LA VIGILIA
I
Marco Mauri, en la oscuridad de la escalera, apenas iluminada por el incierto centelleo que se insinuaba desde el pasillo donde había dejado encendida la vela, le preguntó a un señor que subía con prisa:
—¿Es el médico? ¡Suba, que se muere!
Se detuvo un instante, como para discernir quien lo embestía con aquella pregunta y con aquel anuncio:
—¿Se muere?
Mauri, sollozando y gesticulando, sin poder contestar, se puso a subir por la escalera a brincos, luego cogió la vela del suelo, atravesó el pasillo y entró por la puerta del fondo.
—Aquí —dijo—, ¡en esta otra habitación!
El recién llegado lo siguió ansioso, prudente, como si en las cosas que sobresalían en la penumbra, a causa de la luz huidiza de la vela que el otro llevaba en la mano, quisiera adivinar dónde había ido a meterse. En el umbral de la segunda habitación se detuvo, jadeante.
Era un hombre de unos cincuenta años, alto, visiblemente alterado; llevaba anteojos chapados en oro; no tenía ni barba ni bigotes y estaba casi calvo; pero mechones de pelo rubio le colgaban descompuestos sobre la frente y las sienes. Los apartó, y estuvo un rato con las manos sobre la cabeza.
Yacía sobre la cama deshecha, en la habitación desordenada y apenas alumbrada, una mujer. Lívida, con el rostro ya horriblemente estirado a ambos lados de la nariz, con los ojos cerrados y el pelo, de un hermoso color rojo, suelto y esparcido sobre la almohada. Parecía como ya sumergida en la muerte; pero frecuentes y mudos sollozos inconscientes le sacudían aún la cabeza, apenas.
Un viejo cura sin sotana, moreno, con los pantalones remangados, largas medias y zapatitos con hebillas de plata, interrumpió la oración que murmuraba distraído al lado de la cama y se levantó con una ansiedad dubitativa; mientras Mauri decía en voz baja, alterado, entre lágrimas:
—¡Aquí, aquí, mire: la herida está aquí! —y apretaba fuerte el dedo índice de una mano en el bajo vientre—. Aquí. El corte, evidentemente, se desvió: la mano era inexperta. ¿Oye? Solloza así desde esta mañana… ¿Por qué? No la han operado a tiempo, ¿lo entiende?, no han querido operarla… Véalo usted mismo, ayúdela pronto.
No se esperaba que aquel hombre, a quien creía médico y que permanecía a los pies de la cama, con los ojos dilatados clavados en la moribunda, se volviera de repente para mirarlo.
—¡No oye! ¡Ya no oye! —añadió entonces, con un gesto desesperado.
Pero aquel se giró hacia el cura que ya se le había acercado, tímido y perplejo.
—¿Don Camillo Righi? —preguntó.
—¡Sí, señor, yo mismo, para servirlo! Y… ¿usted, con perdón? ¿El doctor Silvio Gelli?
—Ah, ¿el marido? —dijo Mauri.
—¡Cállese! —le gritó el viejo cura, irritado—. ¡Fuera! ¡Fuera de esta habitación!
Y lo arrastró por un brazo a la habitación cercana.
—No, perdone, explíqueme —intervino el otro, mirándolo fríamente, con desprecio; pero se interrumpió, viendo que de pronto de una esquina salía un pequeño monstruo, una pobre deforme, de un metro apenas de altura, con el amarillento rostro descompuesto, donde sobresalían los vivaces ojos negros, asustados.
—Al otro lado, Margherita —le dijo el cura, indicando la habitación de la moribunda—. Mi hermana —añadió dirigiéndose a Gelli, con una mirada que invocaba compasión.
Pero Gelli continuó diciendo con dureza:
—Me ha escrito que moría…
—¡Arrepentida, sí, créalo, señor profesor! —le aseguró apresuradamente Righi—. ¡Arrepentida de verdad! ¿Sabe? Es más, ella misma, pobrecita, ha querido pedirle perdón a través de mí.
—¿Entonces quién es este? —preguntó Gelli con desprecio.
—Se lo diré… Ha llegado, no sé desde dónde…
—Sí, desde Perugia, desde Perugia —dijo Mauri, sentándose en un sofá cercano a la mesa, donde ardía la vela.
Righi continuó, muy incómodo:
—La noche del mismo día en que llegó la señora. Al principio mis mujeres y yo pensamos que era un pariente. ¿No es verdad, Margherita?
La deforme, que permanecía en la puerta, asustada, asintió varias veces con la cabeza, mirando a Gelli con una sonrisa inconsciente en los labios.
—Luego —continuó Righi—, cuando la señora… luego, quiso confesarse conmigo, supe que… sí, él… ¡él la perseguía!
