EL ESPÍRITU MALIGNO
De joven, Carlo Noccia estuvo en África durante casi siete años, en Bona, trabajando de comerciante; al principio incluso sufrió hambre, y solamente a través de increíbles dificultades, riesgos y fatigas consiguió ahorrar una modesta suma de dinero.
Cuando volvió a Sicilia, para no parecer ingenuo entre los comerciantes locales, productores y corredores de cítricos y de azufre —ladrones, acostumbrados a lidiar con trampas de todo tipo y con engaños varios—, sintió la necesidad de dejarles entender que había ganado su dinero con las mismas artes. En fin, tuvo que adaptarse a la manera de pensar de aquellos y deshonrar sus fatigas y el fruto de ellas para recibir valor y consideración a los ojos de sus paisanos. Y se movió, operoso, con el aspecto de un hombre astuto, entre el tráfico ruidoso del pequeño puerto de mar, entre los grandes depósitos de azufre amontonados en la playa; a bordo de los barcos de vapor internacionales, entre marineros e intérpretes y descargadores y estibadores, aspirando con placer el olor del alquitrán y de la brea, mientras los ojos, quemados por el polvo del azufre difundido en el aire, se le llenaban de lágrimas. Aturdido por los gritos de los barqueros y de los mozos del puerto, en un continuo ruido de peleas, y los silbatos de las sirenas y el humo de las máquinas, creyó sinceramente que la necesidad de engañar, los malos pensamientos llegaban del fermento mismo de aquella vida agitada, que exhalaban de las bocas de las bodegas, del agua misma del mar, sucia de azufre y carbón, del mantillo enmohecido de las algas secas en la playa surcada, excavada por el tránsito incesante de los carros chirriantes, cargados de mineral. Creyó sinceramente que él, sin querer, viviendo allí, respirando aquel aire, aprendería aquel arte en poco tiempo; y fue muy feliz cuando vio que los demás ya creían que no necesitaba aprender nada más. De pronto se vio nombrado jefe de uno de los mayores depósitos de azufre. El dueño, un joven ambicioso que había tenido que interrumpir los estudios universitarios por la muerte imprevista de su padre, era completamente ignorante en temas de comercio y se ocupaba más bien de conquistar, con favores varios, la simpatía de sus paisanos para ser elegido alcalde. Naturalmente, se convirtió enseguida en el botín de los especuladores de plaza más listos, y especialmente de un tal Grao, que empezó a embaucarlo con una gran empresa que había que intentar con el muy noble propósito de librar al comercio del azufre de la explotación de las casas extranjeras de exportación, que tenían su sede en los mayores centros de la isla; empresa por la cual él, en poco tiempo, centuplicando sus riquezas (¡y se quedaba corto!) alcanzaría la gloria de salvador de la industria azufrera siciliana, y sería elegido alcalde enseguida, sin duda alguna.
Noccia admiraba sobre todo a ese Grao; lo consideraba como un oráculo. Tal vez, a despertar tanta admiración y una confianza tan ciega había contribuido en gran parte su hija, hermosísima, de quien se había enamorado. El hecho es que cuando Grao lanzó a su jefe a aquella gran empresa, y este le pidió a él —su almacenero y administrador— consejos y aclaraciones sobre la inversión a la baja y al alza, a la cual se exponía, Noccia, con la máxima buena fe, le dio puntualmente los consejos y las aclaraciones que Grao, a escondidas y sin que fuera evidente, le había sugerido. Pero siempre, cuando acababa el plazo de los empeños, si su jefe había invertido a la baja, se había encontrado con un alza espantosa, y al contrario; así que en menos de un año se había arruinado.
Nadie quiso creer en la buena fe de Noccia. ¿Cómo no se había dado cuenta de que, cada vez, por lo bajinis, Grao cambiaba las inversiones?
No se había dado cuenta de ello, porque él también creía a pies juntillas que aquella gran empresa comercial, si no centuplicaría, aumentaría mucho las riquezas de su jefe. Al primero, al segundo, al tercer golpe adverso, creyó sinceramente en la desesperación de Grao, y que en la nueva inversión propuesta se hallaba la salvación y la recuperación de las pérdidas.
