PENA DE VIVIR ASÍ

I

Silencio de espejo, olor de cera en los suelos, frescura de limpias cortinas de muselina en las ventanas: desde hace once años, así es la casa de la señora Lèuca. Pero ahora, una sordera extraña se ha adueñado de las habitaciones.

¿Es posible que la señora Lèuca haya aceptado, después de once años de separación, que su marido vuelva a convivir con ella?

Molesta que el gran reloj de péndulo del comedor resuene, tan claramente en todas las habitaciones, con su tictac lento y cadencioso, como si el tiempo pudiera seguir fluyendo plácido e igual que antes.

En la sala (con el parqué muy sensible) hubo ayer un tintineo de objetos de cristal y de plata, como si las gotas de los candelabros dorados (sobre la ménsula) y los vasitos para servir el rosoli (sobre la mesita de té) sufrieran escalofríos de miedo y bramidos de indignación cuando se acabó la visita del abogado Aricò, al que la señora Lèuca y sus amigas llaman «grillo viejo»; después de haber hablado y hablado se había ido, repitiendo hasta el final:

—Ah, la vida… la vida…

Y se encogía de hombros, entornando los gruesos ojos ovalados en el rostro aceitunado, y estiraba penosamente el delgado cuello para empujar hacia arriba, desde la angustia de los hombros tan estrechos, la punta del pequeño mentón agudo.

Todos aquellos objetos de cristal y de plata creían que la señora Lèuca, alta y recta, y tan fresca, blanca y rosada, con las pequeñas gafas sobre la nariz afilada, ante aquella cosita verde y negra que se retorcía para despedirse una vez más, repitiendo en el umbral de la puerta: «La vida… la vida…», al menos tenía que negar con la cabeza o levantar una mano en señal de protesta. ¿La vida? Ah, ya, precisamente aquella, la vida: una vergüenza inconfesable; una miseria para compadecerla así, encogiéndose de hombros y entornando los ojos, o empujando el mentón hacia arriba, como si también fuera un bocado amargo y duro que hay que tragarse. ¿Y qué era, entonces, la que ella, la señora Lèuca, desde hacía once años, vivía aquí, en su casa limpia y esquiva, con las visitas discretas de vez en cuando de sus buenas amigas del patronato de beneficencia, y del docto párroco de Santa Agnese, y del buen señor Ildebrando, el organista?

¿No era vida esta que se disfrutaba aquí, en una santa paz inalterable, en tanta limpieza y orden, en este silencio, entre el tictac lento y cadencioso del gran reloj de péndulo, que marca las horas y las medias horas con un sonido lánguido y blando, en la caja de cristal?

II

Ha corrido a dar la alarma a la parroquia de Santa Agnese, como una golondrina asustada, la vieja señorita Trecke, del patronato de beneficiencia:

—La señora Lèuca, la señora Lèuca… con el marido…

El susto se ha convertido en estupor, y luego el estupor se ha disuelto en una sonrisa vana de la blanca boca desdentada, frente al plácido asentimiento de la cabeza con que el párroco ha recibido la noticia, ya conocida.

Larga de piernas, corta de torso y con la espalda arqueada, aún muy rubia con sesenta y seis años, la señorita Trecke, medio rusa, medio alemana —tal vez más rusa que alemana—, convertida al catolicismo por su difunto cuñado y muy vigorosa, ha conservado en el rostro pálido y flojo los ojos azules y primaverales de sus dieciocho años, como dos lagos claros que en la desolación se obstinan en reflejar los cielos inocentes y sonrientes de su juventud. Sin embargo, muchas y grandes nubes tempestuosas han pasado desde entonces ofuscándolos demasiadas veces. Pero la señorita Trecke persiste fingiendo que no se ha percatado de ellas, y así su bondad, que también es verdadera, asume a menudo una apariencia de hipocresía. No quiere que la amargura de las tristes experiencias insidie y corroa la solidez de su nueva fe, y prefiere manifestar su bondad como totalmente ingenua e inexperta, es decir, como justamente no es. Y esto provoca mucho fastidio en quien la quiere, porque no se entiende cómo ella no reconoce que tendría más mérito por su bondad si la manifestara como la superviviente experimentada y victoriosa sobre todas las tristezas de la vida.

Licuada en aquella sonrisa vana, empieza a preguntar, con una sorpresa compungida, si el señor Marco Lèuca, marido de la señora Lèuca, es realmente digno de perdón, algo que ella nunca ha imaginado porque —quizás serán calumnias, dado que el señor párroco aprueba la reconciliación—, pero… ¿este señor Lèuca no tiene tres hijas, tres niñas, con una… cómo se dice… sí, con otra mujer? Y entonces… ¿cómo, qué hará ahora? ¿Las abandonará para reconciliarse con su mujer? ¿Ah, no? ¿Y entonces, qué? ¿Dos casas? ¿Aquí su mujer y allí la otra con las tres… cómo se dice… hijas naturales?

—No, no —intenta tranquilizarla el párroco, con su acostumbrada placidez, teñida de un aire dócil y protector.

En Santa Agnese hay catacumbas y también una iglesia subterránea, oscura y solemne; pero la casa parroquial está en medio de un verde muy dulce y claro y abierto hacia el aire y el sol; y el beneficio que procura (no solo al cuerpo, sino también al alma) se ve en los ojos límpidos del párroco y se oye en su cálida voz.

—No, querida señorita Trecke. Ni dos casas, ni abandono; y tampoco una verdadera reconciliación: tendremos, si Dios quiere, un simple y amigable acercamiento, una visita de vez en cuando, y así bastará. Por un poco de consuelo.

—¿Para él?

—Sí, para él. Un poco de alivio para la culpa que pesa; el bálsamo de una buena palabra ante el remordimiento que escuece. No ha pedido nada más, y nuestra excelente señora Lèuca, por otro lado, no hubiera podido concederle más. Quédese tranquila.

El señor párroco posa las palabras en el aire como si fueran cosas: cosas limpias y pulidas, allí, allí, lindos vasos de porcelana sobre la mesa que está frente a él, cada uno con una florecita de papel, de aquellas con el tallo de hilo de hierro recubierto de papel de seda verde, que tienen un efecto tan gracioso y cuestan poco. Pero habría que aconsejarle al buen señor Ildebrando, el organista que también ejerce de secretario del señor párroco, que no las apruebe tanto con aquellas sonrisas melifluas y aquellos pequeños movimientos de la cabeza. La buena señorita Trecke siente que se le remueve el estómago.

El señor Ildebrando nunca supo perdonar a sus padres, muertos hace mucho tiempo, por haberle impuesto un nombre tan sonoro y comprometido, el más inapropiado de todos los nombres posibles, no solamente para su cuerpecito delgado y débil, sino también para su carácter, su alma. El señor Ildebrando nunca pudo soportar a aquellos hombres sanguíneos y prepotentes que necesitan hacer mucho ruido, mirar de reojo, afrontar ciertas situaciones con las manos sobre el pecho: aquí estoy yo, aquí estoy yo; él nunca ha querido estar; siempre ha intentado permanecer en la sombra, apenas tibio, insípido y descolorido. Le parece que la señorita Trecke, ella también tan descolorida, tendría que actuar como él, y en cambio, quiere estar en medio, inmiscuirse en lo que no le corresponde; ahí está, preguntándole al señor párroco, a propósito de aquel Marco Lèuca:

—¿Entonces también podría invitarlo a cenar a mi casa?

El párroco cae de las nubes:

—¡No! ¿Qué tiene que ver usted con él, señorita Trecke?

Y esta, estirando la vana sonrisa en su boca blanca:

—Eh, hay que compadecerlo… Mi sobrina dice que lo conoce.

El párroco la mira severamente:

—Usted haría bien, querida señorita, en vigilar un poco a su sobrina.

—¿Yo? ¿Y cómo podría, señor párroco? No entiendo nada; y le estoy dando prueba de ello ahora mismo. Nada, nada…

Y al decir esto, abre los brazos y hace una reverencia para despedirse, con aquella sonrisa todavía en los labios y los ojos infantiles velados de pena por su incorregible ignorancia, que siempre, Dios mío, la afligirá.

III

Tres días después, el señor Marco Lèuca, acompañado por el abogadito Aricò, hizo su primera visita a su mujer.

Verlo desgreñado, embrutecido, deteriorado, emocionado, en la pulcritud de espejo de la casa, provocó en aquellos finos y resplandecientes muebles de la sala, celosos de su castidad, un angustioso desconcierto.

Cinco minutos sin poder hablar, produciendo sonidos agonizantes como un animal herido, con un temblor espantoso por todo el cuerpo. Y qué terror, luego, qué golpe, qué confusión cuando, sin poder hablar, casi tenso y obligado por la desesperación, se arrodilló ante su mujer, sobre aquel parqué tan sensible. La señora Lèuca, que aún tenía dificultad en reconocerlo, tan cambiado, tan bruto y envejecido después de once años, hubiera querido acercarse para levantarlo del suelo, pero no conseguía vencer la repugnancia y el susto y retrocedía, en cambio, para no verlo arrodillado ante sí, y gemía:

—¡No… por Dios, no!

Le tocó repetir varias veces esta exclamación y casi tuvo la tentación de escaparse a otra habitación, en cierto momento, cuando pareció que él y Aricò amenazaban con pelear. Aricò lo había atacado, irritadísimo, gritándole que no montara escenas, que se levantara y permaneciera tranquilo y digno; y él lo había rechazado con un ademán furioso del brazo para mostrarse ante ella en toda su desesperación y bajeza; quería levantar el rostro descompuesto del suelo y mirar hacia ella, y no podía; y se quedaba allí, Dios, permanecía allí, ciertamente con la vergüenza, ahora, de su acto teatral fallido, que sin embargo hubiera querido representar hasta el final, porque había sido arrastrado por la vehemencia de un sentimiento sincero, por la esperanza de que, tal vez, ella se dejaría conmover, enternecer hasta ponerle la mano sobre la cabeza no como caricia sino como perdón.

Pero, Dios mío, ¿la señora Lèuca podía hacerlo? Hubiera tenido que entender que no podía. Compasión, sí, conmiseración puede sentir por él, caridad, como por todos los desgraciados que, como él, sienten la vida como un hambre que ensucia y nunca se sacia.

—¡La vida!

Así él la lleva escrita en su rostro, con una violencia que empieza a relajarse de manera grosera. Qué signo feo, aquel labio inferior que cuelga bestialmente y aquellas bolsas negras alrededor de los ojos turbios y doloridos. Pero ahora vendrá aquí, de vez en cuando —sí, como dice el abogado—, para respirar un poco de paz, para consuelo del espíritu, ahora que el pelo ya se le ha puesto gris (ella ya lo tiene completamente blanco), y para volver a sentir la dulzura de la casa, aunque…

—¿Aunque?

—¿La dulzura de la casa, dice usted, abogado?

La señora Lèuca sabe bien que su casa ya no tiene dulzura alguna; solo una gran quietud. Pero aquella quietud luego… No, no dice que le pesa; al contrario, dice que está contenta, la señora Lèuca: lee, trabaja para sí y para los pobres, organiza colectas con sus amigas del patronato de beneficencia, va a la iglesia, sale a menudo para comprar o para ir a la modista (todavía le gusta vestir bien), va, cuando tiene que hacerlo, a ver al abogado Aricò, que cuida sus negocios, en fin, no está ociosa ni un momento. Está contenta así, claro, porque Dios no quiso que estuviera contenta de otra manera, es decir: que su vida tuviera otros y más íntimos afectos. Pero sin embargo está este silencio que a veces, entre un punto y el otro del jersey de lana que teje para una niña pobre del barrio, o entre una línea y la otra del libro que está leyendo, parece hundirse de pronto en el tiempo infinito y volver vanos, o más bien, desconsolados, cada pensamiento y cada obra. Los ojos miran fijamente un objeto de la habitación y, aunque lleve mucho tiempo allí y les sea familiar, es como si nunca hubieran visto aquel objeto, o como si de pronto se hubiera vaciado de cualquier sentido. Y nace una nostalgia: no, de nada concreto, sino de lo que no ha tenido, de lo que no ha podido tener; y también cierta pena, no pena propiamente, sino cierta sensación de disgusto que se convierte en irritación en su interior, por el engaño que su mismo corazón le hizo de poder ser alegre, es más, feliz casándose con un hombre que… con un hombre, en suma. La señora Lèuca ya ni sabe despreciarlo.

—La vida…

Parece que tuviera que ser así. Esto, el disgusto. No como su corazón, de joven, la soñó; sino esta miseria que (tal vez sea pecado decirlo) parece que tenga que ensuciarte si la tocas; esta miseria que quizás tenga que compadecerse, es más: seguramente, porque cada placer luego se paga a precio de lágrimas y de sangre. Pero no es fácil.

Para contestar la pregunta al señor párroco: «¿Quién le ha dicho, en nombre de Dios, que la caridad tenga que ser fácil?», se ha dejado convencer para recibir a su marido de vez en cuando: una breve visita, ahora que el desprecio se ha convertido en conmiseración; que no es propiamente por él solo, sino por todos los desgraciados que sienten la vida como él.

