primera y la segunda sustituidas porque tienen escasa leche; la tercera porque al bañarlo, una mañana, lo sumerge en el agua aún casi hirviendo, olvidándose de templarla. Quemaduras de segundo grado. Está a punto de morir; Dios misericordioso no lo quiere; pero, en cambio, muere su madre. La cuarta nodriza lo deja caer tres veces de la cama, y luego lo hace rodar con ella por las escaleras, una sola vez. Heridas leves: la más grave, ruptura del hueso de la nariz.
Con nueve años, después de haber sufrido todas las enfermedades, que son como los escalones por los cuales desde la tierna infancia —con la ayuda del médico por un lado y del farmacéutico por el otro— se asciende por la vívida niñez, Cosmo Antonio Corvara Amidei, animado por un ferviente celo religioso, ingresa en un seminario.
Pocos días antes del ingreso, siguiendo al pie de la letra una de las siete obras corporales de misericordia, se había despojado de un lindo traje que su padre le había traído de Nápoles; con él había vestido a un pobre niño que andaba por la playa desnudo, tal como había nacido, y había vuelto a casa solo con la gorra de marinero en la cabeza. En compensación, su padre le había dicho muchas lindas cosas: imbécil, burro, tonto, y le había acariciado las orejas con tanto ímpetu que de milagro no se las había arrancado.
En el seminario, Cosmo Antonio Corvara Amidei estudia y atiende a las prácticas religiosas con grandísimo fervor; tanto que —con dieciséis años— amenaza con enfermar de tisis. Pero, de pronto, cuando ya ha tomado las primeras órdenes religiosas, se le ocurre centrarse sobre este fragmento del tratado De Gratia:
«Si quis dixerit gratiam perseverantiae non esse gratis datam, anathema sit».11
Porque la perseverancia, por si alguien quisiera saberlo, es —según la teología católica cristiana— una gracia que Dios le concede a quien quiere salvar, sin atención a los méritos o deméritos del salvado.
Deus libere movet,12 dice Santo Tomás.
Cosmo Antonio Corvara Amidei reflexiona sobre este tema durante varias semanas, y una noche finalmente lo sorprenden, en camisa, con una vela en la mano, el rostro acalorado, los ojos desorbitados, brillantes de fiebre, mientras busca una llave por el dormitorio.
¿Qué llave?
La llave de la perseverancia.
Ha enloquecido. Por suerte, enferma de meningitis. Sale del seminario. Un mes entre la vida y la muerte.
Cuando por fin se recupera, ha perdido la fe; pero parece que haya perdido también muchas otras cosas: por lo pronto, el pelo; la palabra; un poco también la vista; no se acuerda de nada y permanece, durante casi un año, completamente atontado y como enloquecido. Se reanima gracias a duchas de agua en la espalda; y, con veintidós años y unos meses, puede presentarse a los exámenes del instituto e irse a Nápoles, a la universidad, para licenciarse en Filosofía y letras: calvo, medio ciego y con la nariz aplastada por la caída infantil.
En octubre de 1887 obtiene, por concurso, el trabajo de regente en la escuela inferior de Sassari. Los jóvenes, ya se sabe, son vivaces; el profesor es feo y no ve bien: por tanto, juerga, y, en consecuencia, continuos reproches del director de la escuela a su subalterno que no sabe mantener la disciplina. Pero también por las calles de Sassari los golfillos se burlan del profesor Cosmo Antonio Corvara Amidei, hasta que llega un colega, Dolfo Dolfi, profesor de Ciencias Naturales, que empieza a protegerlo en la escuela y fuera; es más: lo invita a compartir piso (noviembre de 1888).
Dolfo Dolfi entra tarde a la enseñanza, sin títulos, sin concurso, gracias a la protección de un diputado muy poderoso, después de haber hecho de explorador en África y durante muchos años de periodista en Genova: ha combatido una decena de veces, ha recibido y ha dado (más ha dado que recibido); es librepensador y tiene una hija natural, a quien ha impuesto un nombre magnífico: Satanina.
Protegido por Dolfo Dolfi, Cosmo Antonio Corvara Amidei quisiera, por fin, darse un respiro, pero no puede: su protector no le deja tiempo: le habla de sus viajes, de sus campañas periodísticas, de sus combates; le narra sus innumerables y extraordinarias aventuras y también quiere discutir con él sobre filosofía, religión, etcétera. Son tonterías, dichas con grandilocuencia. (Nota Bene: Dolfo Dolfi tiene el rostro lleno de peludos lunares y, mientras habla, se los riza todos; y pone una pierna aquí, una pierna allí.) Cosmo Antonio Corvara Amidei empequeñece, a medida que el otro cuenta gruesas trolas, y asiente, asiente sin contradecirlo nunca. Está bien protegido, no puede negarse; los alumnos y los golfillos de la calle lo dejan en paz gracias a Dolfi; pero también es cierto que él ya no es dueño de sí mismo, de su tiempo, de su mísero sueldo de profesor de escuela inferior. Si tiene necesidad de un dinerito, tiene que pedírselo a Satanina, y la joven, que ya tiene quince años y hace de mamita, se lo da con gran misterio, pidiéndole que, por caridad, no le diga nada, nada, al papito, porque entonces él también querrá su parte para los pequeños vicios, ¿y adónde llegarían?
Satanina es una buena chica; tanto que Cosmo Antonio Corvara Amidei quisiera llamarla más breve y graciosamente Nina, Ninetta; pero Dolfo Dolfi no quiere.
—¡Qué Nina! ¡Qué Ninetta! Satana, se llama Satana:
Salud, o Satanás, / o rebelión / o fuerza ganadora / de la razón.13
Sigue así durante tres años.
Todos le preguntan al profesor Corvara Amidei cómo puede llevarse bien con aquella tormenta de hombre que es el profesor Dolfo Dolfi; él se encoge de hombros; abre las manos y sonríe sin gracia, entornando los ojos; porque con aquella pregunta —es fácil entenderlo— la gente quiere que sea consciente de su imbecilidad.
