LAS TRES
Ballarò subió a grandes zancadas desde el jardín, haciendo aspavientos con las mangas en lugar de las manos, perdido en aquel traje demasiado grande que su dueño ya no utilizaba.
—¡María Santísima! ¡María Santísima!
La gente se detenía por la calle.
—Ballarò, ¿qué ha pasado?
Ni siquiera se giraba; apartaba a todos los que intentaban interponerse en su camino y corría hacia el palacio del barón, repitiendo casi a cada paso:
—¡María Santísima! ¡María Santísima!
Finalmente, aquella carrera en subida y la enormidad de la noticia que le traía a la señora baronesa lo aturdieron tanto que, en cuanto entró en el palacio, se mareó y cayó de nalgas al suelo, entre atónito y perdido. Apenas encontró el aliento necesario para decir:
—El señor barón… corra… se ha desmayado… en el jardín…
Ante la noticia, la baronesa, doña Vittoria Vivona, al principio se quedó pasmada. Con la boca abierta, los ojos desorbitados, se llevó despacio las gruesas manos hacia el pelo y se puso a rascarse la cabeza. De pronto, se incorporó (cuan alta era), con un grito tal que por poco no temblaron los muros del antiguo palacio de la baronía. Inmediatamente después empezó a agitar furiosamente aquellas manos ante su boca, como si quisiera dispersar y alejar el grito; luego las extendió indicando que cerraran todas las puertas, y con voz ahogada, dijo:
—¡Por caridad, por caridad, que no lo oiga Nicolina! ¡Está dando de mamar al niño! El chal… ¡denme mi chal!
Y se le estremecieron el gran vientre y los pechos enormes mientras se llevaba de nuevo las manos al pelo áspero y cobrizo:
—¿Ballarò, ha muerto? ¡Oh, Madre Santa! ¡Oh, san Francisquito de Paula, mi santo protector, haz que no muera!
Al decir esto, estuvo a punto de sacarse del pecho la medalla del santo; al no conseguir desabrocharlo con los dedos que le temblaban, arrancó el corpiño; sacó la medalla y se puso a besarla, a besarla, entre los sollozos que la asaltaban y las lágrimas que le brotaban de los ojos bovinos, cayendo sobre el rostro amarillento, manchado de gruesas pecas; no cesó hasta que llegaron las sirvientas, una de las cuales le cubrió los hombros con el chal.
Seguida por estas y precedida por Ballarò, con las muchas faldas subidas hasta media pierna, se tambaleó, gorda como era, por la escalera del palacio; y durante un rato, olvidándose de volver a bajar aquellas faldas, atravesó las calles de la ciudad con las feas pantorrillas descubiertas, las medias celestes de grueso algodón y los zapatos con las gomas elásticas desgastadas, el corpiño abierto y los pechos bailantes a la vista de todos; mientras, apretando en el puño la medalla, seguía gimiendo con su voz masculina:
—¡San Francisquito de Paula, santo padrino, mi protector, cien cirios para tu iglesia! ¡Hazme esta gracia: que no se muera!
Ballarò, batidor, aliviado ahora del peso de la noticia, sonreía, tonto como era, por la satisfacción de ser uno de la casa en una coyuntura como aquella, que atraía la curiosidad de la gente. A todos les contestaba:
—Un desmayo, un desmayo, no es nada. Un pequeño desmayo del señor barón. ¿Dónde? En el jardín de Filomena.
—¿En el jardín de Filomena?
Y todos se situaban detrás de la baronesa, sin sorprenderse de que ella fuera a ver a su marido al jardín de aquella Filomena, que durante muchos años había sido —notoriamente— la «mujer» del barón, en cuya casa él —ahora como viejo amigo— solía pasar cada día dos o tres horas por la tarde, amante de las flores, del huerto, de los melocotoneros y de los granados de aquella porción de tierra que le había regalado a su antigua amante.
Unos diez años antes, este barón, don Francesco di Paola Vivona, había subido a un burgo montano, a pocos kilómetros de la ciudad, con la escolta a caballo de todos sus nobles parientes.
Rey de aquel burgo era un antiguo capataz, que había tenido la suerte de encontrar en las alturas de una tierra estéril, áspera y con una superficie esquistosa, una de las azufreras más ricas de Sicilia, prontamente cedida, bajo condiciones óptimas, a un contratista belga, que había venido a la isla en busca de una buena inversión de capital por cuenta de una sociedad industrial de su país.
