¡A ZARPAR!

Hacía más de un mes que el viejo Siròli parecía atontado por la desgracia que le había caído encima, y no conseguía ni siquiera conciliar el sueño. Aquella noche, ante el fragor violento de la lluvia, se había finalmente despertado y le había dicho a su mujer, insomne y angustiada como él:

—Mañana, si Dios quiere, empezaremos a labrar la tierra.

Ahora, al amanecer, los tres hijos del viejo, consumidos y amarillentos por la malaria, zapaban en fila con otros dos campesinos jornaleros. De vez en cuando, ora uno ora otro levantaba el torso, contrayendo el rostro por el dolor en los riñones, y se secaba los ojos con el grueso pañuelo de algodón.

—¡Ánimo! —le decían los dos jornaleros—. Al final, no es un caso de muerte.

Pero aquel meneaba la cabeza, luego se escupía sobre las manos terrosas y callosas y volvía a zapar.

Desde los espesos árboles de la cuesta llegaba, de vez en cuando, como un lamento, rabioso. El viejo, aún capaz, se ocupaba de la poda y acompañaba así, con aquel lamento, su dura fatiga.

El campo, infestado por la malaria durante los meses de verano, parecía respirar ahora por la lluvia abundante de la noche, que había hecho bajar la crecida en el barranco. De hecho, después de tantos meses de sequía, se oía al Drago que fluía con fragor alegre.

Hacía casi cuarenta años que Siròli era el aparcero de estas tierras en Santa Anna. Hacía muchas estaciones que él y su mujer habían conseguido vencer la enfermedad y volverse inmunes. Si Dios quería, con el paso de los años, sus tres hijos que ahora la sufrían, adquirirían la inmunidad. Pero otros tres hijos, dos chicos y una chica, ya habían muerto y también había muerto la mujer del hijo mayor, de quien solo quedaba una niña de cinco años, que tal vez tampoco resistiría a los embates del mal.

—Dios es el dueño —solía decir el viejo, entornando los ojos—. Si la quiere, que la coja. Nos ha puesto aquí. Aquí tenemos que sufrir y trabajar.

Ciego en su fe hasta este punto, se resignaba constantemente ante las adversidades más duras, aceptándolas como la voluntad de Dios. Solamente una desgracia como la que le había caído encima podía apagarlo y destruirlo del todo.

Aunque necesitaba muchos brazos para el campo, había querido donarle un hijo a Dios. Tener un hijo cura era el sueño de muchos campesinos; y él había conseguido realizarlo, no por ambición, sino solo para conquistar méritos ante Dios. Ahorrando, con privaciones de todo tipo, había mantenido durante años al hijo en el seminario de la ciudad vecina; luego había tenido el consuelo de verlo ordenado sacerdote y de participar en la primera misa celebrada por él.

El recuerdo de aquella primera misa se había impreso indeleble en el alma del viejo, porque había percibido realmente la presencia de Dios, aquel día, en la iglesia. Y le parecía ver todavía a su hijo, vestido para la solemne ocasión con aquella espléndida casulla con hojas de oro, pálido y tembloroso, moverse despacio en la tarima del altar, ante el tabernáculo; arrodillarse; juntar las manos inmaculadas en signo de rezo; abrirlas; luego girarse, con los ojos entornados, hacia los fieles para susurrar las palabras del ritual, y volver a poner el misal sobre el atril. El misterio de la misa nunca le había parecido tan solemne. Con el alma casi alienada de los sentidos, lo había seguido y había temblado, con la garganta apretada por una angustia dulcísima; había oído a su mujer que lloraba de ternura a su lado, su santa vieja, y él también se había puesto a llorar, sin querer, irrefrenablemente, arrodillándose hasta tocar el suelo con la frente, al sonido de la campana, en el instante supremo de la consagración.

Desde aquel entonces, él, viejo y puesto a prueba y experimentado en el mundo, se había sentido casi niño ante el hijo sacerdote. Toda su vida, trascurrida entre tantas miserias y tantas fatigas sin mácula, ¿qué valor podía tener ante el candor de aquel hijo tan cercano a Dios? Y había empezado a hablar de él como de un santo, a escucharlo con la boca abierta, beato, cuando iba a visitarlo al campo, al colegio de los oblatos, donde había sido nombrado preceptor por su ingenio y su celo.