La señora Lèuca ha reconocido que muchas de las obras de caridad de las que se ocupa son también una manera de pasar el tiempo; hace, es cierto, más de lo que podría; se cansa subiendo y bajando tantas escaleras y vence a menudo con la voluntad el cansancio de los ojos y de las manos trabajando para los pobres hasta avanzada la noche; además da a la beneficencia gran parte de sus rentas, privándose de cosas que para ella no serían del todo superfluas. Pero no puede decir que, alguna vez, haya hecho un verdadero sacrificio, como sería vencer aquel disgusto, aquel horror que nace de su propia carne al pensamiento de un contacto insufrible, o arriesgarse a romper aquella armonía vital recogida con tanta pulcritud y tanto orden. Tiene miedo de que nunca pueda hacerlo. Sin embargo, en ella nacen los mismos sentimientos que en todos los demás; pero mientras los demás se abandonan ciegamente a ellos, la señora Lèuca los advierte apenas surgen y, si son buenos, los acompaña como se acompaña a un niño de la mano. Tiene el espíritu demasiado atento; ha vivido demasiado en silencio. La vida se le ha enrarecido casi hasta el punto de que las relaciones entre ella y las cosas más acostumbradas a veces no tienen certeza alguna, y entonces le ocurre que descubre de pronto nuevos y extraños aspectos de aquellas cosas que la turban, como si de repente y por un instante penetrara en otra realidad insospechada que las cosas tienen por sí mismas, escondida más allá de la que comúnmente se les da. Teme enloquecer, obsesionándose con esto. Pero es difícil distraerse, con aquella sospecha que persiste, al acecho, bajo el aspecto acostumbrado de las cosas. Que los demás crean su vida placidísima y consideren que sea la serenidad en persona, tendría que irritarla, al menos en secreto. En cambio, no. Se complace, porque ella también quiere creerlo, segura de no haber dado nunca espacio a los deseos, cuya imagen ha rechazado tantas veces apenas surgía. Porque realmente siente disgusto hacia la vida que ensucia. Se adentra en ella, para llevar allí su obra de caridad. Pero no podría, si no sintiera que su espíritu permanece inmune. El único sacrificio que puede hacer es este: vencer ese horror. Es poco. Porque también en eso, lo que hace para los demás es mucho menos de lo que ha hecho para sí cuando, tantas veces, ha tenido que vencer el horror de su mismo cuerpo, de su misma carne, por todo lo que en la intimidad se vive, incluso sin querer, y que nadie quiere confesar ni siquiera a sí mismo.

IV

Con su aire habitual de distraída inocencia, la señorita Trecke ha venido, mientras tanto, para obtener informaciones, haciéndose acompañar por su sobrina. Ha encontrado a otras amigas, de visita: la señora Marzorati con su hija y la señora Mielli, a quienes la señora Lèuca, empujada a hablar, intenta decir cuanto menos puede sobre la primera visita de su marido.

La señorita Trecke exclama:

—¡Ah, mira! ¿Entonces ha venido?

Su sobrina tiene una reacción de fastidio inmediato:

—¿Por qué finges no saberlo, si ya lo sabes?

La señorita Trecke la mira y se licua en su sonrisa vana:

—¿Lo sabía? Ah, sí, lo sabía… Pero que tenía que venir, no que ya había venido.

Su sobrina se encoge de hombros y le da la espalda para ponerse a hablar con la señorita Marzorati; lo cual provoca enseguida una viva impresión en la madre, la señora Marzorati, a quien no le gusta en absoluto que la sobrina de la señorita Trecke hable con su hija.

Aquella sobrina de la señorita Trecke es un verdadero escándalo. Basta con ver cómo va vestida. ¡Y se dicen ciertas cosas de ella!

Solo la señora Lèuca, entre las muchas amigas, entiende que si aquella joven es así, la culpa no es del todo suya, sino que depende también de lo que ocurre a diario entre ella y su tía.

Entre las dos, ha comenzado una competición muy peligrosa. La tía se obstina en mostrar que no comprende que la sobrina actúa mal; y entonces esta continúa haciéndolo para obligarla a comprender y a dejar de fingir de manera tan insoportable. ¡Y quién sabe adónde llegará!

Pero, Dios mío, ¿cómo tiene que arreglárselas la señorita Trecke, si siempre se da el caso de que, donde ella supone que hay algo malo, allí —no, señores—, no lo hay; y al contrario parece luego que exista, algo grave, donde ella justamente no consigue entender que podía existir?

Será una desventura, pero es así.

Por ejemplo: ha creído que aquella «terrible» visita del marido tendría que causar quién sabe qué trastorno en el alma de la señora Lèuca, después de once años de separación, y en cambio, nada: plácida y fresca, la señora Lèuca habla del tema con las amigas como si nada hubiera pasado.

—Pero si no ha pasado nada —sonríe la señora Lèuca—. Ha estado aquí un cuarto de hora, con el abogado.

—¡Ah, menos mal, con el abogado! ¡He tenido tanto miedo, oh tanto miedo, de que viniera solo!

—No, ¿por qué?

—Mi sobrina me ha dicho que es muy violento. Precisamente Nella enseña en la escuela donde él cada mañana lleva a la mayor de sus… Dios mío, sí, no serán legítimas, pero creo, no sé, que se tienen que llamar hijas, ¿no? Aunque no lleven su nombre. ¿Nella, cómo has dicho que se llaman?

La sobrina, brusca:

—Smacca.

—Será el apellido de la madre —observa la señora Mielli, que parece llegar, cada vez, desde muy lejos a las pocas palabras que consigue pronunciar.

—Ya, tal vez —retoma la señorita Trecke—. Imagínense que una mañana, a esta hija, en presencia de mi sobrina, le dio una… ¿cómo se dice? Una bofetada, exacto, una bofetada… pero tan fuerte que la envió al suelo, pobrecita, y dice que con la uña, al dársela, la hirió en la mejilla; pero luego, viendo que se había hecho daño, dice que se puso a llorar. ¡Oh, habrá llorado aquí también, supongo!

Cuando también las otras dos amigas se vuelven a mirarla para saber si el marido ha llorado de verdad durante la visita, la señora Lèuca está obligada a decir que sí. Y enseguida la sobrina de la señorita Trecke se gira, como si, mientras hablaba apasionadamente con la señorita Marzorati, hubiera tenido los oídos pendientes del corro de las señoras y, de pronto, dirigiéndose a su tía:

—¡Nada malo, sabes! Para la señora Lèuca no hay nada malo en este llanto de su marido. Te lo advierto, para que no finjas conmoverte.

Dicho esto, vuelve a su conversación con la señorita Marzorati.

La señora Lèuca no puede ignorar que en aquellas palabras, en el tono con que han sido proferidas, hay una desdeñosa provocación hacia ella, con un objetivo que no consigue adivinar, si no es solo el de ofender, con la irrisión, su manera de comportarse. No dice nada. Mira a las dos amigas, que se han mirado entre ellas con una cara larga de helada maravilla, y con pena sonríe como para inducir a compadecer, por respeto hacia la pobre señorita Trecke que, como siempre, no ha entendido nada y se ha quedado, frente a la reacción de su sobrina, licuada en aquella sonrisa vana de su boca desdentada.

—Ahora no se nota tanto —le confía, mientras tanto, Nella Trecke al oído a la señorita Marzorati—, pero le aseguro que el marido de la señora Lèuca tiene que haber sido, en su momento, un gran tipo, muy chic.

La señora Marzorati demuestra estar sumamente nerviosa viendo que su hija se interesa tanto en lo que dice aquella diablesa. Y la señora Lèuca vuelve a sonreír con pena por aquella preocupación de madre.

La hija de la señora Marzorati es una joven rubicunda con gafas, ahogada por un gran busto, pero hinchado solo de cierta alarmada ingenuidad infantil que, de vez en cuando, atacada por extraños pensamientos secretos o impresiones súbitas, le incendia el rostro, le llena los ojos de lágrimas imprevistas, porque teme que la niña que es ya no la creerá. Pero tal vez ella misma duda, en su interior, de que a veces sea mala, porque pone en entredicho su sinceridad, por causa de aquellos relámpagos locos que en su niñería la hacen parecer distinta de quien se cree y de quien todos creen.

¡Dios, qué claro se le aparece todo esto a la señora Lèuca! Y es un sufrimiento, no una satisfacción para ella, que sus ojos vean tan claro, tan adentro, todo, con la más precisa conciencia de no engañarse. Y aquella señora Mielli, con su aire de no saber nunca lo que hace, como si hiciera o dijera todo tan lejos de sí misma, sin darse cuenta de nada, casi para poder decir si es necesario, si es tomada en falta: «¿Ah, sí? ¡Oh, mira! ¿Yo? ¿He hecho esto? ¿He dicho esto?».

Cuando, finalmente, las cinco amigas se van, la señora Lèuca se siente muy cansada y triste. Mira las sillas de la sala, movidas, donde ellas estaban sentadas hace poco. Aquellas sillas vacías, desplazadas de su lugar, parecen preguntar perdidas el porqué de aquel desorden; para qué han venido aquellas señoras; si en verdad necesitaban aquella visita. ¡Bah! Parece que sí, que exista esta necesidad de saber qué cosa les da la vida a los demás y cómo es para ellos, y qué se piensa o se dice sobre ella. Necesidad de vivir fuera, en esta curiosidad por la vida de los demás, o para llenar el vacío de la nuestra, distraernos de los fastidios, de las preocupaciones que nos da. Y pasar el tiempo así. ¿Ha ocurrido una desgracia? ¿Un caso extraño? ¿Cómo es? ¿Cómo se explica? Se corre a ver, a escuchar. Ah, ¿es así? ¡No, qué va! Así no puede ser. ¿Y entonces cómo? Cuando luego no ocurre nada, el aburrimiento, el peso de las preocupaciones habituales. Y la angustia de ver, como ahora la ve la señora Lèuca, la luz del día que muere lentamente a través de los cristales.

V

Se había pactado con el párroco y con el abogado que el señor Marco Lèuca no iría nunca solo a casa de su mujer, y que las visitas —breves— no tenían que ser más de dos al mes. En cambio, a pocos días de distancia de la primera, vino otra vez, y solo; con el aire de un perro que prevé ser recibido mal y que, esperando una patada, mira de reojo.

La señora Lèuca consigue disimular la turbación por la contrariedad que experimenta, y lo hace pasar y sentarse en el comedor.

Apenas sentado, él se cubre el rostro con las gruesas manos y se pone a llorar; pero sin ninguna teatralidad, esta vez.

La señora Lèuca lo mira y comprende que aquel llanto, para acabarse, espera que ella diga una palabra de piadosa exhortación.

¿Y luego?

No, no. Que haya vuelto, tan pronto y solo, y que ella no se haya negado a recibirlo, ya es demasiado. Animarlo con una buena palabra sería aceptar sin duda que las condiciones puedan, de ahora en adelante, no ser respetadas y habilitarlo a venir incluso cada día y a pedir quién sabe qué más.

No, no. Es necesario que él encuentre, cuando cese de llorar, el coraje de decir por qué ha vuelto. La razón. Una razón de peso, si la tiene.

¡Dios mío! ¡Dios mío! Después de dos horas de suplicio, la señora Lèuca se queda como aturdida, con todas las fibras del cuerpo crispadas.

Le ha dicho que ha venido porque quería confesarse. Y en vano ella le ha repetido varias veces, que era inútil, porque estaba al corriente, lo sabía todo a través del abogado Aricò. Ha querido hacerle la confesión.

Inmoralidades. Húmedas de ciertas lágrimas, tanto más asquerosas cuanto más sinceras. Y por cada una, mirándola con ojos atroces, añadía:

—¡Pero esto no lo sabes!

Y encontraba el coraje de exponer aquellas inmoralidades ante ella, allí, con el descaro más brutal. Convencido de que ella, casi resguardada por el horror que sentía, no podía ser tocada; y porque, al ponérselas así delante, gozaba, gozaba rebajándose cada vez más, para que ella lo aplastara; alcanzado, en aquel barro, por el pie de ella:

—Como María… tú… la serpiente…

La señora Lèuca está todavía asombrada por ciertas oscuras imágenes de vicios insospechados. Por la misma ofensa que sus ojos recibían de ellas, habían sido atraídos a fijar aquellas imágenes, precisas, en todo su asco. Y en las mejillas aún tiene las llamas de la vergüenza. Y otro asco, otro asco en los dedos, ahora que lo advierte: el asco de un billete de cien liras que, como borracha por toda aquella vergüenza, le ha dado al final, y que él ha cogido, casi a hurtadillas de sí mismo, arrancándolo rápido de la mano que —también así, casi a hurtadillas— se lo ofrecía.

Ahora se pregunta si no era este el verdadero propósito de la visita de él.

Tal vez no.

Ha sido ella quien le ha dado aquel dinero, para que se fuera, para apartarlo de su vista.

No quisiera tomar conciencia de ello, pero sin embargo tiene que reconocer que, al menos explícitamente, él no se lo ha pedido. Ha dicho, sí, para conmoverla, que todo lo que le ha quedado de su patrimonio lo ha vinculado a sus tres hijas y lo ha entregado a Aricò, que remite los intereses a aquella mujer para las necesidades de la casa; y que a él lo han dejado sin nada en los bolsillos, por la avaricia de aquella, al punto que no tiene ni para comprarse un puro, ni siquiera para pagar una taza de café, cuando le apetece y tomárselo de pie en un bar. Se ha enternecido hasta las lágrimas, hablando de estas privaciones; pero no le ha pedido nada; ni hubiera querido, después de aquella confesión que quería aparentar la intención de justificar (si no totalmente, al menos en parte) su bajeza, culpando a aquella mujer y acusándose a sí mismo solo por las debilidades de su propia naturaleza, así desgraciadamente propensa a ceder a todas las tentaciones de los sentidos; no hubiera podido, después de haberle rogado con las palmas de las manos juntas, suplicándole que comprendiera, incluso solo con su vista, aquella debilidad suya.