Eh, sí; Cosmo Antonio Corvara Amidei, en el fondo, estaría incluso dispuesto a admitir su imbecilidad, pero no está del todo convencido, ya que —pensándolo bien— le parece que tal vez la vida en general es bastante más imbécil que él; y que por eso no merece la pena ser o parecer atentos y listos, sobre todo cuando la vida demuestra con tanta perseverancia la voluntad de empeñarse con tesón en contra de uno. En este caso, hay que dejarla hacer, porque una finalidad quizás —escondida— la tiene; y si no tiene una finalidad, tendrá un final; esto es cierto.
De hecho, un día, de pronto, tuvo su final. Pero no para él, ¡ay de mí! Para el profesor Dolfo Dolfi. Golpe apopléjico fulminante, mientras daba clase (marzo de 1891).
Cosmo Antonio Corvara Amidei se quedó atónito. ¡No se lo esperaba! Le parece que la casa se haya quedado vacía, misteriosamente vacía; porque ningún objeto en ella tiene un centelleo de alma, un recuerdo íntimo para él; y en cambio parece que esté allí, triste, esperando al que nunca podrá volver.
Satanina llora, inconsolable. Al principio, él no intenta consolarla, considerando que cada palabra sería vana. Pero luego el director del instituto y los colegas le preguntan cómo tiene pensado organizarse con aquella pobre huérfana, que se ha quedado así, en la calle, sin derecho a pensión, sin pariente alguno, ni próximo ni lejano. El profesor Corvara Amidei contesta enseguida que se quedará con él, ¿es necesario decirlo?, que él le hará de padre, ¡qué diablos! Tanto el director de la escuela como los colegas, frente a esta respuesta, levantan los hombros y entornan los ojos, suspirando. ¿Cómo? ¿No están contentos? ¿No les parece bien hecho? El profesor Corvara Amidei se aleja, desconcertado. Habla de ello con Satanina y —con sumo estupor— la escucha contestar que no es posible; que ella ya no puede quedarse con él; que le conviene irse, cuanto antes, es más: de inmediato.
—¿Adónde?
—¡A coger la diligencia!
—¿Y por qué?
El porqué se lo explican poco después sus colegas. El profesor Corvara Amidei tiene poco más de treinta años; y Satanina ya dieciocho; por tanto, él aún no es tan viejo como para hacerle de padre, y ella tampoco tan joven como para ser simplemente hija suya. Está claro, ¿no? Pero el profesor Corvara Amidei se mira primero la punta de los zapatos, luego la de los dedos; intenta tragar saliva. ¿Acaso sus compañeros quieren decir que tendría que… casarse con Satanina? Apenas le surge esta idea, sonríe, como atontado; luego sonríe amargamente. Vamos, se lo dicen en broma. Se ve obligado a hablar de nuevo con Satanina, para convencerla de que cometería una locura, una verdadera locura, yéndose —como ella dice— a coger la diligencia; y entonces también Satanina le hace entender que podría quedarse con él bajo una sola condición: a condición, sí, señor, de convertirse en su esposa.
Cosmo Antonio Corvara Amidei teme enloquecer, o que todos se hayan puesto de acuerdo para jugarle una broma atroz. No consigue entender de ninguna manera cómo aquella joven puede sentir, en serio, la necesidad de convertirse en su esposa, como si la convivencia con él pudiera ofrecer realmente el pretexto para chismes en el pueblo. ¿Es posible que esta necesidad no le parezca casi grotesca y, de todas maneras, repugnante? Va a mirarse al espejo; se ve incluso más feo de lo que es: teñido de amarillo por los sufrimientos y la miseria, escuálido, calvo, casi ciego. Piensa en ella, en Satanina, tan joven, tan fresca, tan florida y siente como un vértigo. ¿Su mujer? ¿Es posible? Va a pedírselo, balbuceando. Y Satanina —sí, señor— le responde que sí, sin sonrojarse, y es más que, si él estuviera dispuesto, le guardaría gratitud eterna.
Entonces Cosmo Antonio Corvara Amidei se pone a llorar, como un niño, haciéndole con la mano una señal para que se calle, ¡por caridad! ¿Ella, agradecida? ¿Qué dice? ¿Entonces él? ¿La suerte le tenía preparada tal alegría? ¿Cómo creerlo? Durante varios días el profesor Corvara Amidei no puede articular palabra alguna.
El matrimonio se tiene que celebrar pronto, en consideración a que los dos novios están obligados a vivir juntos, bajo el mismo techo, y por la esperanza del director de la escuela de que sirva para despertar al profesor del beato atontamiento en que ha caído. Pero esta esperanza se revela vana. Después de la boda —celebrada solo por lo civil (14 de marzo de 1892), al no poder el profesor Corvara Amidei casarse también ante Dios por sus precedentes compromisos con la iglesia—, el atontamiento crece con la beatitud.
Lo que tantos años de sufrimiento no han podido conseguir, de pronto lo consigue la alegría. Cosmo Antonio Corvara Amidei olvida la gramática latina, lo olvida todo, se vuelve inepto para todo. Solamente ve a Satanina; piensa en Satanina; sueña con Satanina; dejaría incluso de comer, si Satanina no lo obligara; tanto lo llena la alegría el verla ante sus ojos, sonriente y voraz; le daría de comer hasta sus míseras carnes, si las considerara dignas de los dientecitos de ella.
Mientras tanto, ya no está Dolfo Dolfi para frenar a los alumnos en la escuela ni a los golfillos en la calle; y la algazara ha explotado, en clase y fuera, más endemoniada que antes. El director de la escuela está enfurecido por ello; reprende de nuevo duramente a su subalterno; pero, ¿de qué puede servir? El profesor Corvara Amidei lo mira sonriente, como si no se estuviera dirigiendo a él. Entonces Satanina se ve obligada a escribir a aquel diputado amigo suyo, y protector de su padre (¡que en paz descanse!), suplicándole que haga valer su crecida autoridad para que el profesor Corvara Amidei sea alejado de la enseñanza y llamado a prestar un servicio más tranquilo, en una biblioteca o en el ministerio de la instrucción pública.
Así, dos meses después, Cosmo Antonio Corvara Amidei, con mucho desagrado por parte de sus alumnos que, a fin de cuentas, lo quieren mucho, pero con grandísimo agrado del director de la escuela y de los colegas, se va a Roma, convocado por el ministerio. Satanina está embarazada, y sufre mucho durante el viaje por mar, pero deja de pensar en ello apenas desembarca en Civitavecchia; tanta alegría le provoca volver al continente, el pensamiento de Roma, cercana.
