AGUA Y ADELANTE

¿Se acuerdan ustedes de Milocca, pueblo beato donde no hay peligro de que la civilización llegue un día u otro, tan resguardado por sus pesadísimos administradores? Estos prevén, a partir de los continuos progresos de la ciencia, nuevos y cada vez mayores descubrimientos, y mientras tanto dejan Milocca sin agua y sin pavimento y sin luz. ¿Se acuerdan?17

Pues bien, he conocido una nueva noticia sobre aquel pueblo feliz y se la quiero contar, incluso a costa de que les parezca inverosímil. ¿De otra manera, cómo quieren saber lo que es verdadero?

Pues es sabido que en Milocca está, como médico de partido, un tal Calajò, que parece gozar en el mundo de los médicos (fuera del pueblo, se entiende) de una buena reputación por ciertas contribuciones suyas —así las llaman— al estudio de no sé qué enfermedades, hoy en día, desgraciadamente incurables.

¿Para qué puede haber sido hecha la ciencia médica? Para ser aplicada, cree ingenuamente el doctor Calajò. Y él la aplica; como, por otro lado, es su deber y como los casos y la discreción le aconsejan. Basta con esto para que en Milocca nadie lo quiera, por principio, sin tener en cuenta el resultado de sus aplicaciones.

Para ser consecuentes, los habitantes de Milocca nunca tendrían que convocar al doctor Calajò a la cama de sus enfermos. Y de hecho me consta que no lo hacen, excepto precisamente en el último momento, es decir, cuando terminan de ser de Milocca y solamente son pobres bestias aterradas por la muerte inminente. Generalmente, para las enfermedades leves (o que al principio creen tales) se sirven de un tal Piccaglione, que tiene en su casa a una sonámbula que lo ayuda en los tratamientos sui generis que suministra a los enfermos.

Piccaglione es precisamente el médico que necesita Milocca: no está licenciado; no pretende ser un científico; no compromete de ninguna manera a la ciencia, de la cual públicamente se ha excluido con aquella ridícula sonámbula. Y sirviéndose de él se obtiene además esta no despreciable ventaja: se evita al farmacéutico, porque Piccaglione siempre lleva en el bolsillo toda su farmacia, en una caja que se abre como un libro, repartida a ambos lados en muchas casillas, cada una con un frasco de cristal lleno de granitos de azúcar empapados en alcohol con las esencias homeopáticas. Cinco o seis de aquellos granitos debajo de la lengua, ¡y adiós! Curación segura. Porque luego, las personas que Piccaglione no consigue curar con sus granitos, no las mata él, sino Calajò, ¡maldito sea! cuando lo han llamado.

Al oír estas maldiciones hacia el doctor Calajò, Piccaglione, que es un hombrecito tan alto como un brazo pero con una cabezota peluda, se mira las manitas que tal vez le provocan repugnancia también a él por lo delgadas que son, y con unos deditos pálidos y peludos como brugos. Se hace el distraído. Le preguntan una cosa y contesta a otra.

Mientras tanto, las campanas de las ocho iglesias tocan a muerto; y el doctor Calajò se queda en casa, escondido.

No por miedo. Tiene la conciencia tranquila. Llamado, como siempre, en el último minuto, les ha preguntado a los parientes del moribundo si lo han llamado por error, en lugar de llamar al cura; y ha vuelto a su casa para estudiar.

¡Ah, si los habitantes de Milocca supieran dónde estudia el doctor Calajò! En un desván que recibe la luz de un ojo de buey, que, en la sombra enmohecida y hedionda, se abre al fondo, resplandeciente.

Para no ser molestado por el ruido de sus hijos, ha colocado allí una mesita con las patas cortadas; salta por las vigas del techo, encorvado para no golpear con la cabeza la cobertura del techo que recuerda la forma de una cabaña, y pone las piernas extendidas bajo aquella mesita, sentándose sobre una tabla puesta entre una viga y la otra; y en aquella linda posición resiste cuatro o cinco horas, hasta que su mujer viene a llamarlo para una visita imprevista o porque ya está lista la comida; y entonces tiene que levantarse —¡ahí te quiero ver!— con aquellas pobres piernas que ya no siente, adormecidas y hormigueantes después de tantas horas de inmovilidad.

A menudo, si el viento abre en la terraza la puerta por donde se entra en aquel desván, las golondrinas y las palomas de su mujer se asoman vacilantes para curiosear; graznan enloquecidas, sacuden la cabeza, rápidamente, para observarlo de soslayo, luego se giran, le dejan una señal de su desaprobación, y se van. Y todas las vigas están plagadas de todas aquellas desaprobaciones; pero constituyen el problema menor; está, más ostensible, el olor que dejan los gatos, y también las ratas; y luego, aquel aire que sabe a polvo marchito en la humedad de una sombra perenne.

