EL BOTÓN DEL ABRIGO

No gritaron; no hicieron ruido. En voz tan baja que era casi silencio, uno frente al otro, primero uno y luego el otro, se escupieron en el rostro la acusación:

—¡Espía!

—¡Ladrón!

Y así continuaron, «¡Espía! ¡Ladrón!», como si no quisieran terminar nunca, alargando cada vez el cuello como hacen los gallos antes de picar, e insistiendo cada vez más, ora sobre la i de espía, ora sobre la o de ladrón.

Los arbolitos, asomados a ambos lados de los muros que encajonaban aquel caminito estrecho y pedregoso entre los campos, parecían estar disfrutando de la escena.

Porque los de un lado sabían desde qué parte del muro Meo Zezza se había colado poco antes; los del otro sabían dónde se había escondido don Filiberto Fiorinnanzi.

Y alrededor, pájaros, paros y oropéndolas, como si hubieran recibido la señal de los árboles en vigía, acompañaban con un coro de alegría desenfrenada aquella áspera pelea en voz baja, pecho contra pecho, todavía detenida en aquellas dos palabras que, en lugar de levantarse agudas, se estiraban, aplastadas por el desprecio:

—¡Espíiiiia!

—¡Ladróooon!

—¡Espíiiiia!

—¡Ladróooon!

Y finalmente, cuando ambos sintieron que ya habían raspado suficiente sus gargantas y creyeron que habían impreso indeleblemente —cada uno en la cara de perro del otro— la marca de infamia contenida en aquella palabra repetida tantas veces y con tanta vehemencia, se dieron la espalda, y Meo Zezza se fue hacia un lado y don Filiberto Fiorinnanzi hacia el contrario, acalorados, jadeantes, echando brasas por los ojos, estirando el cuello hacia arriba y el chaleco hacia abajo y repitiendo, entre temblores de los labios secos, aquel: «Espía… espía… espía…» y este: «Ladrón… ladrón… ladrón…».

Últimas brasas de la hoguera.

Pero la ira y el desdén volvieron a encenderse en don Filiberto Fiorinnanzi apenas atravesó el umbral de su casa.

¿Espía, él?

Se sentía ensuciado por aquella palabra; y resoplando, se quitó el abrigo.

¿Espía, un caballero, porque reconoce a un ladrón que lleva años robando, impunemente?

Y, con las manos que aún le temblaban, se puso a cepillar el abrigo, antes de volver a ponerlo en el armario.

¿A quién y cuándo había él denunciado los robos constantes de aquel ladrón? ¡Nunca había abierto la boca ante nadie, nunca! Hasta hacía muy poco se había conformado solo con mirarlo fijamente: sí, con mirar a Meo Zezza de cierta manera, cuando este, siempre bruto y contento, se le acercaba y, con un brillo grosero en los ojos y en los dientes, hacía ademán de tocarlo con sus manos gordas y peludas.

Rígido, erguido, había evitado aquellos contactos y, con una dureza grave y opaca en la mirada de sus grandes ojos, siempre un poco amarillentos por la bilis que se le revolvía continuamente en las entrañas, le había dado a entender claramente que se había dado cuenta, que lo sabía.

—Ladrón… ladrón… —aún iba repitiendo mientras paseaba por la habitación, en camisa, palpando con los dedos inconscientes e inestables este o aquel objeto.

Finalmente se sentó, agotado, a los pies de la cama, y se puso a mirar la vela: casi le parecía extraño que ardiera quietamente sobre la mesita de noche y que lo invitara, como cada noche, a irse a la cama.

Terminó de desvestirse; se arropó con las mantas; pero no pudo pegar ojo durante toda aquella noche.

Hacía muchos años que, después de numerosas y muy laberínticas meditaciones, creía haber conseguido encontrar una explicación satisfactoria para todo; en fin, creía haber arreglado el mundo por su cuenta; y poco a poco se había puesto a caminar por allí dentro, no muy seguro, no, más bien siempre con el alma un tanto en vilo, tambaleante, a la expectativa de una violencia imprevista, que, de pronto, hiciera saltar aquel mundo por los aires.

Hacía tiempo que se había constituido para los demás como ejemplo de compostura y de mesura, en los negocios, en las conversaciones en el club social y en las cafeterías, en todos los actos, incluso en la manera de vestir y de caminar. Y Dios sabe cuánto tenía que costarle llevar —rigurosamente abrochado también en verano— aquel abrigo suyo, viejo, sí, pero investido de gravedad y decoro, y mantener recta la cabeza huesuda, cuyas venas se transparentaban, sobre el cuello delgadísimo, para mantener la rígida austeridad del porte.

