LA MAESTRITA BOCCARMÈ
Como, pasando por un jardín y alargando de manera distraída una mano, se coge un tierno vástago y se esparcen por el aire sus pocas hojitas y su única flor; así, pasando a través de la vida de Mirina Boccarmè, entonces en flor, un hombre la había torturado por un vano y momentáneo capricho. Tras huir de la ciudad, se había retirado a un pueblito de mar en el sur de Italia para trabajar de maestrita.
Ya habían pasado muchos años.
Apenas terminaba de dar clases, por la tarde, la maestrita Bo-ccarmè solía pasear por el muelle y allí, sentada en el pretil del embarcadero, se distraía mirando las naves amarradas, con los demás ociosos: barcos de tres mástiles y bergantines, tartanas y goletas, cada una con su nombre en la popa: «L’Angiolina», «Colomba», «Fratelli Noghera», «Annunziatella», y el nombre del puerto de inscripción: Nápoles, Castellammare di Stabia, Génova, Livorno, Amalfi; nombres, para ella que no conocía ninguna de estas ciudades marineras, que, escritos en la popa de aquellos barcos, se volvían, ante sus ojos, realidades cercanas, presentes, de un mundo lejano y desconocido que la hacía suspirar. Y ahora llegaban los barcos pesqueros, uno después del otro, con las velas que chirriaban alegres, doblando la punta del muelle; cada uno tenía ya listas y seleccionadas en la cubierta las canastas de la pesca, llenas de algas aún vivas. Mucha gente iba al embarcadero a comprar pescado fresco para la cena; ella se quedaba mirando los barcos, interesándose en la vida de a bordo, por lo que podía imaginar observándola así, desde fuera.
Se había acostumbrado al hedor que exhalaban aquellas aguas estancadas y aceitosas, sobre cuya sombra vítrea, entre barco y barco, apenas se movían unos reflejos trémulos. Disfrutaba viendo a los marineros de aquellos barcos a salvo, ahora, en el puerto, sin pensar que tal vez ellos se morían por volver a algún otro puerto. Y levantando con los ojos toda su alma para mirar, en la última luz, la punta de los altos mástiles, las vergas y las jarcias, sentía, con una alegría embriagada de frescura y una consternación casi de vértigo, un ansia por tanto cielo y tanto mar que aquellos barcos habían recorrido, partiendo desde quién sabe qué tierras lejanas.
Fantaseando así, a veces, engañada por la sombra que se mantenía suspendida en una leve bruma amoratada sobre el mar todavía claro, no se daba cuenta de que, mientras tanto, en tierra, en el muelle, ya había oscurecido y todos los demás ya se habían ido, dejándola sola, sintiendo más fuerte el hedor del agua negra en la playa, que cobraba fuerza a la puesta de sol.
La linterna verde del muelle se había encendido en lo alto de la ruda torre blanca; pero de cerca producía una luz tan débil que parecía imposible que se tuviera que ver viva desde lejos. Quién sabe por qué, mirándola, la maestrita Boccarmè advertía una pena de desaliento indefinido; y volvía a casa, triste.
Pero a menudo, a la mañana siguiente, en el alba silenciosa, mientras los barcos, con aquellas velas desplegadas que no conseguían recoger suficiente viento, zarpaban lentamente del muelle, remolcadas por un barco a vapor, más de un marinero que había salido al aire libre para respirar por última vez la paz del puerto que dejaba y del pueblito aún dormido, se había llevado consigo la imagen de una pobre mujercita vestida de negro que, en aquella hora insólita, había asistido a la triste y lenta partida desde el muelle desierto.
Porque a la maestrita Boccarmè también le gustaba enternecerse así, amargamente, ante el espectáculo de aquellos barcos que dejaban el puerto al alba, y soñaba mirando las velas que, poco a poco, se inflaban por el viento y se llevaban a aquellos navegantes, lejos, cada vez más lejos, en la luminosa vastedad del cielo y del mar, donde los mástiles resplandecían plateados; hasta que la campana de la escuela la llamaba a su cotidiano deber.
Cuando las escuelas estaban cerradas, durante las vacaciones de verano, la maestrita Boccarmè no sabía qué hacer con su libertad. Hubiera podido viajar, con los ahorros de todos aquellos años; le bastaba con soñar así, mirando los barcos amarrados en el muelle o mientras dejaban el puerto.
