LA MÁSCARA OLVIDADA
En la sala ya casi llena para la reunión convocada por el comité electoral en casa del candidato Laleva, todos, al verlo entrar en silencio, cojeando y con la mirada fija y honda bajo la frente arrugada, se habían vuelto a mirarlo, sorprendidos.
¿Don Ciccino Cirinciò? ¿Será posible? ¿Y quién lo había invitado?
Se sabía que hacía muchos años que no se interesaba por nada, tan absorto como estaba en sus desgracias: la muerte de su mujer y de dos hijos, la pérdida de la azufrera después de una serie de peleas judiciales, y la miseria: desgracias que hubiera sido mejor llevar en público con una dignidad menos fúnebre, para que no resaltara, ante los ojos de todas las malas lenguas del pueblo, aquel peculiar sello de escarnio con que la suerte burlona parecía haberse divertido marcándolo, si era verdad que su mujer había muerto por haber parido alrededor de los cincuenta no se sabía bien qué: algunos decían que era un perro, otros una marmota; y que había perdido la azufrera por una coma mal puesta en el contrato de alquiler; y que cojeaba así por una famosa aventura de caza, cuando en lugar del pájaro, había sido él quien había saltado por los aires, con las botas y la escopeta y el morral y el perro, embestido por las alas de un molino de viento —abandonado sobre la colina de Montelusa— cuyas aspas, de pronto, habían empezado a girar; por lo cual todos lo llamaban don Ciccino Cirinciò «el del molino».
Cosa extraña: si oía que algún malcriado hacía alusión a aquel parto de su mujer o a aquella coma en el contrato de alquiler, sonreía triste y se encogía de hombros; pero cuando lo llamaban «el del molino» perdía el control, amenazaba con el bastón y gritaba que el suyo era un pueblo de imbéciles aves carroñeras.
Ahora estas aves carroñeras, las muy imbéciles, se sorprendían por su intervención en la reunión electoral. ¿Era tan difícil entender que él le debía —antes que nada— gratitud eterna al viejo abogado don Francesco Laleva, padre del candidato actual, el único entre todos los abogados del foro que lo había ayudado y defendido con ocasión de los pleitos por la azufrera? Estos pleitos, es verdad, los había perdido; por eso, si se quiere, la ayuda había sido vana, pero: ¿acaso la obligación de gratitud no permanecía igualmente sacrosanta? Y además —gratitud aparte—, ¿era tan difícil creerlo capaz de un sentimiento que tenía en aquel momento que ser común a todos los caballeros, desgraciados o no? ¡Por Dios, el sentimiento de la dignidad de su propio pueblo! ¿Era, sí o no, también él un ciudadano? Desgraciado, está bien, pero, como ciudadano, ¿no podía sentirse indignado por las vergüenzas descaradas que el diputado saliente cometía impunemente desde hacía veinte años? No hablaba; nunca había hablado, porque las palabras: ¡viento! Pero ahora había llegado el momento de actuar, sí, señores; aquí estaba; se presentaba sin haber sido invitado, para ponerse a disposición del hijo de su antiguo y único benefactor.
Los hombres reunidos se quedaron un buen rato mirándolo boquiabiertos; alguien se tocó la frente con un dedo, como para decir: «Eh, ¿qué quieren? ¡Ha enloquecido, pobrecito!». Porque todos sabían que no era verdad que le debiera tanta gratitud al padre de Laleva, que en realidad no lo había ayudado ni defendido, sino solo disuadido del pleito por aquella maldita azufrera. Pero, reflexionando para sus adentros sobre sus desgracias, ¡quién sabe, pobre Cirinciò, cómo había llegado a representarse hombres y cosas, todos los acontecimientos de su vida! ¡Y qué partes en estos lejanos acontecimientos de su vida atribuía a presuntos amigos y a presuntos enemigos! Y quién sabe qué extrañas razones lo habían inducido a presentarse ahora allí, sin ser invitado; y qué tenía que representar esta participación suya en la lucha política a favor del hijo de don Francesco Laleva, en las misteriosas elucubraciones, en las secretas previsiones de su espíritu turbado; qué beneficios primarios esperaba, qué tremendos peligros y responsabilidades se imaginaba tener que afrontar… Aquellos ojos que relampagueaban bajo la frente fruncida; aquellos puños cerrados sobre las rodillas… ¡Pobre don Ciccino!