¡Ah, qué fervor imprevisto despierta la sangre de su aventurero padre en las venas de ella!
En el ministerio, el profesor Corvara Amidei es relegado a la oficina de los escribanos, como corrector. Pero no corrige nada. Aquellos miserables empleados jornaleros han husmeado enseguida con quien tiene que ver. Si fuera, por ejemplo, un viejo ladrón con buena reputación, entonces sí: reverencias y sombrerazos; pero un pobre caballero de aquella clase, ¿por qué respetarlo? Por otro lado, no le hacen nada. Unas bromas inocentes, para pasar el tiempo, cuando no hay expedientes que copiar. Luego —ya se sabe— la culpa, por los errores que ellos cometen copiando, se la echan al profesor Corvara Amidei.
—Háganme el favor, señores míos; déjenme revisar los papeles. ¡Atención! ¡Usted, «razón», escríbalo con una sola z, por favor!
—Es mejor que abunde, profesor, mejor que abunde cuando se trata de razón.
—¡Y está bien! —suspira el profesor Corvara Amidei, encogiéndose de hombros, alargando el cuello y entornando los ojos detrás de las gruesas gafas de miope, que parecen dos culos de botella.
Cada vez que lo escuchan suspirar: «¡Está bien!», los escribanos estallan en carcajadas corales. ¿Por qué? El profesor Corvara Amidei no se ha dado cuenta, pero repite muy frecuentemente (cuando algo realmente no le va bien) aquel «¡Está bien!». Y ya todos los escribanos, entre ellos, no lo llaman de otra manera que no sea El profesor Estábien.
Cuando se entera de ello se encoge de hombros, sonriente, estira el cuello, entorna los ojos y está a punto de suspirar… Ah, entonces es cierto, sí: ha cogido este hábito, sin darse cuenta, a causa de su larga costumbre a resignarse ante los golpes del destino adverso. Pero ya tiene una compensación por todo lo que ha sufrido, por todo lo que tal vez le tocará sufrir todavía, y no le importa en absoluto. Que se burlen de él todos los escribanos del mundo, que le llamen Estábien, Estámal, Estáacero, como quieran: ahora tiene a Satanina, y le da igual. En el ministerio piensa continuamente en ella y casi la ve, en las habitaciones de la humilde casa alquilada de Via San Niccolò, en el barrio de Tolentino.
El 5 de agosto de 1893 Satanina da felizmente a luz a un niño, Dolfino. En la exultación general, solo hay un pequeño problema: Satanina no se siente preparada para dar de mamar a su hijo. Y Dolfino es confiado a una nodriza, lejos, en un pueblo de la Sabina. ¡Paciencia! Quiere decir que, de ahora en adelante, el profesor Corvara Amidei renunciará al puro, al café y a alguna cosita más, para pagar los gastos de la nodriza.
Cuando el saltimbanqui, entre el estupor preocupado de la multitud reunida a su alrededor, hace trabajar a un payaso delgado y pálido, ¿cómo grita?: «¡Más difícil todavía, señores! Miren: ¡pasamos a un ejercicio aún más difícil!».
¿Cuántos ejercicios, a partir de su nacimiento, el destino saltimbanqui le había hecho ejecutar a su payaso Cosmo Antonio Corvara Amidei? Pero el más difícil, todavía no se lo había propuesto. Esperaba al día 20 de mayo del año 1894.
Con una bandeja de merengue bajo el brazo (¡cuánto le gustan los merengues a Satanina!), el profesor Corvara Amidei vuelve a casa aquel día, como siempre, a las dieciocho y treinta en punto; sube la escalera interminable; saca la llave; busca y encuentra, a tientas, el agujero de la cerradura; abre; entra. Satanina no está en casa. ¿Y dónde está? Nunca suele salir a aquellas horas. Algo, ciertamente, tiene que haberle pasado; porque, ni la mesa en el comedor está puesta, ni en la cocina hay algo preparado para cenar: los fogones están apagados y todo está en orden, como tiene que haberlo dejado a mediodía la sirvienta que tienen a medio servicio, para la compra y la limpieza de la casa. ¿Qué puede haberle pasado a Satanina? ¿Tal vez una llamada imprevista de la nodriza de Dolfino? ¿Y se iría así, sin siquiera comunicárselo? Baja de nuevo la escalera, con lo larga que es, para pedirle información al portero; pregunta también a los dueños de las tiendas cercanas, a la sirvienta de su vecino: nadie sabe nada. Arriba, en casa, no puede resistir mucho por el contraste entre la confusión que le domina el alma y el orden y la quietud de las tres habitaciones que parecen esperar, con todos los muebles, que la plácida vida cotidiana continúe desarrollándose entre ellas. Sale, al principio sin destino, a la zaga de algo; luego va a la oficina de telégrafos y le envía un telegrama urgente a la nodriza de Dolfino, con la respuesta pagada; continúa vagando, adonde lo llevan los pies, con la cabeza que le gira como un molino; y no se da cuenta de que ya se ha hecho de noche. Cuando le parece que el telegrama de respuesta ya no puede tardar mucho, vuelve a casa con la esperanza de encontrar a Satanina arriba, pero el portero se la quita enseguida; y entonces se siente tan cansado, tan cansado, que no sabe cómo volver a subir, una vez más, toda aquella escalera. Como Dios quiere, lo consigue; entra en la oscuridad, a oscuras llega a la habitación, a oscuras se queda esperando, hundido en un sillón.
En cierto punto le parece que un extraño zumbido ha empezado a remolinar en su interior, en la cabeza, en el vientre, hasta en las plantas de los pies y en las rodillas, removiendo, revolviendo, atrayendo en su furia pensamientos y sentimientos; pero cuando, al cabo de poco, atontado, va a la ventana para ver si algún recadero de telégrafos se acerca a la puerta de casa, se da cuenta de que aquel zumbido vertiginoso —¡maldita sea!— proviene de una lámpara eléctrica que se ha roto abajo, en la calle.
Al amanecer llega, por fin, la respuesta de la nodriza: negativa. Así se corta el último hilo de esperanza.
