EL FRAC ESTRECHO
El profesor Gori solía tener mucha paciencia con la vieja sirvienta que trabajaba para él desde hacía veinte años. Pero aquel día, por primera vez en su vida, le tocaba llevar un frac, y se encontraba fuera de sus casillas.
Ya el simple pensamiento de que algo de tan poca importancia pudiera agitar un ánimo como el suyo, ajeno a todas las frivolidades y oprimido por tantas y tan graves ocupaciones intelectuales, bastaba para irritarlo. Y la irritación crecía cuando consideraba que con este ánimo suyo se prestaba a llevar aquel traje, prescrito por una costumbre tonta, para ciertas representaciones de gala durante las cuales la vida se ilusiona con ofrecerse a sí misma una fiesta o una diversión.
Y además, Dios mío, con aquel cuerpo de hipopótamo, de animal antediluviano…
El profesor resoplaba y fulminaba con los ojos a la sirvienta, que —pequeña y suave como una bala— se deleitaba con la vista del grueso amo en aquel insólito traje, sin advertir —desventurada— qué mortificación tenían que sentir los viejos, vulgares y honestos muebles y los pobres libros en la pequeña habitación casi a oscuras y en desorden.
Aquel frac —se entiende— no era del profesor Gori. Lo había alquilado. El dependiente de una tienda cercana había traído varios a su casa para que eligiera; y ahora, con el aire de un muy amable arbitrer elegantiarum, con los ojos entornados y una sonrisita de complaciente superioridad, lo examinaba, lo sacudía (¡Pardon! ¡Pardon!), y concluía, negando con la cabeza y haciendo que su mechón de pelo se moviera:
—No le queda bien.
El profesor resoplaba una vez más y se secaba el sudor.
Se había probado ocho, nueve, ya no sabía ni cuántos fracs. El uno más estrecho que el otro. ¡Y aquel cuello en que se sentía ahorcado! ¡Y aquella pechera que le explotaba, ya completamente arrugada, desde el chaleco! ¡Y aquel corbatín blanco y almidonado, cuyo nudo aún no había hecho y ni sabía cómo hacer!
Finalmente el dependiente se despachó diciendo:
—Sí, ese sí. No podríamos encontrar nada mejor, créame, señor.
El profesor Gori primero volvió a fulminar con la mirada a la sirvienta, para impedir que repitiera: «¡Le queda que ni pintado! ¡Que ni pintado!»; luego se miró el frac, en consideración del cual, sin duda, aquel dependiente lo llamaba señor. Después se dirigió al joven:
—¿No tiene otros?
—¡Le he traído doce fracs, señor!
—¿Este sería el duodécimo?
—El duodécimo, para servirlo.
—¡Pues entonces está muy bien!
Era más estrecho que los demás. Aquel joven, un poco resentido, concedió:
—Es estrechito, pero puede pasar. Si quisiera tener la bondad de mirarse en el espejo…
—¡A Dios gracias! —exclamó el profesor—. Basta con el espectáculo que les estoy ofreciendo a mi señora sirvienta y a usted.
Entonces el joven, muy digno, inclinó apenas la cabeza y se fue, con los otros once fracs.
—¿Será posible? —prorrumpió el profesor, con un gemido rabioso, intentando levantar los brazos.
Se dirigió hacia la cómoda para mirar una invitación perfumada y resopló de nuevo. La reunión era a las ocho, en casa de la novia, en Via Milano. ¡Veinte minutos de camino! Y ya eran las siete y cuarto.
La vieja sirvienta, que había acompañado al dependiente hasta la puerta, volvió a entrar en la habitación.
—¡Venga! —le impuso enseguida el profesor—. Intente, si lo consigue, acabar de ahogarme con esta corbata.
—Despacio… el cuello… —le sugirió la vieja sirvienta. Y después de haberse secado bien con un pañuelo las manos temblorosas, se dispuso a acometer la empresa.
Durante cinco minutos reinó el silencio: el profesor y toda la habitación parecían en suspenso, como a la espera del juicio final.
—¿Hecho?
—Eh… —suspiró aquella.
El profesor Gori se puso de pie, gritando:
—¡Déjelo! ¡Lo intentaré yo! ¡No puedo más!
Pero, apenas se presentó ante el espejo, se enfadó tanto que aquella pobrecita se asustó. Antes que nada, hizo una torpe reverencia; pero, al inclinarse, viendo que los dos faldones se abrían y volvían a cerrarse enseguida, se dio la vuelta como un gato que siente algo pegado a su cola; y al girarse, ¡trac!, el frac se le rompió por debajo de una axila.