Aquel verano mucha gente había ido al pueblito para la estación balnearia. En el paseo del muelle había tal multitud que no se podía ni caminar. La suntuosa luz de la puesta de sol meridional, alegres vestiditos de velo, paraguas de seda, sombreritos de paja. ¡Señoras nunca antes vistas! Y las buenas mujercitas del pueblo, todas con la boca y los ojos completamente abiertos. Solo la maestrita Boccarmè: nada, como si nada ocurriera. Allí, en el pretil del embarcadero, continuaba mirando a los marineros que en algunos barcos lavaban la cubierta, tirándose alegremente el agua de los cubos, entre saltos y carreras locas y gritos y risas.
Pero un día:
—¡Mirina!
—¡Lucilla!
—¿Tú, aquí? Llevo media hora mirándote: «¿Es ella? ¿no es ella?». Mirina mía, ¿cómo es eso?
Y aquella señora, entre el estupor respetuoso de las buenas mujercitas del pueblo, abrazó, besó y volvió a besar a la maestrita Boccarmè con la máxima expresión de afecto que la asfixiante estrechez del corpiño le permitió.
La maestrita Boccarmè, sorprendida, abrió apenas las delgadas y pálidas manos en un gesto desconsolado y dijo:
—¡Ha pasado tanto tiempo!
Al decir esto, la angustia de una resignación, tal vez ni siquiera advertida, se le dibujó en los ángulos de los ojos, apenas contrajo la piel del rostro para acompañar aquel gesto de las manos con una mísera sonrisa.
—¿Tú, más bien, qué haces aquí? —añadió, como si quisiera, alejando la conversación de sí misma, alejar también su figura tan cambiada, pobremente vestida, de la curiosidad cruel de la amiga.
Y lo consiguió. Solo una sorpresa como volver a encontrar, después de tantos años y en aquel estado a una antigua compañera de colegio, podría distraer por un momento de sí misma a la hermosa señora Valpieri. Preguntada por ella, no tuvo ni ojos ni un pensamiento para la amiga.
—¡Ah, si supieras!
Y deteniéndose en muchos detalles inútiles, sin pensar que Mirina, que no conocía lugares ni personas, no podía interesarse ni entender demasiado, le narró su historia.
Una historia muy dolorosa, decía. Claramente, los destellos de luz de las numerosas gemas que le adornaban los dedos restaban eficacia a los gestos, con los cuales quería representar las terribles preocupaciones por las dificultades en las que su marido la había dejado.
La maestrita Boccarmè, viendo que las señoras del pueblo la miraban con consideración por la intimidad que aquella hermosa forastera le demostraba, deseaba creer que de verdad había intimidad entre la señora Valpieri y ella, aunque recordaba bien que, en el colegio, nunca había existido, y que, es más, ella, de origen humilde y admitida gratuitamente en aquel colegio, más que por la frialdad desdeñosa de las compañeras ricas, había sufrido cruelmente por el odio bilioso de aquella Valpieri, que —miembro de una noble familia en decadencia— no había sabido tolerar que aquellas compañeras la trataran mal y que la pusieran al nivel de la maestrita.
Ahora la señora Valpieri hablaba, hablaba, sin sospechar la impresión que, en los ojos atentos de una pobre mujercita provinciana, provocaban ciertos curiosos descubrimientos en su rostro y en sus modales.
—¿Ves? —concluyó—. ¡Este año he tenido que contentarme con venir aquí para los baños de mar! Los médicos me los prescriben y no puedo evitarlos. ¡Imagínate si hubiera venido, de no ser así! ¡Ah, qué gente! ¡Qué pueblo, Mirina mía! ¿Cómo lo haces para vivir aquí? ¡Y qué colonia veraniega! ¡No hay hombres; todas mujeres; todas respetables madres de familia! ¡Dios, Dios, me siento ahogar! ¡Suerte que te he encontrado! He alquilado dos (no sé cómo llamarlos) antros, cuevas, donde me provoca repugnancia entrar. Los friego todos los días con agua perfumada. ¿Y tú qué haces aquí? ¿Dónde vives? ¿Me enseñas tu casa?
—¿Mi casa? —dijo la maestrita Boccarmè con una sonrisa incómoda—. Eh, no tengo una propia. Vivo en la casa de la escuela: un pasillo, una habitación (sí, muy aireada) y una cocina tan pequeña que apenas puedo moverme en ella.