Pocas horas después, llega la sirvienta para hacer la compra de la jornada y ordenar la casa. Es de la Toscana; achaparrada pero rápida; morro duro y lengüilarga.
—¡Buenos días!
—No está… —le anuncia el dueño de la casa, con los ojos en blanco y el rostro cadavérico—. Desde ayer.
—¡Venga! ¿Qué me dice?
El profesor Corvara Amidei abre los brazos; luego se sienta muy lentamente sobre una silla y se queda allí, como aturdido. Añade:
—Toda la noche sin saber de ella.
—¿Y dónde puede haber ido?
El profesor Corvara Amidei abre de nuevo los brazos.
—Intente buscarla, señor —le sugiere entonces aquella—, intente buscarla aquí abajo, donde están… no sé… son forasteros, que hacen pinturas. Sé que uno… no sé, le estaba haciendo un retrato.
El profesor Corvara Amidei se anima, la mira un poco:
—¿A ella? ¿Un retrato? ¿Y cuándo?
—Creía que lo sabía. ¡Sí! La señora iba cada mañana. Y también después de comer.
Él se queda con la boca abierta, luego empieza a pasarse las manos nudosas por las piernas, despacio, callado.
—¿Quiere, señor, que vaya yo a preguntar? En un momento… conozco al pintor francés.
Parece que él no la escuche, de modo que la sirvienta se va. En unos minutos está de nuevo arriba, ahogada, jadeante. Apenas puede sacar el aliento:
—¡Eh, ya me parecía! —exclama—. Él también se ha ido. Desde ayer. Así que, vamos, coincide.
El profesor Corvara Amidei permanece mudo, con el rostro inmóvil, de tonto, pasándose mecánicamente las manos por las piernas. La sirvienta se queda un buen rato mirándolo, piadosa, luego exclama para sus adentros, refiriéndose a la dueña:
«¡Qué imbécil! Podía quedarse aquí, con su esposo, que la trataba tan bien, tranquilo, pobre hombre, como una tortuga».
—¡Ánimos, señor! No se quede así, desahóguese! ¡Ignorante, sabe! El amor… ¿sabe cómo es? Es como la leche puesta en el fuego, que primero se infla, luego hierve y se escapa… Ánimos, ánimos. Intente vaciar el corazón, señor… ¡No se quede así!
Pero el profesor Corvara Amidei apenas menea la cabeza frente a estas ingenuas y amorosas exhortaciones; no dice nada. No llora, porque no le importa hacer saber que sufre; no quiere enternecer a nadie, ni pedir consuelo o compasión. Está sorprendido, en el fondo, por no sentir todo aquel dolor que, a veces, había pensado que sentiría si Satanina o el amor de ella, por un caso atroz e imprevisible, le faltaran. Y ahora: nada, en cambio, nada. Se esperaba que el mundo se hundiera, o que por lo menos él se quedara fulminado. Y ahora, en cambio: nada, nada. Puede despedir a la sirvienta, pagarle lo que falta de la mensualidad, contestar también a las otras exhortaciones que ella le hace mientras se va, con su habitual:
—Y está bien… y está bien…
Pero, una vez a solas, cuando se sienta, se da cuenta de pronto de que no tiene ganas ni de levantar un dedo, y de que el mundo realmente se ha hundido para él; pero así, quietamente, sin que lo parezca. Las sillas están allí, el armario, la cama… ¿para hacer qué?
Ahora se frota un poco más fuerte las piernas con ambas manos, instintivamente, porque siente que el frío lo invade, un frío extraño, que cala hasta los huesos. Pero no se mueve. Repite para sus adentros los pocos datos que le ha dado la sirvienta: «El retrato… el pintor francés… iba a verlo cada mañana…». Y ahora empieza a temblar, frotándose más fuerte, sin saberlo, las piernas que le bailan. Aquellas tres ideas: el retrato, el pintor francés, ella que iba a verlo cada mañana, se le fijan en la mente, como tres estrellas de papel, de aquellas que giran con el viento. La vista se le nubla; tiembla; pierde el sentido; cae de la silla; se queda allí.
Estamos en marzo de 1904. Han pasado nueve años y diez meses. El profesor Corvara Amidei casi no se acuerda de haber estado a punto de morir en el hospital, en aquel entonces, después de aquel ejercicio más difícil todavía. El pensamiento del hijo lejano, en un pueblito de Sabina, lo ha salvado. Ahora Dolfino está con él. Pero el pobre niño, que ya tiene diez años —y parece que los tenga a la fuerza, estirados por los minuciosos cuidados de su padre—, el pobre niño (¡ay de mí!) corre el riesgo de correr la misma suerte que su padre; o tal vez no, ojalá: porque tan delgado, tan escuálido como está, parece que quiera irse por causa de la misma enfermedad que amenazó a su padre de joven, cuando estaba en el seminario.
Dolfino sabía, desde los ocho años, que su mamá había muerto al dar a luz; pero, hace dos años, un día, mientras su padre estaba en la oficina, había entrado en casa una señora vestida de manera extravagante, maquillada, arreglada, que, entre muchas lágrimas, había tenido el placer de asegurarle que todo era falso, porque su mamá aún vivía: era ella, precisamente ella, que lo quería, ¡oh, tanto!, y quería estar siempre con él y cuidarlo y acariciarlo día y noche así, como hacía ahora, así, su querido hijo.
Pero la nodriza que lo había criado y que, una vez viuda y sola, había ido a verlo para quedarse con él, ahora como sirvienta, volviendo a casa con la compra de la jornada, le había plantado cara a aquella mujer, le había arrancado al niño de los brazos; y el pobre Dolfino, aterrado, había escuchado cómo su nodriza le repetía a la que se decía su madre palabras infames, por lo cual las dos mujeres habían llegado a las manos. Había seguido una escena horrible, después de la cual había tenido que meterse en la cama, asaltado por una fiebre violentísima.
Cosmo Antonio Corvara Amidei había ido a la comisaría para denunciar a aquella mujer que, no contenta con todo el mal que le había provocado a él, quería causar más al hijo inocente.