Pero Calajò no se mueve: no advierte nada, sigue estudiando, sin preocuparse ni de Piccaglione, ni de los habitantes de Milocca, de si no lo llaman o de si lo llaman en el último momento y mueren como tantos otros perros.

Ya, pero en Milocca también hay un farmacéutico, cuyas lociones y mixturas, sales y ungüentos y venenos y polvos duermen en un sueño que a menudo parece eterno, en las estanterías de la farmacia.

—Eh, lo sé, querido doctor, usted habla así porque el ayuntamiento subvenciona su ocio, y Piccaglione permite su comodidad. ¿Pero yo? Usted piensa en sus libros, pero, perdone: hay una población entera que tendría que ser confiada a sus cuidados; la ve morir con los granitos de aquel impostor en la boca, ¿y no siente escrúpulos ni remordimiento? Es su sacrosanta obligación defender a esta población, defenderla incluso si no quiere ser defendida; ¡defenderla contra su ignorancia y su locura! ¡Y no le hablo de mí!

Insiste hoy, insiste mañana, el farmacéutico le ha arrancado por fin al doctor Calajò la promesa de que presentará una denuncia formal al prefecto, contra Piccaglione, para que le sea prohibido el ejercicio abusivo de la profesión de médico.

¡Qué tragedia! Como se difunde en Milocca la noticia de aquella denuncia aún por escribir, todo el pueblo se agita; alcalde, asesores, consejeros comunales, se precipitan enfurecidos a la casa del doctor Calajò para protestar, para amenazar.

Y entonces el doctor Calajò —hace años que deja correr el aire sin abrir nunca la boca ante nadie— se rebela contra todos, indignado, y grita que la denuncia aún no la ha hecho, pero que la hará y no solo contra Piccaglione, sino también contra el alcalde y contra la Junta y el Consejo Municipal, que osan proteger a un impostor con tanta argucia y descaro.

El caso se vuelve serio, la agitación del pueblo crece hora tras hora. Se adelanta, tranquilo y sonriente, el hombrecito con su gran cabezota peluda, y sus asquerosas y delgadas manitas que se mueven flojas en el aire, aconsejando prudencia y paciencia.

Con aquel gesto, en silencio, como seguro de sí mismo, de la cafetería de la plaza ven que se encamina hacia la casa de su enemigo. Al subir la escalera saca del bolsillo una serie de tarjetas escritas a lápiz y, como el doctor Calajò en persona viene a abrirle la puerta, antes de que tenga tiempo de sorprenderse por su visita, le pone en la mano dos o tres de aquellas tarjetas y levanta un dedo hacia la nariz para señalarle, como hombre que sabe mucho, que no desperdicie aliento inútilmente.

—Lea, y luego haga como le parezca.

Calajò ojea aquellas tarjetas y:

—¿Mi mujer? —exclama, pasmado.

Piccaglione, sin alterarse, contesta:

—Por unos cólicos de sus hijos.

Aquel se lleva las manos a la cabeza, y con los ojos de quien siente la tierra faltarle bajo los pies, repite:

—¡Mi mujer!

Y Piccaglione:

—La última tarjeta, mire, no está fechada más tarde que ayer. Pregúnteselo. No podrá negarlo. A sus hijos, doctor, nunca los he visitado, porque las consultas, preguntas y respuestas, siempre han sido por escrito, con estas tarjetas enviadas por la sirvienta, que puede ser testigo. Mire, ahora usted, si le parece adecuado hacer la denuncia. Además, temo desafortunadamente que sus hijos, por los síntomas que su mujer me describe, tengan escarlatina.

Al decir esto, Piccaglione le da la espalda y se va.

Calajò se queda pasmado. Apenas puede retomar aliento, llama:

—¡Lucrezia! ¡Lucrezia!

Llega una pobre y mísera mujer, sin edad, con ciertos ojos atroces, velados y entornados, como si los párpados le pesaran uno más que el otro. Encogida de hombros, tiene joroba, detrás, bien marcada por la chaqueta verde desteñida: la joroba de las pobres madres agotadas por el cuidado de los hijos y de la casa.

Ella no niega. No niega y no se disculpa. Tendría que acusar, en cambio; porque aquel hombre que ahora llora y se muerde las manos por la rabia, gritando que ha sido traicionado por su misma compañera y culpándola del peligro mortal que amenaza a sus hijos, tal vez ni siquiera sabe bien cuántos hijos tiene y quién ha nacido antes y quién después; no los ve nunca; nunca los ha querido en la mesa, porque también a la mesa se lleva algo para leer y no quiere ser molestado; podría decir que, precisamente por eso, para no molestarlo, siempre le ha escondido las leves enfermedades de sus hijos; pero sabe que mentiría si dijera eso, y no lo dice.