Así, sin siquiera un quebradero de cabeza, aquel capataz había acumulado, en unos veinte años, una riqueza excesiva, cuya cuantía él mismo nunca había sabido con precisión, pues había decidido vivir en el campo como un campesino, entre sus animales, con aros de oro en los lóbulos y vestido con ropa de paño, como antiguamente. Solamente se había hecho construir una casa grande y bonita, al lado de la antigua masía; y se movía por aquella casa incómodo y desorientado, por la noche, cuando, después del trabajo en el campo, se encontraba con su única hija y a su vieja hermana, más palurdas que él y tan ignorantes y despreocupadas acerca de su fortuna que todavía vendían los huevos de las innumerables gallinas, fuera de la cancilla, a las mujeres que luego iban, con las canastas llenas, a revenderlos en la ciudad.
Su hija Vittoria —o Bittò, como el padre la llamaba—, pelirroja, gigantesca como su madre (que había muerto al darla a luz), hasta los treinta años nunca había cuidado su aspecto, completamente dedicada, como su padre, a los trabajos del campo, al caserío, a la venta de las cosechas amontonadas en los amplios almacenes polvorientos (cuyas llaves llevaba en la cintura), quemada por el sol y sudada, siempre con una brizna de paja entre el pelo encrespado.
Don Francesco di Paola Vivona la había sacado de aquella condición para llevarla a la ciudad, como baronesa.
Gran señor arruinado y hombre guapísimo, había utilizado los últimos restos de su fortuna para comprarse una magnífica cola de pavo real: el prestigio, quiero decir, de una apariencia pomposa, por el cual todos lo admiraban y lo respetaban y, periódicamente, se le otorgaba el honor de representar a la ciudadanía, que varias veces lo había elegido alcalde.
Doña Bittò se había quedado deslumbrada desde el primer momento. Había entendido enseguida por qué la había pedido en matrimonio y, en lugar de ofenderse, había considerado más que justo que una mujer como ella pagara con mucho dinero el honor de convertirse, aunque solo de nombre, en baronesa y esposa de un hombre como aquel.
—¡Cicciuzzo es barón! ¡Cicciuzzo es un hombre fino! ¡Cicciuzzo no puede dormir conmigo! —les decía a las sirvientas que le preguntaban por qué, estando casada, hacía diez años que dormía separada de su marido—. Cicciuzzo el Barón duerme como un ángel; ni siquiera se oye su respiración; en cambio yo duermo con la boca abierta y ronco demasiado: ¡por eso!
Convencida como estaba de no ser suficiente para su marido, de no tener nada para conquistarlo, y menos su amor, ni siquiera la consideración de un hombre tan apuesto, tan colosal, tan fino; satisfecha y orgullosa por la bondad de él, no se preocupaba por las traiciones, excepto por el hecho de que pudieran dañar su salud. Es más, tampoco que todas las mujeres desearan el amor de su marido afectaba a su amor propio: era casi una satisfacción, porque, en fin, ella era su esposa, ante Dios y ante los hombres; ella era la baronesa; ella había podido comprarse ese título y las otras no. Había poco más que decir.
En casi diez años, solo una cosa la había amargado: no haber podido dar un hijo a Cicciuzzo el Barón. Pero cuando supo que, por fin, él había conseguido tenerlo con otra mujer, una tal Nicolina —hija del jardinero que había plantado las flores del jardín de Filomena y que las regaba tres días a la semana—, se consoló con ello. Y tanto había dicho y tanto había hecho que hacía dos meses que Nicolina vivía en el palacio con el niño, y ella la servía amorosamente, no solo por atención hacia aquel angelito que era el retrato de su papá, sino también por una viva ternura que enseguida la había invadido por aquella buena joven, tímida y hermosa, que seguramente por inexperiencia se había dejado seducir por aquel gran bribón de Cicciuzzo el Barón y por las malas artes de aquella puta de Filomena. Quería compensar a Nicolina por la alegría que le había dado, alumbrando a aquel niño por el que durante tantos años el barón había suspirado en vano. Poco le importaba que otra mujer se lo hubiera dado. Lo importante era eso: que ahí estaba y que era hijo de Cicciuzzo el Barón.
Pero también la caridad, cuando es excesiva, oprime, y Nicolina se sentía oprimida. Doña Bittò, señalándole al niño que yacía en su regazo, le decía:
—¡Tonta, no llores! ¡Mejor mira lo que tan bien has sabido hacer!
Y, riendo y aplaudiendo:
—¡Qué guapo, santo amor mío! ¡Qué fino! ¡Hijo de mi alma, mira cómo ríe!
Una gran multitud estaba reunida ante la puerta del jardín de Filomena. Divisándola a lo lejos, la baronesa y las sirvientas se desesperaron y gritaron como se solía hacer en el pueblo.
