EL JARDÍN
I
¿Qué quería decirme?
El acelerado jadeo no permitía el paso a las palabras, que ciertamente querían ser ásperas, a juzgar por las miradas y los gestos con los cuales, tosiendo, intentaba hacerme comprender.
—¿El sirviente? —le pregunté, buscando, angustiado, una interpretación.
Asintió varias veces con la cabeza, airado; luego, con la mano temblorosa, me hizo otros gestos.
—¿Lo echo?
Sí, sí, sí, asintió con la cabeza, de nuevo.
Por mucho que la indignación, de la cual el pobre enfermo parecía víctima, ahora se me contagiara pensando que aquel vil sirviente se había aprovechado de los breves momentos del día en que estaba obligado a alejarme, me quedé perplejo. Precisamente venía a anunciarle que, de ahora en adelante, no podía quedarme más velándolo, cuidándolo, como en los primeros días de la enfermedad. Echando ahora al sirviente, ¿se podría quedar solo en casa?
En aquel momento se me ocurrió persuadirlo a ingresar en un hospital o en una casa de salud, y se lo propuse.
Nonno Bauer15 (lo llamaba así desde que era niño) me miró con ojos perdidos, luego miró lentamente la habitación, cuyos viejos muebles le importaban tanto como su vieja persona, y desde el sillón de cuero donde estaba hundido, dirigió finalmente la mirada a la ventana, sin contestarme.
Allí había un jardín. Pertenecía a los inquilinos del segundo piso; pero quien realmente disfrutaba de él era Nonno Bauer, que desde aquella ventana baja podía conversar cómodamente con el jardinero y, alargando apenas un brazo, podía tocar las ramas de un almendro, que ahora parecía todo florecido de mariposas.
Me di cuenta de que dos lágrimas habían brotado de los ojos hundidos de mi querido viejito; dos lagrimones que ahora fluían en sus mejillas de cera.
—Usted no quisiera, ¿no es verdad? —me apresuré a decirle, apiadado.
Negó con la cabeza, sin mirarme, casi avergonzado, mientras la emoción le agitaba los labios.
—¿No? Pues bien, eso quiere decir que actuaremos de otra manera. Mientras tanto, no se aflija.
El pobre viejo levantó los ojos lacrimosos en señal de agradecimiento, y una media sonrisa, casi pueril, afloró en sus labios que, enseguida, se contrajeron en una mueca de llanto. Tanta ternura por sí mismo había experimentado en aquel instante.
¡Pobre Nonno Bauer! Moría, o mejor, se apagaba poco a poco, solo; y después de una larga vida, de dificultades y fatigas, ser privado al final de aquellos objetos familiares, testigos de la paz por fin conquistada, le había parecido un verdadero acto de crueldad.
II
Había nacido en Italia, de padres alsacianos, y, desde muy joven, había trabajado con su abuelo y luego con mi padre, en el humilde empleo de escribano de banco. Después de nuestro fracaso financiero y de la consecuente muerte de mi padre, se había ido a Alsacia para encontrarse con unos parientes desconocidos. A los siete años había regresado a Italia, vencido por la nostalgia del país donde había nacido y crecido.
Había vuelto con una modesta suma, heredada de un primo suyo, muerto célibe. En aquellos siete años yo me había quedado solo, sin madre, y casi pobre. Nonno Bauer vino a verme, apenas volvió, y me ofreció que viviera con él. No acepté porque, por las buenas relaciones de las que gozaba, había obtenido recientemente un cargo de confianza, que me obligaba a viajar continuamente. De todas formas, nunca perdí de vista al buen viejito; iba a verlo cada vez que regresaba a Roma, y él me recibía con ternura paternal.
Su compañía era para mí una verdadera delicia. Conversando con él, me parecía sumergir el alma en un baño de primitiva sencillez.
Nonno Bauer permanecía en un estado de virgen ignorancia hacia casi todas las cosas de la vida, y había que ver con cuánta sorpresa su mente se abría poco a poco a los conocimientos más obvios, ahora que la vida para él casi había terminado. Pasaba horas y horas leyendo en la biblioteca, estudiando, para percatarse de muchas cosas que, en verdad, ya no tenía que importarle saber. Se quedaba aturdido por lo que aprendía tan tarde; reconducía la enseñanza al tiempo en que hubiera podido beneficiarse de ella y entonces se sumergía en largas y profundas consideraciones, imaginando el camino distinto que su vida hubiera podido tomar.