—Me la enseñarás —repitió la otra, como si no hubiera entendido—. ¡Ah, ya! Porque tú aquí haces de maestra. ¡Ya! No me acordaba. Maestra de primaria, ¿verdad?
—En verdad, soy la directora. Pero también doy clase.
—¿Sí? ¿Tienes tanta paciencia?
—Hay que tenerla.
—Oh, bravo; entonces tendrás una poca también para mí. Ah, ya no te voy a dejar, querida mía. Serás el ancla de salvación de esta pobre náufraga.
Se detuvo un momento en medio de la calle y añadió, haciendo aspavientos con sus hermosas manos llenas de anillos:
—¡Náufragas de verdad, sabes! Ahora no nos pongamos melancólicas. Vamos a tu casa. ¡Cuántas cosas tengo que contarte sobre nuestras compañeras del colegio! ¡Ah, ya oirás! Pero seguramente tú también tendrás mucho que contarme.
—¿Yo? —dijo la maestrita Boccarmè—. ¿Y qué quieres que te cuente, yo?
Acostumbrada desde hacía tantos años a vivir encerrada en sí misma, apenas una pregunta cualquiera daba señal de querer penetrar en su interior, la desviaba con una respuesta evasiva. Cuando llegó al edificio de la escuela, dijo:
—Aquí, si quieres entrar…
—Ah —dijo aquella, levantando la cabeza para mirar la placa en el portón—, ¿vives precisamente dentro de la escuela?
—Sí, y para entrar en mi habitación, verás, hay que atravesar una clase: la IV.
—¡Ah, para esa aún soy buena, tal vez!
Y entrando en aquella clase, ¡qué maravilla! ¡Mira! ¡Mira! ¡Los bancos alineados, la cátedra, la pizarra, los mapas en las paredes, y aquel olor peculiar de escuela! La señora Valpieri quiso sentarse sobre uno de aquellos bancos y, apoyando los codos encima, con la cabeza entre las manos, suspiró:
—¡Si supieras qué impresión me provoca!
Superado el umbral de la habitación de Mirina, ¡otras maravillas! Se puso a aplaudir: ¡qué nido de paz! E, indicando la cama de hierro, limpita, con su manta de ganchillo hecha a mano y el velo transparente y la faja de muselina:
—¡Quién sabe qué sueños tienes aquí! ¡Dulces, puros!
Pero dijo que ella tendría miedo de dormir sola en una habitación así, con todas aquellas aulas vacías tan cerca.
—¡Cerrarás con llave, imagino!
De pronto, estirando el cuello para ver, con la ayuda de un monóculo, un retratito amarillento, colgado en la pared y notando que la amiga, con el rostro de repente acalorado, se quedaba recta ante el escritorio, como si quisiera esconder justamente aquel retrato, sonrió y la amenazó maliciosamente con el dedo:
—¡Ah, pícara! ¿Tú también? ¡Deja que lo vea!
La apartó dulcemente pero, enseguida, entreviendo aquel retrato, gritó. La maestrita Boccarmè se giró de pronto, palideciendo, y ambas, por un instante, se miraron a los ojos con odio.
—Mi primo. ¿Lo conoces?
—¿Giorgio Novi es tu primo?
Y la señora Valpieri se tapó el rostro con las manos.
—¿Lo conoces? —insistió la maestrita Boccarmè, con aquel instinto agresivo, casi ridículo, de los animalitos inofensivos.
Pero la señora Valpieri, descubriendo ahora el rostro completamente alterado, sin siquiera preocuparse por contestarle, empezó a alterarse, retorciéndose las manos:
—¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Es así! Dime, ¿sabes algo de él?
—¿Qué quieres decir?
—Es así: ¡sin duda! Tengo razones, créeme, para ser supersticiosa. ¿Por qué tienes aquí aquel viejo retrato? Lo has amado, dime la verdad. Eh, lo veo, pobrecita. ¿Acaso fue tu novio?
—Sí —contestó la maestrita Boccarmè, con un hilo de voz.
—¿Y todavía lo conservas? —insistió cruelmente la otra—. ¡Dale las gracias a Dios, hija mía, por haberte librado de él! —se apretó fuerte las sienes con las manos, cerrando los ojos y gimiendo—: ¡Dios, Dios, Dios! ¡Aquí también me persigue como efigie!