Quería que su mirada y su actitud fueran tácita admonición o muda reprensión, según la necesidad; y espejo, sustento, obstáculo, consejo. Es verdad que siempre, por miedo a que el espejo se empañara por el aliento brutal de la plebe, o que la armazón se derribara de un empujón que lo enviara lejos, solía mantenerse bastante apartado; sin embargo, con todo el cuerpo hacía ademán de querer acercarse y parar y moderar, según los casos.

Sufría indeciblemente, hasta en los dedos, cuando por la calle veía a alguien con la chaqueta desabrochada o con el nudo de la corbata fuera del cuello de la camisa. Pagaría de su bolsillo a un obrero para que barnizara la parte inferior del saledizo de la tienda que hay enfrente de la cafetería, reformado, pero cuya madera no había sido pulida. Y cada noche volvía oprimido y resoplando del paseo hasta el fondo de la calle que salía del pueblo, después de haber constatado que todavía (después de tantos meses) el ayuntamiento no había dado la orden de reponer un cristal roto en la última farola. Como si todo el universo alrededor se concentrara en aquella farola rota, don Filiberto Fiorinnanzi era incapaz de tranquilizarse.

La negligencia y la relajación de los demás lo ofendían; si eran prolongadas, lo exacerbaban, y para calmarse, para salvar su disposición del universo, ideaba excusas y atenuantes para aquella negligencia, para aquella relajación. Y finalmente lo conseguía, pero con este resultado: que la disposición, poco a poco, acogiendo aquellas excusas y aquellos atenuantes, perdía rigidez, se aflojaba, oscilaba, y don Filiberto se veía obligado a afanarse para mantenerla entera, con refuerzos constantes, ora de una parte, ora de la otra.

¡Dios santo, había llegado a admitir que se podía robar! Sí, pero con cierta discreción, al menos; de manera que el ladrón conquistara lentamente la estima y el respeto de la gente honesta y diera lugar a la consideración de que, después de todo, tal vez no es tan ladrón el ladrón, sino imbécil quien se deja robar.

El caso de Meo Zezza era realmente grave. En poquísimo tiempo había empezado, con el dinero robado, a pretender una consideración que había que denegarle con contundencia; a tratar con confianza, hablándole de tú, a personas que, por nacimiento, por edad, por educación, tenían que ser y permanecer superiores a él. Y además no se podía admitir, de ninguna manera, que el señor a quien Meo Zezza robaba fuera imbécil. Es más, en Forni se sabía que el marqués Di Giorgio-Decarpi administraba sus enormes bienes tan ejemplarmente, que cada año los alumnos de las escuelas comerciales eran llevados por sus profesores a estudiar el aparato de aquella administración como un modelo en su género.

Unos treinta años atrás, el padre del marqués había arriesgado todo su capital en la gran empresa del saneamiento de los pantanos del río Irbio, y había muerto antes de ver el éxito feliz de su empresa. Su hijo, jovencísimo, gozaba ahora, en la ciudad, de las rentas de una de las superficies más extensas y fértiles del sur de Italia. No había ido a visitarla ni siquiera una vez, es verdad; pero el mérito de la administración era suyo. La superficie estaba repartida en sectores; cada sector, con un administrador como jefe, comprendía diez fincas. Uno de los administradores era Meo Zezza.

¿Por qué una administración tan transparente no se daba cuenta de los robos continuos y exorbitantes de aquel impostor? Saltaban a la vista de todos; y él mismo, Zezza, con su espontaneidad expansiva de animal impudente, prácticamente no los ocultaba.

Al levantarse la mañana siguiente (aún con el eco en los oídos de aquella palabra: espía), don Filiberto Fiorinnanzi tomó una firme decisión. Apretó los dientes; cerró los puños. Tenía que acabar, por Dios, con semejante obscenidad, con aquella insolencia.

¿Espía? Pues bien, sí, espía. Aceptaba el desafío. Redactaría una denuncia formal de todos los robos perpetrados por aquel individuo durante tantos años.

Trabajó en ello una decena de días. Cuando finalmente terminó de atar cabos, se encerró más rígidamente en su austero abrigo, y sin esconderse, con la denuncia bajo el brazo, tomó asiento en el vehículo que llevaba a la estación de ferrocarriles, y partió hacia la ciudad.