El barón había muerto y estaba tumbado al aire libre sobre un colchón, cerca de un quiosco adornado con enredaderas. Tal vez la luz excesiva, así, tumbado boca arriba, con la barriga hacia el cielo, lo desvirtuaba. Parecía morado, y los pelos rubios de los bigotes y de la barba, como si se le hubieran erizado en el rostro, parecían pegados y muy ralos, como los de una máscara de carnaval. Los globos de los ojos estaban endurecidos y trastornados bajo los lívidos párpados; la boca retorcida, como en una mueca de risa. Y nada procuraba la sensación de muerte en aquel cuerpo con repugnancia más irritante que las abejas y las moscas que revoloteaban insistentes alrededor del rostro y de las manos del cadáver.
Filomena, arrodillada hasta tocar con la frente el suelo, gritaba su duelo y las alabanzas al muerto, entre un denso séquito de presentes, mudos e inmóviles, alrededor del colchón. Solamente algunos, de vez en cuando, se agachaban para espantar a aquellas moscas cerca del rostro o de las manos del cadáver; y una comadre se giraba para hacer señales airadas a una niña sucia que arrancaba las enredaderas del quiosco, removiendo el follaje en el silencio.
Los presentes se apartaron, de ambos lados, apenas la baronesa irrumpió, espantosa en su desesperación. Ella también se arrodilló ante el colchón, frente a Filomena, y tirándose de los pelos y frotándose con fuerza el rostro empezó a gritar, casi cantando:
—¡Hijo, Cicciuzzo mío, cómo te he perdido! ¡Mi aliento, mi corazón, en qué estado he venido a verte! Cicciuzzo de mi corazón, llama de mi alma, ¿cómo has acabado tirado en el suelo, tú, que eras palo de bandera? ¡Estos ojos hermosos, que no volverás a abrir! ¡Estas lindas manos, que no volverás a utilizar! ¡Esta boquita preciosa, que no volverá a sonreír!
Y poco después, también gritando y tirándose de los pelos, una tercera mujer vino a arrodillarse a los pies de aquel colchón: Nicolina, con el niño en brazos.
A sabiendas de que la baronesa había dado pruebas, durante diez años, de su increíble tolerancia —no solo por el amor profundo y la devoción hacia su marido, sino también por la conciencia que ella tenía, y que transmitía a los demás, de que lo que le había pasado era natural, considerada su grosería, su fealdad y su gran corazón—, nadie se ofendió por aquel espectáculo, es más, todos se conmovieron hasta las lágrimas, cuando ella se volvió para suplicarle a Nicolina que se alejara y, cogiéndole al niño y enseñándoselo al muerto, le juró que lo cuidaría como si fuera suyo y lo convertiría en un señor como él, entregándole todas sus riquezas, como ya le había entregado su corazón.
Los parientes del barón, que acudieron poco después, tuvieron que esforzarse mucho para separar a aquellas tres mujeres, primero del cadáver y después una de la otra, abrazadas como estaban para juntar su pena en un nudo indisoluble.
Después de los funerales, celebrados solemnemente, la baronesa quiso que también Filomena se fuera a vivir con ella al palacio. Las tres, juntas.
Vestidas de negro, en aquellas grandes habitaciones recién blanqueadas, llenas de luz pero también de aquel olor especial que exhalan los muebles viejos recién limpiados y los ladrillos roídos de suelos hundidos, se consolaban ahora recíprocamente, empollando a aquel niño rosado y rubio, en cuyos ojos cada una veía al difunto barón.
Pero, poco a poco, la baronesa y Filomena empezaron a hacer sentir a Nicolina que ella, aunque era la madre del pequeño, por su edad y por su inexperiencia, no podía ser una par de ellas, tanto en el dolor por la desgracia como en los cuidados hacia el niño. Mientras que para ellas dos la vida se había cerrado para siempre, para la tercera, en cambio, tan joven y hermosa, ¡quién sabe!, podría volver a abrirse, un día u otro. En suma, empezaron a considerarla como una hija que, en conciencia, no tenía que sacrificarse mediante la consagración a un luto perpetuo.
(Tal vez, en el fondo, hablaba en ellas, enmascarada de caridad, la envidia: por el hecho de que ella era la verdadera madre del pequeñito.)
Para disminuir esta superioridad incontestable que Nicolina tenía sobre ellas, apenas el niño fue destetado, casi la excluyeron de todo cuidado hacia él. Pero ambas sentían que esta exclusión no bastaba. Para que el niño se quedara con ellas, ligado a la memoria del muerto, era necesario que Nicolina tuviera otro hijo, otro solo suyo; en fin, había que encontrarle un marido. La baronesa había seguido alojándola en el palacio, en un apartamento apartado; le asignaría una buena dote, encontrándole un buen joven como marido, honesto y respetuoso, que también la protegiera a ella, a Filomena y a toda la casa.