Satanina, que desde los dieciocho años, a la muerte de su padre, quería irse —como se sabe— a la aventura, huida con el pintor francés que la retrataba, había estado cuatro años en París, luego en Niza, en Turín, en Milán, hundiéndose cada vez más en la ruina. Pocos días después de su llegada a Roma, su marido la había visto y encontrándola en aquel estado (aunque ya se lo imaginara) se había sentido desfallecer en medio de la calle y lo habían llevado a una farmacia, sosteniéndolo por las axilas.
Él ya había caído en las manos de un cura de Cerdeña, conocido en Sassari, de nombre don Melchiorre Spanu, que se había obsesionado con reconducir al redil a la oveja perdida. Le daba, para que los leyera en las interminables horas de oficina, libros y libros y libros de argumento religioso; le demostraba con las pruebas más evidentes que la única causa de todas las desgracias que había sufrido era la manera indigna con la cual, en su juventud, se había enemistado con la santa madre iglesia y que, no por nada, claro, parecía que Dios quisiera acoger ahora en la sede de los ángeles y de los beatos a aquel niño querido, a Dolfino. En fin: se trataba de una advertencia sagrada, para que el profesor Corvara Amidei, el apóstata, que se había quedado solo, se decidiera a entrar en un convento: por ejemplo, en el de la Trappa, donde estaban las tres fuentes. Un lugar santo, un santo lugar: lo que necesitaba para la penitencia.
Oyendo estos discursos, el profesor Corvara Amidei se encogía de hombros, estiraba el cuello, entornaba los ojos y repetía una vez más:
—¡Está bien!
Algunos días, saliendo del ministerio, lo esperaban don Melchiorre Spanu a un lado, en los escalones de Santa Maria della Minerva, y su mujer al otro, majestuosamente apoyada en la baranda del Panteón. De lejos ambos se lanzaban miradas fulminantes: el cura, frotándose con los dedos la barbilla y las mejillas, donde las puntas híspidas de la barba parecían brotarle cada vez debajo del afeitado de la cuchilla; la mujer, con una risa pérfida en los labios pintados.
El profesor Corvara Amidei, saliendo cada noche a la plaza, miraba de reojo hacia aquella baranda, donde su mujer solía apostarse; pero iba directo hacia el cura, sabiendo que aquella lo alcanzaría sin duda en Via Piè di Marmo para pedirle el dinero que él no sabía negarle. Ya varias veces le había negado el perdón, desdeñosamente. A cada nuevo asalto, para prevenir los reproches del cura, se le acercaba, suspirando, con su acostumbrada mueca y además frotándose las manos:
—¡Está bien! ¡Está bien!
Mientras tanto, la primavera estaba cerca: estación más dañina que las otras para los enfermos de pecho; y el médico le había aconsejado al profesor Corvara Amidei que llevara a Dolfino al mar, al menos durante el primer mes, cuando el aire de Roma era demasiado dañino para él.
Así, Cosmo Antonio Corvara Amidei pidió un mes de licencia y el día 5 de marzo de 1904 se fue a Nettuno para alquilar un apartamentito con vistas al mar.
II
La piña. La promesa de aquel mes de alivio y de reposo no podía ser mejor. Había llovido hasta el día anterior: ahora, con la frescura del primer límpido sol de marzo, parecía que la primavera quisiera decir: «Aquí estoy».
Y en verdad, al profesor Corvara Amidei, asomado a la ventanilla de un vagón de tercera clase, le pareció entrever la primavera, apenas salió de la estación: a las puertas de Roma, la primavera, en un no sé qué de róseo fugaz y palpitante entre el verde tierno de los prados. ¿Qué era? Tal vez un grupo de melocotoneros en flor. Sí, sí, aquí había otro, y otro, y otro más. ¡La Primavera! ¡Ah, cuánto hacía que no la había visto así, en su primer nacimiento, con aquella sonrisa rosada de melocotoneros!
Suspiró largamente y se sintió embriagar por aquel aire nuevo, por una ebriedad tan límpida y pura que lo enterneció hasta las lágrimas. Le pareció una gracia que la suerte enemiga quisiera concederle aquella vista tan deliciosa, que le provocaba una alegría tan arcana que ahora —no sabía por qué—, aunque presente allí, le parecía propia de los alegres y lejanos años de su niñez, en el encanto de su pueblo natal.
Y entonces, por un momento, olvidó todas sus desgracias, pasadas y presentes; su hijo tan enfermo; aquella mujer que lo deshonraba; aquel cura que lo oprimía; el gasto superior a su miserable economía, que sin embargo había que afrontar con la esperanza —quizás vana, ay de mí— de beneficiar a Dolfino; el tedio profundo y amargo; el peso enorme de su insoportable existencia. Contra todo lo negro que había en el alma, estaba ahora el verde de los prados, el azul del cielo y aquella suave frescura del aire, vivo aliento de la primavera. Y se quedó mirando, encantado.
Sí, podía ser hermosa la vida; pero allí, en aquel verde, al aire libre, donde la suerte cruel, claro, no podía ejercer como en la ciudad su feroz persecución. Tenía casi una imagen tangible de esta persecución por las calles urbanas: realmente la sentía tras la espalda, como una sombra horrenda, que lo hacía andar encorvado, circunspecto, encogido: era su mujer.
Enseguida alejó la imagen de ella, que de pronto le había ofuscado la dulce visión y volvió a mirar. Ahí estaban los Monti Albani, que parecían respirar en el cielo, leves, como si no fueran de dura piedra, Monte Cave con la cima coronada de arces y hayas, y el viejo convento y el bosque blanco a la mitad de la cuesta. Más allá estaba Frascati, soleado. Al fragor del tren una bandada de pájaros se levantó, y una alondra, en lo alto, suspendida sobre sus alas brillantes, trinó. El profesor Corvara Amidei se acordó entonces de la primera proposición de la gramática latina, que no enseñaba desde hacía muchos años: alauda est laeta.14 Y meneó la cabeza. Ahora casi le parecían bonitos sus primeros años de enseñanza, cuando aún no compartía piso con aquel…
—¡Está bien! —suspiró, turbándose de nuevo.