La verdad es que ella, como todos los habitantes de Milocca, y además con un íntimo y profundo rencor, no ve bien la ciencia de su marido y desconfía de ella; lo considera peligroso, ya que no puede no ser una locura toda aquella obstinación en el estudio, en el desván.

Se pone a llorar desesperadamente, pero sin sombra de remordimiento, apenas él, en la habitación de los niños, después de haberles observado la garganta, se levanta de las camas donde yacen, inflamados de fiebre y con todas las carnes tomadas por la enfermedad, y se pone a gritar que están perdidos, perdidos, perdidos.

Hay que telegrafiar urgentemente para que de la ciudad vecina llegue rápidamente un médico con suero de Behring. Mientras tanto, tiene la generosidad de no ensañarse con su mujer, y solo piensa en salvar a sus niños, si puede.

Desgraciadamente, cualquier remedio es vano. Los dos niños, a pocas horas de distancia uno del otro, mueren; por suerte, pronto, como hacen los pajaritos.

Y entonces el doctor Calajò puede experimentar dentro de sí el más espantoso de los fenómenos: la conciencia, lucidísima, de haber enloquecido.

Tiene la idea abstracta de su dolor, es decir, del dolor de un padre que haya perdido con pocas horas de diferencia a dos hijos; pero le parece que realmente no siente nada, y que llora como un comediante en la escena, solo por la idea de la desgracia terrible que le ha tocado; llora, de hecho, y se llama bufón y luego ríe y grita que no es verdad y que no siente nada.

El joven colega llegado desde la ciudad lo mira estupefacto e intenta consolarlo. Consuelos inútiles, pero que sin embargo se dan.

—Y ahora verá —le grita Calajò—, ¡ahora serán capaces de decir que yo he matado a mis propios hijos! ¿No lo cree? ¡Sí! ¡Me odian, me odian porque no soy como ellos! Aquí todos están a la perpetua espera de lo que traerá el mañana. Aquí no se fabrican casas porque mañana, mañana quién sabe cómo se fabricarán las casas; no se piensa en iluminar las calles, porque mañana quién sabe qué nuevos medios de iluminación descubrirá la ciencia, ¡mañana! Y así yo también tendría que quedarme a la espera del remedio de mañana, se entiende, para todos los que no tienen la muerte en la boca; porque cuando la tienen, eh, son viles entonces, y quieren el remedio de hoy, ¡y cómo lo quieren!

—¿Ah, sí? —dice el joven colega—. Y usted, perdone, ¿por qué no se pone a hacer el médico como lo quieren en Milocca? ¡Agua y adelante!

—¿Cómo que agua y adelante? —pregunta aturdido Calajò.

Y aquel:

—¡Sí, ilustre colega, agua, agua natural, teñida de rojo o de verde con algún siropito, y adelante!

Pues bien, este consejo, tal vez dado para aliviar con una broma el dolor del padre y del científico, se clava como un tornillo en el cerebro del doctor Calajò, un poco trastornado por la doble desgracia. Durante varios días se mueve por la casa como una mosca sin cabeza; pero de vez en cuando se para y estalla inesperadamente en una fragorosa carcajada. También durante la noche se sienta en la cama para reír como un loco.

—¡Agua y adelante! ¡Seguro! ¡Agua y adelante!

Su mujer, convertida en la sombra de sí misma, no puede vivir tranquila. Y apenas se entera de que aquel joven médico, por su cuenta, ha efectuado la denuncia y que Piccaglione, en respuesta, sin ni siquiera esperar la interdicción, ha cogido sus cosas y se ha ido con la sonámbula, interroga a la propia conciencia y permanece en angustiosa perplejidad, por si tiene la obligación de advertir secretamente a los ciudadanos de Milocca de que tengan cuidado con su marido, que se ha vuelto loco.

Estamos, hasta ahora, en este punto.

Y no sé si hasta aquí, lo que me ha sido referido como verdadero, les haya parecido verosímil.

Lo inverosímil, señores míos, llega ahora; y lo siento cordialmente por la ciencia médica. Lo inverosímil es que tienen razón ellos, los ciudadanos de Milocca.

Porque desde que el doctor Calajò, para vengarse, se ha puesto a recetar a los enfermos su «agua y adelante», los enfermos —que parecían muertos— se curan todos.

17 Véase el cuento «Las sorpresas de la ciencia».