Montó en cólera.
—¡Se ha descosido! ¡Solamente se ha descosido! —lo tranquilizó enseguida, acercándose a él, la vieja sirvienta—. ¡Quíteselo, que se lo coso!
—¡Pero si ya no tengo tiempo! —gritó, exasperado, el profesor—. ¡Iré así, a modo de castigo! Así… Quiere decir que no le daré la mano a nadie. Déjeme ir.
Se anudó furiosamente la corbata; escondió debajo del gabán la vergüenza de aquel traje; y se fue.
Pero, en fin, tenía que estar contento, ¡qué diablos! Aquella mañana se celebraba el matrimonio de una queridísima antigua alumna suya: Cesara Reis, que, gracias a él, obtenía con aquel matrimonio el premio de todos los sacrificios hechos durante los interminables años de escuela.
El profesor Gori, por el camino, se puso a pensar en la extraña combinación por la cual se efectuaba aquel matrimonio. Sí; pero, mientras tanto, ¿cómo se llamaba el esposo, aquel rico señor que un día se había presentado en el Instituto de Magisterio para que él le recomendara una institutriz para sus niñas?
«¿Grimi? ¿Griti? ¡No, Mitri! Sí, eso era: Mitri, Mitri».
Así había nacido aquel matrimonio. La señorita Reis, pobre hija, huérfana a los quince años, había cubierto heroicamente su manutención y la de su vieja madre, trabajando de costurera e impartiendo clases particulares, y había conseguido obtener el diploma de maestra. El profesor, admirando tanta constancia y fuerza de ánimo, rogando aquí y allá y estando atento, había podido conseguirle un trabajo en Roma, en la escuela complementaria. Cuando aquel señor Griti («¡Griti, Griti! Se llama Griti. ¿Qué Mitri?») le había preguntado por una institutriz, le había indicado a la señorita Reis. Unos días después lo había visto de nuevo, afligido y preocupado. Cesara Reis no había querido aceptar el trabajo de institutriz, considerando su edad, su estado, su vieja madre a quien no podía dejar sola y, sobre todo, la facilidad de la gente para el cuchicheo. ¡Y quién sabe con qué voz, con qué expresión le había dicho estas cosas, la muy pícara!
La señorita Reis era guapa: y del tipo de belleza que al profesor más le gustaba, una belleza a la que los diuturnos dolores (no por nada Gori era profesor de lengua: decía precisamente así: «los diuturnos dolores») habían conferido la gracia de una suavísima tristeza, de una querida y dulce nobleza.
Claro, aquel señor Grimi… («¡Me temo que se llama Grimi, ahora que lo pienso!»), desde la primera vez que la vio, se había enamorado perdidamente de ella. Son cosas que pasan, según parece. Y tres o cuatro veces, aunque sin esperanza, había vuelto a insistir, en vano. Finalmente, le había rogado a él, al profesor Gori —más bien le había suplicado— que interviniera, para que la señorita Reis —tan bella, tan modesta, tan virtuosa— si no quería ser la institutriz, se convirtiera en la segunda madre de sus niñas. ¿Por qué no? El profesor Gori había intervenido, felicísimo, y la señorita Reis había aceptado: y ahora se celebraba el matrimonio, a despecho de los parientes del señor… Grimi o Griti o Mitri, que se habían opuesto con obstinación:
—¡Que el diablo se los lleve a todos! —concluyó el grueso profesor, resoplando una vez más.
Mientras tanto, convenía llevarle un ramo de flores a la novia. Ella le había rogado insistentemente que le hiciera de testigo; pero el profesor le había hecho notar que, en calidad de testigo, hubiera tenido que hacerle un regalo digno de la conspicua condición del novio, y no podía: en conciencia, no podía. Pero un ramo de flores, sí. Y el profesor Gori entró con mucha vacilación e incomodidad en una floristería, donde le prepararon un gran ramo de verdura con tan pocas flores como gasto.
Cuando llegó a Via Milano, vio al fondo, delante del portón donde vivía la señorita Reis, un corro de curiosos. Supuso que era tarde; que los carruajes ya estaban en el atrio para el cortejo nupcial, y que toda aquella gente estaba allí para asistir al desfile. Aceleró el paso. ¿Por qué todos aquellos curiosos lo miraban de aquella manera? El frac estaba escondido por el gabán. Tal vez… ¿las colas? Se miró por detrás. No: no se veían. ¿Y entonces? ¿Qué había pasado? ¿Por qué el portón estaba entrecerrado?