Mauri se rio, meneando la cabeza.
—¡No entiendo! —exclamó el cura—. Créame, no ha sido posible echarlo de aquí.
—¡Y no me iré! —confirmó sordamente Mauri, cabizbajo.
Silvio Gelli lo miró fijamente, luego le preguntó a Righi:
—¿Esta es su casa?
—¡Un albergue! —contestó Mauri, en lugar del cura, sin levantar la mirada.
—¡No, señor! —dijo Righi, enfurecido—. ¿Quién le ha dicho eso? ¿Dónde está eso escrito? Si acaso es una pensión, pero en verano. Ahora no estamos en temporada y solamente es mi casa y recibo a quien me da la gana, y le repito: ¡Váyase! ¿Cuántas veces tengo que decírselo? ¡Hasta cuando voy a seguir tolerando su falta de educación, con perdón! ¡Usted no tiene nada más que hacer aquí, ahora que ha llegado el señor profesor! ¡Por tanto, váyase!
—¡No me voy! —repitió Mauri, permaneciendo sentado y mirando fijamente al cura, con ojos de loco.
—¿Tampoco si lo echo yo? —le gritó entonces Gelli, acercándose y poniéndose ante él.
—¡No, señor! ¡Insúlteme, apaléeme, pero déjeme quedarme aquí! —prorrumpió Mauri, con un estallido en la voz—. ¿Qué hago yo? ¿Qué sombra puedo hacerle aún? Me quedaré aquí, en esta habitación… ¡por caridad! Déjeme llorar. Usted no puede llorarla, señor. Deje que la llore yo: porque aquella infeliz no necesita ser perdonada, créame, ¡sino ser llorada! Usted, perdóneme, hubiera tenido que matar como a un perro al hombre que primero se la quitó y luego tuvo el corazón de abandonarla; no tiene que echarme a mí, que la he recogido, que la he adorado y que por ella también he interrumpido mi vida. ¡Sepa que por ella, yo, Marco Mauri, he abandonado a mi familia, a mi mujer y a mis hijos!
Se levantó, diciendo esto, y con los ojos desorbitados y los brazos abiertos, añadió:
—¡Vea si es posible que me eche!
Silvio Gelli, víctima de un aturdimiento que no dejaba entender si era desdén o piedad, ira o vergüenza, se quedó mirando a aquel hombre ya maduro, tan alterado por la furia del dolor desesperado. Vio que gruesas lágrimas fluían por su rostro contraído, le empapaban la híspida barba negra, entrecana, sobre el mentón.
Un gemido angustioso llegó de la habitación.
Mauri se movió instintivamente para ir. Pero Gelli lo detuvo, intimidándole.
—¡No entre!
—Sí, señor —dijo él, tragándose las lágrimas—. Vaya usted: es justo. Vea si es posible hacer algo. Usted es un gran médico, lo sé. ¡Aunque sería mejor que se muriera! Escúcheme, déjela morir, porque… si usted ha venido a perdonarla, yo…
Se tapó el rostro con las manos, prorrumpiendo de nuevo en sollozos, y se desplomó sobre el sofá, acurrucado, en el duelo rabioso que lo devoraba.
Don Camillo Righi tocó muy despacio el brazo de Gelli y le indicó la habitación de la moribunda, quien tal vez se había despertado del letargo.
—No, perdone… —le dijo Gelli, con una sonrisa forzada, temblorosa en los labios—. Entenderá bien que no me esperaba…
—Tiene razón, tiene razón, pero le ruego que lo compadezca: está loco… —dejó escapar Righi.
—Loco… loco… —susurró entonces Mauri—. Sí, por desesperación tal vez, sí… por remordimientos… ¿Por qué no le has dicho por escrito tú, cura, que Flora se ha matado por mí?
—¿Flora? —preguntó Gelli, sin querer.
—¡Fulvia, Fulvia, lo sé! —admitió Mauri enseguida—. Pero después se hizo llamar Flora. Usted no lo sabe, yo lo sé todo: su vida de ahora y la de antes: todo; y sé por qué usted ha venido aquí.
—¡Ah, qué bien! —exclamó Gelli—. ¡Yo, en cambio, empiezo a no saberlo!
—¡Se lo digo yo! —replicó Mauri—. Oiga: estoy al borde de un abismo, tanto si ella vive, como si muere; de modo que puedo hablar como quiera, sin respeto a nada ni a nadie.
—Perdone, profesor, perdone… —intentó sugerir Righi, incómodo.
—No, no: deje que se explique… —le contestó Gelli.
—¡Estamos ante la muerte! —exclamó Mauri—. Ya no hay tiempo para celos. Ni usted, por otro lado, puede tener razones para resentirse conmigo. Flora, cuando la conocí, estaba en la calle. ¿Entiende? Este cura ha hecho mal en no decirle por escrito que se ha matado por mí.