Por otro lado, para testimoniar su buena fe estaba el hecho de que, al final, en la ruina de su jefe vio también la suya (perdió el trabajo y —lo que más le dolió— también la esperanza de hacer suya a la hija de Grao), y que cayó de las nubes cuando Grao fue hacia él con los brazos abiertos para agradecerle lo que había hecho y darle en premio a su hija con más de tres mil liras de dote.
Entonces, ante el mismo Grao, defendió su inocencia y su buena fe; pero aquel, guiñándole un ojo y dándole palmadas en el hombro, le hizo entender que lo consideraba, también por esta protesta, su digno compañero, es más, su digno yerno; y le hizo entender otra cosa: que nadie lo alabaría por no haber aprovechado su empleo y aquellas inversiones para enriquecerse, y que, es más, todos lo considerarían un tonto, un inútil, precisamente como su jefe, y digno como este de ser juzgado y luego expulsado con una patada.
Mientras tanto, ocurrió que por envidia del bienestar que había obtenido del matrimonio con la hija del riquísimo especulador, se vio inesperadamente víctima del odio feroz de todos sus paisanos. Empezaron a llamarlo Judas y a considerarlo capaz de cualquier infamia, de cualquier perfidia, y a envenenar con esta opinión también el amor de su esposa.
Quiso demostrar que no era, por Dios, que no era el que todos consideraban; pero en tres o cuatro ocasiones, sin que supiera ni cómo ni por qué, de sus actos y de sus buenas intenciones había salido de pronto la demostración contraria, hasta el punto de que, un día, por un inexplicable error de cálculo, se había visto citado en un tribunal por unos pocos centenares de liras, acusado por un subalterno que había sido colmado de beneficios.
Entonces Noccia empezó a creer en la existencia de cierto espíritu maligno, nacido y nutrido por el odio, la envidia, el rencor, los malos pensamientos, en fin, por todo el mal que nuestros enemigos nos desean; un espíritu maligno que nos rodea atento y vigilante, listo para hacernos daño, aprovechando nuestras dudas y nuestra perplejidad, con sugerencias y consejos e insinuaciones que al principio tienen todo el aspecto de honesta sabiduría, de sensatez, pero que luego, de repente, se descubren falsos y tramposos, de modo que toda nuestra conducta aparece de pronto, a los ojos de los demás y también a los nuestros, bajo una luz siniestra, de la cual, vencidos, no sabemos cómo escapar.
Seguramente había sido aquel espíritu maligno quien había hecho que se equivocara en aquel cálculo.
Y mientras tanto, sus paisanos lo habían creído incluso capaz de apropiarse de unos pocos centenares de liras a costa de un pobrecito. Y desde aquel momento cada cual se había sentido en el deber de negarle lo que le debía, de manera que para obtener de vuelta lo que le correspondía cada vez se veía obligado a iniciar un pleito.
Ahora bien, por una de estos pleitos, que se arrastraba hacía mucho tiempo por los tribunales y que quizás Noccia, cansado y envilecido, si la rabia no lo hubiera obligado, una vez más, a demostrar que la justicia estaba de su parte, hubiera evitado de buena gana, viajó a Roma, para pedir en persona la protección del diputado de su colegio.
Ya tenía cuarenta y siete años, y el alma se le había oscurecido profundamente por toda aquella guerra de odio y de envidia.
Como un animal herido en una caza feroz, y refugiado en un cubil ajeno, él miraba en todas direcciones, desconfiado y sombrío.
Los grandes ojos claros, de acero, en las miradas oblicuas, producían en su rostro hosco, moreno, quemado por el sol en las lejanas playas de Sicilia, la impresión de un extraño vacío. Y en aquel rostro suyo, él sentía ahora una incomodidad insólita por ciertas arrugas que de vez en cuando se le abrían, admirando el esplendor de la ciudad.
En el pecho llevaba el monedero lleno de muchos millares de liras. Tal vez, partiendo de Sicilia, se había propuesto concederse, si no todas, varias de aquellas distracciones completamente nuevas para él, que una ciudad como Roma podía ofrecerle. Pero en cuatro días, en aquel recato sombrío —que en él se había vuelto casi instintivo—, aún no había cedido a ninguna tentación, y se sentía cansado, oprimido e inquieto.