Los otros hijos, destinados a las fatigas del campo, expuestos a la muerte, no habían envidiado para nada la suerte de su hermano, es más, se habían mostrado muy orgullosos de él, la joya de la familia. Enfermos, muchas veces se habían consolado pensando que Giovanni rezaba por ellos.

Por lo tanto, la noticia de que este se había manchado por un infame delito, contra los pobres pequeños confiados a sus cuidados en aquel orfanato, había caído como un rayo sobre la casa campestre del viejo Siròli. Su mujer, al principio, en su santidad patriarcal, no había sabido siquiera hacerse una idea del delito cometido por el hijo: el viejo marido había tenido que explicárselo como buenamente había podido; y entonces ella se había quedado sorprendida, horrorizada e incrédula:

—¿Giovanni? ¿Qué me dices?

Siròli había ido a la ciudad para obtener noticias más precisas y con la esperanza secreta de que se tratara de una calumnia. Se había presentando ante varios conocidos y todos, al verlo, se habían turbado, casi por la repugnancia; le habían contestado duramente, casi con monosílabos, evitando incluso mirarlo. Había querido ir a ver a Lobruno, el propietario de la tierra que cuidaba. Lobruno, un hombre intrigante, consejero comunal, amigo de todos, del obispo y del prefecto, lo había recibido de mala manera, enfurecido:

—¡Se lo merece! ¡Usted se lo merece! Sacerdote, ¿eh? De campesino a sacerdote. ¿Está contento ahora? ¡Estos son los frutos de su deseo de ascender a toda costa, sin la preparación ni la educación necesarias!

Luego se había calmado, y había prometido que haría todo lo posible para que aquel escándalo remitiera.

—¡Por el decoro de la humanidad, entendámonos! ¡Por el respeto que todos le debemos a la santa religión, entendámonos! ¡No por aquel pedazo de cerdo, ni por usted!

Y el pobre viejo había vuelto al campo como un perro apaleado; seguro de que el delito de su hijo era cierto; que Giovanni, el infame, había huido, desaparecido de la ciudad, para escapar del furor popular; y que él, bajo el peso de tanta ignominia, no tendría ni la paz ni el coraje de levantar la mirada hacia el rostro de nadie.

Ahora, encaramado en los árboles, se ocupaba de la poda. Nadie lo veía allí y, trabajando, podía llorar. Desde aquel día no había vuelto a llorar. Consideraba íntegras su vida y la de su vieja compañera, y no sabía entender cómo tal monstruo había podido nacer de ellos, cómo se había dejado engañar durante tantos años, hasta creerlo un santo. ¡Y había creído hacerle un regalo a Dios! Y por él, por él había sacrificado a sus otros hijos, buenos, dóciles, devotos; a sus otros hijos, que ahora zapaban allí, pobres inocentes, todavía no del todo curados de las fiebres. Ah, Dios, ofendido de manera tan repugnante por aquel otro, no perdonaría nunca, nunca. La maldición de Dios siempre planearía sobre su casa. La justicia de los hombres se quedaría con aquel miserable, encontrándolo en el cubil donde había ido a encerrarse con su vergüenza; y él y su mujer morirían por la deshonra de saberlo en la cárcel.

De pronto, el viejo, absorto en estas amargas reflexiones, oyó la voz de uno de sus hijos, Càrmine, el mayor:

—¡Papá! ¡Venga! ¡Ha llegado!

Siròli se sobresaltó, se agarró a la rama del árbol donde se mantenía en equilibrio y empezó a temblar por entero. ¿Giovanni? ¿Había llegado? ¿Y qué quería de él? ¿Cómo había podido volver a poner un pie en la casa de su padre? ¿Mirar a su madre?

—¡Ve —gritó en respuesta, furioso, moviendo la rama del árbol—, corre a decirle que se vaya, inmediatamente! ¡No lo quiero en casa, no lo quiero!

Càrmine miró a los ojos a sus otros hermanos para dejarse aconsejar por ellos, luego se dirigió hacia la casa campestre, indicándole a la sobrinita huérfana, que había traído exultante la noticia de la llegada del tío sacerdote, que lo precediera.