—Pero él tiene esposa, hijos —dijo, pasmada, la maestrita Boccarmè.
La señora Valpieri la miró con un aire de irónica compasión:
—Ya, por ti, existe su mujer. ¡Y tú la traicionas así, en solitario, con aquel retrato, lo entiendo! Pero yo te hablo de él precisamente porque su mujer existe y no quisiera ser culpada, mañana, más de lo que merezco.
—¿Tú? ¿Por quién?
—¡Por vosotros! ¿No es pariente tuyo? Te ruego que creas que no se ha arruinado por mí, como van diciendo. Es una calumnia.
—¿Arruinado?
—Sí, sí: ¡negocios fracasados, gastos locos! ¡No por mí, cuidado! Yo fui vilmente engañada. Y ahora, si ahora él ha cometido, como creo, alguna locura, mira, me lavo las manos, me lavo las manos.
—¿Ah, entonces tú…?
—Fui engañada, te digo; y además ahora me calumnian. Vileza sobre vileza. Sin embargo, mira lo que te digo, lo hubiera perdonado, si no me persiguiera desde hace cuatro meses como un perro enojado. ¿Qué quiere de mí? Lo compadezco: ha enloquecido; se ha perdido. Pero yo también me he quedado Dios sabe cómo y en verdad no puedo, no puedo ayudarlo. ¡Si Dios quisiera, si alguien quisiera ayudarme a mí!
La maestrita Boccarmè sentía que se asfixiaba, entre el estupor y la angustia que aquellas noticias le provocaban y la repugnancia que le causaba aquella desvergonzada, que, sin tacto alguno, había osado acercársele en el muelle, ante los ojos de todos, y ahora aquí osaba penetrar en su intimidad para ensuciarle aquel antiguo y vergonzoso secreto, que había representado el tormento de su juventud y que ahora era, en el recuerdo, el consuelo y casi el único orgullo de su vida.
Mientras tanto Valpieri, interpretando el desdén que se transparentaba en los ojos de Mirina, no hacia ella, sino hacia Novi, aumentó la dosis de injurias contra el hombre ausente, siguiendo con su actuación de víctima. Dijo que Novi, quizás, todavía podía salvarse, si conseguía encontrar la caución necesaria para un modesto empleo: doce o quince mil liras. ¿Pero dónde encontrarlas?
—¡Se matará, me ha escrito! Ahora puedes imaginar por qué la vista de aquel retrato me ha provocado tanta impresión. Oh, sabes, este viejo retrato se lo da a todas. También a mí. De otra manera, seguramente no lo habría reconocido. ¡Ya no tiene pelo, imagínate! ¡Y piensa en su desgraciada familia!
—¿Su familia? —prorrumpió en este punto la maestrita Boccarmè, encendida de desdén—. ¡Hubieras tenido que pensarlo antes, me parece!
—¿Tú también me acusas? No te he dicho que él…
—Sí, ¿pero después, cuando supiste que tenía esposa e hijos?
—¡Eh, ya era tarde, bonita! —exclamó Valpieri, con un gesto grosero—. Veo que te acaloras. Demasiado tarde. Entiendo que vosotros… Oh, Dios, si hubiera podido sospechar que tú… Es curioso que Novi nunca dijera una palabra sobre ti, ¿sabes? Y yo justamente he venido a meterme…
Se interrumpió: miró a la maestrita Boccarmè y estalló en una carcajada chillona.
—¡Vete! —le gritó entonces la maestrita, ardiendo, indicándole la puerta.
—Eh, no, vamos —dijo entonces Valpieri, recomponiéndose—, ¿de verdad me echas?
—¡Sí! ¡Vete! ¡Vete! —repitió la maestrita Boccarmè, pisando fuerte el suelo con un pie, ya con las lágrimas en los ojos—. ¡No puedo verte en mi casa!
—Me voy, me voy yo sola —dijo Valpieri levantándose sin prisa—. ¡Cálmese, cálmese, señora directora!
Antes de salir por la puerta, se giró y dijo:
—¡Buenos suspiros y muchos besos al retrato!
Y desapareció, reproduciendo su chillona carcajada.
