EL MARIDO DE MI MUJER

«El caballo y el buey», leí una vez en un libro, cuyo título y cuyo autor no recuerdo, «el caballo y el buey»

Será mejor dejar en paz al buey. Centrémonos en el caballo.

«El caballo, pues, que no sabe que tiene que morir, no tiene metafísica. Pero si el caballo supiera que tiene que morir, el problema de la muerte se volvería al final, también para él, mucho más grave que el de la vida.

»Encontrar el heno y la hierba es, por supuesto, un problema gravísimo. Pero detrás de este problema, surge el otro: “¿Por qué, después de haber trabajado veinte, treinta años, para encontrar el heno y la hierba, hay que morir, sin saber por qué razón se ha vivido?”.

»El caballo no sabe que tiene que morir, y no se plantea estas preguntas. Pero el hombre, que —según la definición de Schopenhauer— es un animal metafísico (que precisamente quiere decir un animal que sabe que tiene que morir), siempre tiene aquella pregunta ante sí.»

Sigue, si no me engaño, que todos los hombres tendrían que congratularse sinceramente junto con el caballo. Y más aquellos animales metafísicos que, enfermos por ejemplo —como yo—, no solo saben que tienen que morir en breve, sino también lo que pasará en su casa, después de su muerte, y sin poder ofenderse por ello.

Los residuos nunca son límpidos. El humor vital, en las últimas, se acidifica cada vez más, día tras día, en mi interior. Y, llenando estas pocas hojas de papel, quiero procurarme la satisfacción con sabor a agua de mar (satisfacción que sin embargo no sentiré) de hacerle saber a mi mujer que lo había previsto todo.

La idea se me ha ocurrido esta mañana. Y se me ha ocurrido porque mi mujer me ha sorprendido en el pasillo, detrás de la puerta de la sala, tranquilamente inclinado para espiar por el agujero de la cerradura.

—Tú que no eres celoso —me gritó—, ¿qué haces ahí? ¡Mira! Hasta te has quitado los zapatos para no hacer ruido.

Me miré los pies. ¡Descalzos! Era cierto. Y, mientras tanto, mi mujer reía de manera fragorosa. ¿Qué decir? Mascullé unas excusas tontas: que no estaba espiando, que estaba mirando solo por curiosidad; ya no oía el sonido del piano, no había visto al maestro que se iba, y así…

Pero juro que aquellos zapatos (hablando con respeto) me los había quitado mucho antes, sin ninguna intención. Me hacen daño. Y ella, mi querida Eufemia que me ha sorprendido allí, descalzo, tendría que saber por qué me molestan, y no reírse, al menos en mi presencia. Tengo edemas en los pies y, para engañar el tiempo, me los toco: los aprieto, hundo un dedo en ellos y luego me quedo mirando cómo poco a poco vuelven a hincharse.

Eso no quita que haya cometido una tontería imperdonable.

¡Pero si lo sabía, si sé que mi mujer no puede soportar a su maestro de música! Y además estoy seguro, segurísimo, de que —mientras yo viva— ella no me traicionará. No me ha traicionado en todos estos años, ¿y tendría que hacerlo ahora que me queda un par de meses, pongamos: cuatro, seis, como máximo? No: ella tendría paciencia, estoy seguro, incluso si yo siguiera así un año más.

¡Y además, lo conozco, conozco bien al marido (futuro) de mi mujer! Y también por él podría poner las manos en el fuego de que no me dañaría nunca, mientras mi nariz respire.

Es —se entiende— un queridísimo amigo mío. Una auténtica joya. En verdad, no es tan joven. Tiene cuarenta años, casi mi edad. Pero es como si yo tuviera cien años; mientras que él: firme, bien plantado en la vida como una encina en un bosque; y además dotado, como decían los antiguos, «de todas aquellas cualidades que se requieren en un marido perfecto»: costumbres arraigadas, carácter generoso y amabilísimo.

Lo prueban las atenciones que tiene hacia mí.

Casi cada día, para contar una sola, viene con su carruaje para que yo tome un poco de aire. Me ofrece su brazo y me ayuda a bajar la escalera muy despacio, obligándome a detenerme para descansar en los rellanos, después de cada tramo, hasta que haya contado hasta cien; luego, me toma el pulso para controlar su velocidad, me mira a los ojos, me pregunta dulcemente:

—¿Proseguimos?