Ahora, haberle dado así, casi a escondidas, aquel dinero y tentando así aquella debilidad (que, al contrario, había pedido ser comprendida), para sacarse de encima —enseguida—, el espectáculo nauseabundo, ha sido verdaderamente una mala acción. La señora Lèuca así lo percibe. Y el envilecimiento que siente se vuelve más fuerte, cuanto más considera que tal vez él no ha sentido lo mismo al aceptar aquel dinero.

Al girarse hacia una de las ventanas, ve el sol tumbado sobre el vivo verde de las amplias tierras en venta, que se divisan desde el comedor, con una fila de cipreses en medio de unos pinos, supervivientes de una antigua villa patricia desaparecida. Y este azul de buen día ríe límpido y puro y le da mucha luz a toda la casa silenciosa.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gime de nuevo la señora Lèuca, cubriéndose el rostro con las manos—. El daño que se hace… el daño que se recibe…

Y así, con las manos sobre el rostro, vuelve a ver, como consecuencia de esta consideración, la imagen de un viejo y cándido pastor inglés que conoció en Ari, en Abruzzo, el verano en que fue allí de vacaciones, en aquella antigua pensión inglesa, que parecía un castillo en la cima de la colina. ¡Cuánto verde! ¡Cuánto sol! Y aquel tropel de niños que se reunía a su alrededor, cada vez que, desde el fondo de aquella callecita, se detenía a mirar los amplios valles.

—Marzietta di Lama…

Sí, Marzietta. Una de aquellas niñas se llamaba Marzietta. ¡Qué ojos! Perforaban. Y qué sonrisas bajo el brazo levantado para enseñarle un arañazo en la nariz.

¡Ah, poder ser madre! Eso tampoco. ¿Ni siquiera eso? Sería todo para ella, si hubiera podido ser madre.

Se mira las manos; vislumbra el anillo nupcial: siente la tentación de arrancárselo del dedo y tirarlo por la ventana.

Lo ha mantenido allí como signo de su estado.

Ahora ve en él la deshonra del hombre que se lo dio; todas las vergüenzas que él le ha confesado ahora mismo; y se retuerce las manos en el regazo.

Sin embargo, quizás, si también en ella la carne se hubiera convertido en dueña —atraída, arrastrada ciegamente por una curiosidad perversa y pérfidamente instigada hacia ciertos abismos de perdición ahora entrevistos—, quién sabe si también se hubiera precipitado.

La señora Lèuca mira a su alrededor. Los muebles del comedor, tan terso, se han alejado a la espera de que ella vuelva a sentir en ellos la vida desnuda y esquiva de antes; tan alejados en aquella espera que casi no los ve, ahora que su vida anterior es insidiada, trastornada, ofendida por la turbia violencia de aquel cuerpo de hombre que ha entrado allí para poner a prueba la consistencia de lo que ella, hasta ahora, había creído haber edificado con tanto orden y tanta pulcritud, en su interior y a su alrededor. Su conciencia, su casa.

Se había dejado exponer a este riesgo. Pero, ¿quién la ha aconsejado e inducido, hasta dónde quiere que llegue su caridad, bajando al contacto de tanta vergüenza escondida? Vergüenza por todos, y tal vez más por los que muestran ser inmunes a ella, porque consiguen escondérsela también a sí mismos mejor que a los demás, mejor que uno que la lleve escrita en el rostro, como aquel pobre monstruo.

¿Tiene que ser un castigo para ella? ¿Castigo de qué? ¿Creen que si él se fue de casa, once años atrás, cayendo en tanta bajeza, fue por culpa suya, porque no supo retenerlo?

No es verdad. Nunca le negó lo que, como marido, podía pretender. Y no solo por deber, no solo para no darle un pretexto fácil para alejarse. No. También a costa de una pena que más que cualquier otra le ha afligido el alma, en la obligación cruel, que siempre se ha impuesto, de la sinceridad más difícil: la que ofende y hiere el amor propio. Hoy aún se confiesa que no, no, su cuerpo no cedía entonces solo por aquel deber, sino que también se le concedía por sí mismo, incluso sabiendo bien que la excusa de aquel deber no podía valer frente a su conciencia que, inmediatamente después, se despertaba disgustada, porque ya hacía tiempo que no el amor, sino cualquier aprecio hacia aquel hombre había disminuido.

No lo alejó; él quiso alejarse, cuando lo que podía concederle dejó de bastarle.

Ahora, a quien le ha aconsejado aquella caridad (por compasión de la bestialidad que sufre y se mortifica, que se ha dejado arrastrar ciega hasta las últimas bajezas), acaso ella no tiene derecho de preguntar, indignada, si esta compasión —que le han presentado como una prueba difícil para su espíritu de caridad— no es demasiado fácil. Y si, al contrario, no sería más difícil otra compasión: la que se dirige hacia quien consigue librarse de toda bestialidad en la vida. La vida, que no es otra que esta, llena de miserias y fealdades que ofenden, cuando (como es habitual) no se quiere fingir que se ignoran, que no las hemos experimentado en nuestras propias carnes.

La señora Lèuca, que ha sabido afirmar y sustentar en sí, en su cuerpo —y contra su mismo cuerpo— esta liberación, quiere entonces, en nombre de la vida y de todas las miserias que comporta, tener el orgullo de ser compadecida ella también, pero de otra manera; sí, sí, compadecida, compadecida; no admirada. ¡Basta, finalmente, de esta admiración insulsa! No es de mármol, hasta el punto que la liberación no le haya costado nada.

Y por primera vez todo aquel orden, toda aquella pulcritud de su casa le provocan desgana, tedio, aversión.

Menea la cabeza; se pone de pie:

—¡Hipocresías!

VI

Marco Lèuca ha salido triunfante, borracho de satisfacción, de aquella visita a su mujer. Y ahora le parece que, entre los árboles y las casas, él se abra y se alargue, hinchando el pecho para respirar, el camino abierto de la calle. ¡Ah, Dios! Se ha liberado. Y aprieta, como para tener prueba de ello, entre los dedos de la mano hundida en el bolsillo de los pantalones, aquel billete raído de cien liras, doblado en cuatro. Se ha librado de las angustias que lo entristecen, donde lo habían sumergido el párroco y el abogado, empujándolo por la escalera de la redención a la casa de su mujer.

Ahora baja de ella liberado. Su mujer ha puesto una barrera, con aquellas cien liras: ella de un lado, él del otro. Que se quede allí. De aquí no se pasa, no tiene que pasar más: que siga ensuciándose allí, cuanto le parezca. ¡Ah, qué alivio! ¡Qué alegría! Y que no se arriesgue a presumir que ya no necesita caridad, ennobleciéndose.

Cien liras: ¡ve a beber! ¡Emborráchate!

Mira a su alrededor con un brillo de locura en los ojos y ríe con descaro.

¡Qué bien ha representado su papel! Cien liras, en compensación. Casi una lira por lágrima. Y qué gusto verla palidecer por ciertas descripciones, con los ojos enturbiados, pobrecita, y sin embargo firmes hasta el espasmo, detrás de aquellas gafas colocadas sobre la nariz. Eh, porque, sí, darán asco, pero cuando alguien encuentra la manera de hacer ver ciertas cosas que nadie ve, es inútil: atraen la curiosidad e, incluso si no despiertan deseo, al menos se quieren saber. Y también ocurre que la misma repugnancia, puesta a prueba, encogiéndose y secándose como carne al fuego, pida que tú la emborraches con ciertos alarmados porqués que te pregunta, para saber más precisamente, pero así, de lejos, sin tocar. Manos castas, pobrecitas, ¡qué escalofríos! No, vamos, tocad, tocad, arriesgad un toquecito para sentir que no hace daño; y luego os quedaréis, y os gustará.

Ríe, y más de una persona se vuelve a mirarlo. Aquellas jóvenes cerca de la fuente de Santa Agnese. Bonitas. Debiera ser lícito palparlas con la excusa de un sorbo de agua. ¡No! Él quiere tomar vino, y como un señor, en una taberna de lujo. Y además con ellas no hay gusto. El gusto es con las otras, con las de las grupas de yegua y ciertos abismos donde el placer te aferra, tanto que ya no puedes despegarte.16

Dice que a las niñas, lloren o no, hay que peinarlas así. Si no, con el polvo y la suciedad que se pega a la cabeza…

—¿Qué hacen?

—¿Qué hacen? ¡Lloran!

Y llorarían más, cada mañana, para liberarlas, a fuerza de peinarlas. ¡Si basta! Tantas veces hay que recurrir a la máquina. Y lindas, entonces, las tres con la cabecita rapada.

Las trenzas.

¡Pero al menos, Dios santo, que no las hiciera tan tupidas, duras, estiradas!

De tan estiradas que están, se retuercen detrás de la nuca de las tres pobres pequeñas, como dos colitas de cerdo, unidas por las puntas por un cordoncito.

Tan grasiento de aceite, con aquella raya en medio hasta la nuca, el pelo (¡la mayor, Sandrina, tiene tanto!) —sí, señores—, parece tan poquito. Dos colitas de cerdo.

Ahora él se gira para observar aquel pobre pelo tan apretado detrás de la espalda de Sandrina, mientras la lleva de la mano por los largos caminos de Villa Borghese, y siente la tentación de detenerse para deshacerle las trenzas.

Atraviesa la villa para ir más rápido. No ha querido coger el tranvía, para tener el tiempo de prevenir a su hija y hacerle las recomendaciones oportunas sobre la visita que ahora harán. Pero el camino es largo: de Via Flaminia, donde vive él, hasta cerca de Santa Agnese; y teme que, recorriéndolo todo a pie, la pequeña se canse demasiado.

Pero no se trata solo del pelo, ¡pobre Sandrina!, aquel vestidito, aquel sombrero, las braguitas que se descubren bajo la falda… Y como si supiera que no tiene ninguna gracia, arreglada de aquella manera, camina como una viejecita.

Pero hace tiempo que si él se rebela, porque quisiera ver a sus hijas arregladas con un poco de gracia, y por ejemplo intenta deshacer aquellas trencitas, la amenaza es:

—¡Cuidado que les doy besos!

Porque a aquella le ha salido, hace unos meses, en el labio inferior, como una bolita muy dura, un nudo que poco a poco se ha engrosado y puesto lívido, casi negro.

No será nada. No puede ser nada porque, apretándolo, ni siquiera le duele. Le han aconsejado que vaya al médico; pero ella dice que no quiere curarse. Desgraciadamente, tendría que curarse de algo muy diferente: de un cansancio en todo el cuerpo, y de aquel dolor de cabeza que no la abandona nunca, y también de una fiebre que le sube por la noche. Pero sabe bien de dónde provienen estos infortunios. Es culpa de la vida que está obligada a vivir.

De todas formas, por escrúpulo, ha dejado de besar a las niñas. Lo besa a él, por la noche, a propósito, riendo de rabia y sujetándole la cabeza con ambas manos para que no se mueva y para ponerle así, en los labios, aquellos besos, todos los que quiere; porque si es cierto que la enfermedad es la que las vecinas de casa le han dejado entrever, quiere pegársela allí, en el mismo lugar. (Bromea. Malvada, sí; pero bromea. Porque luego no se lo cree.)

Él tampoco lo cree, o mejor, no quisiera creerlo, porque no le parece posible que la muerte se presente así, en forma de aquella bolita sobre el labio, que ni pica ni duele, como si no existiera. No quiere creerlo, tampoco, porque sería una suerte demasiado grande. Por eso él también ríe, de rabia fría, recibiendo aquellos besos, que quisieran ser mordiscos venenosos. Pero el otro día se paró ante el espejo del saledizo de una tienda para mirarse largamente los labios, pasando un dedo por encima de ellos, lentamente, estirando, para asegurarse de que no advertía ninguna grieta. Y hace unos días que él tampoco besa a las niñas. Como mucho, sobre el pelo, a veces, a la más pequeña, a la que no se puede evitar besar por ciertas cositas tan lindas que hace o que dice.

Las otras dos, Sandrina y Lauretta, la mediana, están siempre como atontadas; siempre a la espera de un nuevo susto. Han sufrido muchos sustos, asistiendo a las peleas furibundas que ocurren en casa casi cada día, ante sus ojos; e incluso peor, cuando el padre y la madre se encierran en la habitación, de donde se oyen gritos, llantos, bofetadas, palizas, patadas, persecuciones, batacazos, ruido de objetos lanzados y rotos.

Ayer por la noche, otra pelea.

Y de hecho él lleva la mano derecha envuelta en un pañuelo, para esconder un feo rasguño; si no ha sido un mordisco. Y en el cuello tiene otro arañazo más largo aún.

—¿Estás cansada, Sandrina?

—No, papá.

—¿No quieres sentarte en aquel banco? Un poquito, para descansar.

—No, papá.

—Pues entonces, saliendo de la villa y bajando por Via Veneto, tomaremos el tranvía. Mientras, escucha. Te llevo a una casa muy bonita. ¿Quieres?