Cirinciò, en cambio, miraba así porque no conseguía explicarse el porqué de toda aquella sorpresa por su llegada.
Viéndose observado, espiado de lejos con aquel aire de consternación perpleja y afligida, empezó a sospechar que su presencia no era deseada. ¿Acaso había entendido mal la invitación del comité electoral?
En cierto momento, no aguantando más, se levantó desdeñado, y cojeando se acercó a Laleva para preguntarle:
—Perdone, ¿me quedo o tengo que irme? ¿Acaso he hecho mal en venir?
—¡Claro que no! ¿Por qué dice eso, querido don Ciccino? —le contestó rápido Laleva—. ¡Todos, y yo particularmente, estamos muy felices por su llegada! ¡Imagínese! Siéntese, siéntese. ¡Es un honor para mí, un placer!
«¿Y entonces?», se preguntó Cirinciò a sí mismo, volviendo a sentarse, «¿Por qué todos me miran así?».
¿Había algo en él que él mismo no veía y que los demás sí? Porque en aquel momento le parecía precisamente que podía, como todos los demás, participar en las elecciones, y que en esto no había nada extraordinario.
Entendía bien, ¿sí o no? Sí, por Dios, entendía muy bien todas las discusiones que ahora se realizaban a su alrededor sobre las probabilidades de éxito, sobre la disposición de los varios partidos locales en este o en aquel municipio del colegio, sobre el cómputo de los votos favorables y contrarios; no solo eso, también le parecía ver más claro que otros la táctica que había que seguir para convencer a algún jefe de electorado aún neutral en la lucha. Tanto que, en cierto momento, olvidándose de la duda que hasta ahora lo había mantenido enfurruñado y sospechoso, no pudo contenerse más; se levantó, tomó la palabra y en breve, con claridad y sencillez, expresó su concepción, la manera en que consideraba necesario actuar.
Provocó una sorpresa general en la sala; porque nadie conseguía entender cómo don Ciccino Cirinciò podía ver tan clara y justamente. Sin embargo, sí, aquello era el movimiento que había que realizar; había que actuar precisamente como él decía.
Tres, cuatro veces, durante la larga discusión, se renovó aquella sorpresa por el juicio recto y por los justos consejos y la finura de los recursos que había sugerido. ¡No parecía verdad! Señores míos, don Ciccino Cirinciò… ¡Hablaba muy bien! ¿Quién se lo hubiera imaginado? Un orador… ¡Bravo! ¡Bien! ¡Viva Cirinciò!
Más sorprendido que nadie, porque por un lado no le parecía haber dicho algo tan extraordinario como para despertar tanto estupor y tanto fervor de admiración; y, por el otro, embriagado por los aplausos, Cirinciò se veía designado a un lugar de combate muy difícil, en el municipio de Borghetto, que se consideraba la ciudadela inexpugnable del partido adversario.
Intentó sustraerse, con la excusa de que no conocía a nadie; que nunca había ido allí; también dijo que no era empresa para él; que había expuesto así, en abstracto, su manera de ver, pero que en la práctica se perdería. No quisieron ni siquiera que terminara de hablar; lo obligaron a aceptar aquel lugar de combate, y así, a la mañana siguiente, don Ciccino Cirinciò, equipado con recursos y cartas de recomendación, partió hacia Borghetto.
Hizo milagros, según la opinión mayoritaria, en los quince días que precedieron a las elecciones. Verdaderos milagros, si en dos semanas consiguió cambiar completamente la posición de Laleva en aquel municipio.