El portero, con aire rígido, le preguntó:
—¿El señor viene a la boda?
—Sí, señor. Invitado.
—Pero… sabe, la boda ya no se celebra.
—¿Cómo?
—La pobre señora… la madre…
—¿Muerta? —preguntó Gori, estupefacto, mirando el portón.
El profesor se quedó de piedra.
—¿Era posible? ¿La madre? ¿La señora Reis?
Y miró a las personas reunidas alrededor, como para leer en sus ojos la confirmación de la increíble noticia. El ramo de flores se le cayó de las manos. Se agachó para recogerlo, pero sintió que la tela descosida bajo la axila se alargaba, y se quedó a media altura. ¡Oh, Dios! ¡El frac… ya! El frac para la boda, castigado así a comparecer ahora ante la muerte. ¿Qué hacer? ¿Subir vestido de aquella manera? ¿Volver atrás? Recogió el ramo, luego, aturdido, se lo entregó al portero, diciendo:
—Hágame el favor, guárdelo usted.
Y entró. Intentó subir la escalera a saltos; lo consiguió solamente durante el primer tramo de escalones. Cuando llegó a la última planta —¡maldita barriga!— no podía respirar.
Al entrar en la sala, sorprendió en quienes estaban allí reunidos cierta incomodidad, una confusión reprimida enseguida, como si alguien hubiera aprovechado su ingreso para escaparse; o como si de pronto se hubiera interrumpido una conversación íntima y muy animada.
Ya incómodo por su cuenta, el profesor Gori se detuvo poco más allá del recibidor; miró perplejo a su alrededor; se sintió perdido, como en medio de un campo enemigo. Todos eran señores: parientes y amigos del novio. Aquella vieja quizás era su madre; aquellas otras dos que parecían solteronas podían ser hermanas o primas. Hizo una torpe reverencia (Oh, Dios, el frac, de nuevo…). E, inclinado como si algo lo tirara desde atrás, miró a su alrededor, como para asegurarse de que nadie había oído el chisporroteo de aquella tela descosida bajo su axila. Nadie contestó a su saludo, como si el luto, la gravedad del momento, no permitieran siquiera una señal con la cabeza. Algunos (tal vez íntimos de la familia) rodeaban, consternados, a un señor en el cual Gori, mirándolo bien, tuvo la impresión de reconocer al novio. Suspiró de alivio y se le acercó, amable:
—Señor Grimi…
—Migri, con perdón.
—Ah, ya, Migri… ¡Hace una hora que pienso en ello, créame! Decía: Grimi, Mitri, Griti… ¡y que no se me haya ocurrido Migri! Perdone… Soy el profesor Fabio Gori, se acordará… aunque ahora me vea en…
—Encantado, pero… —dijo aquel, observándolo con fría altivez; luego, como recordando—: Ah, Gori… ¡Ya! Usted sería… sí, digo, el autor… ¡el autor, si queremos, indirecto, del matrimonio! Mi hermano me ha contado…
—¿Cómo, cómo? ¿Perdone, usted sería el hermano?
—Carlo Migri, para servirlo.
—Me complace, gracias. Es muy parecido, ¡caramba! Perdone, señor Gri… Migri, ya, pero… pero este fulminante imprevisto… ¡Ya! Yo desgraciadamente… es decir, desgraciadamente no: no es una culpa mía, digamos… pero, sí, indirectamente, por arreglo, digamos, he contribuido…
Migri lo interrumpió con un gesto de la mano y se levantó.
—Permítame que le presente a mi madre.
—¡Sería un honor, figúrese!
Fue conducido ante la vieja señora, que con su enorme gordura ocupaba medio canapé, vestida de negro, con una especie de cofia, también negra, sobre el pelo lanoso que le bordeaba el rostro plano, amarillento, casi de pergamino.
—Mamá, el profesor Gori. ¿Sabes? El que había arreglado el matrimonio de Andrea.
La vieja señora levantó los párpados, graves y somnolientos, mostrando, uno más abierto que el otro, los ojos turbios, ovalados, casi sin mirada.