Sandrina levanta los ojos para mirarlo, debajo del sombrerito, con una sonrisa incierta. Ha notado que su padre le habla con una voz insólita: está contenta por ello, pero no sabe qué pensar. Dice, más con la cabeza que con la voz:

—Sí.

—A visitar a una señora que… que yo conozco —continúa él—. Pero tú…

Y se para; no sabe cómo proseguir. Sandrina, sin mostrarlo, presta atención, y espera que él siga hablando, pero como él no dice nada más, se arriesga a preguntar:

—¿Y cómo se llama?

—Es… es como una tía —le contesta él—. Pero tú, cuidado, en casa no tienes que decir nada, no solo a mamá, sino tampoco a Laura ni a Rosina; a nadie, a nadie. ¿Lo has entendido?

Se detiene de nuevo a mirarla. También Sandrina lo mira, pero baja los ojos enseguida.

—¿Lo has entendido? —le repite él, agachado, con voz de amenaza, sin dejar de mirarla. Sandrina entonces se apresura a contestar que sí, varias veces, con la cabeza.

—A nadie.

—A nadie…

—¿Sabes por qué no quiero que lo digas? —añade él, volviendo a caminar—. Porque tu mamá, con esta… con esta tía, está peleada. Sería un problema si se enterara que te he llevado a verla. ¿Has visto que pasó ayer? ¡Sería peor!

Y después de otra pausa: —¿Lo has entendido?

—Sí, papá.

—¡No le digas nada a nadie! ¡O tendremos problemas!

Sandrina, después de estas recomendaciones y estas amenazas, mirando el rostro oscuro de su padre, no siente ningún deseo de ir a la linda casa de aquella tía. Comprende que su padre no va para agradarla, sino porque él mismo quiere ir, arriesgándose a una pelea con su mamá (si esta se entera, pero ciertamente no por ella). Pero, ¿y si su mamá, a la vuelta, le pregunta dónde ha estado?

Apenas le surge este pensamiento, sugerido por el miedo, Sandrina se gira de nuevo hacia su padre.

—Papá…

—¿Qué quieres?

—¿Y qué le diré a mamá?

El padre le mueve violentamente la mano con la que la lleva, y todo el pequeño brazo con ella.

—¡Nada! ¡Nada, te lo he dicho! ¡No tienes que decirle nada!

—No, si me pregunta dónde he ido —le hace observar Sandrina, muy asombrada.

Entonces él se arrepiente de su violencia y enseguida se agacha para acariciar, conmovido, a su pequeña.

—¡Linda! ¡Mi niña! No te había entendido… Sí, luego te lo diré, luego te diré cómo tienes que contestarle, si te pregunta dónde has ido… ¡Venga, ahora! Enséñale a papá tu preciosa sonrisita. Una sonrisa linda, como la que me regalaste en el teatro de los pequeños, cuando te llevé…

La conmoción es más por él mismo, que por la niña, porque en aquel momento se siente bueno. Y el corazón se le llena de una alegría muy tierna al sorprender una sonrisa de complacencia en los labios de una señora que, pasando a su lado, lo ve encorvado, y atento a su hija. Espera un premio mayor de la boquita de Sandrina, pero esta, sí, le sonríe, o más bien intenta sonreírle solo para obedecer; y todo su pequeño rostro, frío y dolido, le dice a su padre que se contente con esta pequeña y pálida sonrisa que puede dedicarle. No puede darle más.

Sandrina no tiene diez años todavía; pero ya piensa que debe defenderse sola, empezando por su padre, por su madre y sus hermanitas.

En el rostro blanco (no muy hermoso porque ha sufrido), los ojos no son como tal vez los quiere la nariz que se levanta en medio de ellos, un poco audaz: están serios e inmóviles. Y la mirada no es siempre buena, cuando se fijan atentos, o cuando miran por un instante de través, casi a escondidas.

Él advierte esa hostilidad secreta de su hija, y levantándose para retomar el camino, se llena de rencor pensando que no puede esperar nada mejor de las hijas de una madre como aquella.

Así aquel día la señora Lèuca ve llegar a su casa al marido con su hija.

Está todavía afligido por su bondad inmerecida, irritado y turbado por la escasa alegría que su hija ha manifestado por aquella visita secreta; pero en su interior no está arrepentido.

No está arrepentido porque ha pensado mucho en que sería un gran bien para sus tres hijas si consiguiera ponerlas bajo la protección de su mujer. Si su mamá se muriera (pero no cree que ocurra); si incluso, un día u otro —quién sabe— él también faltara, su mujer, rica, podría ayudar a aquellas niñas, como ayuda a tantas otras de la beneficencia. Así, si no ha hecho bien en darles la vida y luego arruinarlas, al menos podrá decir haber hecho algo por su porvenir.

Mientras tanto, teme que este propósito interesado le aparezca claro a la señora Lèuca, que ya ha demostrado sospechar que sus visitas puedan tener otro fin, más allá de la necesidad de un consuelo moral. Y no está muy seguro de que ella no juzgue excesiva la osadía de llevarle a casa la prueba de sus vergonzosas culpas de marido.

Por eso se presenta un poco inseguro y expectante. Quiere parecer un mendigo a la puerta de la piedad de ella, mendiga también por su hija. Se reanima enseguida, notando en los ojos de su mujer el agrado inesperado, el placer de que haya venido acompañado; y entonces abre los brazos y, sin mostrarlo, suspira muy despacio con una sonrisa trémula en los labios.

De hecho, la señora Lèuca recibe con mucha ternura a aquella pequeñita, que la mira sorprendida, perdida. Y casi no le presta atención a él.

—¡Oh, mira! Ven, ven aquí… ¿Cómo te llamas? ¿Sandrina?… ¡Bien! Eres la mayor, ¿verdad? La mayor, bien… ¿Y vas a la escuela? ¡Oh, ya en cuarto!… Y entonces, ¿cuántos años tienes? ¡Ya, tantos! Nueve y medio… ¿Quieres quitarte el sombrerito? Pongámoslo aquí… Siéntate, siéntate aquí, a mi lado…

Se dirige hacia él, que de pie aún la observa con aquella actitud de espera, pero de nuevo con las lágrimas en los ojos, y le dice:

—Tal vez no sabe quién soy…

Pero Sandrina, con los ojos bajos, contesta:

—La tía.

—Ah, querida, sí, la tía —confirma enseguida la señora Lèuca, que no esperaba la respuesta por parte de ella, y se agacha para besarle una manita.

Porque sabe que si los niños hablan antes de que hayan cogido confianza a alguien es una señal de simpatía.

—¡La tía! ¡La tía!

Está acostumbrada a que muchas niñas la llamen así, «la tía», por sugerencia afectuosa de sus madres, que de tal manera quieren demostrarle su gratitud. Y experimenta cierto placer, porque él ha pensado en sugerirle el mismo apelativo a su hija, aunque seguramente por otra razón.

Y entonces, dado que es la tía, es necesario que la niña reciba enseguida su merienda de chocolate con leche y galletas, y rebanadas de pan con mantequilla y mermelada. Aquí, aquí, sentada en la mesa, y con la almohada debajo, así, alta, como una persona adulta. Y ahora, la servilleta al cuello:

—¿Está bien así?

Y ella le unta el pan con mantequilla y mermelada.

—¿Y luego, una cucharadita así, de esta mermelada, para comerla sola, sin pan, no la queremos? ¡Eh, me parece que sí!

Sandrina la mira y sonríe, feliz, pero como si todavía no creyera en la realidad de lo que le está ocurriendo, de lo que ve a su alrededor, tan hermoso y nuevo le parece.

Pero ahora que la ve sonreír, la señora Lèuca sufre más al verle encima aquel vestidito sin gracia, aquel pelo tan estirado… ¡Le tiene que doler, pobre pequeñita! Y cuando Sandrina termina su merienda, se la lleva a la habitación, para deshacerle aquellas trenzas y recogerle el pelo en una sola trenza, gruesa y suave, hasta la mitad, con un lindo lazo de raso al final; y luego le arregla los mechones que tiene en la frente, haciendo que caigan naturalmente, para que le den más gracia al rostro que se ha coloreado por la alegría. ¡Y qué brillo, qué brillo han asumido sus ojos!

Ahora Sandrina parece otra. Ella misma, mirándose en el espejo, entre las cosas hermosas que la rodean en aquella habitación, y que se reflejan quietas y luminosas en el mismo espejo, casi no se reconoce.

Al principio la señora Lèuca no sabe entender por qué el padre, cuando se la presenta tan bien arreglada, ahora, y reanimada, en lugar de admirarla y complacerse, casi se disgusta y se turba.

¿Será posible que en su corazón, a la vista de la nueva gracia que su hija ha adquirido, se hayan despertado de pronto los mismos sentimientos que la han turbado a ella, mientras reanimaba tan amorosamente a aquella niña que no es suya?

La señora Lèuca no quisiera que él creyera que los cuidados que le ha dedicado a la pequeñita signifiquen pena de que aquella hija no haya podido ser suya. Cuidándola, saboreando la alegría de aquellos cuidados, no ha querido decirle nada a él, absolutamente nada; ni siquiera ha recordado que estaba esperando en la sala.

Pero, poco después de que él se haya ido, la señora Lèuca, que se ha asomado a la ventana, no para verlo en la calle con su hija, sino para ver a esta con su hermoso moño; al ver que no salían del portón y después de haber esperado un buen rato, espiando por curiosidad, en silencio, desde la puerta qué estaban haciendo en la escalera, se explica el porqué de aquella turbación y, aliviada, no puede hacer menos que sonreír.

Lo divisa, sentado en la mitad de la tercera escalera, sobre un escalón, mientras le trenza de nuevo el pelo en la nuca a su hija, en las dos colitas de antes. Se ha quitado de la mano el pañuelo que la envolvía; y la señora Lèuca, desde lo alto, distingue en aquella mano el rojo del rasguño; y el otro arañazo, más tremendo, en la nuca.

Lo entiende todo. Se arrepiente de lo que ha hecho sin pensar que le procuraría un problema tan grave a él. Se acuerda de pronto de los dos cordoncitos grasientos que ataban las trenzas de la niña y que se han quedado debajo del espejo. ¿Cómo hará para atar aquellas trenzas, si consigue terminarlas con sus gruesas manos inadecuadas? Y los dos cordoncitos tendrán que ser aquellos, si quiere llevar de vuelta a casa a su hija tal y como ha salido, para que ella no sepa nada de la visita, aquella mujer que así lo araña.

La señora Lèuca ve necesaria su intervención para remediar el daño cometido. Corre a buscar los dos cordoncitos a la habitación, y baja deprisa, decidida, las escaleras, diciéndole a él, mientras baja:

—Espera, espera… ¡Deja que lo haga yo! Perdona, si no lo he pensado… Tienes razón… Tienes razón…

Y, cuando él se levanta para cederle el sitio, avergonzado por haber sido sorprendido en aquel aprieto, se sienta en el escalón y, rápidamente, vuelve a hacer las trenzas a la niña. Al agacharse para besarla, se siente agarrar secretamente una mano y, antes de que tenga tiempo de retirarla, advierte con repugnancia el contacto de los bigotes y de los labios de él.

La señora Lèuca, que ha subido de nuevo al comedor, se frota aquella mano durante un largo rato.

Pasan veinte días, pasa un mes, la señora Lèuca no vuelve a ver a su marido.

Ha esperado que él le llevara a casa, como había prometido, a las dos hijas menores, para que las conociera. Pero tal vez la madre habrá sabido de aquella visita, habrá montado una escena y le habrá impedido que llevara a las otras dos.

Supone que él se avergüenza, quizás, de venir solo, después de aquella promesa; supone que pueda haber enfermado, o que pueda haber enfermado una de sus hijas, o también aquella mujer; supone que él se haya quedado demasiado envilecido aquella última vez, sorprendido por la escalera, sentado con las trencitas de aquella pobre pequeñita en las manos. (La señora Lèuca sonríe piadosamente.) O tal vez se haya dado cuenta de la repugnancia con que ella retiró violentamente la mano…

La señora Lèuca hace muchas suposiciones. Las amigas del patronato de beneficencia, que vienen a visitarla aquellos días, observan, así, sin que lo parezca, que quizás hace demasiadas. Pero si, como consideran, para ella es una pena recibir al marido en casa, incluso por una breve visita de vez en cuando, tendría que estar contenta porque estas visitas, que en verdad se habían vuelto muy frecuentes (y, según parece, tampoco breves), ahora ya no se produzcan.

Finalmente, la señora Lèuca también se da cuenta de que hace demasiadas suposiciones; y debe reconocer que siente una viva curiosidad por saber por qué él no ha vuelto; pero sin albergar la mínima duda sobre la naturaleza de aquel interés. Quisiera saberlo por él, no por ella, es decir: por si le ha pasado algo malo, no porque para ella sea malo que ya no vaya a visitarla.

Ni malo ni bueno. Todo para ella es como lejano. Incluso las cosas más cercanas. Basta que por un instante las perciba vivas en su interior, y enseguida se convierten en lejanas. Esta curiosidad de ahora… Como si un día, muchos años atrás, la hubiera ya experimentado… Puede aceptar acoger cualquier sufrimiento, incluso retorcerse en un espasmo, y no perder nunca esta facultad de no sentirse tocar, verdaderamente, donde su espíritu es inmune a lo que la vida puede dar en sufrimientos y espasmos.