¿Fue por la necesidad de conseguir y tocar una realidad cualquiera en el vacío extraño, donde aquella aventura inesperada lo había lanzado de repente? Un vacío aéreo y leve, en el cual todos los aspectos nuevos, de hombres y de cosas, le aparecían como envueltos en una luz de ensueño, en la frescura de aquel azul de marzo, donde corrían nubes alegres y luminosas. ¿O fue por el despertar de muchas energías vivas e ignoradas, comprimidas en él desde hacía tantos años, ahogadas por la pesadilla de las desgracias? Energías juveniles, intactas, que lo hubieran llevado quién sabe dónde, quién sabe a qué empresas, a qué victorias, si su vida no se hubiera cerrado, como había ocurrido, en el luto de aquellas desgracias.
El hecho es que obró milagros en aquel pueblito donde nadie lo conocía. Y seguramente porque nadie lo conocía.
Fuera de sí, dominado por aquellas energías insospechadas y azuzadas de manera tan repentina, afrontó impertérrito a los adversarios, los forzó a discutir y a reconocer primero los errores y la falta de juicio, luego la vergüenza de su viejo diputado; y no se concedió un momento de pausa: ora animando a los dudosos; ora revelando una trampa; ora presidiendo un mitin, desafiando al mismo diputado saliente o a quien lo representaba: ¡a todo el pueblo!
Cosas que nunca hubiera pensado poder decir, y ni siquiera poder pensar, le afloraban en los labios, espontáneas, con tal abundancia y facilidad de palabra, con tal eficacia oral que él mismo se quedaba como deslumbrado. Parecía que una vena nueva de vida hubiera surgido en su interior, y fluía ahora con urgencia impetuosa. Lo captaba todo al vuelo; lo comprendía a la mínima señal; y cada cosa, dentro, aunque permanecía nueva y fresca, se le volvía enseguida conocida y propia; se adueñaba de ella con aquellas fuerzas vírgenes, que nunca habían podido desahogarse, y que ahora lo volvían alegre y seguro de la victoria, como un joven, entre el frenesí que ya había empezado a hervir en cuantos lo rodeaban, cada vez en mayor número, y que con dificultad conseguían seguirlo en aquela tumultuosa exaltación.
Dejó de pensar en su pierna coja. No le dolía. ¿Los años? Sesenta y dos, sí… ¿Y qué quería decir eso? ¡Adelante! Era como si su vida empezara ahora. ¡Adelante! ¡Adelante! Aquí, por el momento, había que ir a amenazar a aquel señor asesor con la denuncia de las cien fichas retenidas a los socios del círculo obrero, luego a documentar el intento de corrupción del señor alcalde: el pago de cincuenta votos a diez liras cada uno. ¿Cómo documentarlo? ¡Con los testimonios, por Dios! Se encargaba él de hacer confesar a aquellos campesinos en presencia de un notario, él, él… ¡Adelante!
Llegó así el día de la victoria, en que él parecía otro, recreado en aquella aura de popularidad, entre gente nueva, en un pueblo nuevo, asediado, revolucionado y conquistado en pocos días. Y la noche de la proclamación del nuevo elegido se presentó radiante en la vasta sala del círculo de los civiles, donde había sido preparado un espléndido banquete en su honor; pero ya parecían evidentes los signos del cansancio en su vieja máscara olvidada.
Mientras tanto, en aquella sala, a la espera de que se asignaran los lugares en la mesa, circulaba un hombrecito escuálido y retorcido, con el cráneo de marfil, brillante bajo las luces. Casi para esconderse, tenía la cabeza hundida en los hombros huesudos, pero metía en todos los corros la punta de su barbita aguda, amarillenta, como desteñida, y clavaba en el rostro de este o de aquel los ojitos brillantes, agudos como dos alfileres, que le resaltaban malignos en la palidez cérea del rostro. Se detenía un momento para repetir una pregunta insistente de la cual claramente no recibía una respuesta que lo satisficiera; negaba con el dedo, se encogía de hombros, como si exclamara: «¿Qué? ¡Qué! ¡Imposible!», o estiraba el rostro, extendiendo el labio inferior, como alguien que no consigue entender, y se alejaba mirando de través, con aquellos ojos agudos, a Cirinciò.