Una vez a solas, la maestrita Boccarmè arrancó aquel retrato de la pared y lo lanzó con tanta rabia sobre el escritorio que se rompió el cristal del modesto marco de cobre. Luego se tiró en la cama y, hundiendo el rostro en la almohada, se puso a llorar.
No tanto por la deshonra, no; lloró por la recién descubierta miseria de su corazón, burlada y herida; lloró por la vergüenza de lo que había hecho, por aquel retrato colgado en la pared desde hacía tantos años.
Nunca había tenido, nunca, un momento de felicidad desde la niñez; ya había perdido la esperanza e incluso el deseo de tenerla durante el tiempo que aún le quedaba de vida; y entonces, casi mendigando un recuerdo, había vuelto a los días de su mayor tormento, a los únicos días en los que sin embargo, por poco, se había sentido realmente viva. Y había buscado aquel retrato, le había comprado un marco barato y lo había colgado en la pared, no para que lo vieran los demás, sino para sí, únicamente para sí, casi para demostrarse que, mientras tal vez muchas otras maestritas como ella decían (sin que fuera cierto) que también habían tenido en la juventud su romancito sentimental, ella —ahí estaba— lo había tenido de verdad: de verdad había existido —ahí estaba— un hombre en su vida.
¡Cómo se había reído de ella aquella desvergonzada! Era casi nada, sí; un pobre retratito amarillento; uno de los habituales romances que, precisamente por habituales, no conmueven a nadie; como si el hecho de ser habituales tuviera que impedirle el sufrimiento a quien los haya vivido.
Inexperiencia, tontería de niña encerrada desde la infancia, primero en un orfanato y luego en un colegio. Hacía poco que había salido de él con el diploma de maestra y ahora esperaba, angustiosamente, un empleo en la escuela primaria de algún pueblito, privándose de todo para pagar el alquiler de aquel trastero en la ciudad y para mantenerse con los pocos centenares de liras ganadas en un concurso de pedagogía, durante el último año del colegio. ¡Qué providencia había sido aquel concurso! ¡Pero también qué consternación al verse tan sola y libre, ella que siempre había vivido en la clausura! Y una mañana, inesperadamente, se había encontrado así, sola, con un joven que enseguida se había puesto a hablar con ella con la máxima confianza, tuteándola, y llamándola «querida primita». Y por fuerza, desde la primera vez, había pretendido que ella levantara la barbilla del pecho y que no atormentara, con aquellas uñas feas de estudiante diligente, el encaje de las mangas; ¡y que lo mirara a los ojos, así, como quien no tiene nada que temer! De milagro no se había puesto a llorar, aquella primera vez; y con qué fervor había rezado luego a la Virgen para no volver a verlo. Pero aquel había vuelto al día siguiente con una bandeja de pasteles y un ramo de flores, para invitarla a su casa: su madre quería conocer a la sobrinita, a la hija de su querida hermana muerta muchos años atrás. Había ido. Aquella tía, mirándola de los pies a la cabeza, se había mostrado dolida por no poder acogerla en casa, porque Giorgio vivía allí. Y entonces consejos de prudencia, una larga prédica que ella, interpretando (como era fácil hacer) la sospecha que empujaba a la tía a hablar, había escuchado con el rostro ruborizado por la vergüenza. Dos días después, Giorgio había vuelto a visitarla, y entonces Mirina, incómoda, tartamudeando, se había esforzado en hacerle entender que no tenía que volver. Él había recibido con una sonrisa la tímida súplica, y al día siguiente, allí estaba, de nuevo. Pero esta vez Mirina había hablado en serio: o dejaba de venir a verla o hablaría con la tía. Como antes de la súplica, Giorgio se había reído de la amenaza: «¡Vaya, tranquila, es más, será mejor! ¡Así tendré el pretexto para confesarle a mi madre que la amo!». ¡Riendo dicen los hombres estas cosas que a ella le habían procurado tanta angustia y encendido tanto fuego en la sangre! Aquel mismo día había cambiado de casa, sin dejar rastro. Y recordaba las preocupaciones en la nueva habitación, en aquellos quince días que pasaron antes de que él la descubriera; el temor incierto, tal vez más de sí misma que de él, considerando que no volver a verlo hacía que su soledad espinosa estuviera llena de agitación. No sabía verse en aquella nueva habitación, sin embargo mucho más decente que la anterior; iba cada día al colegio a ver a la directora, que le había prometido un trabajo para el año siguiente. Y una noche, apenas regresada, había oído llamar a la puerta y una voz jadeante que le suplicaba para que abriera. Cuánto, cuánto tiempo lo había tenido allí, detrás de la puerta, temblando y suplicándole a su vez que se fuera, que la dejara en paz, que hablara en voz baja, por caridad, para que los vecinos no lo oyeran: era una locura, una infamia, comprometerla de aquella manera, ¿qué quería de ella?