—Proseguimos.

Y continuamos así, muy lentamente, hasta el fondo. Para volver a subir, después del paseo, él de un lado y el portero del otro, hasta arriba, en una silla.

Me he rebelado, pero en vano. No puedo, es cierto, subir siete escalones seguidos sin que el jadeo me asalte, insoportable; pero quisiera que mi amigo no se molestara tanto; que el portero se hiciera ayudar al menos por alguien más… ¡Qué! Florestano, si pudiera, me llevaría arriba él solo, sin ayuda. A fin de cuentas, no peso mucho (unos cuarenta y cinco kilos, edemas incluidos); y luego pienso: sirviéndome, quiere ganarse la felicidad futura. ¡Dejémoslo hacer!

También mi mujer, Eufemia, por otro lado, está casi feliz de sufrir por mí, y quisiera sufrir más para ganarse, ante su conciencia, ella también, el derecho a disfrutar la vida después, sin remordimiento alguno. Honesto derecho, honestísima compensación, que ni la vida ni la conciencia pueden negarle, y por los cuales yo —repito— no tengo que albergar resentimiento.

Sin embargo, confieso que varias veces casi deseo que ambos sean dos bribones licenciados. La honestidad de sus propósitos, la exquisitez de sus sentimientos, a menudo se convierte para mí en la más refinada de las crueldades, porque yo, incapaz de rebelarme a lo que —sin duda alguna— ocurrirá después de mi muerte, me veo obligado, por ejemplo, muchas veces, a sentarme en las piernas a mi pequeñito, mi único hijo, y a enseñarle a amar, a profesar respeto filial por el hombre que en breve será su segundo padre, y a prevenirlo para que intente no darle nunca motivos de queja. Y le digo:

—Mira, Carluccio mío: tienes las manitas sucias. ¿Qué te dijo ayer el tío Florestano cuando te vio una pincelada de tinta en la nariz? Te dijo: «¡Lávate, Carluccio, o vendrá la policía, ya sabes!». Pero no es cierto: el tío Florestano bromea. Hoy ya no se envía a la cárcel a quien tiene las manos sucias. Pero tú lávatelas, de todas maneras, porque el tío Florestano ama a los niños limpios. Es tan bueno y te quiere tanto, Carluccio mío; y tú también, sabes, tienes que quererlo mucho, y obedecerle, sabes, siempre; y procurar que esté contento contigo. ¿Has entendido, hijito mío?

Y le alabo todos los regalos que él, para complacer a Eufemia, le trae. El pobre pequeñito sigue mis consejos, y ya lo venera. El otro día, por ejemplo, Florestano se lo llevó de paseo y a la vuelta me contó riendo que, mientras caminaban juntos, atravesando una plaza soleada, en cierto momento Carluccio gritó, se detuvo y le preguntó afligido:

—¿Te he hecho daño, tío Florestano?

—No, Carluccio. ¿Por qué?

Y mi pequeñito, ingenuamente:

—He pisado tu sombra, tío Florestano.

Eh, vamos a ver, no: ¡hasta este punto no, pobre Carluccio mío! Has sido un tontito. La sombra, ves, la sombra se puede pisar: el tío Florestano y tu mamita pisarán un día la sombra de tu papá, seguros de no hacerle daño, porque, en vida, se preocuparon mucho por no pisarle ni siquiera un pie.

¡Qué competición de cortesías entre nosotros tres! Y qué gracioso martirio, mientras tanto. Como pobre enfermo, quisiera dejarme llevar; en cambio, me veo obligado a resistir, para pesar lo menos posible sobre ellos que, de otra manera, me dedicarían más atenciones, muchas más discreciones, que me provocan repugnancia, es más, horror. No tendré razón. Pero este espectáculo de nuestra exquisita civilización, de nuestras ceremonias ante el umbral de la muerte, me parece una payasada repugnante. Con guantes blancos e infinitas cortesías me veo dulcemente empujado por ellos hasta este umbral; y ahora me parece que se inclinen y me digan, con una sonrisa graciosa en los labios:

—Pase. ¡Buen viaje! ¡Y quédese tranquilo, sabe que nos acordaremos siempre de usted, tan bueno, tan prudente y razonable!

Me han enseñado que hay que ser sincero. ¿Sincero? Pero la sinceridad, para mí, en este momento, significaría sin más: matar. ¡Dios me proteja! ¿Quién me retiene?