—Pero yo —se justificó Righi, interpelado de nuevo— he obedecido a mi sagrado ministerio, y basta.
—¡Tonterías! —volvió a reír Mauri—. ¿Ahora quiere realmente representar la comedia del perdón? Bien: entonces vaya usted; ¡vaya a concederle su perdón y vuelva allí de donde ha venido, a Como, a su amena villa de Cavallasca, con el amor propio intacto, con la satisfacción de su propia generosidad! ¿Le parece que estos son el lugar y la hora de representar comedias? Dígale usted, francamente, a este cura qué lo ha empujado a venir aquí. ¡El remordimiento, cura, el remordimiento! ¡Porque él, él redujo a aquella desgraciada a la desesperación, hace muchos años! ¿No es verdad? Dígalo. Acabemos de una vez. Hay una mujer que muere asesinada. ¡Acabemos con esto! Ahora usted se ha convertido en un hombre virtuoso, en un científico ilustre… ¡Claro! ¡Se ha quedado con la hija!
—Le prohíbo… —gritó Gelli, el cuerpo ardiendo y conteniéndose con dificultad.
—¿Y qué digo yo? —continuó humilde, Mauri—. Digo que aquella alma inocente ha tenido el poder de hacerle recobrar la cordura: ¿no es cierto? Pero, mientras tanto, piense que tampoco aquella mujer estaría allí, si usted no se hubiera quedado con su hija.
—¿Usted ha abandonado a sus hijos y tiene el coraje de hablarme así?
—¡Sí, señor! ¡Y me acuso de ello! De hecho, estoy aquí con el dolor de un doble delito. Porque he engañado a esta mujer. Sí, señor: le he dicho que era soltero, que no tenía a nadie. Le he dicho la verdad a mi manera. La que para mí era la verdad. Mi mujer, en cambio, ¿entiende?, ha ido a verla… a Perugia y le ha dicho… ¿Qué le habrá dicho? ¡Qué sé yo! Sé que ella, creyendo restituir la paz a una familia, ha venido aquí para quitarse del medio… ¿Cómo quiere que yo me vaya ahora? Ella, la mártir, me ha perdonado. Pero su perdón no puede bastarme. Es necesario que me quede llorando, aquí, mientras ella esté viva, y luego… ¡luego no lo sé! Oiga: ¿quiere escucharme? Quítese la máscara, usted que ha venido a perdonar, y vaya a arrodillarse ante aquella cama, dígale que es la víctima de todos nosotros, dígale que los hombres somos viles: ¡los hombres nunca pierden la honra! ¡Solo si roban un poco de dinero, porque, si luego le roban el honor a una mujer: no es nada! ¡Se vanaglorian! Mire, mire cómo tendríamos que hacer nosotros, los hombres…
De pronto, se arrodilló ante la deforme aterrada; le cogió los brazos y gritó:
—¡Escupe! ¡Escupe en mi cara!
A causa de los gritos llegaron dos mujeres, despertadas inesperadamente, con ropa de cama: la señora Nàccheri, cuñada de Righi, viuda, y su hija Giuditta, con un niño en brazos.
Gelli y el cura se habían quedado sorprendidos por la violencia de aquel loco.
La señora Nàccheri corrió a liberar a la pobre deforme, que temblaba, al borde del desmayo.
—¡Ve, ve, Margherita! ¡Oh, Dios, mire lo que le toca ver! ¡Avergüéncese usted, y acabe de una vez! ¡Estamos cansados, sabe! ¡Cansados! ¡Levántese, vamos!
Mauri, aún arrodillado, con el rostro pegado al suelo, sollozaba. De pronto, se puso en pie y preguntó:
—Ya no soy un hombre civilizado, ¿es verdad? No queda ni la sombra de la civilización en mí, ¿no es cierto? ¡Qué confusión, gran Dios, por este ilustre señor que ha venido a perdonar! ¡Por este señor canónigo que alquila habitaciones! ¿Y usted, señora? ¡Oh, oh, oh, mira! ¿Y la peluca rubia, rizada, se la ha olvidado en la mesita de noche? ¡Bufones! ¡Bufones! ¡Una reverencia, muchos obsequios, bufones!
Y agachándose furiosamente y riendo, se fue.
—Ese hombre se vuelve loco… —murmuró Gelli, estupefacto.
—¡Perdóneme, pero me parece que ya ha perdido la razón! —observó la señora Nàccheri.
—¡Malcriado! —añadió su hija.
Don Camillo Righi, que permaneció pasmado más tiempo que los demás (tal vez pensaba que el loco podría utilizar también otras excusas), se reanimó para presentar a su querida cuñada y a su sobrina al profesor que había tenido la santa inspiración de contestar a la invitación, para concederle el perdón en persona.