—En verdad —corrigió el profesor, inclinándose esta vez con temerosa atención por el frac descosido—, en verdad… arreglado no: no… no sería la palabra… Yo, simplemente…
—Quería darles una institutriz a mis nietas —la vieja señora completó la frase con voz cavernosa—. ¡Muy bien! Así hubiera sido justo.
—Ya… —dijo el profesor Gori—. Conociendo los méritos, la modestia de la señorita Reis.
—¡Ah, una óptima joven, nadie lo niega! —reconoció enseguida, volviendo a bajar los párpados, la vieja señora—. Y nosotros, créalo, hoy estamos muy dolidos…
—¡Qué desgracia! ¡Ya! ¡Así, de golpe! —exclamó Gori.
—Como si realmente no hubiera voluntad de Dios —concluyó la vieja señora.
Gori la miró.
—Fatalidad cruel…
Luego, mirando en derredor, preguntó:
—¿Y el señor Andrea?
Le contestó el hermano, simulando indiferencia:
—Bah… no sé, estaba aquí, hace muy poco. Habrá ido a prepararse.
—¡Ah! —exclamó Gori, alegrándose de pronto—. ¿Entonces la boda se celebra igualmente?
—¡No! ¿Qué dice? —saltó la vieja señora, sorprendida, ofendida—. ¡Oh, Señor, Dios! ¿Con la muerta en casa? ¡Oooh!
—¡Oooh! —la imitaron, maullando, las dos solteronas, con horror.
—Prepararse para partir —explicó Migri—. Tenía que irse hoy mismo con su esposa a Turín. Allí tenemos nuestras fábricas papeleras, en Valsangone, donde tanto necesitan su presencia.
—¿Y… se irá… así? —preguntó Gori.
—Por fuerza. Si no es hoy, será mañana. Nosotros lo hemos convencido, más bien empujado, pobrecito. Ya no es prudente ni conveniente que se quede aquí, como comprenderá.
—Por la joven… sola —añadió la madre con voz cavernosa—, las malas lenguas…
—Eh, ya —continuó el hermano—. Y además los negocios… Era un matrimonio…
—¡Precipitado! —prorrumpió una de las solteronas.
—Digamos improvisado —intentó atenuar Migri—. Ahora, esta grave desgracia llega fatalmente, como… sí, para dar tiempo, eso es. Se impone una postergación… por el luto… y… y así se podrá pensar, reflexionar por una parte y por la otra…
El profesor Gori permaneció mudo durante un rato. La incomodidad irritante que le provocaba aquella conversación, constantemente amenazada por prudentes reticencias, sin embargo, era la misma que le causaba su frac estrecho y descosido bajo la axila. Descosido de la misma manera le pareció aquel argumento: precisamente por aquella parte descosida, había que recibirlo con el mismo cuidado con el cual era proferido. Si se forzaba un poco, si no se mantenía tan rígido y compuesto, con todo el debido respeto, había peligro de que, al igual que la manga del frac que se descosería completamente, también se abriera y se desnudara la hipocresía de aquellos señores.
Por un momento sintió la necesidad de abstraerse de aquella opresión y también del fastidio que, en el atontamiento en que había caído, le provocaba el encaje blanco que bordeaba el cuello de la blusa negra de la vieja señora. Cada vez que veía un encaje blanco como aquel, se le asomaba a la memoria —quién sabe por qué— la imagen de un tal Pietro Cardella, mercero en su lejano pueblo, afligido por un enorme quiste en la nuca. Tuvo la tentación de resoplar; se retuvo a tiempo y suspiró, como un estúpido:
—¡Eh, ya… pobre hija!
Le contestó un coro de conmiseración por la esposa. El profesor Gori se sintió de repente azotar y preguntó, muy irritado:
—¿Dónde está? ¿Podría verla?
Migri le indicó una puerta en la sala:
—Allí, sírvase…
Y el profesor Gori se dirigió furiosamente hacia la puerta.
Sobre la cama, blanco y rígidamente estirado, yacía el cadáver de la madre, con una enorme cofia de ala almidonada en la cabeza.
Entrando, al principio, el profesor Gori no vio nada más. Víctima de aquella irritación creciente —de la cual, en el aturdimiento y en la incomodidad, no conseguía ser plenamente consciente— y con la cabeza que echaba humo, en lugar de conmoverse se molestó por algo que le parecía verdaderamente absurdo: ¡una estúpida y cruel prepotencia de la suerte que no, por Dios, no se tenía que dejar pasar, de ninguna manera!