Pero fue por poco tiempo. Pasada la estación de Carroceto, empezó a sentir el mar cercano, y toda el alma se le expandió, feliz y trepidante, en la viva expectación de aquella inmensidad trémula y azul, que de un momento a otro se abriría ante sus ojos. ¡Ah, su mar! ¡Cuánto hacía que no lo veía, y qué deseo agudo, intenso, ardiente, de volver a verlo! ¡Ahí estaba! ¡Ya! ¡Ahí! Y el profesor Corvara Amidei se levantó, tembloroso por la emoción, se asomó por la ventanilla, y bebió con tanta ansia y tanto deleite la brisa marina que sintió vértigo, y cayó sentado en el banco del vagón, con las manos sobre el rostro.
El tren se detuvo en Anzio durante unos minutos y el profesor Corvara Amidei se quedó con los ojos completamente abiertos mirando lo que, desde la estación, se divisaba del hermoso pueblito, donde nunca había estado. Bajó, poco después, en la estación de Nettuno, aún aturdido y embriagado por aquella primera respiración que, volviendo a ver el mar, había extraído justo del fondo de sus pulmones, como no le pasaba desde hacía mucho tiempo.
Los escribanos del ministerio le habían dado algunas informaciones sobre el pueblo. Fue a la plaza principal, y preguntó dónde podría encontrar un apartamentito modesto, económico, con vistas al mar. Le indicaron una pequeña villa, después de la plaza, a la derecha, en la playa. En verdad, aquel apartamento era demasiado caro para él, ¡pero, paciencia! La ventana de la habitación que daba a la fachada, hacia el patio, frente al cuartel de los soldados de artillería —que iban allí para ejercitar el tiro—, estaba colocada a la altura de un entresuelo; la de la habitación que daba al mar, a la altura de un segundo piso. Y parecía que el mar quisiera realmente entrar en la casa; no se veía otra cosa que mar. El profesor Corvara Amidei pagó la fianza al propietario, le dijo que se trasladaría a la mañana siguiente, y bajó a la playa.
Frente a la villa, del lado de poniente, estaba el majestuoso y antiguo castillo de Sansovino, ennegrecido por el tiempo y avanzando hasta el mar. Subió al acantilado, bajo el castillo, y permaneció allí más de una hora, estupefacto, en estado de contemplación. Vio que, al fondo del mar, se levantaba azul, casi frágil, el castillo de Stura; vio a la derecha el cercano puerto de Anzio, poblado de barcos, tendente al negro por el tráfico del carbón, y luego la inmensa superficie de las aguas, centelleante por el sol, tan plácida que en la playa se rizaba apenas, silenciosamente. Cuando finalmente pudo despertar del encanto de aquel espectáculo, fue a comer algo; luego, sabiendo que antes de las cinco no encontraría ningún tren para volver a Roma, pensó en ocupar las tres horas que le quedaban en una visita al magnífico parque de los Borghese, a medio camino entre Anzio y Nettuno.
No se acordaba de haber pasado en toda su vida un día más delicioso que aquel: se sentía beato en aquel precoz y voluptuoso calor primaveral, con el mar a un lado, debajo del altiplano, y el verde de los campos y de los bosques al otro. La cancilla del parque estaba abierta; y el profesor Corvara Amidei se encaminaba por una de las cuestas, admirando, cuando sintió que una enana lo llamaba y corría tras él como una oca:
—¡Ey! ¡Ey! ¡Se paga… se paga la entrada!
Cinco sueldos. Los pagó, aunque se había propuesto limitar sus gastos. Y volvió a vagar por aquellas calles profundas, desiertas, umbrosas, como en un sueño. Aquellos árboles majestuosos parecían absortos en un sueño, en el silencio que el canto de los pájaros no rompía, sino que volvía más misterioso. Le habían dicho que en aquel parque abandonado había muchos ruiseñores. Escuchando, le pareció oír a uno que cantaba, al fondo, y se dirigió hacia allí. Después de un largo tramo, se encontró en un maravilloso pinar. Los troncos altísimos y rectos recreaban la imagen de columnas de un templo gigantesco; las densas copas se confundían y excluían completamente la mirada de la vista del cielo. Parecía que el pinar tuviera su propio aire, cobrizo, aderezado con aquella especial frescura de sombra de las iglesias.
El profesor Corvara Amidei no pudo proseguir. Casi instintivamente se quitó el sombrero y se sentó en el suelo; luego se tumbó.
Hacía muchos, muchos años, entre una desgracia y la otra, que los cotidianos dolores le habían casi cubierto la mente con una costra de estupidez; las preocupaciones apremiantes y menudas le habían impedido levantar el espíritu hacia aquellas consideraciones que en la juventud lo habían atormentado hasta hacerle perder por un momento la razón, y luego la fe. Y se preguntó por qué él, que nunca le había hecho daño a nadie voluntariamente, tenía que ser tan acribillado por la suerte; él que siempre había procurado hacer el bien; dejando el hábito eclesiástico, cuando su lógica ya no se conciliaba con la de los doctores de la iglesia, que tendría que ser ley; casándose con una huérfana para darle el pan, que por fuerza había querido aceptar de su marido, mientras él —honestamente y con todo su corazón— hubiera querido ofrecérselo de otra manera. Y ahora, después de la traición infame y la fuga de aquella mujer indigna que había truncado su existencia, ahora seguramente le tocaba sufrir también la pena de ver morir —poco a poco— a su hijo, el único bien, entre tanta amargura, que le quedaba. ¿Por qué? No: Dios no podía querer esto. Si Dios existía, tenía que ser bueno con los buenos. Lo ofendería, creyendo en él. ¿Y quién entonces, quién tenía el gobierno del mundo, de esta desgraciada vida de los hombres?
Una piña. ¿Cómo? Sí: una gruesa piña, desprendiéndose en aquel momento de las ramas, cayó —como súbita respuesta— en la cabeza del profesor Corvara Amidei.
El pobre hombre permaneció tumbado, sin sentido, casi fulminado. Cuando pudo reanimarse, se encontró en un charco de sangre. Y perdía más por la herida que de lo alto de la cabeza llegaba hasta detrás de la oreja. Aún trastornado, consiguió levantarse y con gran dificultad se arrastró hasta la cancilla del jardín. La enana de guardia, al verlo en aquel estado, con el rostro manchado de sangre, gritó, horrorizada:
—¡Jesús! ¿Qué ha hecho?