Apenas llegó, se dirigió directamente a las oficinas de administración del marqués Di Giorgio-Decarpi.

Enseguida, en cuanto entró, se sintió invadido por tanta reverencia y admiración que no solo no se tomó a mal las numerosas dificultades que le pusieron para que el señor marqués lo recibiera, sino que se complació mucho con ellas y las aprobó todas y se sometió a ellas con reverencias infinitas y sonrisas de aceptación.

¡Aquel era el reino del orden! El interior de un reloj. Todo brillante y preciso. Ujieres en librea; escaleras de mármol, pasillos como espejos, con magníficas guías, iluminados por luz eléctrica, calentados con calefacción; y paneles en todos los sitios: Sección I, Sección II, Sección III y en cada puerta el cartel con el nombre de la oficina. El ilustrísimo señor marqués no concedía audiencia fuera de los horarios y de los días establecidos: el miércoles y el sábado de 10 a 11. Y para ser admitido a estas audiencias, había que solicitar permiso dos días antes, rellenando un formulario en el primer mostrador de la segunda sala de la secretaría particular, en la primera planta, Sección I, segundo pasillo a la derecha. Para quien tenía prisa y no podía esperar a los días establecidos, estaba la oficina de las comunicaciones urgentes, en la misma planta, en la misma sección, primer pasillo a la izquierda, tercera puerta.

—No, no, ah, no, no… —dijo don Filiberto.

Las diligencias que tenía que hacer no eran tan urgentes como graves, y quería hablar directamente con el marqués.

—¿Ha venido a propósito desde Forni? —le preguntó entonces el ujier jefe.

—Sí, señor, desde Forni, a propósito.

—Pero hoy es jueves.

—No pasa nada. Si esta es la norma, esperaré hasta el sábado, a las diez.

El ujier jefe se dirigió entonces a un joven, también en librea.

—Ve arriba a coger un formulario.

Pero don Filiberto Fiorinnanzi no quiso permitirlo.

—No, perdone, ¿qué tiene él que ver con mis asuntos? Voy yo, voy yo.

Y volvió a subir para rellenar el formulario en el primer mostrador de la segunda sala de la secretaría particular, en la primera planta, Sección I, segundo pasillo a la derecha.

Durante aquellos dos días se entrenó para la audiencia, preparando como para una prueba suprema todas sus facultades mentales. Un exordio, breve, porque seguramente el marqués no tendría tiempo de escuchar palabras que no se refirieran a hechos; pero también debía, antes que nada, declarar el ánimo y las razones que lo movían a aquella denuncia; luego, punto por punto, expondría los hechos. Se sentía feliz por ofrecer su ayuda, de manera desinteresada, contra aquel ladrón que con tanta protervidad se obstinaba en desestabilizar un orden tan maravillosamente constituido.

La mañana del sábado, diez minutos antes de la hora establecida, ya estaba en la antesala de la secretaría particular. Era el primer inscrito y, apenas dieron las diez, fue conducido a la presencia del marqués.

Este era un hombrecito a quien la refinada elegancia del traje no conseguía borrar —es más, acrecía— cierta aspereza campesina. El respaldo del sillón donde estaba sentado, detrás del escritorio, le superaba la cabeza en un palmo. La inclinó apenas, en respuesta al profundo obsequio del visitante; con la mano le señaló que se sentara; luego apoyó un codo en el brazo del sillón y bajó la frente sobre la palma, escondiendo un ojo.

Don Filiberto se vio plantar en la cara el otro ojo, armado con un rígido monóculo en forma de tortuga, con una fijeza tan dura y hostil y persistente, que sintió que la sangre se le helaba en las venas y que las palabras del breve exordio, preparado con tanto estudio, se le enredaban en la boca.

Aquel ojo desconfiaba; aquel ojo no creía en el desinterés; aquel ojo lo prevenía muy severamente para que no hablara de lo que no podía probar y fundamentar en los hechos, y lo escrutaba con inflexible agudeza a través de cada palabra que le salía con temblor de la boca.

Pero, en cierto momento, el marqués se quitó la mano de la frente y descubrió el otro ojo: un lánguido y soso ojo, desganado, un ojo que, por así decir, bostezaba y que se dirigía al visitante como suplicando piedad.