La rigidez de la muerta le pareció preparada, como si aquella pobre viejita se hubiera tumbado por sí misma allí, en aquella cama, con aquella enorme cofia almidonada para sabotear la fiesta preparada para su hija, y el profesor Gori tuvo la tentación de gritarle:
—¡Vamos, levántese, querida vieja señora! ¡No es el momento de gastar bromas de este tipo!
Cesara Reis estaba en el suelo, arrodillada, cerca de la cama donde yacía el cadáver de su madre; había dejado de llorar, suspendida en un desconcierto grave y vano. Entre el pelo negro y desgreñado aún tenía algunos mechones envueltos, con pedacitos de papel desde la noche anterior, para rizarlos.
Pues bien, en lugar de piedad, el profesor Gori casi sintió irritación por ella. Se le despertó con fuerza la necesidad de levantarla del suelo, de sacudirle aquel desconcierto. ¡No había que someterse al destino, que favorecía tan injustamente la hipocresía de todos aquellos señores reunidos en la otra habitación! No, no: todo estaba preparado, todo estaba listo; aquellos señores habían venido en frac, como él, para la boda. Pues bien, bastaba con un acto de voluntad en alguno de los presentes; obligar a la pobre joven, caída en el suelo, a levantarse; llevarla, arrastrarla, incluso así de aturdida, a concluir aquel matrimonio para salvarla de la ruina.
Aquel acto de voluntad, que con tanta evidencia sería contrario a la voluntad de todos aquellos parientes, tenía dificultades para surgir de él. Pero cuando Cesara, sin mover la cabeza, sin parpadear, levantó apenas una mano señalando a su mamá, allí tumbada, diciéndole: «¿Ve, profesor?», el profesor reaccionó:
—¡Sí, querida, sí! —le contestó con un atisbo de rencor que aturdió a su antigua alumna—. ¡Pero tú levántate! ¡No hagas que tenga que agacharme, porque no puedo! ¡Levántate sola! ¡Enseguida, vamos! ¡Hazme el favor!
Sin quererlo, forzada por aquel ímpetu, la joven se despertó de su hundimiento y miró al profesor, consternada:
—¿Por qué? —le preguntó.
—Porque, hija mía… ¡Primero levántate! ¡Te digo que no puedo agacharme, Dios santo! —le contestó Gori.
Cesara se levantó. Pero viendo el cadáver de su madre en la cama, se tapó el rostro con las manos y estalló en violentos sollozos. No se esperaba que el profesor la aferrara por los brazos y la sacudiera, gritándole, más impetuoso que antes:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No llores, ahora! ¡Ten paciencia, hija! ¡Escúchame!
Volvió a mirarlo, esta vez casi aterrada, con el llanto refrenado en los ojos, y le dijo:
—¿Cómo quiere que no llore?
—¡No tienes que llorar, porque este para ti no es momento para llorar! —la cortó el profesor—. ¡Te has quedado sola y tienes que ayudarte a ti misma! ¿Lo entiendes, que tienes que ayudarte a ti misma? ¡Ahora, sí, ahora! Tomar todo tu coraje, apretar los dientes ¡y hacer lo que yo te digo!
—¿Qué, profesor?
—Nada. Quítate, antes que nada, estos papeles del pelo.
—Oh, Dios —gimió la joven, percatándose de ellos, y llevándose las manos temblorosas hacia el pelo.
—¡Bien, así! —continuó el profesor—. ¡Luego ve a ponerte tu traje de la escuela y el sombrero, y ven conmigo!
—¿Adónde? ¿Qué dice?
—¡Al ayuntamiento, hija mía!
—¿Profesor, qué dice?
—¡Digo: al ayuntamiento, al registro civil y luego a la iglesia! ¡Porque este matrimonio se tiene que celebrar, se tiene que celebrar ahora mismo: o tú estás arruinada! ¿Ves cómo me he adobado para ti? ¡En frac! Y yo seré uno de los testigos, como tú querías. Deja aquí a tu pobre madre; deja de pensar en ella por un momento, ¡y que no te parezca un sacrilegio! ¡Ella misma, tu madre, lo quiere! Escúchame: ¡ve a vestirte! Yo lo preparo todo para la ceremonia: ¡ahora mismo!