Él levantó un brazo tembloroso y contrajo el rostro en una mueca, entre el dolor y la risa:
—La… la piña —balbuceó—, ¡la piña que gobierna el mundo… ya!
«¡Está loco!», pensó aquella y, asustada, se apresuró a llamar al bollero de la lechería anexa a la villa, para que con la ayuda de uno de los hombres que estaban cerca de la cancilla trabajando en la línea del tranvía, llevara a aquel desgraciado al cercano Hospital Orsenigo de Fate Bene Fratelli.
Allí, el profesor Corvara Amidei primero fue rapado, luego curado (siete puntos de sutura) y finalmente vendado. Tenía prisa, temía perder el tren. El médico, oyendo que tenía que viajar, quiso protegerlo y le hizo con las vendas una especie de turbante, que le impidió ponerse el sombrero en la cabeza. Una vez listo, Cosmo Antonio Corvara Amidei se encogió de hombros, intentó estirar el cuello muy despacio y, entornando los ojos, suspiró una vez más:
—¡Está bien!
III
El viento. «Querida primavera, no veo por qué precisamente este año debas llegar el día que los hombres te asignan en sus calendarios. El invierno ha sido más bien apacible y él quisiera, antes de morir, hacer al menos un poco de daño: está en su derecho; quisiera que tú, por ejemplo, le dieras tiempo para que descargue unos temporales que le duelen. Pero si esto no te gusta porque temes que tus piececitos rosados se ensucien, encontrando los campos y las calles de las ciudades demasiado embarradas para tu entrada triunfal, él te hace saber que aún está inflado por el viento, pobre viejo, y te ruega que te muestres contenta con que saque esto, que te disiparía muy bien la niebla y que barrería las tierras de la suciedad que ha causado. Le harías un gran favor a él y uno grandísimo a mí, que tanto protejo —si supieras— a un buen hombre, desde su nacimiento. Imagínate, para ponerte un ejemplo, que ayer, mientras él se deleitaba contigo, tumbado boca arriba en el pinar de un hermoso parque, me divertí haciendo que cayera en su cabeza una piña muy gruesa y dura, que incluso hubiera podido descalabrarlo, ¡eh!, pero no he querido. Sabes bien que llevo en el emblema a un gato que juega con un ratoncito sin matarlo».
Como leída en otro tiempo en un libro antiguo, para que su crueldad pareciera más refinada, Cosmo Antonio Corvara Amidei repetía para sus adentros (desde hacía quince días) esta bellísima oración que su buena suerte ciertamente hubiera tenido que dirigirle a la primavera, y que esta —obviamente— había acogido enseguida. Aún tenía el turbante en la cabeza, al lado de la cama de Dolfino que, desde que había bajado en la estación de Nettuno, se consumía, día y noche, en la lenta calentura de la fiebre. Antes, al menos, en Roma, tenía fiebre solo cuando dormía.
¡Y viento, viento, viento! Hacía quince días que no paraba ni un minuto, ni por la noche. Silbaba, aullaba, rugía en todos los tonos, y en algunas ráfagas tan largas y tremendas mostraba una vehemencia tal que parecía querer abatir las casas y llevárselas. Solamente lo parecía, porque luego, en realidad, solo se llevaba unas tejas, abatía algunos árboles o algunos palos de telégrafo y rompía algún cristal. Además se divertía haciendo enfurecer al mar, para que retomara la playa y rompiera, fragoroso y espantoso, contra los muros de las casas.
Al profesor Corvara Amidei le parecía encontrarse en un barco abordado, en plena tempestad. El pobre Dolfino estaba aterrado, y su padre no encontraba manera de consolarlo con palabras, porque aquel aullido del viento, más que el fragor del mar, le quitaba no solo la voz, sino también el aliento, le retorcía las vísceras, le provocaba una angustia rabiosa y muda, que encontraba, solamente de vez en cuando, un desahogo involuntario en la garganta de la pobre nodriza, quien, para completar la obra, había enfermado de anginas y tenía que quedarse en la cama, ella también.
—¡Con cuidado, por caridad, señorito mío! —le rogaba aquella apenas lo veía ante sus ojos, como un fantasma, con el frasco de ácido fénico en una mano y el pincel en la otra—. ¡Con cuidado, por caridad!
Se sentaba en la cama y abría la boca, que parecía un horno ardiendo.
El profesor Corvara Amidei no quería hacer fuerza, pero, cada vez, como si la vehemencia del viento que golpeaba los cristales le empujara el brazo, se le escapaba el pincel y de milagro no le estallaba la cabeza a aquella pobrecita.
—¡Escupa! ¡Escupa!
Y volvía al lado de Dolfino, con una mirada torva, mientras el frasco de ácido fénico le temblaba en una mano. Ácido fénico… veneno… pero demasiado poco, demasiado poco y diluido… seguramente no bastaría… Además, ¿cómo dejar a Dolfino en aquellas condiciones? ¡No, vamos! Pero la tentación era fuerte. Aquel viento lo volvía loco.
—¡Vacaciones!… —mascullaba para sus adentros.
Ya había pasado la mitad del mes. El gasto extra del alquiler, la falta de las comodidades de casa, el empeoramiento de la enfermedad de Dolfino, la enfermedad de la sirvienta: todo eso había ganado. Un poco de paciencia; tenía que hacerlo todo: encender el fuego, hacer la compra, preparar la comida… Y no pudo llevar, ni por un minuto, al niño a la playa; verse allí, en aquellas tres habitaciones, aprisionado y asediado por el mar y por el viento.
Era demasiado, ¿eh?
—Tin tin tin —despacio, en la puerta.
—¿Quién es?
Ella, Satanina, ¡por supuesto!, que había llegado a lomos de aquel viento; Satanina, la buena mamita, que quiere ver a toda costa a su hijo enfermo.
Entra, se precipita, cae de rodillas ante el profesor, quien retrocede sorprendido; se agarra a su chaqueta, gritando, despeinada:
—¡Cosmo! ¡Cosmo, por caridad! ¡Déjame ver a mi Dolfino! ¡Perdóname! ¡Sálvame! ¡Ten compasión!