Pero las plantas eran su pasión más viva. Una vez se fue de una casa para no ver morir a un árbol que había crecido, no se sabe cómo, en medio del patio.
Aquel pobre árbol —yo lo recuerdo— se había levantado sobre el delgado tronco ceniciento con esfuerzo evidente y elevando las ramas como para suplicar, deseoso por ver el sol y el aire libre, angustiado por el miedo de no albergar en sí la suficiente lozanía para llegar más allá de los tejados de las casas que lo rodeaban. ¡Por fin había llegado! ¡Y cómo brillaban felices las hojas desde la copa y cuánta envidia despertaban en las que estaban abajo, sin aire, sin sol! Incluso en la muerte, en su despedida de las ramas, en otoño, aquellas hojas de arriba tenían una suerte más alegre: volaban con el viento, en lo alto, caían sobre los tejados, todavía veían el cielo; mientras las pobres hojas bajas morían en el barro de la vida, pisadas.
En todas las estaciones, a la hora del atardecer, aquel árbol se poblaba de muchísimos pájaros, que parecían haber sido convocados desde todos los tejados de la ciudad. Entonces aquellas ramas palpitaban más de alas que de hojas; parecía que cada hoja tuviera voz; que todo el árbol cantara, excitado.
Desde las ventanas de las casas los niños sonreían, aturdidos, por aquel trino denso, continuo, ensordecedor. Nonno Bauer se asomaba conmigo; sonreía con aire misterioso de viejo mago, me decía entornando los ojos:
—Espera…
Y aplaudía fuerte, dos veces. De inmediato, como por encanto, todo el árbol se callaba, exánime.
—¿Qué te parece?
Pero, pronto, el chillido volvía a empezar: cada pájaro volvía a embriagarse de su propio grito y del de los demás, y el concierto se volvía poco a poco más denso, más ensordecedor que antes.
Ocurrió que el propietario de aquella casa, un día, pensó en levantar un muro alrededor de ella para fabricar otro piso. Y entonces el árbol, que con tanta dificultad se había ganado la libertad del sol, del aire libre, dobló envilecido su copa, se encorvó sobre el tronco.
Nonno Bauer, viéndolo así, empezó a alterarse, a sentir una pena que le quitaba el aliento.
—¡Mira, mira! —me decía, mostrándome los pájaros que desde los canalones alzaban el vuelo y se mantenían suspendidos sobre sus alas gritando, casi para exhortar desde cerca al árbol, para que se enderezara.
Y tal vez aquellos pájaros, ellos también, le repetían al viejo árbol las frases acostumbradas, los consejos inútiles, las vanas advertencias, que se suelen dirigir a los caídos, a los desconsolados: «¡Ánimo! ¡No te preocupes! ¡Reúne todas tus fuerzas! ¡Levántate!».
Pero el viejo árbol ya no tenía fuerza para levantarse: le había costado mucho llegar a aquella altura: más arriba no podía llegar. Mejor morirse.
Cuando se fue de aquella casa, Nonno Bauer se mudó a esta, con el jardín que no le pertenecía. Hacía mucho que no iba a la biblioteca; habían empezado los achaques de la vejez, después de los setenta años; y Nonno Bauer, sin poder salir de casa todos los días, se quedaba en la ventana conversando con el jardinero y flirteando —como él decía— con las rosas del jardín.
III
Tanto se enamoró de aquellas rosas y de las otras flores que empezó a torturarse por el deseo de tener un jardín propio. Se le ocurrió entonces una idea que no me gustó en absoluto cuando me la manifestó, aunque la fundara sobre un razonamiento muy sensato.
—A mi edad —me dijo— hay que pensar, hijo mío, también en la muerte. Ya que no tengo tanto dinero como para tener dos casas con dos jardines, me prepararé una sola, pero hermosa, y con un jardín que valdrá por dos. Esta me servirá para desahogar el deseo que me ha nacido, aquella para después… Y cuando este después llegue, tú te ocuparás del jardín de Nonno Bauer.
Así adquirió una superficie de tierra en el cementerio.
La casa estaba abajo, en lugar de arriba; y sin ninguna pretensión. Un pequeño nicho. Porque los muertos tienen esto de bueno: pueden renunciar a la comodidad, al aire, al sol y a todo lo demás, visto y considerado que se han librado para siempre del fastidio de moverse, de respirar y que, si tienen frío, no sienten ninguna necesidad de calentarse.