—No… no… ¿cómo podría? —gritó Cesara, inclinándose sobre la cama de su madre y hundiendo la cabeza entre los brazos, desesperadamente—. ¡Es imposible, profesor! ¡Para mí ha terminado, lo sé! Él se irá, no volverá, me abandonará… pero yo no puedo… no puedo…
Gori no cedió; se inclinó para levantarla, para arrancarla de aquella cama; pero, en cuanto extendió los brazos, pataleó rabiosamente, gritando:
—¡No me importa nada! ¡Haré de testigo con una sola manga, pero este matrimonio se celebrará hoy! ¿Tú entiendes (mírame a los ojos), entiendes, verdad, que si dejas escapar este momento estás perdida? ¿Cómo te quedas, sin empleo, sin nadie? ¿Quieres echarle a tu madre la culpa de tu ruina? ¿No deseó tanto, pobre mujer, tu matrimonio? ¿Y ahora quieres que, por culpa suya, no se celebre? ¿Acaso haces algo malo? ¡Ánimo, Cesara! Estoy aquí: ¡déjame la responsabilidad de lo que haces! Ve a vestirte, ve a vestirte, hija mía, sin perder tiempo…
Y, al decir esto, acompañó a la joven hasta la puerta de su habitación, sosteniéndola por los hombros. Luego atravesó la cámara mortuoria, cerró la puerta y volvió a entrar en la sala, como un guerrero.
—¿El novio no ha venido todavía?
Los parientes, los invitados se giraron a mirarlo, sorprendidos por el tono imperioso de su voz; y Migri le preguntó con simulada premura:
—¿La señorita se encuentra mal?
—¡Se encuentra muy bien! —le contestó el profesor, mirándolo intensamente—. Es más, tengo el placer de anunciarles, señores, que he tenido la suerte de convencerla de que se reanime por un momento, para que ahogue el duelo en su interior. Estamos todos aquí; todo está listo; bastará, déjenme decir, bastará con que uno de ustedes… Usted, por ejemplo, sea tan amable —añadió, dirigiéndose a uno de los invitados—, hágame el favor de correr con un coche de caballos al ayuntamiento y avisar al oficial del registro civil que…
Un coro de vivaces protestas interrumpió al profesor. ¡Escándalo, estupor, horror, indignación!
—¡Déjenme explicarles! —gritó el profesor Gori, que dominaba a todos con su figura—. ¿Por qué no se celebraría este matrimonio? Por el luto de la novia, ¿no es cierto? Ahora, si la novia misma…
—Pero yo no permitiría nunca —gritó más fuerte que él, interrumpiéndolo, la vieja señora—, no permitiría nunca que mi hijo…
—¿Cumpla con su deber y haga una buena acción? —preguntó, rápido, Gori, completando él la frase esta vez.
—¡Usted no se entrometa! —le dijo Migri, pálido y vibrante de ira, en defensa de su madre.
—¡Perdóneme! Me entrometo —contestó enseguida Gori—porque sé que usted es un caballero, querido señor Grimi…
—¡Migri, por favor!
—Migri, Migri, y comprenderá que no es lícito ni honesto sustraerse a las exigencias extremas de una situación como esta. ¡Hay que ser más fuertes que la desgracia que aflige a aquella pobre hija, y salvarla! ¿Se puede quedar sola, así, sin ayuda y sin estatus? ¡Dígalo usted! No: este matrimonio se celebrará no obstante la desgracia, y no obstante… ¡tengan paciencia!
Se interrumpió, enfurecido y resoplando: se puso una mano bajo la manga del gabán, aferró la manga del frac y con un violento tirón la sacó y la lanzó por los aires. Todos rieron, sin querer, ante aquella reacción inesperada y sorprendente, mientras el profesor, con un gran suspiro de liberación, continuaba:
—¡Y no obstante esta manga, que me ha atormentado hasta ahora!
—¡Usted bromea! —dijo Migri, recomponiéndose.
—No, señor: se me había descosido.
—¡Bromea! Nos está violentando.
—Porque lo aconseja el caso.
—¡O el interés! Le digo que no es posible, en estas condiciones…
Por fortuna llegó el esposo.
—¡No! ¡No! ¡Andrea, no! —le gritaron de inmediato varias voces.
