EL CUERVO DE MIZZARO

Unos pastores, trepando un día por las escarpadas colinas de Mìzzaro, sorprendieron en su nido a un grueso cuervo, que estaba empollando pacíficamente sus huevos.

—¿Qué haces, tonto? ¡Mira! ¡Empolla los huevos! ¡Tendría que hacerlo tu mujer, tonto!

No hay que pensar que el cuervo no gritó sus razones: las gritó, pero como cuervo, y naturalmente no fue entendido. Aquellos pastores se divirtieron atormentándolo durante una semana entera; luego, uno de ellos se lo llevó consigo al pueblo; pero al día siguiente, sin saber qué hacer con él, le ató como recuerdo un cascabel de bronce en el cuello y lo dejó en libertad:

—¡Disfruta!

Qué impresión le provocaba al cuervo aquel colgante sonoro, lo sabría él, que era quien lo llevaba en el cuello, por todos los santos. A juzgar por los largos aleteos a los que se dedicaba, parecía que se deleitara, tras haber olvidado el nido y la mujer.

Din dindin din dindin…

Los campesinos que, agachados, trabajaban la tierra, oyendo aquel campanilleo, levantaban el torso; miraban a su alrededor, por los llanos inmensos bajo la gran llama del sol:

—¿Dónde suena eso?

No soplaba un hálito de viento; ¿de qué iglesia lejana podía llegar aquel campanilleo fiestero?

Cualquier cosa podía imaginarse, excepto que un cuervo por los aires sonara así.

«¡Espíritus!», pensó Cichè, que trabajaba solo en una finca, excavando fosas alrededor de algunos frútices de almendro, para llenarlas de abono. Y se persignó. Porque él creía, ¡y tanto!, en los espíritus. Hasta había oído que algunas noches lo llamaban, cuando volvía tarde del campo, por la calle, cerca de los hornos apagados donde, según la opinión común, vivían. ¿Llamar? ¿Y cómo? Así: ¡Cichè! ¡Cichè! Y el pelo gris se le había erizado debajo de la boina.

Ahora aquel campanilleo lo había oído primero a lo lejos, luego de cerca, después de nuevo a lo lejos; y alrededor no había un alma: campo, árboles y plantas, que no hablaban y no oían, y que con su impasibilidad habían acrecentado la consternación. Luego había ido a buscar el desayuno que se había traído de casa por la mañana: media hogaza de pan y una cebolla, que guardaba en la mochila, que había dejado con la chaqueta cerca de donde estaba trabajando, colgada de una rama de olivo. Y sí, señores, la cebolla estaba, sí, en la mochila, pero la media hogaza no la había encontrado. Y en pocos días, había ocurrido tres veces.

No habló de ello con nadie, porque sabía que cuando los espíritus empiezan a acribillar a uno, es peor quejarse: vuelven a atacarte y con más saña.

—No me encuentro bien —contestaba Cichè, volviendo por la noche del trabajo, a su mujer que le preguntaba por qué tenía aquel aire de atontado.

—¡Pero comes! —le hacía observar, poco después, su mujer, viendo que se tragaba dos o tres platos de sopa, uno después del otro.

—¡Ya, y cómo! —masticaba Cichè, en ayunas desde la mañana y con la rabia de no poderse confesar.

Hasta que por los campos se difundió la noticia de aquel cuervo ladrón, que iba haciendo sonar el cascabel por el cielo.

Cichè no supo reírse de ello como todos los demás campesinos, que habían empezado a inquietarse.

—Prometo y juro —dijo—, ¡que me las pagará!

¿Qué hizo? Se llevó en la mochila, junto con la media hogaza y la cebolla, cuatro habas secas y cuatro hebras de hilo bramante. Apenas llegó a la finca, le quitó la albarda al asno y lo envió a la ribera a comerse los rastrojos que quedaban. Cichè hablaba con su asno, como suelen hacer los campesinos; y el asno, levantando por turnos las orejas, espurreaba, como para contestarle de alguna manera.

—Ve, Ciccio, ve —le dijo Cichè aquel día—. ¡Y verás cómo nos divertiremos!

Perforó las habas; las ató a las cuatro hebras de hilo pegadas a la albarda y las dispuso sobre la mochila, en el suelo. Luego se alejó para ponerse a zapar.

Pasó una hora; pasaron dos. De vez en cuando Cichè interrumpía el trabajo, siempre creyendo que había oído el sonido del cascabel por los aires; se erguía sobre el torso, escuchaba. Nada. Y volvía al trabajo.

Llegó la hora del desayuno. Perplejo (no sabía si ir a buscar el pan o esperar un poco más), Cichè se movió, pero luego, viendo la trampa tan bien dispuesta sobre la mochila, no quiso echarla a perder. En aquel momento, reconoció claramente un tintineo lejano, levantó la cabeza.

—¡Ahí está!