Hablemos un poco en serio. En verdad, si no tuviera fe, si no creyera en Dios, si, en cambio, creyera que la muerte constituye el límite de todo porvenir también para el alma y que, al faltarme la tierra bajo los pies, me acogerán el vacío y nada más, ¿creen que no mataría a Florestano?

Ciertas noches, cuando pienso, en el insomnio, que él se acostará en mi cama, en mi lugar, con todos mis derechos sobre mi mujer y sobre todas mis cosas; cuando pienso que en la cama de la habitación contigua mi hijo, mi huerfanito, algunas noches quizás se pondrá a llorar y llamará a su mamá, y pienso que Florestano tal vez le dirá a mi mujer (que quiere ir a ver a mi hijo): «¡No querida, deja que llore, no salgas de la cama, cogerás frío!», ¡juro que a Florestano yo lo mataría!

En cambio, cada noche, sentado cerca de la ventana, permanezco quieto, contemplando el cielo, largamente. Hay una pequeña estrella, que miro fijamente y a la que a menudo digo, suspirando:

—¡Espérame, iré!

Y a Eufemia, que es hija de un librepensador y afirma que no cree en Dios, le repito:

—Tonta, créelo: Dios existe. Y dale las gracias, ¿sabes? Dale las gracias.

Eufemia me mira, como si le pareciera extraño que yo, Luca Lèuci, pueda decirle esto, yo que —según ella— no tendría, en verdad, ninguna obligación para creer, porque Dios me trata mal, haciéndome morir tan pronto. Pero le dará las gracias, cuando tenga en mano estas pocas hojas de papel, si de corazón ama a su Florestano.

Entiendo bien que aquí la única solución es que yo muera pronto. A veces observo a Florestano que, con los ojos y los suspiros, se esfuerza para que mi mujer entienda los deseos que lo atormentan, ¡pobre hombre! Entonces me imagino a mi mujer con su hermosa cabeza rubia apoyada en el gran pecho de él, en el acto de acariciarle apenas, estirándolos hacia arriba con dos dedos, los largos pelos rojizos de su magnífico par de bigotes… ¡Oh, voluptuosidad! ¡Paciencia, tú también, querida Eufemia mía! Y ciertas palabritas nocturnas, como me las has dicho a mí, abrazándome, pronto se las dirás a él también, casi sin saber decirlas:

—Tesoro mío… Ah, querido… sí, sí… Querido, querido…

Me da por reírme. Entonces ambos, sorprendidos, me preguntan por qué me he reído: salgo con algo divertido y Florestano me observa:

—¡Tú serás viejo, querido Lèuci, y siempre tan burlón!

Pero a menudo no consigo ser burlón, como dice mi amigo. La argucia, sin querer, se vuelve mordaz, y entonces Florestano, en el carruaje conmigo, sufre al escucharme. Yo le digo:

—Si no fuera un feo lugar, te propondría, querido Florestano, que te pusieras un momento en el mío. Te aseguro que te provocaría el mismo efecto curioso que a mí me causa esta posibilidad de ver la vida así (como permanecerá para los demás), en la certeza de que, en breve (tal vez mientras lo estás diciendo) terminará para ti; y poder pensar en lo que los demás harán razonablemente, cuando tú ya no estés.

Hablo claro, pero Florestano finge que no entiende. Y yo continúo:

—Querido Florestano, yo sé, por ejemplo, de la corona de porcelana que vendrás a poner en mi fosa, cuando yazca yo allí.

Florestano sube el tono de voz, y entonces yo me callo y, tan delgado y afligido y pálido como soy, me pongo a mirar desde mi esquinita del carruaje, que avanza al paso por las calles aéreas de Gianicolo, esta dulzura del sol que se pone; la vida, como la saborearán los demás, incluso amarga, ¿qué importa? Este grueso hombre sanguíneo que está sentado a mi lado y suspira; mi mujer que en casa, a la espera, también suspira: ¡y mi hijo, ya sin mí, que un día —pronto— no sabrá ni siquiera quién era, cómo era yo!

—Papá…

Y Florestano, girándose, le contestará descortés:

—¿Qué quieres?

El marido de tu madre, Carluccio, que no es tu verdadero papá. ¿Piensas en ello?

Sin embargo la vida, Carluccio, es tan hermosa…