—¡Dios lo bendiga! Tan bueno…
Las dos mujeres intentaban disculparse con él por lo que había ocurrido, cuando Mauri volvió, alegre, empujando a un hombre calvo, barbudo, irritado por la furia desproporcionada de aquel loco.
—¡Aquí está el doctor Balla!
—¡Usted váyase! ¡Enseguida! ¡Fuera! —despotricó entonces Gelli, agarrando a Mauri por las solapas de la chaqueta, sacudiéndolo y empujándolo hacia la puerta, por el pasillo.
—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! —dijo Mauri, sin oponer resistencia alguna, reculando—. ¡Solo déjeme decirle dos palabras al doctor! Doctor: ¡sálvela, por caridad! Haga que no la salve él, si no la perderé… Me voy, me voy solo… ¡Cálmese!… Por favor, do…
Gelli le dio un último empujón y cerró la puerta.
—¡Ha hecho bien, muy bien! —exclamó Righi, aliviado.
—Perdonen, ¿por qué la puerta de abajo tiene que estar abierta? —le preguntó la señora Nàccheri, contrariada, a su cuñado—. ¿Qué maneras son estas? ¡Ve, Margherita, ve, que cierren enseguida!
La deforme se movió y todos, viéndola pasar entre ellos, observaron la manera en que movía sus piernas torcidas, como si no tuvieran nada más que hacer en aquel momento.
El doctor Balla resopló; luego, mirando con despecho todos aquellos rostros alterados, anunció:
—He ido a Montepulciano.
—¡Ah, bien! ¿Entonces? —preguntó Righi.
—Entonces… ¡Nada! Un viaje inútil. He visto al colega Cardelli… le he hablado… pero él considera… sí, inútil su venida.
—Tenemos aquí con nosotros —dijo Righi—, al marido de la señora… el doctor Gelli… una lumbrera…
—Ah —exclamó Balla—¡Encantadísimo!
Se le acercó y con la elocuencia colérica de un hombre exasperado por la propia suerte que (convencido de las persecuciones continuas por parte de ella) haya precisado en su cerebro las injusticias sufridas y las repita siempre con las mismas palabras, con la misma expresión, casi complaciéndose de haber sabido precisarlas y expresarlas tan bien, le expuso las desgraciadas condiciones en las que se encontraba en aquel pequeño pueblo de la Toscana, donde ejercía la profesión de médico. Había, es verdad, un pequeño hospital, también equipado… sí, discretamente; pero solo dos médicos: Nardoni, dedicado sobre todo a la cirugía y él, especializado en física. Ahora, el colega Nardoni llevaba varios días enfermo.
—Enfermo, ya, enfermo… —repitió, como si Nardoni lo hiciera a propósito, para crearle problemas. Luego concluyó de pronto—: Perdone, ¿ha visitado a la señora?
Gelli negó con la cabeza.
—¿No? ¿Cómo que no? ¡Ah… ya!
Y Balla miró irritado a Righi, compungido, y a las dos mujeres aún más compungidas.
—Bueno, ¿qué hay que hacer? —preguntó finalmente—. Ya casi es medianoche.
Gelli entró primero en la habitación, los demás lo siguieron.
II
La moribunda había abierto los ojos, cuyo color azul moría con infinita tristeza entre el morado de las pronunciadas ojeras. A la vista de su marido, casi intentó acurrucase, consternada, al fondo de la cama. De los ojos le brotaron dos lágrimas que, al no poder caer por las mejillas, le volvieron vítrea la mirada perdida.
Con una sonrisa nerviosa, involuntaria, que expresaba el esfuerzo atroz para dominar el fermento de los sentimientos opuestos —odio, náusea, piedad, ira, despecho—, Silvio Gelli se agachó sobre ella:
—Fulvia… mira, aquí estoy… Tú me has hecho llamar, ¿verdad? He venido.
—¡Obra de verdadera misericordia! —suspiró de nuevo, al otro lado de la cama, don Camillo Righi, para ayudarlo.
Pero Gelli no se lo agradeció.
—¡No! ¡Al contrario! —negó, con ira—. He venido, tengo que decirlo, para reconocer el daño… el daño causado por mis antiguas ofensas, tengo que decirlo. No esperaba, es cierto… que me lo dijeran los demás.
Y sonrió de nuevo, nerviosamente, mirando al doctor Balla, a las dos mujeres, al cura, que asintieron, embarazados.
—Pero he venido precisamente por esto —confirmó, agachándose de nuevo sobre la cama—. Sí, Fulvia, y no me arrepiento por haber venido.
Se levantó satisfecho, pareciéndole que había remediado al menos parcialmente el ridículo de su posición.