De pronto, considerando que él no paraba de insistir y no se iría, tomó una decisión: se puso el sombrero, abrió la puerta: «Aquí estoy. Salgamos juntos. Ven, ven». Y aquí todos los recuerdos se encendían; el corazón, ya congelado, aún ardía por la llama de aquella noche, que tantas lágrimas no habían conseguido apagar. Entre llamas le había parecido caminar, sola con él, de su brazo, por las calles de la ciudad. Y entre el traqueteo, el fragor de aquellas calles, diferentes le habían parecido las palabras que él le susurraba al oído, apretándole el brazo con el suyo. Ya la llamaba esposita; y así siempre, del brazo, irían por la vida. Ahora había que vencer la oposición de la madre de él.
Volviendo a casa, ya tarde, le había arrancado la promesa, más bien el juramento, de que la acompañaría solo hasta la puerta; pero el precio del juramento era un beso. ¡No! ¿Y cómo? ¿En la calle? Giorgio dijo que no había entendido que se despedirían en el portón del edificio, sino arriba, en la puerta de casa de Mirina: lo había jurado. Después del primer beso, mientras ya sola en la habitación, aturdida y temblando por la felicidad, intentaba quitarse el sombrero, de nuevo, a través de la puerta, oyó la voz de él que le pedía otro, solamente uno más, y basta: se iría, de verdad. Y ella, vencida, finalmente, después de haber dicho que no tantas veces, que no, que no, vencida y obligada por la imprudencia, por la petulancia de él, había abierto la puerta.
Hasta aquí había recordado siempre la maestrita Boccarmè: todo lo bueno.
Como, precipitándose desde la cima de una montaña, un torrente arrastra consigo las piedras que, luego, en los meses secos trazan su curso, así ella, precipitándose de su felicidad, ahora que las lágrimas se le habían secado en los ojos, hacía veinte años que andaba por la vida sobre el camino de piedras que el precipicio le había marcado; andaba, y los pies ya no le dolían; andaba, y los ojos, cansados de la aridez gris del gredal, se habían dirigido hacia la contemplación de la cima de donde había caído. El duelo se había terminado, la desesperación se había convertido en una nostalgia intensa y muda por el bien perdido; y esta nostalgia, poco a poco, en la desolación, se había convertido en un bien por sí mismo, en el único bien.
Después de aquella noche, Novi había desaparecido; Mirina lo había esperado durante varios días; luego había ido a ver a la madre de él, la cual, sin querer entender todo el daño que su hijo le había provocado, la había hospedado durante un tiempo; llegado el nombramiento de maestra la había encaminado hacia su destino.
¡Veinte años! ¡Cuántos barcos había visto llegar al viejo muelle de aquel pueblo, cuántos había visto dejarlo!
Siempre vestida de negro, dulce, paciente y afectuosa con las niñas de la escuela, no solo por el recuerdo de lo que había sufrido por la dureza de ciertas profesoras, sino también porque, por ser niñas, las consideraba más destinadas al sufrimiento que a la felicidad. Con aquella casa en la misma escuela, había vivido apartada de todos, compensándose en secreto con la imaginación y las lecturas, por todas las angustias y las mortificaciones que su timidez le había hecho sufrir. Y poco a poco le había tomado gusto, cada vez más, a cierto amargo sentimiento de la vida que la enternecía a veces hasta las lágrimas por naderías: por ejemplo, si una mariposa entraba en su habitación por la noche, mientras estaba corrigiendo los deberes de los estudiantes y, después de haber revoloteado un rato alrededor de la lámpara, iba a posarse sobre la mesa debajo de la ventana, donde ella estaba sentada, y se posaba leve en su mano, como si la noche se la hubiera enviado para ofrecerle un poco de compañía.