Uno de aquellos días, en lugar del marido, llega el abogadito Aricò, junto con el viejo párroco de Santa Agnese.

No hay duda de que algo tiene que haber ocurrido.

¿Qué será?

¡Bah! No saben decir si es una suerte o una desgracia. Ha muerto la mujer. Aquella mujer.

—¿Muerta?

Sí. De repente, en tres días, a causa de una neumonía. Pero incluso si no hubiera enfermado de pronto, hubiera muerto igualmente en breve, según había dicho el médico que había ido a curarla, tras diagnosticarle un cáncer en la boca varios meses atrás.

Frente a esta noticia, la señora Lèuca se ensombrece. Le pregunta al párroco y al abogado si, cuando le propusieron que le concediera al marido el consuelo de aquellas visitas, sabían de esta enfermedad que amenazaba a su mujer.

Los dos protestan enseguida, diciendo que no; el párroco, jurando ante Dios; el abogado Aricò, como si no fuera suficiente, también con su palabra de honor.

—¿Y él? —preguntó entonces la señora Lèuca.

—¿Qué quiere decir?

—¡Si él lo sabía!

—Ah, mire… sí —está obligado a confesar el abogado, removiéndose en la silla—. Dice que sí… tenía una sospecha, él… vaga, dice.

El viejo párroco mira a la señora Lèuca con el ceño fruncido, y luego pregunta:

—¿Supone que él ha actuado así en previsión de esta muerte? ¡No lo creo!

—¡Oh, señor párroco —explota la señora Lèuca—, por caridad, no me diga eso! ¡Si supiera cómo me envilece! No necesito, créame, que a un niño sucio le laven antes la cara para ser caritativa con él. ¡Perdóneme! Usted me tiene en poca consideración, señor párroco.

—No… no… —el viejo párroco intenta protestar sonriente, no obstante sonrojarse un poco.

—¡Sí, perdone! —continúa la señora Lèuca—. Poco aprecio.

El viejo párroco, viéndola tan insólitamente acalorada, se pone serio.

—Intentemos no pecar de soberbia, querida señora.

—¿Yo?

—Usted, sí. Porque hay muchas maneras, verá, de pecar de soberbia. Por ejemplo si usted, con una sospecha parecida, envileciera demasiado el objeto de su caridad, creyendo que así se vuelve más merecedora ante Dios, o más bien ante su conciencia, que ya por eso mismo empezaría a ser, créame, algo diferente.

—¿Mi conciencia?

—Sí, señora.

—¿Algo diferente de Dios?

—Sí, señora. ¡Se lo advierto! Hace mucho, hace mucho que lo noto en usted, con sumo desagrado. Digo, esta voluntad de buscar demasiado las razones… con inquietud excesiva… Cuídese de ello.

La señora Lèuca, arrepentida por su reacción, baja dolorosamente la cabeza, y se lleva las manos al rostro.

—Sí, es cierto —susurra—. Soy así… soy así…

En este punto el abogadito Aricò, para quien cualquier conversación que no llegue al meollo de la cuestión es un seto de espinas, visto que discutir demasiado —según lo que acaba de decir ahora mismo el señor párroco— equivale a alejarse de Dios, intenta intervenir con un:

—Entonces, señora mía…

—No, espere, abogado —le dice enseguida la señora Lèuca, con turbación en el rostro—. Estará mal, ciertamente, señor párroco, lo que usted me reprocha; y yo se lo agradezco. Pero no es por soberbia, ¡créame! Al contrario…

—Envilecer el objeto de la propia caridad…

—¡No: a mí misma, a mí misma, señor párroco! ¡Más bien me gusta envilecerme a mí misma, si he tenido algún mal pensamiento! Y creo que es mejor, de todas maneras, que la ayuda le llegue de una mujer que, en este caso, ha sido más mala que él, si es cierto que él no ha tenido aquel pensamiento. Quizás no sé expresarme claramente. Antes quería decirle que, incluso si él se me había acercado de nuevo previendo la próxima muerte de aquella mujer, yo, sabiéndolo, no me hubiera negado a hacer por sus niñas y por él todo lo que estuviera a mi alcance… Espere, espere: ¡déjeme hablar! No crea que actuaría así para que mi caridad tuviera mayor mérito, a costa del envilecimiento de él. ¡Al contrario! Porque me habría parecido más natural, más humano y también más piadoso proceder así. Sin ninguna apariencia de… de sublimidad, de falsa nobleza de intenciones… Pero así… porque… porque somos así… ¡Y si él no ha sido así, mejor para él! Quería decirle esto.

—Entonces... —intenta decir de nuevo el abogadito Aricò, viendo que también el señor párroco, satisfecho por la explicación, volviendo a sonreír, aprueba y aprueba.

Pero desgraciadamente no tiene suerte. ¡Bendita mujer, esta señora Lèuca! ¡Muy noble pero es un tormento para alguien, como él, que tiene tantas cosas que hacer! Ahora se vuelve para decirle de nuevo:

—¡No, espere, se lo ruego, abogado!

¿Qué más tiene que decir? Ahora quiere quitarse del todo el mérito de la caridad. ¡Ah, Dios santo! Aquel señor párroco, a quién se le ocurre, acusarla de soberbia… Escuchemos, escuchemos. Dice que no sería caridad, sino un placer para ella recibir en su casa y cuidar, educar a aquellas tres niñas, hacerles de madre. ¡Muy bien! Entonces: basta. Si será un placer para ella… es más de lo que él y el señor párroco se esperaban con su visita. Agradecer e irse: le parece que no queda nada más que hacer.

No, señores. Eh, no, señores. Despacio. El tormento.

La señora Lèuca quiere saber qué precio piensan que tiene que pagar por esto —que será un placer—: hacer de madre a aquellas tres pequeñitas.

El abogado Aricò desorbita los ojos mirando al señor párroco, y se irrita notando que este parece comprender el sentido recóndito de la pregunta de la señora Lèuca y que se encuentra ante un caso de conciencia que no se había asomado a su mente, viniendo a proponerle a la señora que acogiera en su casa a las tres huérfanas, como la mayor de las concesiones que podía hacer.

También está él, su marido, con las tres pequeñas. Viendo que lo acoge en su casa, volviendo a convivir con ella, bajo el mismo techo…

—¡Ah, ya! ¡Ah, ya! —exclama Aricò, rascándose la nuca con un dedo—. ¡Hablaré yo con él, señora, no lo dude! ¡También el señor párroco! No podrá pretender de usted algo semejante, absolutamente imposible.

—¿Y entonces? —le pregunta la señora Lèuca, para detenerlo enseguida.

—¿Entonces, qué?

—Abogado, usted podrá hablar con él cuanto quiera, pero no conseguirá cambiarlo. ¡Sabemos cómo es, Dios mío, y tenemos que aceptarlo así! Les prometerá, les jurará a usted y al señor párroco... Luego… luego llegará seguramente el momento en que no tenga en cuenta sus promesas. Pues bien, digo yo, considerada mi imposibilidad absoluta… ¡Hablo por mí, cuidado, no por él!

—¿Cómo, por usted?

—Por mi responsabilidad, abogado. Porque debo prever desde ahora lo que seguramente ocurrirá, sabiendo, como sé, a quien vuelvo a acoger en mi casa. ¡Verá que me dejará las niñas aquí y se irá, aduciendo que será culpa mía, porque yo misma le habré abierto la puerta, con mis propias manos, para empujarlo de vuelta a su vida de antes!

—¡En absoluto, señora!

—No niegue, tan precipitadamente. Verá que ocurrirá como le estoy diciendo.

—¡Eh, entonces, peor para él, con perdón! Usted ya hace demasiado, acogiendo en su casa a aquellas niñas. Si él quiere continuar haciendo el… (perdóneme, a punto he estado de decirlo), ¡el responsable será su marido, no usted!

Pero la señora Lèuca, ahora, ha dejado de mirar al abogado Aricò, para observar al viejo párroco, que permanece en silencio.

Y de aquel silencio la señora Lèuca obtiene la certeza de que el viejo párroco ya no piensa que con su voluntad de buscar demasiado las razones y con su excesiva inquietud, la conciencia de ella se aleje de Dios.

Quiere decir que Dios la inspirará; y que por el momento —este momento que para ella ya es tan lejano—, la conclusión habrá que remitirla a la vida. A la vida, como siempre ha sido y como siempre será.

Adiós silencio de espejo, orden, quietud, pulcritud.

La casa de la señora Lèuca ahora está toda patas arriba, para recibir más huéspedes de los que debería; cuatro nuevos huéspedes, para quienes habrá que encontrar sitio, alterando, disponiendo las habitaciones de otra manera, eliminando la sala, el vestidor, amontonando y también desplazando al sótano varios muebles (que tal vez serán vendidos) para colocar en lugar de ellos las tres camas y otros muebles que se comprarán para las dos habitaciones (incluida la de la sirvienta) que se convertirán en cinco.

La señora Lèuca cederá la suya, que es la más grande, a las tres niñas, y ella dormirá en la habitación contigua, donde antes estaba la sala, renunciando al gran armario con tres espejos, para el cual no habría sitio. El marido tendrá que acostumbrarse a dormir en el vestidor que, después de la de las niñas, es la habitación más amplia, aunque un poco oscura.

La señora Lèuca no siente pena alguna por la renuncia a todas sus comodidades ni por el sacrificio de tantos objetos queridos. Al contrario, se siente alegre en el desorden de las habitaciones, las cuales, desde que —ordenadas— daban la impresión de tanta soledad, ahora —tan desordenadas, y solo por el propio desorden— ya parecen llenas de vida.

El nuevo aspecto que empiezan a asumir poco a poco, arregladas como mejor se puede, no le parece bonito. Pero igualmente le procura un extraño placer, porque en la nueva disposición, según las necesidades del espacio, de los objetos viejos y de los nuevos que van llegando, ve la imagen de la nueva vida de la casa, mientras se concreta y adquiere consistencia. Aquellos objetos, ahora dispuestos así, empiezan a representar esa imagen, casi extrayéndola de la incertidumbre con que se agita en el interior de la señora Lèuca, para que vea la casa tal como será —esto aquí, esto allí—, aunque no se dispongan como tal vez quisiera ella, pues son colocados como buenamente se puede.

¡Paciencia!

Ahora, mientras tanto, puede imaginar cómo hará, cómo se moverá por las habitaciones, que le parecen nuevas por las nuevas tareas que allí se realizarán.

Y nuevo, todo nuevo, ha querido que todo sea nuevo al menos para la habitación de las niñas; lo ha elegido ella, medias jornadas de una tienda a la otra: las tres camas blancas, de hierro esmaltado (las hubiera querido de madera, pero, ¡si hubiera sido una!, tres eran demasiado caras); también blancos, barnizados, ha querido el armario con espejos, las dos cómodas, las sillas y los dos escritorios, para las dos mayores que ya van a la escuela (tal vez no haya sido prudente comprarlos también blancos: hay peligro de que pronto los manchen de tinta; pero la señora Lèuca se propone enseñarles a hacerlo todo bien y vigilarlas siempre, a ambas, mientras hagan los deberes, no para que no manchen los escritorios, sino para que hagan bien sus deberes); y luego las alfombras a los pies de las camas: rosas; rosa también la cortina de la ventana, y rosas las mantas de las camas. Así, blanca y rosa, toda la habitación.

Aquel antipático viejo grillo de Aricò dice: demasiados gastos, que se hubieran podido evitar trasladando desde la casa del marido al menos aquellos muebles —camas, sillas, escritorios— que aún podían servir para el padre y las hijas. ¡No, en absoluto! ¡Nada, aquí, ni un clavo de aquella casa!

Eh… ¿Y si solo la señora Lèuca sintiera esta repugnancia? ¿Y si, en cambio, a su marido y a las niñas les agradara ver a su alrededor algún objeto de la casa antigua?

Esta reflexión no se la sugiere Aricò; sale de ella, que siempre reflexiona mucho. Y entonces, sin más, va a visitar aquella casa al principio de via Flaminia, acompañada por Aricò.

—¿Cómo? ¿Ahora que los gastos ya han sido realizados?

—Si hay algo que quieren conservar…

Las vecinas, conocidas y amigas de la muerta salen a las puertas o corren a asomarse a las ventanas, cuando la señora Lèuca baja del carruaje ante el viejo portón arruinado, alta y recta, elegantemente vestida, con el velo sobre el rostro; y qué comentarios, apenas, entrando en el atrio, gira a la derecha por la escalera que conduce a una terraza o más bien a una especie de balcón corrido, donde se encuentran las dos puertas vidrieras de las habitaciones.

—Oh, con el pelo blanco, ¿has visto?

—¡Sí, pero es joven! ¿Cuántos años tendrá? ¡Cuarenta, como máximo!

—Vaya, es una señora fina…

—¡Para aquel animal!

—¡Sin embargo, viene a llevárselo de vuelta!

—Bueno, es señal de que aún le sirve.

—Por mi parte, qué puedo decir, una mujer con gafas…

Será porque viene de fuera; será porque el día está oscuro, la señora Lèuca no consigue distinguir nada, apenas entra en la primera habitación a través del balcón. Siente que el corazón se le encoge, pensando que su marido se ha reducido a vivir en una casa como aquella; y la angustia y la repugnancia crecen juntas, apenas sus ojos empiezan a distinguir la miseria, el desorden, la suciedad… Todavía se advierte que la muerte ha pasado por allí hace muy poco, por el hedor de medicamentos y flores marchitas que permanece en el aire.