La moribunda había vuelto a cerrar los ojos, y las dos lágrimas, ahora, fluían lentas. Agitó los labios.
—¿Qué dices? —le preguntó él, volviendo a agacharse, listo, sobre ella.
Todos se extendieron hacia la cama.
—Gracias —alcanzó a decir ella.
—No, no —contestó él—. Ahora yo… ¿qué dices?
Los párpados cerrados de la moribunda se habían hinchado con nuevas lágrimas y, a causa de leves temblores, se agitaban junto con los labios. Él entendió que una palabra, un nombre, temblaba en aquellas lágrimas escondidas y en aquellos labios, sin encontrar la voz, en la angustia; se oscureció el rostro, profundamente conmovido:
—¿Livia?… Sí… Basta, ahora… No te agites así… Luego hablaremos.
—La hija —le explicó despacio Righi al doctor Balla. Este asintió varias veces con la cabeza, fastidiado; luego, viendo que Gelli lo miraba, preguntó perplejo:
—¿Queremos?… Por favor, señores, déjennos solos.
Righi, su cuñada y su sobrina salieron, temblorosas, con los ojos lacrimosos.
El doctor Balla cerró la puerta de la habitación, luego se acercó a la cama, para destapar a la mujer. Pero ella, como asustada, mirando a su marido, retuvo la manta con una mano, y dijo:
—¿Tú?
—¿Cómo? —preguntó Balla, sorprendido, y se giró hacia Gelli.
Le vio el rostro contraído, como por un espasmo o por una viva repugnancia.
—¿No quieres? —le preguntó Gelli, agachándose de nuevo sobre ella—. ¿No debo? Es verdad, sí… no he venido aquí como médico… y quizás…
Se levantó, miró al médico y añadió:
—Me haría cargo de una responsabilidad tremenda…
—Ya han pasado tres días y una noches —dijo Balla, interpretando a su manera la perplejidad del marido—. Y es evidente que el proceso de inflamación está muy avanzado… ¿Intentarlo, ahora, dice usted? Eh, ya, una tremenda responsabilidad… Pero, por otro lado…
—Sí, por otro lado, habrá que intentarlo —añadió Gelli.
—Entonces, paciencia, ¿eh?, señora… —dijo Balla, tirando de la manta muy despacio.
Ella cerró los ojos de nuevo y frunció dolorosamente el ceño.
Balla empezó a quitar las vendas de la herida.
En el silencio, le pareció a Gelli como si los objetos de la habitación, las cortinas, la vela que ardía sobre la cómoda, reflejada en el espejo, asumieran, en su inmovilidad, un sentimiento de vida y estuvieran como suspendidos en una espera angustiosa. Impresionado por la lucidez de esta percepción, en aquel momento, se distrajo: miró la habitación, como para conocer aquellos objetos que, en un pueblo lejano, desconocido para él, eran testigos de aquel triste e imprevisible acontecimiento de su vida. Cuando Balla lo llamó, diciendo: «Mire…», él dirigió enseguida la mirada hacia la herida descubierta, tranquilo, y no vio nada más, no pensó en nada más, como si hubiera ido allí para una consulta. Examinó la herida larga y atentamente. Tal vez, intentando la laparotomía a tiempo habría esperanzas de salvación. Pero, después de cuatro días…
Silvio Gelli se levantó; miró a Balla agudamente. Este se encogió de hombros y, por decir algo, mientras señalaba ciertos puntos alrededor de la herida, dio algunas explicaciones bastante inútiles.
Gelli volvió a observar; luego miró a su mujer, sin preocuparse del otro, que le preguntaba:
—¿Vendamos de nuevo?
Vendada y tapada, Fulvia abrió los ojos, miró al marido y le preguntó con un hilo de voz:
—¿Muero?
—No —contestó él, poniéndole una mano sobre la frente—. Tranquila, quédate tranquila. Hasta mañana, doctor. Lo haré yo. Prepárelo todo.
Balla lo miró perplejo, no sabía si interpretar como una mentira piadosa aquel propósito y aquella orden.
—¿Los instrumentos del hospital? —preguntó.
—Sí —contestó Gelli—, todo.
—Y… y haré que venga también —añadió Balla, buscando los ojos de él para hacerle una señal de comprensión—, que venga también nuestra enfermera, que es el brazo derecho del colega Nardoni.
—¿Nardoni? No, no lo necesitamos.
—No, perdone… digo, la enfermera, Aurelia. Lleva casi trece años en nuestro hospital.
—¡Ah! ¡Bien! —suspiró Gelli, abstraído—. ¿Trece años? Precisamente trece años… ¿es verdad, Fulvia? Trece años…
—¿Desde qué? —dijo Balla.