En breve cumpliría cuarenta años; y tal vez sí, el rostro se le había apagado un poco, pero el alma no; por esta necesidad que tenía de fantasear en silencio, de ver su propia vida envuelta en el azul lejano de un cuento, entre todo aquel cielo y aquel mar, y verse tan pequeña.
¡Que no dejara de sentir esta necesidad! Todas las cosas, dentro y a su alrededor, perderían todo sentido y valor, ¡y entonces mejor morir!
Se levantó de la cama. Se había despeinado completamente y tenía los ojos rojos e hinchados por el llanto. Se acercó al único espejo de la habitación, en un rincón, en vilo en el modesto lavabo de hierro esmaltado. Se lavó los ojos, que le quemaban, cogió el peine para arreglarse el pelo.
En los años del colegio, por modestia, pero también para que las compañeras ricas no la acusaran de darse aires de «señorita» para que olvidaran que había sido acogida por caridad, siempre había llevado el pelo como en el orfanato, peinado hacia atrás, muy liso, sin un lazo, sin un adorno y recogido muy fuerte en la nuca. Y así la había visto Novi la primera vez, recién salida del colegio, ¡y qué burlas! Como por las «uñas feas de estudiante diligente». Él le había enseñado aquel peinado que, después de tantos años, todavía utilizaba; un peinado un poco torpe, ya pasado de moda.
Se desató el pelo, sin tocar la raya en el medio, y dejó caer las dos secciones en que lo tenía repartido; cogió por la punta primero una y luego la otra y con leves golpecitos de peine empezó a enrollarlas de manera que a ambos lados de la frente, en las sienes y sobre las orejas, adquirieran un suave y rizado volumen. Sí, peinado así, su pelo parecía mucho, pero le enmarcaba mal el rostro delgado, con las mejillas demasiado hundidas; así le gustaba a él y no sabría peinárselo de otra manera.
Con los ojos aún hinchados por el llanto y sin aquel destello de luz que a menudo los volvía agudos y vivaces, se vio como nunca se había visto hasta ahora: con una infinita pena por aquella imagen con la cual, durante tanto tiempo, se había obstinado en representarse a sí misma. Se dio cuenta de que para los demás no era, no podía ser así. ¿Y cómo, entonces? Se perdió, y nuevas lágrimas, más abrasadoras que las anteriores, le brotaron de los ojos. ¡No! ¡No! ¡Tenía que ser así, todavía! Todavía, pasando por las calles altas del pueblo, pobladas de innumerables niños gritando, desnudos o solo con la camisita sucia y harapienta encima, todavía quería ser observada con amorosa admiración por todas las humildes madres de sus alumnas, que se sentaban ante las puertas de sus casas y la invitaban, cediéndole la silla enseguida para que se sentara un poco con ellas.
—¡Oh, mira! ¡La señora directora!
—¡Venga aquí! ¡Siéntese, señora directora!
Querían saber cómo hacía para encantar a sus niñas con ciertos discursos que ellas no sabían resumirles después, pero que tenían que ser preciosos, sobre las abejas, sobre las hormigas, sobre las flores: cosas que no parecían verdaderas. Y la maestrita, ante la sorpresa de aquellas mujeres, sonreía y contestaba que ella misma no sabría repetir lo que había podido decir en la escuela, debido a que se inspiraba en cualquier caso imprevisto, como una abeja que entraba en el aula o como un geranio que de pronto se había encendido al sol sobre la repisa de la ventana.
Pobre allí, entre pobres, tenía en sí la riqueza (que disfrutaba) de entregarse a las queridas almas de sus alumnas («mis hijitas», como las llamaba); la facultad de emocionarse por todo, de reconocer en un sentimiento suyo, vivo, la alegría de una nueva hojita que se movía en el aire por primera vez, la tristeza de su cocinita cuando, después de cenar, se apagaba, y viendo la miseria de la ceniza en los hornillos, cada noche le parecía que se había apagado para siempre; la sensibilidad hacia lo nuevo, por lo cual si un pajarito cantaba, sabía, sí, que aquel pajarito repetía el verso de todos los demás de su familia, pero sentía que aquel era único y que escuchaba su verso por primera vez, formado allí, ahora, sobre aquella hoja de árbol o en aquel alero del techo, por algo presente, nuevo en la vida de aquel pajarito.
Así se había salvado de la desesperación.