Se alojaba en el Hotel Nuova Roma, cerca de la estación, y cada vez que recorría varios kilómetros para encerrarse allí una media hora, salía más alterado que antes y sin destino.
Así ocurrió, la mañana del quinto día, que entró en una cafetería cercana a la estación, para pasar un rato.
Había pocos clientes y muchas moscas. Noccia pidió una jarra de cerveza y extendió la mano hacia la mesita vecina para coger el diario. Pero las moscas lo atormentaban. Para espantar una, rompió el diario; quería pagarlo, pero el dueño no lo permitió; para espantar otra, por poco no volcó la jarra de cerveza. Entonces dejó de leer y, resoplando, alargó las manos sobre el banco acolchado de cuero; pero enseguida retiró una, la derecha, que había tocado algo, y se giró para mirar.
Era un viejo monedero, que evidentemente algún cliente había olvidado allí.
Tal vez estaba vacío. Si no estaba vacío, ¿qué podía contener? Poco dinero, unas liras de plata. Noccia se quedó un rato dudando si cogerlo o hacer que el dueño del local lo cogiera para devolvérselo al propietario, si venía a buscarlo. Miró al dueño tras la barra. No le pareció que tuviera cara de restituir el monedero, si había algo dentro. Tal vez sería mejor comprobarlo antes. Alargó cautamente la mano y lo cogió. Pesaba. Lo abrió un poco; entrevió una moneda de plata y dos monedas de dos céntimos. Volvió a mirar al dueño, y no tuvo dudas de que aquellas monedas acabarían en el cuenco detrás de la barra.
¿Qué hacer? Pensó que el día anterior había leído en la crónica de un diario un noble ejemplo a imitar: el de un recadero de telégrafos que había encontrado un monedero por la calle con más de mil liras y había ido a depositarlo en la comisaría más cercana. ¿Imitar aquel noble ejemplo? En la comisaría requerirían su nombre y lo imprimirían en los diarios para anunciar el monedero reencontrado. Pensó que, en su círculo, los desocupados de su pueblo leían los diarios de Roma desde el artículo principal hasta el último anuncio de publicidad. Aunque lo consideraban capaz de quedarse hasta con unas pocas liras, dirían riendo que había entregado el monedero a la comisaría porque contenía solo una moneda y cuatro céntimos. En verdad, le pareció demasiado darse por tan poco aquel aire de honestidad. ¿Qué hacer, entonces? Como aquella perplejidad duraba, no consideró prudente tener el monedero en la mano, a la vista de todos, y se lo puso en el bolsillo del chaleco para reflexionar con calma si no le convendría más, para no tener problemas, volver a ponerlo donde lo había encontrado. Pero tal vez, entonces, otro cliente sin escrúpulos lo cogería sin pensarlo dos veces; y aquel pobrecillo que lo había perdido…
«Oh, vamos», dijo Noccia en este punto para sus adentros, «a fin de cuentas, son cinco liras…».
Y estaba por sacar el monedero del bolsillo, cuando entró con furia en la cafetería, y se lanzó hacia su mesa, una sucia vieja con el rostro puntiagudo, que soplaba como una serpiente, con la nariz de lechuza y el morro lleno de pelitos grises, apartándose de los ojos el pelo lanoso, desordenado bajo el sombrerito decrépito, anudado debajo de la barbilla.
—¡Mi monedero está allí! ¡Mi monedero! ¡Lo he dejado allí!
Embestido así, Noccia miró la cara de perro de la vieja y concibió enseguida la sospecha de que, al haberse puesto el monedero en el bolsillo, la mujer consideraría que quería adueñarse de él, y entonces le dirigió una sonrisa vana, de tonto, y fingió que no sabía nada: «¿Un monedero? ¿Dónde?». Y primero se apartó, luego se levantó para que ella buscara bien; y cuando la vieja, después de haber buscado sobre y debajo del banco, entre las patas de las mesitas, con agitación airada que claramente dejaba entender aquella sospecha, levantó el rostro severo y le preguntó, observándolo torva: «¿Usted no lo ha encontrado?». Él, que también se atormentaba por no poder sacarlo del bolsillo y devolvérselo, tuvo naturalmente, por aquel mismo tormento, una reacción fiera y, sonrojándose hasta el blanco de los ojos, le contestó:
—¿Está loca?