En el patio, Càrmine encontró a un guardia de Lobruno sentado sobre el muro, al lado de la puerta. Evidentemente el cura había llegado con él.

—¿Y tu padre? —le preguntó el guardia a Càrmine, levantando la cabeza y un vástago que tenía en la mano y con el cual, esperando, había golpeando una pequeña broza crecida entre las piedras del patio.

—No quiere verlo —contestó Càrmine—, ni lo quiere en casa. He venido a decírselo.

—Espera —continuó el guardia—. Antes vuelve adonde está tu padre y dile que tengo que hablarle, de parte del dueño. ¡Ve!

Càrmine abrió los brazos y volvió sobre sus pasos. Entonces el guardia llamó a la niña que los miraba sorprendida, sin saber qué pensar de todo aquel misterio, porque nadie se alegraba por la llegada del tío cura; se la puso en las piernas y masculló, con una sonrisa triste bajo los bigotes:

—Quédate aquí, linda, no entres. Tú también eres pequeña y… ¡nunca se sabe!

Poco después Càrmine volvió, seguido por sus dos hermanos.

—Ahora viene —le anunció al guardia; y entró con sus hermanos en la amplia habitación de la planta baja, húmeda y ahumada.

En un lado estaba el comedero para los animales: un asno trituraba pacientemente su porción de paja. En el lado opuesto había una gran cama, con las patas de hierro no bien equilibradas sobre el empedrado de la habitación pendiente: los tres hermanos dormían allí, nunca juntos, ya que por turnos pasaban la noche al aire libre, de guardia. El resto de la habitación estaba lleno de aperos. Una escalera de madera llevaba al altillo, donde dormían los dos viejos y la huérfana.

Giovanni, sentado sobre la cama, estaba con el torso doblado sobre el colchón deshecho y con la cabeza hundida entre los brazos. La vieja madre lo miraba fijamente y lloraba, lloraba sin fin, en silencio, como si quisiera disolver en aquellas lágrimas todo su corazón, toda la vida que le quedaba.

Al oír entrar gente, el cura levantó la cabeza y miró torvo; luego volvió a hundir la cabeza entre los brazos. Los tres hermanos le entrevieron así el rostro cambiado, pálido entre la dura barba crecida: lo miraron un rato con una sensación de repugnancia y piedad mezcladas, vieron su túnica cortada, luego, bajando la mirada, notaron que le faltaba la hebilla de plata a un zapato.

La vieja madre, viendo a sus otros tres hijos, estalló en sollozos y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Mamá, calla! —le dijo Càrmine, con voz grave; y se sentó sobre el arcón cerca de la cama, junto a sus otros hermanos, en espera del padre, en silencio.

Los tres tenían el rostro amarillo; los tres llevaban una boina de tela, negra, doblada hacia atrás; los tres, sentándose en fila, habían asumido la misma actitud.

Por fin el viejo apareció en el patio, encorvado, con las manos detrás de los riñones, mirando al suelo. Él también llevaba en la cabeza una boina parecida a la de sus hijos, pero verdosa y agujereada. Tenía el pelo largo y hacía un mes que no se cortaba la barba.

—¡Siròli, alégrese! —exclamó el guardia de Lobruno, apartando a la niña y levantándose para ir hacia el viejo—. ¡Alégrese, le digo! Todo resuelto.

El viejo Siròli clavó los ojos, aún encendidos y como endurecidos por el espasmo, en los ojos del guardia, sin decir nada, como si no hubiera oído o entendido.

Entonces este, que era un hombre vigoroso, con el torso enorme y el rostro sanguíneo, le puso una mano sobre el hombro con aire de protección, insolente y un poco irónico, y repitió:

—¡Todo resuelto: saneado, saneado, sería mejor decir! —y rio de manera grosera, luego, calmándose—: Cuando se tiene la suerte de tener dueños que nos quieren por nuestra devoción y honestidad, ciertas… tonterías, vamos, se arreglan. Asuntos menores, a fin de cuentas, ¿me explico? Sin consecuencias. Pero no he querido que esta inocente entrara: ¿he hecho bien?

El viejo se contuvo: ardía.