Y todavía, desgraciadamente, cuando había cumplido con sus deberes de maestra y había terminado las otras cosas que tenía que hacer durante el día, si por un momento el cansancio la vencía y veía que su vida de pronto se precipitaba en el vacío, no había conseguido librarse de ciertas turbias inquietudes que la asaltaban y le oscurecían el espíritu; y le provocaban pensamientos malos, y sueños aún peores por la noche. Haber podido descubrir dentro de sí, en los silencios infinitos de su alma, un hormigueo tan vivo de sentimientos, no como una riqueza propiamente suya, sino propia del mundo como lo entregaría a una criaturita suya para que lo disfrutara, y haber permanecido en la angustia de aquella soledad, ¡tan apartada para siempre de cada vida!
Se dio cuenta de que la habitación se había vuelto oscura y fue a encender la lámpara blanca a petróleo que había sobre el escritorio. Vio el retrato arrojado allí con tanta rabia, y le pareció que no había roto ella, con su acto violento, el cristal del marco, sino la carcajada chillona de aquella mujerzuela. Sintió que ahora no podía recoger aquel retrato y que no podría volver a colgarlo en la pared, si antes no resarcía de alguna manera su alma del mordisco venenoso de aquella víbora, del desgarro vil de aquella carcajada. Porque ella no era una mujer que aceptara injurias y ofensas con tal de obtener algo, sintiendo más vivo, en la humillación, el gozo por lo que ha obtenido. Ella no quería obtener nada: había nacido para dar.
Fijó la mirada, de repente encendida, y permaneció un rato escuchando. Él necesitaba doce o quince mil liras para utilizarlas como caución de un modesto empleo: se lo había dicho aquella. Un escalofrío por la espalda. Recogió las manos y frotándose la punta de los dedos entre los ojos y las cejas, se quedó así un rato. Luego, sentándose con prisa al escritorio, sacó del bolsillo la llave del cajón; lo abrió; sacó su vieja libreta de la caja de ahorros para ver exactamente cuánto había ahorrado en tantos años para su vejez, aunque sabía bien que no llegaba a aquella cifra. De hecho disponía de poco más de diez mil liras. Pero pudiendo disponer de aquellas diez…
Sintió inmediatamente la necesidad de decirse a sí misma que no lo hacía por él, para obtener algo a cambio. No quería nada, absolutamente nada, ni la gratitud de él, ni siquiera el recuerdo: ¡nada! Y al principio pensó en enviarle aquel dinero sin hacerle saber que lo enviaba ella. Pero luego, por fortuna, reflexionó sobre el hecho de que, con la presencia de la otra en el pueblo, él (que seguramente no se acordaba de ella) podría suponer que la ayuda le llegaba de Valpieri, a precio de quién sabe qué vergüenza.
No, no: para evitar que cayera en una equivocación tan desgraciada, era necesario —desafortunadamente— que le escribiera y le explicara que, precisamente por la presencia de Valpieri en el pueblo, había podido conocer su situación; y que le enviaba aquel dinero, sobre todo, porque no sabía qué hacer con él, y también porque quería que el recuerdo volviera a vivir en su interior, solo para ella, el recuerdo (¡No de él! ¡No!) de todo el daño y de todo el bien que en un único día él le había procurado. Así. Era la verdad.
Convocado desde el tiempo lejano que lo había teñido de amarillo, vivificado por la sangre de esta nueva herida, ahora podría volver a colgar el viejo retrato en la pared; para sí, únicamente para sí, para sentir todavía, en su interior, envuelto más que antes en la antigua melancolía, el lejano azul de su pobre cuento secreto, y poder seguir mirando con el mismo ánimo aquel cielo, aquel mar, los barcos que llegaban al viejo muelle o salían al amanecer, lentos, en el temblor luminoso de aquellas aguas extendidas hasta donde el ojo se perdía.
Sí, pero si no era el antiguo amor que actuaba como fermento desde lo más profundo de su alma, ¿por qué ahora una especie de embriaguez le llenaba el pecho, y sentía aquel derretimiento que quería desbordarse en nuevas lágrimas, que ya no quemaran?
Por fortuna el espejo estaba en el rincón, y la maestrita Boccarmè no vio cómo, en su pobre boquita marchitada, se dibujaba aquella expresión que suelen asumir los niños antes de ponerse a llorar; ni vio cómo le temblaba el mentón.