El dueño y los pocos clientes le dieron la razón y, apenas la vieja, llorando y mascullando se fue, le dijeron que era una pobrecita que había que compadecer, medio loca y siempre aturdida por el café y los licores que ingería, desde que su única hija había muerto en el hospital.
Noccia ahora se sentía demasiado incómodo; quería pagar e irse. Pero, había puesto el monedero de la vieja en el mismo bolsillo donde tenía el suyo. ¿Y si, al sacarlo, saliera también el otro? Se sentía toda la sangre en la cabeza y los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Sacó del pecho el monedero lleno de billetes de cien.
—¿No tendría suelto? —le preguntó el dueño de la cafetería, sorprendido.
Y él no encontró la voz para contestarle, negó con la cabeza. Uno de los clientes se ofreció para cambiarle un billete y Noccia, dejando una propina de cinco liras, salió de la cafetería.
Apenas estuvo fuera, su primer pensamiento fue tirar el monedero en alguna esquina remota. Pero la última información que le habían dado sobre la vieja en la cafetería, es decir, que era una pobrecita enloquecida por la muerte de su hija, hizo que considerara su acto aún más indigno. Aunque admitiendo que la vieja sospechaba que quería quedarse con el monedero encontrado, en el fondo esta sospecha no era justa, porque él, en verdad, primero riendo como un tonto, luego apartándose y levantándose para que ella pudiera buscar allí, en el lugar, había actuado como si en realidad hubiera querido adueñarse de aquel monedero, contra su voluntad. ¿Y tirándolo, ahora, no sería igualmente culpable de la sustracción? Otro lo encontraría, alguien que no sentiría la obligación de devolverlo, la obligación que tenía él, que conocía a su dueña y se lo había negado en la cara. No, no: tirarlo sería un acto aún más vil que el que había cometido. Pensó entonces que aquellos pocos clientes y el dueño de la cafetería habían tenido que darse cuenta, por su monedero bien abastecido, de que era un señor, un señor que podía permitirse el lujo de ofrecerle a aquella pobre vieja una compensación de diez o veinte liras por el monedero perdido. Sí. Dejaría en la barra veinte liras, en presencia de aquellos testigos, o le pediría al dueño la dirección de la vieja para entregárselas él mismo.
Y Noccia volvía sobre sus pasos con este propósito, cuando allí, cerca de la entrada de la cafetería, estaba de nuevo la vieja que, con ambas manos sobre el pelo lanoso que le caía sobre los ojos, andaba encorvada y llorando, mirando al suelo, todavía buscando su monedero. Noccia la paró, tocándole levemente un hombro; sacó del monedero dos billetes de diez liras y, conmovido por la buena acción que hacía, se los ofreció, balbuceando que los aceptara por la pérdida sufrida. Pero de pronto se vio aferrado por la vieja, que, sacudiéndolo furiosamente, empezó a gritar:
—¿Veinte liras? ¿A quién las das? ¡Ah, ladrón! ¿Y el resto? ¿Me das solo veinte liras? ¡Ladrón! ¡Ladrón!
Se acercó gente de todas partes, también llegaron dos guardias de la comisaría y a Noccia que, al principio aturdido, luego agarrado por cien brazos, intentaba librarse enfurecido, le encontraron encima el monedero, en el cual —sí, señores— estaba la moneda de cinco, pero también dos viejas monedas de oro de veinte liras y no dos monedas de dos céntimos, como a Noccia le había parecido a primera vista en la cafetería. Por eso la vieja reclamaba el resto con tanta rabia.
Pero cien liras, incluso doscientas, también mil, le daría ahora Noccia. Y sacaba el monedero del bolsillo. Pero, también aquel monedero, como el otro monedero —seamos justos— podía creerse robado. Y Noccia fue arrastrado a la comisaría.
Ahora, es cierto que a un ladrón no le pasa por la cabeza la devolución de una parte de su hurto. Pero también, generalmente, se cree que ni a un caballero pudiera ocurrírsele ponerse en el bolsillo un monedero que no le pertenece, y luego negarlo, así como había hecho Noccia. Entonces era necesario arrestarlo y pedir referencias en Sicilia sobre él. No sería serio prestar fe a la persecución de cierto espíritu maligno, sobre el que el arrestado desvariaba.