Pero, ¿dónde está él?

Sandrina, que ha venido a abrir en camisón, con los delgados bracitos desnudos, despeinada, contesta, aún deslumbrada por la visión inesperada de la hermosa «tía» de la casa rica y brillante, que su papá está al otro lado, en la cama, y que también está la modista.

—Ah, bien —dice la señora Lèuca, levantándose el velo en la frente y agachándose para besar a la niña—. La modista, ¿has dicho? Vamos, vamos, Sandrina. ¿Estás contenta, querida, de que haya venido la tía? Sí, ¿es verdad? ¡Pobre y querida pequeña mía! Sí, sí, ahora está la tía… Será mejor que hable con esta modista. ¿Os toma las medidas?

—No, ya lo ha hecho todo…

—¿Cómo? ¿Ya?

Y la señora Lèuca, con Sandrina de la mano, se encamina hacia la otra habitación, al fondo; pero aparece el marido, que ha saltado de la cama, impresentable, con la camisa abierta sobre el pecho peludo y una vieja chaqueta negra, que claramente se ha puesto ahora mismo, apresuradamente.

—¿Tú, aquí? ¿Usted también, abogado? Sí, está la modista. Para… para los vestiditos de luto… Ven, ven…

Tiene el corazón acongojado; la voz acongojada; y muestra una gran prisa, tal vez para esconder la turbación y la conmoción; tal vez para no darle a su mujer el tiempo de observar la miseria de la casa, el desorden de su vergonzosa intimidad.

Pero antes que aquellos pobres vestiditos de luto (que seguramente darán pena, preparados así, en tan pocos días), ella quiere ver, conocer a las otras dos niñas.

¡Oh, mira, mira la pequeña, qué amor! En camisón, con las piernecitas desnudas, que levanta el bracito y se acaricia todos sus hermosos rizos negros encrespados en la nuca. ¡Dios, qué ojos! ¿Es arisca?

—¿Rosetta? ¿Se llama Rosetta? ¡Qué amor!

Sandrina la corrige:

—No, Rosina.

¿Rosina? ¡Sería mejor Rosetta, tan pequeñita! En verdad, ni Rosina ni Rosetta, porque es tan morena y con aquellos grandes ojos oscuros y también, Dios mío, punzantes; y aquella boquita, un botoncito de fuego; y aquella naricita que casi no se ve…

—¿Cinco años? Ah, aún no los ha cumplido… Y entonces no, vamos, nada de vestidito negro tampoco para ella… Blanco, con una faja de seda negra en medio…

Se encargará ella, en casa.

—¿Y esta es Lauretta?

La pregunta, por mucho que quisiera ser cariñosa, le sale fría de los labios; porque es como si ya hubiera visto a Lauretta en Sandrina; no es idéntica, claro; pero tiene el mismo aire afligido, los mismos ojos firmes y serios, el rostro pálido más bien alargado y el pelo liso.

No es posible no percibir enseguida que las dos hermanitas mayores no tienen nada, nada en absoluto, en común con la más pequeña, que ha nacido muchos años después. Porque Lauretta ya tiene ocho años y tres meses; quiere decir un año y unos meses menos que Sandrina, la mayor.

La señora Lèuca rechaza una sospecha que le surge espontánea, sabiendo desgraciadamente qué mujer era la madre y qué peleas se encendían entre los dos por los celos. La rechaza, porque aquella mujer ahora ha muerto, y también porque sabe que él privilegia a la pequeñita, la antepone a las otras dos.

Es más, para disimular que ha sospechado, se pone a conversar con la modista sobre aquellos vestiditos tan mal cortados y mal cosidos; luego con el marido, sobre el propósito de su visita. Pero no hay nada que llevarse de aquella casa: él está de acuerdo: son todas cosas para vender o repartir entre la gente del vecindario. Se podría conservar solamente la ropa, suya y de las niñas, que esté en mejor estado.

Acercándose a una cómoda, para cerciorarse de que no conviene dejar también la ropa de las niñas (ciertamente ni fina ni graciosa como la que tendrán de ahora en adelante), la señora Lèuca sorprende en su marido un acto, reprimido enseguida, como si quisiera detenerla. No tarda en comprender el porqué. Sobre la cómoda hay un retrato de la muerta, en un vulgar marco de cobre. Entonces finge no verlo; y le dice que habrá tiempo para elegir las prendas que quieran conservar, y que el resto, si acaso, pensará ella el mejor modo de donarlo a la beneficencia.

Le pregunta a Sandrina si, mientras tanto, quiere ir a casa con ella aquella misma noche.

Sandrina contesta que sí, enseguida, aplaudiendo. Pero Lauretta dice que ella también quiere ir. ¿Y entonces por qué no la pequeñita también? Las tres con ella, desde esta noche: la habitación está lista.

Eh, pero la pequeñita, no. La pequeñita no se despega de su padre. Sin su padre, no va. Y es mejor que él se quede, unos días más, para liquidar su triste pasado.

Así aquella noche la señora Lèuca vuelve a casa con las dos niñas vestidas de negro.

—Esta es vuestra habitación, ¿os gusta?

Sandrina y Lauretta, de lo admiradas que están, no consiguen ni siquiera contestar que sí.

—Aquí dormirás tú —le dice a Sandrina—. Y Lauretta allí. Rosina en medio, entre vosotras dos, en esta cama más pequeña.

Luego les enseña los escritorios, donde estudiarán, y asigna el suyo a cada una.

—Con el cajón, sí. También el otro lo tiene: son iguales. Y también hay otro cajón más pequeño, aquí, en la ménsula.

Con respecto a los vestiditos, es necesario que ahora se queden con los que llevan, luego tendrán otros nuevos y más bonitos, para salir; otros para quedarse en casa y los delantales: todo en orden.

Mientras tanto, las lava bien, las peina; les enseña toda la casa; donde dormirá el papá; donde duerme ella. Y finalmente hace que se sienten a la mesa con ella, para la cena.

¡Poco a poco habrá que enseñarles tantas cosas, tantas, a aquellas pobres pequeñinas! Aquella primera noche, mejor dejarlas actuar a su manera. Están como encantadas. No saben coger el vaso, no saben utilizar los cubiertos comprados especialmente para ellas. Aprenderán, poco a poco. Y la señora Lèuca también aprenderá a actuar de manera que la indulgencia, sugerida por la piedad, no sea excesiva ni dañina.

Terminada la cena, se quedan un poco más con ella. Quisiera saber tantas cosas; pero no le concede ni una pregunta a su curiosidad. Solo intenta que hable Lauretta, que siempre mira a Sandrina, quien, por haber ya estado con ella una vez, quiere mostrarle a la hermanita que ya tiene cierta confianza. Pero Lauretta, ante cualquier exhortación, se gira hacia Sandrina, convencida de que, aquella noche, no le corresponde contestar.

Será mañana.

Cuando las mete en la cama, se entera de que ni siquiera suelen persignarse antes de dormir. Les explica, lo mejor que puede, por qué hay que hacerlo, y las persuade a repetir con ella una breve oración. Así consigue también, después de una larga insistencia, poder escuchar la voz de Lauretta, que no ha querido hablar hasta entonces.

Apaga la luz, y las deja solas en la habitación. Pero, poco después, escuchando desde la puerta, para asegurarse de que se han dormido, las oye discutir violentamente en voz baja y entiende que Lauretta ha bajado de su cama y ha ido a la de Sandrina, que la rechaza. ¡Dios mío, pelean como dos gatitas! Está claro que se tiran de los pelos y que se dan patadas. ¿Cómo actuar? ¿Abrir? ¿Sorprenderlas? Quizás sea mejor no hacerlo. Porque, si hablan en voz tan baja para que ella no las entienda, quiere decir que tienen cierta discreción. Pero estaría bien conocer el porqué de aquella pelea. ¿Tal vez Lauretta tiene miedo de dormir sola? ¿O acaso no se ha quedado contenta con alguna respuesta que Sandrina ha tenido que dar por su cuenta?

Ahora se han calmado. Lauretta vuelve de puntillas a su cama. Pero Sandrina llora debajo de las mantas.

La señora Lèuca, aquella noche, se queda pensando hasta tarde, y se pregunta qué tienen aquellas dos niñas que no poseen las otras que ha ayudado hasta ahora y a quienes, de ahora en adelante, ya no podrá ayudar.

Seguramente casi todas las demás necesitaban más su ayuda: y ella no solo nunca gastaría tanto, y con tanta atención, para hospedarlas; ni siquiera se había planteado acoger en su casa a alguna de ellas, modestamente, ni siquiera con el objeto de recibir algún beneficio por ello.

¿Ha acogido a estas niñas porque son hijas de su marido? (Quién sabe, una, tal vez, ni siquiera lo sea… ). No… no por él. Las ha acogido por ella misma, para llenar su vida, incluso con los fastidios y los dolores que le darán. Y no solo ellas, sin duda…

¡A esto la ha llevado el consejo de la caridad difícil! A ser caritativa consigo misma, para perjuicio de tantas pequeñitas desamparadas, de las cuales ahora no podrá ocuparse.

¡Pero no, eso no, no tiene que ser así!

Si ya no es posible considerar a las otras niñas que ha protegido hasta ahora como a las dos que ahora duermen en la habitación —ya suyas—, le causaría demasiado remordimiento no hacer nada más por ellas, al menos por algunas… ¡Aquella enfermita de Via Reggio, Dios mío! Y aquella huérfana, Elodina, de Via Alessandria, imposible dejar de ayudarlas, abandonarlas a su miseria, tan negra, mientras estas están aquí, entre tanto blanco y tanto rosa de camas y muebles barnizados y alfombritas y mantas, y el placer que ella ya siente imaginando lo que les comprará, la ropa fina, los zapatitos elegantes, y la atención que pondrá para que estén bien vestidas y con gracia.

No, no. ¡Sería demasiado! ¡Sería demasiado! ¿Y por qué, además? ¿Quiénes son ellas, en fin?

¿Podrá realmente complacerse de que todos, mañana, alaben su generosidad por haber acogido en casa —venciendo el rencor y el disgusto por la repugnante ofensa de su amor propio de esposa que no pudo ser madre— a aquellas tres hijas que su marido tuvo de otra mujer? ¿De una mujer como aquella? No. Porque no lo ha hecho por generosidad, y sentiría desdén si la alabaran; es más, solo pensar que tal alabanza puede ser dirigida hacia su persona aumenta el remordimiento por lo que ha hecho.

En este caso, beneficiándose de su presunta generosidad, las tres niñas hospedadas vendrían a disfrutar descaradamente el premio de la vergüenza de su madre, de la culpa de su padre, «generosamente» perdonadas por ella. Mientras ella, la señora Lèuca, no ha perdonado nada, por el simple hecho de que no ha sufrido por la culpa de su marido más de lo que haya sufrido por otro mal, también por el que no le han hecho directamente: el mal que todos hacen, inevitablemente, queriendo vivir; el mal que ella misma le está haciendo ahora a tantas pobres niñas por haber querido acoger en sí —más viva que la de ellas— la vida de estas tres, igualmente extrañas y seguramente no más desgraciadas.

Y ahora habrá que descontar este mal.

En el silencio, de pronto (tiene que ser muy tarde) oye vivo el tictac lento y cadencioso del reloj de péndulo. El vacío de su silencio anterior. Y de nuevo, quizás más angustiosamente que nunca, ve cada vano pensamiento suyo divagar desconsolado, cada obra, cada imagen de vida, desconsoladas.

Lejos, en la sombra, se le enmarca en la mente el retrato de la muerta, con el brillo del vulgar marco de cobre, sobre la cómoda… Y todas aquellas vecinas que han salido a verla cuando ha bajado del carruaje…

¿Qué hará él, en este momento, solo, con la pequeñina, en aquella casa horrible?

Quién sabe por qué, se lo imagina de pie frente a la cómoda, con ella en brazos, mirando el retrato de aquella muerta, que ella no ha podido ver.

La culpa es por haber subido hasta la cumbre de una montaña tan alta. Y no por el orgullo de subir… ¿Qué orgullo? También puede haber sido una condena, o el destino.

Y ahora este hielo y este silencio de la cumbre. Y ver todo pequeño y lejano; y así, por fuerza, velado, teñido de la exiliada tristeza de una niebla que, de cerca, en el fondo, no existe, y que de lejos y desde lo alto se ve, porque la misma altura, la lejanía misma la conforman.

Tres días después llega el marido con la pequeñina agarrada a su cuello, como una gatita salvaje y asustada, que no quiere ser arrancada.

Enfadado por esta actitud de la niña, que le ha impedido subir, una en cada mano, las dos viejas y pesadas maletas (donde ha recogido todo lo que, según él, podía entrar sin demasiada vergüenza en la casa de su mujer, desde su casa ahora destruida), acoge sin alegría alguna las expresiones de afecto y de alegría de Sandrina y de Lauretta, y no tiene ojos para ver cómo en tres días han casi renacido.

Las dos pequeñas, que esperaban la sorpresa de su padre por su actitud y su pulcritud, tan bien peinadas, con aquellos delantales nuevos, negros, con los bordes de encaje blanco en los puños y en el cuello y el cinturón en medio, y las medias finas y los zapatitos nuevos, se quedan decepcionadas, mortificadas.