Cirinciò se dio cuenta enseguida.
Aunque exaltado por el fervor entusiasmado de la acogida, se sintió herir desde el principio por aquellos ojos. Intentó rehuirlos, mezclándose en la confusión de la fiesta. Pero de un lado, del otro, de cerca, de lejos, donde menos se los esperaba, se sentía picar por la mirada fija, casi dolorosa, de aquellos ojos persecutores; y, una vez picado, se sentía pasmar, desconcertar, revolver, por un sentimiento oscuro que, con rabioso ímpetu, le ocupaba el cerebro con una tiniebla de vértigo. Se reanimaba; pero advertía internamente que ya no podía mantenerse firme, porque todo, por dentro, le vacilaba, no tanto por la persecución de aquellos ojos, de los cuales —en fin— no tenía miedo, sino porque… no lo sabía bien ni él mismo.
No era temor, no era vergüenza; pero se sentía como empujado por dentro a esconderse y a desaparecer de aquella fiesta.
Demasiada confusión, oh Dios… demasiada confusión.
Y dando vueltas por la sala, atontado, hacía gestos con las manos para atenuar los ruidos.
Pero cuanto más lo hacía, más se aguzaba en aquellos ojos una curiosidad loca, hasta el espasmo.
Y entonces Cirinciò cayó víctima de una exasperación tan profunda que desde fuera provocó el extraño efecto de que pareciera casi cambiado de pronto.
Se reanimó en un momento, cuando todos lo cogieron y lo llevaron triunfalmente a sentarse como jefe de mesa; pero, cesada la agitación de la búsqueda de los sitios, apenas todos estuvieron sentados, Cirinciò, dirigiendo la mirada alrededor, recayó más aturdido que antes y se quedó de piedra, viendo muy cerca, a cuatro sillas de distancia, a aquel hombre que seguía mirándolo, y ahora alargaba el cuello hacia él, con el dedo índice extendido como un arma al lado de uno de aquellos ojos diabólicos, clavados en la mira, y le preguntaba:
—¿Perdone, usted no es don Ciccino Cirinciò?
La pregunta no era sobre el nombre. Los demás no podían entenderlo; pero él sí, Cirinciò lo comprendió muy bien.
Que él fuera don Ciccino Cirinciò habían tenido que decírselo y repetírselo a aquel hombre cien veces. Pero era precisamente esto lo que no conseguía entender: es decir que el don Ciccino Cirinciò que él, tiempo atrás, había conocido, fuera este mismo que ahora tenía ante los ojos… ¿Este? ¿Sería posible?
—¿El del molino?
Sí, sí, el del molino… ¡Tenía razón! ¡No era creíble! De repente Cirinciò también lo reconocía.
No era creíble, ni para sí mismo, que el del molino —él, precisamente él— pudiera encontrarse allí, en aquella fiesta, y que hubiera podido hacer todo lo que había hecho, sin saber el porqué.
Ahora que, a través de los ojos de aquel hombre, se veía regresar a sí mismo, con todas sus desgracias y su miseria, ¿qué le importaban la victoria de Laleva, las vergüenzas del diputado vencido?
Todos los invitados, al verlo apagarse de repente, en un primer momento creyeron que era por efecto de un cansancio momentáneo, e intentaron animarlo con exhortaciones y felicitaciones; pero Cirinciò les contestó, dejándolos helados, con ciertos tontos y arrastrados: «Ya… ya… », que revelaron que su espíritu estaba ausente, a mil millas de la fiesta.
Y cuando, al día siguiente, Cirinciò se fue de Borghetto, enfurruñado, fúnebre, contestando a duras penas a las frases de despedida, todos se quedaron mirándose entre sí, sin conseguir entender la razón de un cambio tan repentino, y muchos sospecharon que era un farsante, un miserable impostor que los había engañado.