No entendía. Esperó un poco más; luego, molesto, se encogió de hombros y se fue.
Silvio Gelli se sentó al lado de la cama. Entonces la moribunda trató de girar la cabeza hacia él, pero al girarse el pelo se lo impidió. Gelli se lo acarició con una mano y, enterneciéndose por aquel gesto, suspiró:
—¡Pobre Fulvia!
Sí, el pelo aún era el de antaño; pero ¡cuánto, cuánto empeoraba la percepción de su rostro cambiado, y qué arruga había ahora sobre aquella frente tiempo atrás tan altiva! ¡Trece años! ¡Qué abismo!
Ella intentó sacar una mano de las mantas, y repitió, más con los ojos que con los labios:
—Gracias.
Él cogió aquella mano y la estrechó entre las suyas.
Pero en aquel momento sus manos no advirtieron el contacto, antes tenían que entenderse los ojos y aún no podían hacerlo, porque no solo la mirada, sino todo el aspecto de él tenía para Fulvia una expresión nueva, incomprensible. Gelli intento asegurar, casi sostener, la mirada de ella, que huía, como asombrada, y añadió con la voz:
—Sí, Fulvia… por todo lo que sufriste conmigo… y lo que has sufrido después, por culpa mía, hasta este punto… Este acto tuyo desesperado es una prueba… Sí, yo…
Se interrumpió; giró la cabeza hacia la puerta, que Balla, al irse, había dejado abierta. Afuera, tal vez, había alguien que pudiera escuchar; había estado allí aquel loco que, en el furor de la pasión, osaba decirle la verdad a todos, y que había creído interpretar correctamente el sentimiento que lo había empujado a ir a la cama de su mujer moribunda. Ahora casi le repetía las palabras del otro. Pero no, no era verdad: no había sido empujado solo por el remordimiento; sino también por algo más, o mejor, principalmente por algo más: por una necesidad extraña. Tenía que decirlo…
—Espera.
Dejó su mano y fue a cerrar la puerta.
—Pero yo también, ¿sabes, Fulvia?, he sufrido mucho: no sabría decirte cómo… como nunca había imaginado. Enseguida, desde el primer día. Lo entendí todo, y, al mismo tiempo, no entendí nada… Así es. Mi bestialidad cínica y sin propósito, sin razón, o mejor, con este único objetivo: demostrarte que yo lo podía todo y tú no podías nada… Hacía… ¿Qué hacía? ¡Nunca me he divertido! Pero era como un desafío… A empujones, pero… con los guantes puestos, ¿no es cierto?, te empujé casi hasta el borde del precipicio y te dejé allí, expuesta, sin protección, sin defensa, esperando que el vértigo te atrapara. Y tú, desesperada, con tu orgullo, aceptaste el reto, te dejaste atrapar por el vértigo, y… ¡abajo, al precipicio! ¡Qué vacío! Con la pequeña sola, abandonada… yo, inepto… yo, indigno… Desde entonces he intentado llenar este vacío dentro y fuera de mí, con los cuidados hacia la niña… con mis estudios… ¡En vano! En mi interior se volvía más profundo… ¡a mi alrededor, más amplio, más negro! Incluso he intentado sufrir, a propósito, para reafirmarme de alguna manera en este vacío… Pero, no: nada: no sufro… no sufro por ti, no sufro por mí; sufro por la vida que es así: tú aquí te matas… otro allí enloquece… quien cree que razona y no concluye nada… Vengo aquí, digo: muere, quieres irte en paz, ve, ve… Y mi sentimiento se rompe contra una realidad que no podía imaginar. Sí: yo no tengo que perdonar, tengo que ser perdonado… ¿Me perdonas?
Se quitó las manos de las sienes: había hablado como consigo mismo; se volvió hacia la cama: ella se había dormido, con las cejas un poco levantadas, como horrorizada por lo que había escuchado, y parecía que aún sollozara por dentro, así, muda, rígida, con la cabeza inclinada hacia él.
Se quedó contemplándola un buen rato, casi asustado. Le pareció que la tensión de las mejillas se había aflojado un poco. Y, por un momento, volvió a ver, precisa en aquel rostro, la imagen que durante tantos años había conservado de ella. ¡Era bella, aún tan bella! ¡Quién sabe hasta dónde había caído!… Pero la nobleza de sus facciones había permanecido intacta; como si el barro no la hubiera tocado. O tal vez, ahora, la muerte…
Se levantó muy despacio, para no despertarla, y de puntillas fue a la habitación cercana, donde la deforme se había quedado sola esperando.
—Duerme —le anunció en voz baja, mirándola, consternado por el misterio que parecía encerrar en sí, en el silencio de aquella noche horrible, aquella criatura que vivía casi por una broma atroz de la naturaleza.