El padre no blasfema de milagro, ahogado por los bracitos de aquella fea Rosina, que le aprietan el cuello. Finalmente, visto que no consigue, por mucho que haga o diga, que ceda el apretón, enfurecido la arranca de su cuello y (¡se lo merece!) casi la tira sobre una silla, gritándole:

—¡Aquí, callada, o te doy una bofetada!

Pero la niña, frenética, se revuelca por el suelo, gritando, moviendo las piernas, escondiéndose el rostro con los bracitos, tirándose del pelo; mientras él se acerca a la ventana, exasperado y enojado:

—¡No puedo más! ¡No puedo más!

Se gira hacia su mujer, y añade:

—¡Hace diez días que se agarra a mí, así, hasta ahogarme!

Y viendo que la niña corre hacia él, gateando, como un animalito aullante:

—¿La ves? ¿La ves?

Y levanta la pierna a la cual la niña se ha aferrado.

Sandrina y Lauretta se ríen.

—¡Ay, nada de risa! —las pone en guardia, seria, la señora Lèuca—. Vergüenza: mientras la hermanita llora… Id, mejor, id a buscar los juguetes que compramos ayer…

Mientras tanto el padre se ha agachado para cogerla en brazos:

—¿Oyes? ¿Oyes? Los juguetes…

Una vez en brazos de su padre, la niña, todavía temblando, deja de llorar; pero cuando Sandrina y Lauretta vuelven de la habitación con los juguetes, oyendo el sonido que Lauretta produce con los dos platillos de lata de un payaso rojo que abre y cierra los brazos, vuelve a hundir el rostro bajo el mentón de su padre, para no ver, para no escuchar, y vuelve a agitarse, a punto de llorar de nuevo.

Entonces la señora Lèuca tiene la impresión de que aquella niña tan abrazada a su padre representa una condena que le ha dejado en herencia aquella mujer: no poderse despegar, no poder respirar fuera de todo lo que ella, en vida, representó a su vez para él: miseria, embrutecimiento, opresión.

Y prevé que ella no podrá hacer nada por aquella criaturita, tal vez nunca; porque tiene el pelo, todo aquel pelo rizado, demasiado negro y untado e impregnado fieramente del vicio de donde ha nacido; y los ojos demasiado oscuros y punzantes; y la sangre que la ha amasado es demasiado salvaje.

Ni siquiera intenta acercarse para alejarla de su padre y persuadirla de jugar con sus hermanitas, segura como está de que, no solo no lo conseguiría, sino que además sería peor.

Lleva al padre a ver la habitación que le ha asignado, con la actitud de disculparse porque, siendo así la casa, no ha podido alojarlo mejor; pero se da cuenta enseguida de que no es justo que asuma aquella actitud, y de hecho le provoca un efecto extraño que él le conteste, con el ceño fruncido:

—No, no, ¿qué dices?

Ceñudo, casi sin querer, porque ha visto la cama, que es individual; mientras hasta ahora ha dormido en una cama de matrimonio. Y añade, señalando a la pequeñita que lleva siempre al cuello:

—Por esta cataplasma.

—Hay una cama para ella, en la otra habitación —se apresura a contestarle la señora Lèuca—. Entre sus hermanitas. Ven, te enseño.

Él se queda admirado ante la hermosa habitación blanca y rosa, con las tres camas; admirado y conmovido; pero también dolido; porque se avergüenza de decirlo, pero desde que aquella ha muerto, la pequeña se ha quedado con él también de noche, en la cama grande, en el lugar de su madre; y quizás no sea posible convencerla de que duerma sola, ahora, en aquella cama.

—Pues bien, esta noche veremos —le contesta la señora Lèuca—. Si conseguimos ponerla aquí, en la cama, estarás a su lado, hasta que se duerma. ¡Si no, paciencia! Desplazaremos la cama y dormirá en tu habitación.

Se da cuenta, al decirlo, de que Sandrina y Lauretta se alegrarían mucho por ello, no tanto porque se quedarían solas, dueñas de la hermosa habitación, como porque, desde que están en su casa y han asumido aquel aire de niñas ordenadas y bien educadas, quieren demostrar que entienden cómo hay que actuar en una casa señorial, tan diferente de la otra, donde han nacido y crecido, y temen que no sea posible con aquella hermanita, que en cambio demuestra querer quedarse, con tanta tenacidad, pegada a su vida anterior. Casi no les gusta ni siquiera ver a su padre allí, ahora, en la bonita casa, donde ellas, durante tres días, han estado tan bien, solas, respirando su nueva vida, en compañía de la «tía».

En verdad, parece que tampoco el padre, con aquel aire huidizo y sombrío, podrá adaptarse a vivir aquí, y que siempre permanecerá extraño, retenido por aquellos bracitos que no quieren despegarse de su cuello. Casi no se atreve a mirar; no sabe qué decir; confuso, incómodo, repite con voz de congoja:

—Es demasiado… demasiado…

Luego pide permiso para irse a su habitación a deshacer las maletas y ordenar su ropa, como si de pronto le hubiera surgido el temor de que otro las estuviera deshaciendo en su lugar.

—Tía —pregunta entonces Lauretta—, ¿por qué nosotras tenemos que ir de negro por mamá, y papá no?

La señora Lèuca, que no ha hecho caso del color del traje de su marido, se queda mirando a la niña y, en ese momento, no sabe qué contestarle; no porque le resulte difícil encontrar una razón cualquiera, sino porque piensa que tal vez él no se ha vestido de negro por atención hacia ella, para no ponerle ante los ojos el luto por aquella otra mujer.

Se entristece por ello y se inquieta. Él tiene que haber llorado a aquella mujer. La señora Lèuca conserva bien impresas en la mente las cosas horribles que le confesó aquel día, y comprende que si él pudo odiar a aquella mujer mientras estaba viva, por la esclavitud de los sentidos en que lo mantenía, ahora ciertamente en su interior sufrirá por haberse librado de ella, y quién sabe a qué precio quisiera tenerla de vuelta y cuánto la habrá añorado hasta ahora y por cuánto tiempo seguirá echándola de menos.

Excepto que…

La señora Lèuca interrumpe la suposición, que desde hace varios días la turba y la agita.

Está segura, segurísima, de que ocurrirá lo que desgraciadamente ha previsto, conversando con el viejo párroco y con el abogado Aricò, estableciendo las condiciones para el regreso a casa de su marido. No ocurrirá hoy, no ocurrirá mañana, pero apenas él haya vencido aquella primera incomodidad y readquirido un poco de confianza, ocurrirá, por supuesto.

La turbación y la agitación se vuelven tanto más vivas cuanto más nota ella en él maneras, actitudes, expresiones que, en cambio, tendrían que calmarla y tranquilizarla: aquel envilecimiento, aquella remisión, la paciencia y el afecto hacia sus hijas, de los cuales, al menos hasta tal punto, no lo consideraría capaz; tantas cosas, en fin, que le aconsejan una discreción peculiar por su condición de huésped, y que le despiertan una piedad más intensa del sentimiento al que ya, casi por deber, se sentía dispuesta.

Durante la cena, ¡qué impresión!, verle levantar en cierto momento, hablando del abogado, una de las cejas, pero contrayéndola hacia la nariz, en una encrespadura de voluntad inteligente, como solía hacer antaño, discutiendo con ella en los primeros años del matrimonio: reconocer en el rostro cambiado, alterado de manera vulgar por los vicios, aquella antigua señal de inteligencia, que le gustaba.

¡Y qué impresión también observar en él los rasgos del antiguo señor, en la mesa!

Embarazo, solo si lo miraba (bajaba los ojos de inmediato, o los dirigía hacia otro lugar, turbios). Pero ningún embarazo en la manera de comportarse, de servirse; aunque para las dos hijas mayores aquella actitud tenía que ser nueva, porque miraban al padre como si no lo reconocieran. Pero ella reconocía aquella actitud que era, para su sorpresa, la de antaño, aún como natural en él y perfectamente espontánea.

El vino…

¡Dios mío, qué pena! Verse obligada, cada vez, a alejar los ojos que se le clavaban en la botella, sin que quisiera. Sin embargo, la botella permanecía casi intacta… Aquellos ojos malditos volvían vano el esfuerzo de disimular que ella sabía, por el abogado Aricò, el vicio de él: emborracharse casi cada noche.

Claro, él tenía que sufrir bebiendo tan poco, casi nada; pero no lo demostraba.

Es verdad que aquella era la primera vez que se sentaba a la mesa con ella, después de tantos años. Quién sabe si con el tiempo —mañana en el desayuno, mañana en la cena— conseguiría refrenarse así…

Y después de cenar, su boca afeada, casi negra bajo los bigotes entrecanos, ¡qué linda sonrisa, de ternura paternal, había sabido encontrar al mostrarle a la niña, que se había dormido en sus rodillas! Y le había preguntado despacio, en voz baja, si no sería mejor intentar desvestirla lentamente, para ponerla en su cama, en la habitación donde las hermanitas mayores ya habían ido a dormir.

Sí, claro. Y ella se había inclinado sobre su pecho, casi hasta tocarlo con el hombro, casi hasta ponerle la cabeza bajo la boca, tanto que su pelo había advertido la respiración de él; y luego, necesariamente, había tenido que tocarlo varias veces, mientras desvestía a la niña, que estaba en sus rodillas; pero el acto le había procurado menos impresión que el pensamiento de poder hacerlo. ¡Y qué irritación, en su interior, mientras tanto, por sus manos, que podían dar a ver y a entender que no se sentía del todo calmada y segura!

Finalmente, una vez acostada la niña en la cama con todas las precauciones, y tras haber salido ambos de la habitación de puntillas, había llegado el momento más peligroso: el de verse solos, de nuevo juntos, por un momento, antes de ir a dormir, en el silencio y en la intimidad de la casa.

Pues bien, no había pasado nada.

Apenas cerrada la puerta de la habitación de las niñas, él había suspirado de alivio, y en voz baja, sonriendo, le había dicho que podía estar seguro de estar en paz hasta la mañana, porque la niña no se despertaba nunca durante la noche; luego, humilde pero tranquilamente, le había deseado las buenas noches y se había retirado a su habitación.

Hace una hora que, en la cama, la señora Lèuca vuelve con la mente a todas estas impresiones; siente un despecho áspero contra sí misma, por aquella turbación que ha sentido, y que le parece tanto más indigna cuanto más la compara con la humildad, el envilecimiento y la mortificación de él; de él que ni siquiera se ha atrevido a mirarla y que ciertamente, ciertamente tampoco sueña, por ahora, con poder intentar acercarse a ella más de lo que ella misma le pueda permitir.

¿Qué esperaba, Dios mío? ¡Y ha cerrado la puerta con llave, en cuanto ha entrado! Casi bajaría de la cama para abrir aquella cerradura, tanto le molesta haberse protegido así desde la primera noche.

Lo ha notado el señor párroco, después del último encuentro de las damas del patronato en la casa parroquial, hablando del tema con el señor Cesarino, que también dice haberlo notado; lo han notado igualmente las amigas, señora Mielli y señora Marzorati y, parece casi imposible, también la buena señorita Trecke. Algo que… sí, desagrada.

El celo de la señora Lèuca se ha enfriado un poco. Hace alrededor de dos meses que no viene a las reuniones del patronato; no solo eso, también se ha saltado la santa misa algunos domingos, ¡más de uno! Y cierto enfriamiento hacia las amigas es evidente, como si sospechara también en ellas cierta responsabilidad por las condiciones no demasiado alegres en las que se ha dejado meter con aquellas tres niñas en casa, y aquel hombre que —por mucho que digan que es muy respetuoso con ella— tiene que pesarle como granito en el pecho.

No hay duda de que aquellas tres niñas le dan mucho trabajo; pero si es verdad (y tiene que ser verdad) que no sabían ni persignarse la primera noche que las recibió en su casa, ahora no tendría que olvidarse de llevarlas a misa regularmente, todos los domingos, y ahora también a la novena, en preparación de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María Santísima, que cae el día ocho.

Además la señora Mielli nota que su amiga, antes tan cuidada en su aspecto exterior, en la ropa, en el peinado, ahora está realmente descuidada, mal peinada (por no decir despeinada), como si no tuviera tiempo ni ganas de mirarse al espejo. Francamente, ella tiene la responsabilidad de cuatro niños (no tres) y de todos los cuidados y atenciones hacia ellos, hacia su marido, hacia la casa, pero quiere tiempo para peinarse adecuadamente y vestirse bien y con comodidad, ¡y queriendo, vamos, el tiempo se encuentra, se encuentra! Está claro que la señora Lèuca tiene que acostumbrarse a combatir con los hijos. ¡Eh, qué feliz vida la que llevaba antes! Pero el mérito se alcanza solo cuando se superan las dificultades; no cuando todo es sencillo y fácil, ¿no es cierto?

Lástima, la pobre señora Lèuca ha perdido a la sirvienta que llevaba tantos años con ella. ¡Natural! Hubiera tenido que contratar a otra para que la ayudara, considerando a tiempo que una sola no podía bastar, con tres niñas y con un hombre en casa.

—¡Pero la había contratado! ¡La había contratado! —dice la señorita Trecke—. Parece que tuvo que despedirla de pronto, porque el marido… no sé…

—¿Cómo, cómo? ¿El marido? —pregunta la señora Marzorati, alargando la cara.