Pero Gori las superó, avanzando hacia Migri:
—¡Decida usted! ¡Déjenme hablar! Se trata de esto: he convencido a la señorita Reis de que haga acopio de fuerzas, de que se anime, considerando la gravedad de la situación en la que, querido señor, usted la ha puesto y la dejaría. Si usted está de acuerdo, señor Migri, se podría, sin mayores fastos, discretamente, en una carroza cerrada, ir al ayuntamiento, celebrar enseguida el matrimonio… Usted no querrá, espero, negarse. Pero diga, diga usted…
Andrea Migri, sorprendido así, primero miró a Gori, luego a los demás, y finalmente contestó vacilante:
—Por mí… si Cesara quiere…
—¡Quiere, quiere! —gritó Gori, dominando con su gran voz las desaprobaciones de los demás—. ¡Por fin una palabra que sale del corazón! ¡Usted, entonces, vaya, corra al ayuntamiento, amabilísimo señor!
Cogió por un brazo al invitado a quien se había dirigido la primera vez; lo acompañó hasta la puerta. En el recibidor vio una gran cantidad de magníficas canastas de flores, como regalos para la boda, y se acercó al umbral de la sala para llamar al novio y liberarlo de los parientes encolerizados que ya lo rodeaban.
—¡Señor Migri, señor Migri, una súplica! Mire…
Este llegó.
—Interpretemos el sentimiento de aquella pobrecita. Llevemos todas estas flores a la muerta… ¡Ayúdeme!
Cogió dos canastas y volvió así a la sala, sosteniéndolas triunfalmente mientras se dirigía a la cámara mortuoria. El novio lo seguía, con otras dos canastas. Fue una súbita conversión de la fiesta. Más de un invitado fue a la sala para coger otras canastas y llevarlas en procesión.
—Las flores para la muerta: ¡muy bien, las flores para la muerta!
Poco después, Cesara entró en la sala, palidísima, con el modesto vestido negro de la escuela, el pelo arreglado apenas, temblando por el esfuerzo que hacía para contenerse. El novio corrió enseguida hacia ella, la acogió en sus brazos, piadosamente. Todos permanecían en silencio. El profesor Gori, con los ojos brillantes de lágrimas, les pidió a tres señores que siguieran con él a los novios para hacer de testigos, y en silencio se pusieron en camino.
La madre, el hermano, las solteronas, los invitados que se quedaron en la sala, volvieron enseguida a desahogar su indignación, refrenada por un momento ante la aparición de Cesara. Suerte que la pobre madre, en la otra habitación, entre las flores, no podía escuchar a esta buena gente que se declaraba indignada por tanta irreverencia hacia la muerte de ella.
Pero el profesor Gori, durante el trayecto, pensando en lo que, en aquel momento, seguramente se decía de él en la sala, se quedó como trastornado y llegó al ayuntamiento que parecía borracho. Tanto que, sin pensar en la manga del frac que se había arrancado, se quitó el gabán como los demás.
—¡Profesor!
—¡Ah, ya! ¡Por Dios! —exclamó y volvió a ponérselo.
Incluso Cesara sonrió. Pero Gori, que se había de alguna manera consolado diciéndose a sí mismo que, a fin de cuentas, no volvería a ver a aquella gente, no pudo reírse: tenía que volver necesariamente, ahora, por aquella manga que había que devolver, junto con el frac, al comerciante que se lo había alquilado. ¿La firma? ¿Qué firma? ¡Ah, sí! Tenía que firmar, era el testigo. ¿Dónde?
Tramitada con prisa la otra función en la iglesia, los novios y los cuatro testigos volvieron a casa.
Fueron recibidos por el mismo silencio glacial.
Gori, intentando empequeñecerse cuanto más podía, miró por la sala y, dirigiéndose a uno de los invitados, con el dedo sobre la boca, le rogó:
—Despacio… ¿Sabría decirme, por favor, dónde ha ido a parar la manga de mi frac, que he tirado antes?
Y envolviéndola, poco después, en un periódico, mientras se iba a la chiticallando, se puso a considerar que —a fin de cuentas— le debía solamente a la manga de aquel frac estrecho la hermosa victoria conseguida aquel día sobre el destino. Porque si aquel frac con la manga descosida bajo la axila no le hubiera causado tanta irritación, él, en la acostumbrada anchura de su cómoda y consumida ropa diaria, ante la desgracia de aquella muerte imprevista, se hubiera abandonado sin duda —como un imbécil— a la conmoción, a una compasión inerte por la suerte infeliz de aquella pobre joven. Fuera de la gracia de Dios por aquel frac estrecho, había en cambio encontrado en la irritación el coraje y la fuerza para rebelarse y triunfar.