Ella le sonrió de nuevo, con su sonrisa inconsciente, y dijo:
—Voy yo.
III
Gelli se sentó en la misma silla de donde ella se había levantado, cerca de la mesa donde ardía la vela.
Poco después, se sobresaltó. La puerta que daba al pasillo se abría sola, despacio, en el silencio.
Marco Mauri asomó la cabeza, con un dedo sobre la boca para indicarle que se callara, y entró, diciendo en voz baja:
—Me había escondido aquí, en el pasillo, a oscuras… Shh… Ahora que estamos nosotros solos, sin respirar, me quedaré aquí. Usted puede permitírmelo: nadie nos ve. Aquí, nosotros dos, en silencio, ¿eh?
Gelli lo miró sorprendido, con el ceño fruncido; luego, sin querer, sonrió nerviosamente por un gesto suplicante que aquel con ambas manos le dirigía; se encogió de hombros y le indicó el canapé. Mauri se sentó allí, contento.
Ambos se quedaron en silencio.
Luego Mauri dijo:
—Si usted quisiera tumbarse aquí, para descansar un poco… No, ¿verdad? Yo tampoco. El animal quisiera dormir, la conciencia no se lo permite. Hace muchos años, cuando murió un hijo mío, después de nueve noches de vigilia continuada, no sentí pena, en aquel momento: tenía demasiado sueño, y antes tuve que dormir; luego, cuando me desperté, el dolor me asaltó. Pero entonces la conciencia no me remordía. Ahora hace cuatro noches que no cierro los ojos, ¡y no tengo sueño!
Permaneció callado un rato, después preguntó, mirando fijamente la llama de la vela:
—¿Cómo llamaban los antiguos a aquel río? ¡Ah, sí! Lete… el río Lete…. Ya. El río del olvido… Ahora este río fluye en las cuevas. ¡Y yo no bebo! Hace cuatro días, ¿sabe? Nada: ni un bocado de pan. Solo agua en la fuente, abajo, en la plaza, como los animales. ¡Agua amarga, arenosa, puaj! Pero no me entra nada… Un poco de ácido prúsico me iría bien… Me siento los ojos, ¿sabe cómo?, estos dos arcos de las cejas, como dos arcos de un puente que cabalgan la arena y las piedras de un gredal seco, árido, lleno de grillos… Tengo dos malditos grillos en los oídos: chirrían, chirrían, y me vuelven loco… Hablo bien, ¿eh? Me parece estar en el campo, cuando me ejercitaba en la oratoria, esperando ser ascendido en el ministerio público, escogía al azar los temas y luego improvisaba en voz alta, entre los árboles: «Señores de la Corte, señores jurados…». Hablo, hablo, perdóneme, porque no puedo evitarlo… Tengo una agitación, aquí, en el estómago… ¡Me pondría a gritar!
Al decir esto, se tumbó boca abajo en el canapé, con el mentón sobre el brazo y los ojos desorbitados.
Gelli lo miró y, con un sentimiento de miedo, se levantó y se dirigió hacia la puerta de la habitación de la moribunda; miró adentro; luego permaneció en el umbral.
Mauri volvió a sentarse y preguntó ansiosamente:
—¿Descansa?
Gelli asintió con la cabeza.
—Y dígame… ¿no hay ninguna esperanza?… ¿Ninguna?… ¡Si descansa!… ¿Puedo verla? Desde donde está usted… un momentito… ¿Sí?
Se puso de pie; se le acercó, reteniendo el aliento; se levantó sobre la punta de los pies y miró en la habitación.
La deforme, que estaba sentada al lado de la cama, vio así las cabezas cercanas de aquellos dos hombres, que miraban a la moribunda. El estupor de ella repercutió en Gelli, que con un brazo empujó a Mauri hacia atrás.
—Siéntese…
—Sí, señor… gracias… —dijo este, obedeciendo—. Eh, se muere… se muere… se muere…
Los ojos se le pusieron rojos y lágrimas copiosas volvieron a resbalarle por las mejillas, mientras se esforzaba en ahogar los sollozos que le sacudían el pecho. Después de haber llorado un buen rato así, abrió los brazos, se encogió de hombros e hizo ademán de hablar; pero, oyendo que la voz todavía le salía gruesa por el llanto, se hincó los dientes en una mano; se apretó los ojos; reprimió sus lágrimas.