La señorita Trecke abre la boca en su acostumbrada sonrisa. No entiende bien de qué haya podido darse cuenta la señora Lèuca, y su sobrina se rio mucho, pero mucho, cuando le habló de aquel despido.

—¡Rio como una loca, quién sabe por qué!

—¡Ya! —exclama la señora Mielli con los ojos lejanos—. Es cierto que aquel hombre, ahora…

—¡Dios mío! —observa indignada la señora Marzorati—. Si la señora Lèuca (y tiene razón, pobrecita: ¡en su lugar, me tiraría por una ventana!)… digo, usted me entiende, señora Mielli. ¡Pero fuera de casa!

En este punto, feliz como si hubiera estado en el cielo con los angelitos mientras las dos señoras han intercambiado aquellas pocas palabras entre muchas señales de entendimiento, la señorita Trecke dice, sonriendo, que, sí, cada noche el señor Lèuca sale de casa.

—De hecho —añade— viene a mi casa.

La señora Marzorati se vuelve a mirarla, sorprendida y con el ceño fruncido:

—¿A su casa? ¿Y cómo? ¿A hacer qué?

Y la señorita Trecke contesta:

—A ver a mi sobrina.

Para ella no puede haber nada malo en estas visitas del señor Lèuca a su sobrina, visto que el señor Lèuca se ha reconciliado con la señora Lèuca y que el señor párroco ha favorecido tanto esa reconciliación.

—¿Qué reconciliación? ¡Qué reconciliación! —casi le grita la señora Marzorati—. Diga, ¿al menos sabe de qué hablan?

La señorita Trecke baja, con astucia asesina, los párpados cartilaginosos de mona sobre los ojos inocentes y rápidamente, siempre sonriendo a su manera, asiente varias veces con la cabeza:

—Hablan de Ecuador —dice—. De la República de Ecuador.

Incluso la señora Mielli, siempre tan lejos de todo, desorbita los ojos:

—¿De la República de Ecuador?

—Sí —explica la señorita Trecke—. Porque una expedición de grandes industriales ha salido hacia Ecuador. Queda todo por hacer, en la República de Ecuador. Puentes, calles, vías de tren, iluminación, escuelas… Y mi sobrina conoce a uno que es parte de la expedición. Dice que habrá una nueva, en breve, más numerosa, de obreros, de campesinos, de ingenieros y también de abogados y de maestros. Y mi sobrina dice que ella también quiere ir, a la República de Ecuador. Hablan de eso.

La señorita Trecke pone una cara tan estúpida dando esta noticia, que la señora Marzorati y la señora Mielli, para no arañársela por la irritación que les provoca, prefieren aguantar la curiosidad y hablar de otros temas.

Todo se ha acabado.

La señora Lèuca no se entristece por lo que ha ocurrido, ni por quien le ha procurado e infligido tal suplicio. Sufre por ella y por lo que ha pasado en su interior, contra cualquier expectativa; cuando creía que el mal le llegaría de fuera, de los demás, de un momento a otro.

Precisamente porque le ha faltado este mal, previsto y temido y esperado de un momento a otro, ella ha sufrido el suplicio.

Está segura de poder todavía afirmar ante sí misma, no obstante el desdén que llena su miserable carne, que si una de aquellas noches el marido, en el silencio de la casa, la hubiera agarrado, no hubiera cedido, lo hubiera rechazado, oponiéndose también al halago de su conciencia, que intentaba inducirla a considerar que, rechazándolo, le daría el pretexto para recaer en su horrible vida anterior. Todavía, firmemente, sostiene que no, no se hubiera dejado vencer ni siquiera por la previsión cierta de este remordimiento.

Sí, pero la señora Lèuca está igualmente segura de que, si eso hubiera ocurrido, el suplicio sería menos cruel del que ha sufrido porque no ha llegado a producirse.

Porque poco a poco el horror del cuerpo de su marido, en todas las imágenes indelebles que se le habían despertado durante la confesión de sus actos inmorales, se había convertido en el horror de su mismo cuerpo, que cada noche, ante el espejo, apenas se encerraba en la habitación (¡sin cerrar con llave!) le preguntaba si realmente era tan poco deseable, para que un hombre como aquel (que hasta hace poco se había conformado con una mujer vulgar) no lo mirara ni siquiera de pasada.

La señora Lèuca era aún hermosa, y lo sabía por los ojos de tantos hombres que a menudo por la calle se lo recordaban, cuando menos pensaba en ello. El pelo que tan pronto se había vuelto nieve, antes de que cumpliera los treinta años, hacía resaltar la frescura de la carne y le confería a su sonrisa una gracia ambigua, como de una mentira inocua, cuando, señalándolo con el dedo, decía:

—Ya soy vieja…

Y su cuello se elevaba aún ágil y sin arrugas desde el torso sinuoso, y… Dios, qué miseria aquel íntimo examen de su cuerpo para afirmar que sí, sí, todavía era bella, todavía era deseable; y que por eso podía seguramente prever, hablando con el párroco y con Aricò, que su marido la pondría pronto en apuros y haría que ella lo echara de su casa.

Y entonces, por este horror de su cuerpo, que crecía día tras día, cuanto más crecía la certeza de la total indiferencia por parte de su marido (siempre, por otro lado, humilde y mortificado con ella), ¡rechazaba cualquier intención de mirarse en el espejo! No se había mirado ni por la mañana para peinarse; sin querer reconocer, de todas formas, que lo hacía por eso, representando la comedia consigo misma, diciéndose que tenía que arreglarse el pelo, así con prisa, porque no tenía tiempo, con las dos niñas que tenía que cuidar cada mañana para que no llegaran tarde a la escuela.

¡Y cuando había descubierto, en la habitación de él, en el cajón de la mesita de noche, abierta por casualidad, el retrato de aquella mujer, sin el marco de cobre! ¡Con qué ojos sedientos lo había observado! ¡Y qué desilusión! Aquella mujer era procaz, sí, pero fea, con ojos de loca, y muy vulgar… ¡Y ella que se la había imaginado hermosa! Pero era natural, vamos, que a él le gustaran mujeres de tal género.

Pero, aquí está la alegre señorita Nella, la sobrina de la señorita Trecke, que no puede decirse que sea vulgar, en el aspecto; sin embargo está claro que a su marido le gusta. Enseña ahora en la escuela primaria de Via Novara, donde van Sandrina y Lauretta. Sandrina fue alumna suya, hace dos años, en la otra escuela de Porta del Popolo, a la que, apenas nombrada maestra, había sido asignada. ¡Qué coincidencia! Ahora vuelve a encontrarse con su alumna, el primer día de clase, y quiere acompañarla a casa, cuando terminan las clases, junto con el padre, cogiéndola ambos de la mano: el padre de un lado y ella del otro.

La señora Lèuca —ahora que todo se ha acabado— no quiere ni siquiera sufrir por esta pérfida mujer, que siempre, por instintiva aversión, ha percibido como enemiga.

El marido, por lo que siempre ha sido y que bien sabía que era, por supuesto no tenía necesidad de ser seducido. Sin embargo, aquella ha gozado seduciéndolo ahí, ante sus ojos, en casa, casi cada día, con la excusa de Sandrina, su antigua alumna, y de Lauretta, su nueva alumna. Venía a seducirlo ante sus ojos, segurísima de que una señora como ella no se daría cuenta de ello y de que, si acaso se daba cuenta, vamos, sentiría un poco de desdén, como máximo, hacia aquel pobre hombre a quien había acogido con sus hijas por compasión.

Y la señora Lèuca, al principio, casi había aceptado el reto, que estaba claro en las miradas y en las sonrisas de aquella; y había fingido no darse cuenta de nada, para no tener que reconocer que su indignación era provocada por los oscuros, secretos y emergentes celos, por tanta desvergüenza. Y cuando finalmente no había podido contener más esta indignación y le había dejado entender a aquella desvergonzada que dejara de venir a su casa, se había impedido asumir conciencia del delito que dejaba cumplir, sin advertir a la estúpida señorita Trecke y también al señor párroco; para no tener que reconocer que los celos la empujaban a aquel acto.

¡Y ahora el escándalo!

El señor párroco y las damas del patronato se enfadan con la señorita Trecke, con la pobre y estúpida señorita Trecke, que les ha permitido a aquellos dos verse cada noche en su casa, permitiéndoles organizar su fuga a la República de Ecuador.

La señorita Trecke llora, llora desconsoladamente, no tanto por la desgracia que le ha tocado, como por su irremediable ignorancia del mal, que le procura tantos y tantos reproches, todos muy merecidos, por parte del señor párroco y de todas las amigas del patronato, pero que desgraciadamente no valdrán para infundir un poco de saludable malicia a sus pobres e infantiles ojos inocentes, que estarán de ahora en adelante (por el abandono de aquella sobrina ingrata) siempre muy rojos de llanto.

Y finalmente, además, también la señora Lèuca se ve acusada, por haber hecho las cosas a medias, siempre —se entiende— por su defecto de no saber vencer aquella exigencia natural, que tantas veces le ha impedido el ejercicio completo de la caridad, precisamente de cierta caridad difícil, que también esta vez ella había ido a buscar.

Dios santo, visto que se había humillado aceptando a su marido en casa, podía esforzarse en vencer el disgusto y reconciliarse y convertirse de nuevo en su mujer, en todos los sentidos. ¡Son cruces, se sabe! Y el mérito consiste justamente en resignarse a llevarlas.

Pero la señora Lèuca deja que hablen y que crean que se ha ido por ella. No le importan las palabras, como tampoco le importan los hechos. La llaga está en el alma. Que aquellas palabras sean como gotas de limón sobre esta llaga no es nada malo, porque ahora, cuanto más le queme, mejor.

Y ha recibido con una sonrisa de complacencia las felicitaciones que, en privado, ha querido ofrecerle el abogado Aricò; sí, por haberse librado, después de todo (diga lo que diga el señor párroco), de aquel inmundo animal que ocupaba su casa.

¿Ella no había dicho que lo único malo era el regreso de él, porque por lo demás, que vinieran las niñas, era solo un placer?

Pues bien: él se ha ido (y además, no porque ella lo haya echado) y le han quedado las niñas.

—¡Mejor así!

Eh, ya, mejor así…

¿La señora Lèuca puede confiarle al abogadito Aricò que, de pronto, apenas ha sabido de la fuga de su marido, desaparecido como por arte de magia el placer, ha sentido en sus brazos el peso de aquellas tres niñas ajenas, que enseguida se han vuelto muy extrañas para ella, para la casa?

La señora Lèuca no quiere confiárselo ni siquiera a sí misma, y se muestra más atenta y más cariñosa que nunca con las tres huérfanas abandonadas, para que no se den cuenta del cambio de su ánimo, sobre todo las dos mayores. Y no porque tema que Sandrina y Lauretta sean más capaces de percatarse de ello que la pequeña, sino porque la señora Lèuca siente que por la pequeñina, no, por aquel copo de carne salvaje, sí, su ánimo también ha cambiado, o más bien, empieza a cambiar, pero en sentido opuesto, y ve la razón de aquel cambio, por mucho que no quiera aceptarlo conscientemente.

—¿Me quieres?

¡Cí!

Rosina le dice aquel «cí» arrodillada sobre sus piernas, extendiendo las manos hacia su cuello para aferrarlo, y arrugando su punto de naricita y aquel botoncito de boca.

—¡No, Dios, así eres fea!

—¡Tú fea!

¡A precio de cuántos arañazos y patadas, y también de escupitajos en la cara, ha logrado, no conseguir sus gracias, sino obtener al menos que se deje coger en brazos y cuidar!

Las otras dos se quedan mirando, un poco celosas. Creen no merecer que, ante ellas, la «tía» muestre querer tanto a Rosina, que es mala, mientras ellas siempre han sido tan buenas.

Solamente Sandrina, evidentemente también por su hermana menor, ha preguntado:

—¿Y papá?

Tienen que haber entendido algo, así, más o menos, por las palabras del párroco durante su visita, alterado, para anunciar la fuga, o por el llanto de la señorita Trecke al día siguiente, protestando que quería ser perdonada por la culpa de su sobrina, o en la escuela.

Pero se han tranquilizado con la respuesta que les ha dado:

—Papá se ha ido de viaje. Volverá…

¿Volverá? La señora Lèuca está segura de que no. Pero, por otro lado, ¿si un día u otro volviera, acaso a ella le importaría?

Todo se ha acabado.

La señora Lèuca permanece con aquel espíritu suyo, siempre tan dolorosamente atento a sí mismo y a todo lo demás, bajo la cándida máscara de su serenidad, desgarrada interiormente por una prueba que nadie ha sospechado; con estas tres niñas ajenas, que tiene que cuidar y criar; y con esta pena, con esta pena que no pasa, no solo por ella, que tal vez sufra menos que tantos otros, sino por todas las cosas y todas las criaturas de la Tierra, como ella las ve en la infinita angustia de su sentimiento, que es de amor y de piedad; esta pena, esta pena que no pasa, incluso si una alegría la consuela de vez en cuando, incluso si un poco de paz regala alivio y reposo: pena de vivir así…

16 Aquí termina la reescritura del cuento que Pirandello empezó en el año 1936 y que no pudo completar antes de su muerte. Las siguientes secciones reproducen las correspondientes de la versión original de 1920.