Gritando así, rompe en un llanto irrefrenable, en un llanto verdadero, de lágrimas verdaderas, sin fin, y también sollozos, sollozos verdaderos, que la sacuden completamente; y no se levanta del suelo, y se esconde el rostro entre las manos, implorando:
—¡Besaré la tierra donde pones tus pies, Cosmo, si me perdonas, si me salvas! ¡No puedo más! ¡Quiero ser de mi Dolfino, ahora! ¡Deja que lo cuide, que lo cure, por caridad!
Cosmo Antonio Corvara Amidei se desploma sobre una silla, él también se esconde el rostro entre las manos, aunque en verdad en aquella habitación, por la sombra de la noche, casi no se ve. Suena la campana del avemaría.
—Avemaría… —dice fuerte, a propósito, la nodriza desde la cama, empezando la oración, para sustraer al dueño de la tentación.
Y Dolfino llama desde la otra habitación, al fondo, aturdido:
—Papá… papá…
Entonces Satanina, como empujada por un muelle, se incorpora y corre hacia su hijo.
El profesor Corvara Amidei permanece clavado en la silla. Desde la habitación de Dolfino oye las tiernas expresiones de afecto que aquella mujer le dirige a su hijo, el sonido de los besos que le da. Le parece que —de pronto— un gran silencio se haya abierto a su alrededor, un silencio misterioso, exterior, como de todo el mundo. Se quita las manos del rostro y permanece atónito, escuchando. Un cristal de la ventana se mueve apenas. Ah, el viento ha cesado. ¿Por qué? Se acerca a la ventana para observar la calle iluminada, más allá del jardín vecino de la casa de los oficiales. Sí, el viento ha cesado, de repente. Se oyen las voces de los oficiales que salen alegres del comedor. Pero Dolfino aún está a oscuras, en su habitación, con aquella mujer, y el profesor Corvara Amidei va a encender la vela.
—¡Déjalo, yo me ocupo! —le dice enseguida Satanina—. ¿Dónde está la lámpara? ¿En la otra habitación?
Y corre a buscarla, atenta.
—Papá —le dice entonces Dolfino, despacio—, papá, yo no la quiero… Huele demasiado…
—Calla, hijo mío, calla…
—¿Papá, dónde duermes tú? No hay una cama para ella… Tienes que tumbarte aquí, papá, conmigo…
—Sí, mi niño, sí… Calla, cállate…
Silencio. ¿Por qué Satanina no vuelve? ¿Acaso no encuentra la lámpara? ¿Qué hace? El profesor Corvara Amidei concentra su atención; luego advierte un frescor insólito en las piernas, como si ella hubiera abierto la ventana. ¿Será posible?
Se levanta del borde de la cama y, a oscuras, de puntillas, se va hasta la puerta de la habitación de la ventana que da hacia el patio, frente al cuartel. Satanina está asomada a aquella ventana y habla en voz baja con alguien. ¿Cómo? ¿Con quién? ¡Desvergonzada! ¿Todavía? Cosmo Antonio Corvara Amidei le acecha como un felino, se le acerca, sin hacer el más mínimo ruido, y —cuando le oye decir al oficial que está allí abajo: «No, Gigino, esta noche no: no es posible. Mañana… mañana sin falta…»— se inclina, la coge por los pies, ¡y abajo!, la tira por la ventana, gritando:
—¡Señor teniente, quédesela!
Ante el doble grito —del oficial y de la precipitada—, él retrocede, horripilado, víctima de un temblor convulso por todo el cuerpo: intenta cerrar la ventana, pero no puede, porque nuevos gritos —de soldados, de oficiales, de otra gente— suben desde el patio. Vacilando, arrastrando los pasos, avanza hasta la habitación de su hijo, rebelándose ferozmente a la sirvienta que, tras saltar de la cama en camisón ante aquellos gritos, quisiera retenerlo para saber qué ha hecho, qué ha pasado.
—Nada… nada… —contesta él, furibundo, abrazando al hijo en la cama—. Nada… no te asustes… Una teja… una teja en la cabeza de un teniente.
Golpean furiosamente la puerta. La nodriza se escapa a ponerse una falda, corre a abrir: un río de gente, soldados y oficiales inundan —gritando— la casa aún a oscuras. Detrás van dos carabinieri y un delegado.
—Tengan paciencia, enciendo la lámpara…
Cosmo Antonio Corvara Amidei con ambos brazos estrecha a Dolfino, que se ha arrodillado en la cama.
—¡Venga conmigo! —le grita el delegado.
Él se vuelve a mirarlo. Bajo el turbante de vendas, aquel rostro de muerto con gafas provoca consternación y horror a la multitud que ha invadido la habitación.
—¿Adónde? —pregunta.
—¡Conmigo! ¡Sin historias! —le contesta, duro, el delegado, cogiéndolo por un hombro.
—Está bien. Pero, ¿y mi hijo? —pregunta él, de nuevo—. Está enfermo. ¿Con quién lo dejo? Que sepa, señor delegado…
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! —lo interrumpe este, con violencia—. Su hijo irá al hospital. ¡Usted viene conmigo!
El profesor Corvara Amidei pone de nuevo en la cama a Dolfino, que tiembla por el susto; lo exhorta despacio a darse ánimos, porque no ha pasado nada, pronto volverá; y lo besa casi a cada palabra, conteniendo las lágrimas. Uno de los carabinieri, irritado, lo coge por un brazo.
—¿También las esposas? —pregunta el profesor Corvara Amidei.
Esposado, se agacha sobre Dolfino, de nuevo, y le dice:
—Hijo mío, estas gafas…
—¿Qué quieres? —le pregunta el chico, trastornado, aterrado.
—Arráncamelas de la nariz, hijo mío… Así… ¡Bravo! Ahora ya no te veo…
Se dirige hacia la multitud, sonriendo y descubriendo, en la contracción del rostro, los dientes amarillos; se encoge de hombros, estira el cuello, pero la angustia le oprime demasiado la garganta como para repetir: «¡Está bien!».
11 «Si alguien dijera que la gracia de la perseverancia no ha sido concedida gratuitamente (con independencia de los méritos) sería excomulgado». [La traducción es mía].
12 «Dios mueve libremente.»
13 «Salute, o Satana, /o ribellione, / o forza vindice / della ragione.» Pirandello reproduce unos versos del Inno a Satana (1863) de Giosuè Carducci.
14 «La alondra está contenta.»