—Nos quedaremos aquí —dijo luego— los dos juntos, buenos, velándola hasta el final… Como dos cocodrilos… Después la acompañaremos hasta la fosa, y cada uno volverá a su vida… Usted, usted lo hará: tiene una casa, una alegría… una hija que no sabe. ¡Que no sabe… qué suerte! Mis hijos, en cambio, lo saben todo. Su madre les ha revelado todo, por crueldad. ¿Qué necesidad tenía de hacerlo? No me ama, nunca me ha amado; no sabe qué hacer conmigo. Los ha criado ella, a su manera, en el campo, y nunca han sentido respeto ni consideración hacia mí. Me llaman Pretor; es más, Pretó, como su madre, ¡imagínese! «¿Está en casa el Pretó? No, el Pretó esta en la pretura…». Ah, usted no sabe, señor, lo que quiere decir acabar con veinticinco años en un pueblo y marchitarse allí durante cuatro, cinco, diez eternos años… ¡Pretor! ¿Si le dijera que me casé para tener un piano en casa? Porque había estudiado música, nunca estudié derecho… Y me casé con una mujer mayor que yo, que tenía casas y campos… y que… ¡Uno se vuelve bruto! Después de cuatro o cinco años, asediado por las miserias, por las bajezas humanas, no nos queda ni una de aquellas ficciones con las cuales la sociedad nos enmascaraba, y entonces descubrimos que el hombre es un cerdo por naturaleza. ¡Perdóneme! Nosotros nos hemos negado este derecho, porque la sociedad nos ha enviado a la escuela, de pequeños, y nos ha educado, para hacernos sufrir y engordar; pero, ¿qué tiene que ver? Hay que ver al hombre en su ambiente natural, como yo lo he visto durante tantos años. ¿Qué hombres somos nosotros? Usted me compadece y yo lo respeto… ¡Qué gran cosa!
Rio y se estiró, primero de un lado, luego del otro, las dos partes de la barba; pero finalmente se las apretó ambas en el puño y se quedó pensando, con los ojos vivos, alegres, elocuentes.
Gelli lo observó durante un buen rato, luego le preguntó, con honda voz:
—¿Dónde la conoció?
—¿Yo? ¿A Flora? En Perugia —le contestó Mauri rápido—. Apenas un mes después de mi traslado allí, en el gabinete de un colega mío, juez instructor.
—¿Había sido arrestada?
—No, señor. Había venido para testificar. Ella también llevaba poco más de un mes en Perugia.
—¿Sola? ¿Cómo?
—Mal acompañada. Con uno que… ¡espere!… un tal Gamba, sí, señor, que iba de artista, de pintor: en cambio era un miserable mosaiquista de una fábrica de… Murano, creo: enviado para restaurar un mosaico de no sé qué iglesia de Perugia. Un sinvergüenza que se emborrachaba todos los días y… y la pegaba. Lo encontraron muerto, una noche, por la calle, con la cabeza partida.
Gelli se cubrió el rostro con las manos.
—Horror, ¿eh? —dijo Mauri, poniéndose de pie—. Hágame el favor: ¡déjelo! «¿Hasta dónde había caído?», ¿verdad? ¡Qué horror! Tonterías, vamos. Usted me enseña que todo consiste en quitarse de encima, una primera vez, ante los ojos de todos, el hábito que la sociedad nos ha impuesto. Intente robar cinco liras y haga que lo descubran en el acto de robar. ¡Sabrá decirme algo! Pero usted no roba, ¿no es cierto? ¡Gracias! Y tal vez aquella desgraciada no hubiera hecho lo que hizo si usted, su marido… ¡Déjelo! ¡Déjelo! Sin embargo, ¿sabe?, Flora no hablaba mal de usted, como no hablaba mal de nadie: tampoco de aquel cobarde que la abandonó, así, de un día para otro, sin razón alguna. Al contrario, lo justificaba; decía que lo había agotado, oprimido con sus temores continuos y sus celos. Y también lo justificaba a usted, culpando por cada acción suya a las mujeres, a las mujeres que ella odiaba, profundamente, en sí misma… Y cuando, hace pocos días, la he buscado aquí, ha querido justificar también mi traición, mi mentira, culpándose por sus costumbres involuntarias, el instinto malvado, como lo llamaba ella, es decir: la necesidad que todas las mujeres sienten de gustar incluso al marido de su propia hermana…
Continuó hablando sin propósito durante un buen rato. Gelli había apoyado los brazos en la mesa, y había hundido el rostro en ellos. ¿Se había dormido? De pronto, Margherita, la deforme, se presentó en el umbral, asustada. Mauri le hizo señal de que no hablara.
—¿Muerta? —preguntó en voz baja.
Aquella asintió varias veces con la cabeza, y entonces Mauri, de puntillas, corrió a la otra habitación, donde, a la vista de la mujer exánime, estalló en violentos sollozos y se lanzó encima de ella, desesperadamente.
La deforme se acercó al durmiente, para despertarlo; pero Silvio Gelli levantó la cabeza de sus brazos y le dijo, ceñudo, con los ojos cerrados:
—No estoy durmiendo, sabe. Déjelo llorar… déjelo…