—¿En fin, qué tiene que decirme? —le preguntó. El guardia le quitó la mano del hombro y se la llevó, junto con la otra, detrás de la espalda; se enderezó; levantó la cabeza para mirar al viejo desde lo alto y resopló:

—Aquí estoy. El dueño, antes que nada por respeto al hábito que su hijo lleva indignamente, luego también por caridad hacia usted, tanto ha hecho, tanto ha dicho, que ha conseguido inducir a los parientes de aquellos pobres niños a desistir de la querella presentada. La pericia médica resulta… favorable. Ahora su hijo partirá para Acireale.

El viejo Siròli, que había escuchado hasta aquí mirando al suelo, levantó la cabeza:

—¿Para Acireale?

—Sí, señor. Nuestro obispo ha llegado a un acuerdo con el obispo de allí.

—¿Un acuerdo? —preguntó de nuevo el viejo—. ¿Sobre qué?

—Sobre… ¿qué va a ser?, por Dios, ¿no lo entiende? —exclamó el guardia, irritado—. Cierran los ojos, en suma, y no se habla más del tema.

El viejo apretó los puños, palideció, murmuró:

—¿Esto es lo que hace el obispo?

—Esto y más —contestó el guardia—. Su hijo se quedará un año o dos en Acireale, para la expiación, hasta que aquí ya no se hable más del tema. Luego regresará y volverá a celebrar sus misas, no lo dude.

—¡Él! —gritó entonces Siròli, señalando con la mano hacia la casa—. ¿Él tocará, con aquellas sucias manos, la hostia consagrada?

El guardia se encogió alegremente de hombros.

—Si monseñor perdona…

—¡Monseñor, pero yo no! —contestó rápido el viejo, indignado, golpeándose el pecho hundido con la mano deforme, abierta—. ¡Venga a ver!

Entró en la habitación de la planta baja, corrió a la cama donde el cura estaba tirado en la misma postura. Lo aferró por un brazo y lo levantó de un violento empujón:

—¡Cerdo! ¡Desvístete!

El sacerdote, en medio de la habitación, con la túnica mal puesta sobre la espalda, las piernas descubiertas, se escondió el rostro entre los brazos levantados. Los tres hermanos y la madre, que permanecían sentados, miraban consternados ora a Giovanni, ora al padre, a quien nunca habían visto así. El guardia asistía a la escena desde el umbral.

—¡Ve arriba y desvístete!

Y al decir esto, lo obligó a subir a empujones por la escalera de madera. Luego se giró hacia su mujer, que sollozaba, y le impuso silencio. La vieja, de pronto, ahogó los sollozos, bajando varias veces la cabeza en señal de obediencia. Aquella era la primera vez que su marido le hablaba así, en voz alta.

El guardia, desde el umbral, fastidiado, se encogió de hombros y masculló:

—¿Pero, por qué, viejo tonto, si todo está arreglado?

—¡Usted, silencio! —gritó el viejo, moviéndose hacia él—. Vaya a referírselo a monseñor.

Subió lentamente por la escalera de madera. Giovanni se había quitado la túnica y se había quedado en camisa, con el chaleco y los pantalones cortos, sentado sobre la cama de su padre. Enseguida se tapó el rostro con las manos.

El viejo se quedó mirándolo, luego le ordenó:

—¡Arráncate esta hebilla del zapato!

El hijo se agachó para obedecer. Entonces su padre se le acercó, le vio el casquete en la cabeza, se lo arrancó junto con un mechón de pelo. Giovanni se puso en pie, enfurecido. Pero el viejo, levantando terriblemente una mano, le indicó la escalera:

—¡Abajo! Espera. Allí hay una zapa. Y te hago un favor, porque ni siquiera de esto serías digno. Tus hermanos zapan y tú no puedes estar al lado de ellos. ¡También tu fatiga será maldecida por Dios!

Una vez a solas, cogió la túnica, la cepilló, la dobló diligentemente, la besó; cogió la hebilla de plata del suelo y la besó; recogió el casquete y lo besó; luego fue a abrir un viejo y largo arcón de abeto que parecía un ataúd, donde permanecían religiosamente conservados los hábitos de los tres hijos muertos y, persignándolos, guardó también estos, del hijo sacerdote —muerto.

Cerró el arcón, se sentó encima de él, ocultó el rostro entre las manos, y estalló en un llanto irrefrenable.