Y, tranquilo y agachado, con el corazón en la garganta, dejó su sitio y se escondió lejos.

Pero el cuervo, como si disfrutara del sonido de su cascabel, daba vueltas por el cielo, y no bajaba.

«Tal vez me esté viendo», pensó Cichè, y se levantó para esconderse más lejos aún.

El cuervo continuó volando en lo alto, sin dar señales de querer bajar. Cichè tenía hambre, pero no quería darse por vencido. Volvió a trabajar. Espera que esperarás: el cuervo permanecía arriba, como si lo hiciera a propósito. ¡Hambriento, con el pan a dos pasos, sin poder tocarlo! Cichè se consumía por dentro, pero aguantaba, irritado, obstinado.

—¡Bajarás! ¡Bajarás! ¡Tú también tendrás hambre!

Mientras tanto el cuervo, desde el cielo, con el sonido del cascabel, parecía que le contestara, con desaire:

—¡Ni tú ni yo! ¡Ni tú ni yo!

Así pasó el día. Cichè, exasperado, se desahogó con el asno, volviendo a ponerle la albarda, de la cual colgaban, como una decoración de nuevo género, las cuatro habas. Y durante el camino, fue dando mordiscos enojados a aquel pan que había sido su suplicio durante todo el día. A cada bocado, le dirigía una palabrota al cuervo —cabrón, ladrón, traidor— porque no se había dejado atrapar.

Pero al día siguiente, le salió bien.

Preparada la trampa de las habas con el mismo cuidado, hacía poco que estaba trabajando cuando oyó un campanilleo descompuesto allí cerca y un graznar desesperado, entre un furioso movimiento de alas. Se acercó. El cuervo estaba allí, agarrado por el hilo bramante que le salía del pico y lo ahogaba.

—Ah, ¿has caído? —le gritó, aferrándolo por las alas—. ¿Está buena el haba? ¡Ahora conmigo, feo animal! ¡Ya verás!

Cortó el hilo y, para empezar, le dio al cuervo dos puñetazos en la cabeza.

—¡Este por el susto y este por los ayunos!

El asno que estaba cerca, arrancando los rastrojos de la ribera, había huido asustado al oír al cuervo que graznaba. Cichè lo detuvo con la voz; luego de lejos le mostró el negro animal:

—¡Aquí está, Ciccio! ¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos!

Lo ató por las patas; lo colgó del árbol y volvió a trabajar. Zapando, se dispuso a pensar en la venganza que quería cobrarse. Le arrancaría las alas, para que no pudiera volar; luego se lo entregaría a sus hijos y a otros niños del vecindario para que lo torturaran. Reía para sus adentros.

Al llegar la noche, arregló la albarda en la grupa del asno; quitó el cuervo del árbol y lo colgó por las patas de la baticola de la albarda; empezó a cabalgar. El cascabel, atado al cuello del cuervo, empezó a tintinear. El asno levantó las orejas y se paró.

—¡Arre! —le gritó Cichè, tirando del ronzal.

Y el asno volvió a andar, pero no muy convencido de aquel sonido insólito que acompañaba su lento avance sobre el polvo de la calle.

Cichè, andando, pensaba que aquel día, en los campos, nadie oiría campanillear en el cielo al cuervo de Mìzzaro. Lo tenía allí y ahora, mala bestia, no daba señales de vida.

—¿Qué haces? —le preguntó, girándole la cabeza con el ronzal y golpeándosela—. ¿Te has dormido?

El cuervo, por el golpe, graznó:

¡Cra!

De pronto, por aquella voz inesperada, el asno se paró, el cuello recto, las orejas extendidas. Cichè estalló en una carcajada.

—¡Ciccio! ¿Te asustas de eso?

Y con la soga golpeó las orejas del asno. Poco después, de nuevo, le repitió la pregunta al cuervo:

—¿Te has dormido?

Y otro golpe, más fuerte. Y entonces el cuervo, más fuerte:

¡Cra!

Pero esta vez el asno saltó como un carnero y huyó. En vano Cichè, con toda la fuerza de los brazos y de las piernas, intentó retenerlo. El cuervo, sacudido en aquella carrera furiosa, empezó a graznar desesperado; cuanto más graznaba, más corría el asno, desesperado:

¡Cra! ¡Cra! ¡Cra!

Cichè gritaba a su vez, tiraba y tiraba del ronzal, pero los dos animales parecían enloquecidos por el terror que se provocaban recíprocamente, uno graznando y el otro huyendo. Durante un buen rato resonó en la noche la furia de aquella carrera desesperada; luego se oyó un gran batacazo, y nada más.

Al día siguiente Cichè fue encontrado en un barranco, aplastado, debajo del asno igualmente destrozado: una fosa común humeante bajo el sol entre una nube de moscas.

El cuervo de Mìzzaro, negro en el azul de la bella mañana, hacía resonar de nuevo por los cielos su cascabel, libre y beato.