En verdad, Nonno Bauer, que pasaba días enteros allí arriba, cuando se encontraba bien, ocupado en hacer nacer el jardín de su porción de tierra, parecía un muerto que hubiera subido de su nicho para ocuparse con algo, para moverse, para disfrutar aún del sol y del aire, en silencio y empeñado, sin pensamientos, sin curiosidad por la vida, sin ni siquiera darse cuenta del estupor de algunos visitantes del camposanto que se detenían, a distancia, mirándolo con la boca abierta, agachado allí sobre esta o aquella planta con las tijeras o con la zapa o con la regadera, o sentado sobre la silla plegable que cada mañana se llevaba colgada del brazo, el sombrero de paja en la cabeza, el paraguas abierto sobre el hombro, inmóvil, con los ojos clavados en el vacío, absorto en algún pensamiento lejano que le procuraba una leve sonrisa en los labios, entre la barbita plateada.
Algunos casi tenían la tentación de ir a sacudirlo o a ordenarle que volviera abajo, a recolocarse en su lugar, porque no es lícito que un muerto, por Dios, desconcierte así a la gente, que la vuelva loca con todas sus ocupaciones alrededor del jardín, o con aquella inmovilidad sobre la silla o aquel paraguas abierto sobre el hombro.
Por la noche, Nonno Bauer, de regreso a casa, hablaba con el jardinero desde la ventana. ¡Había que escuchar sus conversaciones! De él había obtenido semillas y sarmientos para plantarlos, y las flores —sostenía— se abrían mejor, mucho mejor allí que aquí, porque, en fin, los muertos eran buenos en algo.
Ahora bien, clavado desde hacía quince días en aquel sillón de cuero, de donde no tenía que volver a levantarse, él no sentía otra pena que la de no poder ir a ver su jardín, ni siquiera en coche. Y para él era un consuelo, en cambio, ver este otro desde la ventana, levantándose un poco sobre el torso, con dificultad, y alargando el cuello lo más que podía. ¿Las rosas que florecían allí acaso no eran hermanas de las otras rosas que florecían en su jardín? Menos hermosas, pero siempre rosas.
¿Y saben por qué aquel día Nonno Bauer estaba tan enfadado con el sirviente? Porque no era verdad que este hubiera ido cada mañana a cuidar el jardín del cementerio, como Nonno Bauer le había ordenado. El vecino jardinero, que aquella mañana había ido a visitarlo, le había dado la mala noticia.
No hubo manera: tuve que echar al sirviente: también lo eché, en verdad, porque lo consideraba infiel y descortés. El vecino jardinero prometió que iría él, cada día, a cuidar las plantas, hermanas más hermosas, y así Nonno Bauer se tranquilizó.
Yo pensé (sabiendo desgraciadamente que la muerte no podía estar lejos) en pedir la asistencia de dos monjas para aquellos últimos días y él no se opuso. Era consciente de su estado, y no se afligía; había vivido mucho; había saboreado la paz; ahora se sentía cansado; era tiempo de cerrar los ojos y dormir para siempre, allí, en el nicho, bajo las rosas del otro jardín.
IV
Cada día, mientras iba a visitarlo, tenía la esperanza de que mi asidua consternación tendría que ser reducida por una mejora repentina; pero la menos joven de las monjas, que venía a abrirme la puerta, siempre contestaba con un gesto de triste resignación a mi primera y ansiosa pregunta.
Me quedaba unas horas con él; pero la conversación languidecía, porque él, después de haberme recibido con una sonrisa triste y muda de gratitud, a menudo volvía a cerrar los ojos; y entonces yo, para no molestarlo, permanecía en silencio, como las dos monjas asistentes. En verdad, ya no sabía cómo mirar aquellos ojos, tan hundidos estaban por la enfermedad que lo consumía.
Ningún ruido, ninguna señal de vida llegaba a aquella linda y apartada casita donde el viejo esperaba, tranquilo, la muerte. A veces, en el silencio, a través de los cristales, se oía el trino de un pájaro: las dos monjas y yo levantábamos la mirada hacia la ventana: el pájaro estaba allí, sobre la rama florecida del almendro y, meneando la cabecita, miraba curioso hacia la habitación, como si quisiera preguntar: «¿Qué hacen?». Luego, de pronto, un vuelo y, ¡fuera!, como si hubiera entendido lo que se estaba esperando en aquella habitación.