Nicolina, interpelada, al principio se opuso firmemente; protestó que no quería ser menos que Filomena en el luto por el barón, aduciendo que, al contrario, le correspondía conservar más ese luto, por el niño. Aquellas no le dijeron que justamente por eso deseaban que se casara, pero se mostraron tan frías y tan descontentas con la negativa que, finalmente, poco a poco, la indujeron a ceder.
Filomena, mujer de mundo y tan sabia que hasta el barón (que en paz descanse) había seguido siempre sus consejos, ya tenía listo al marido adecuado: un tal don Nitto Trettarì, joven notario, bien educado, de buena familia y de pocas palabras. ¡No, feo, no! ¿Qué feo? Un poco delgadito… Pero, vamos, con la buena vida se pondría rápidamente en forma. Solo había que decirle que dejara de hacerse coser los pantalones tan estrechos porque ya tenía las piernas suficientemente finas y con aquellos pantalones parecían dos palos, y que también se quitara el vicio de tener la punta de la lengua pegada al labio superior: ¡una auténtica joya!
Cuando terminó el año de luto, se organizó la boda. La baronesa le asignó a Nicolina veinticinco mil liras de dote, un rico ajuar y alojamiento y comida en el palacio.
—Pompa no —le decía al esposo, que se retorcía las manos en señal de agradecimiento y se pasaba de vez en cuando la mano por la solapa, como si algún perro amenazara con lanzársele al pecho—. Pompa no, querido don Nitto, porque el corazón no se la permite a ninguna de las tres; pero… (¡la lengua, don Nitto, la lengua dentro, hijo bendito! Usted, que tiene tanto ingenio, a veces parece tonto) un poco de fiesta, decía, la celebraremos, no lo dude.
Nicolina lloraba oyendo estas conversaciones, y se apretaba fuerte el niño contra su pecho, como si, casándose, tuviera que abandonarlo para siempre. Don Nitto se angustiaba por aquellas lágrimas irrefrenables, pero no decía nada, pues la baronesa le había rogado que dejara llorar a Nicolina: tenía razones para hacerlo. En breve, con la ayuda de Dios, dejaría de llorar, pero ahora había que dejar que lo hiciera.
No hubo manera —llegado el día de la boda— de convencer a Nicolina de que se quitara el vestido de luto: amenazó con cancelar el matrimonio si la obligaban a ponerse un vestido de color. Aquel o nada. Don Nitto consultó a sus parientes, a su madre, a sus dos hermanas, a sus cuñados, pasándose repetidamente la mano por la solapa del traje; especialmente se resistían las dos hermanas, porque habían llegado con los chillones vestidos de seda de sus propios matrimonios y todas las joyas posibles y con chales de raso, cuyos flecos llegaban hasta el suelo. Pero finalmente todos tuvieron que someterse a la voluntad de la novia.
Y fueron en procesión primero a la iglesia, luego al registro civil; el novio por delante, entre las dos hermanas; luego Nicolina, entre la baronesa y Filomena, las tres de luto, como si participaran en un cortejo fúnebre; finalmente, la madre del novio, entre sus dos yernos.
Pero la escena más conmovedora ocurrió en la sala del ayuntamiento.
En aquella sala, colgados en fila de las paredes, estaban los retratos al óleo de todos los alcaldes pretéritos: el de don Francesco di Paola Vivona ocupaba —se puede fácilmente suponer— el lugar de honor, justo encima de la cabeza del asesor encargado de los asuntos civiles.
La baronesa fue la primera en descubrir aquel retrato, y empezó a llorar con el estómago, estremeciéndose. Sin poder hablar, mientras el asesor leía los artículos del código, tocó con el codo a Nicolina, que estaba a su lado. Cuando esta se giró a mirarla y, siguiendo sus ojos, vio el retrato, gritó agudamente y prorrumpió en un llanto fragoroso. Entonces tampoco la baronesa y Filomena pudieron contenerse, y las tres, con las manos en la cabeza, ante el asesor estupefacto, gritaron, como el día de la muerte.
—¡Hijo, Cicciuzzo nuestro, que nos mira! ¡Llama del alma nuestra, qué guapo eras! ¿Cómo hacemos, Cicciuzzo nuestro, sin ti? ¡Ángel de oro, vida de nuestra vida!
Y hubo que esperar que aquel llanto cesara para pasar a la firma del contrato matrimonial.