Don Filiberto Fiorinnanzi sintió de pronto que todas sus vísceras, hasta entonces en vilo, se derrumbaban al fondo del estómago.

Aquel ojo, aquel ojo que le había infundido tanto terror, era… ¿era falso, de cristal? Ah, Dios, sí, de cristal. De modo que el marqués, manteniendo cubierto el verdadero, no solo no lo había mirado hasta ahora tan fija y terriblemente y escrutado y amenazado, sino que tampoco se había preocupado por ver quién había entrado para hablarle; y tal vez ni siquiera había escuchado lo que él le había dicho, hecho un manojo de nervios.

—Llego… señor marqués… llego a los hechos… —balbuceó pálido y perdido.

—Sí, hágame el favor —masculló el marqués.

Y poniendo el puño, ahora, en el escritorio, apoyó la frente encima de él. No se movió de aquella postura. Don Filiberto Fiorinnanzi podía suponer que dormía. Finalmente, levantó la frente del puño y dijo:

—¿Me permite?

Y extendió la mano para recibir la hoja de la denuncia. La miró por encima; luego se puso una mano en el bolsillo, sacó un manojo de llaves, abrió un cajón del bargueño situado al lado del escritorio, cogió un documento, lo puso al lado de la hoja y empezó a hacer sobre esta breves signos con un lápiz azul, a medida que iba leyendo el otro documento. Cuando terminó, sin decir nada, le ofreció a don Filiberto Fiorinnanzi su hoja marcada y aquel documento que había sacado del bargueño.

Don Filiberto, perplejo, estupefacto, miró ambas hojas, luego miró al marqués, luego de nuevo su hoja y aquel documento, y se dio cuenta de que en este último estaban ya expuestos, casi con el mismo orden, todos los robos de Zezza que él había venido a denunciar.

—Ah, de modo que… —dijo, apenas pudo recuperarse de la sorpresa—, ah… su señoría… su señoría ilustrísima… ya sabía…

—Como ve —lo interrumpió fríamente el marqués—. Es más, si usted mira el documento con mayor atención, verá que están incluidos muchos otros robos que no se encuentran en su denuncia.

—Ya… ya… veo… veo… —reconoció, perdido en el estupor, don Filiberto—. Pero…

El pequeño marqués volvió a apoyar el codo en el brazo del sillón y a esconderse con la mano el ojo sano, cansado y desganado.

—Querido señor —suspiró—, ¿cómo quiere que eso me importe?

La inmovilidad terrible del ojo de cristal, armado con el monóculo en forma de tortuga, contrastó horriblemente con el cansancio de este suspiro.

—Son cosas —continuó— que exceden a mi administración.

—¿Exceden?

—En efecto. Aquí tenemos que observar y observamos a Zezza como administrador. Como tal, siempre lo hemos encontrado irreprochable. Zezza como hombre, en cambio, no nos concierne, querido señor. Le diré más: para nosotros es una ventaja que él sea tan ladrón, o más bien tan ambicioso. Me explico. A los otros administradores, que se consideran satisfechos, más o menos, solamente con su sueldo, no les importa en absoluto que las fincas rindan algo más de lo que podrían rendir. En cambio, a Zezza le importa, porque, además de a nosotros, tienen que rendirle también a él. Y el resultado es este: que ningún sector nos rinde tanto como el que administra Zezza.

—Pero… —dijo una vez más, como en un sollozo, don Filiberto.

—Oh, entonces —continuó el marqués, levantándose para despedirlo—, yo le agradezco mucho, de todas maneras, querido señor, la molestia que ha querido tomarse; aunque… oh Dios, sí… tal vez hubiera podido imaginar que estos hechos no podían permanecer desconocidos a una administración como la mía. Estos y otros, como usted ha podido ver. Pero de todas formas, me declaro muy agradecido. Cuídese, querido señor.

Don Filiberto Fiorinnanzi salió aturdido, trastornado, desorientado, de la sede de la administración central.

—Por tanto…

La conclusión la tenía en la mano.

Un botón del abrigo. Escuchando al marqués que hablaba de aquella manera, se había girado aquel botón sobre el pecho tantas veces que finalmente se había descosido y se le había quedado entre los dedos.

¿Ahora, para qué le servía? Podía ir por la calle con el abrigo desabrochado, con las mangas al revés, y también con el sombrero mal puesto en la cabeza.

El universo, para don Filiberto Fiorinnanzi, ya estaba totalmente y para siempre alterado.