Un día Nonno Bauer me preguntó si había ido a ver su jardín. Había ido, pero no había querido decírselo.
—¿Por qué no me lo has dicho? —dijo él—. Aquí o allí, ¿no es lo mismo? Es más, mejor allí… ¿Has visto qué hermoso es? Os tengo a todos ocupados, y yo tengo tantas ganas de dormir…
Entonces le hablé de sus plantas en flor, exagerando mi admiración, para complacerlo. Los ojos de Nonno Bauer se encendieron de alegría.
—Iré pronto… Lástima que ya no podré verlo…
El espectáculo de aquel ser, aún totalmente consciente, que con tanta tranquilidad se había conciliado con el pensamiento de la muerte, me provocaba un sentimiento oculto e indefinible. Pero, en pocos días, algo tenía que sorprenderme todavía más.
Había enfermado gravemente el único hijo de un íntimo amigo mío, un vivaz y alegre niño de siete años, que ya se acariciaba sobre el labio un par de bigotes imaginarios y, a caballo de una silla, con un sable de madera y un yelmo de cartón, se marchaba a África a luchar contra los beduinos.
Había ido a casa de mi amigo por cuestiones de negocios y lo había encontrado con su mujer, víctima de un duelo angustioso, al lado de la cama del enfermo adorado.
—Tifus… tifus…
No sabían decir más, padre y madre, y se cubrían el rostro con las manos, como para no ver al niño ardiendo por la fiebre.
Aún turbado y conmovido, aquel día fui con mucho retraso a visitar a Nonno Bauer. Él escuchó la triste noticia que le conté para justificar mi retraso; es más, quiso saber cuántos años tenía el niño y si los médicos habían diagnosticado su enfermedad.
—¿Tifus?
Meneó la cabeza, el ceño fruncido, luego volvió a cerrar los ojos, y a la habitación volvió el silencio habitual.
—¿Hace cuántos días? —preguntó después de un largo rato, sin abrir los ojos.
Incapaz de suponer que aún pensara en aquel niño enfermo y sin entender por eso la pregunta, le pregunté a mi vez:
—¿Cuántos días desde qué?
—Desde que el niño está enfermo —aclaró Nonno Bauer, como si hablara en sueños.
—Nueve días —contesté—. Y tiene una fiebre altísima.
—¿Le hacen baños fríos? Incluso uno cada dos horas, sin miedo… Díselo a tu amigo.
Después de otro largo silencio, quiso saber también el nombre del niño.
Al día siguiente fui a visitar a Nonno Bauer con el mismo retraso; y así en los días sucesivos. Antes iba a ver al niño, y no porque me interesara más que mi querido viejito, sino porque Nonno Bauer se interesaba por el niño más que yo y cada día, al verme entrar, me preguntaba sin mediar palabra:
—¿Cómo está? ¿Cómo está?
Le había impresionado el caso de aquel niño que moría simultáneamente a él, y mientras no se quejaba por su situación, se afligía tanto por el niño que parecía no poder quedarse tranquilo.
—Dime, ¿todavía no han ido a una consulta?
Y recomendaba a los médicos que había que llamar. Hubiera querido salvarlo a toda costa.
Desgraciadamente el niño no tenía esperanzas. El día en que le di a Nonno Bauer la triste noticia, estaba con el vecino jardinero, que había venido a referirle que el rosal había florecido tanto a su alrededor, que casi había enterrado la piedra sepulcral.
—Señor Bauer, las rosas dicen: ¡no se va allí abajo!
Pero aquel día, también Nonno Bauer se encontraba peor. Miraba con ojos apagados, parecía que no entendiera.
Cuando el jardinero se fue, cayó en un letargo. Luego, se despertó con un suspiro y dijo:
—Si quisieran llevarlo allí…
Creía que desvariaba, y para que recuperara la razón, le pregunté:
—¿Adónde, Nonno Bauer?
—Allí…
Y levantó apenas la mano.
Comprendí, y sentí una viva ternura. Se refería a su jardín, allí, en el camposanto. Quería al niño consigo, en el nicho, bajo las rosas.
—Díselo… díselo… —continuó con insistencia, reanimándose un poco y mirándome a los ojos—: ¿Se lo dirás?
15 El término italiano Nonno corresponde al español Abuelo. En el caso del protagonista del cuento el sustantivo es parte integrante de su nombre, por eso he decidido conservarlo en la traducción.