COMO GEMELAS
Una lamparita encendida debajo de un retrato de Pío X alumbraba, a duras penas, la habitación donde el marqués don Camillo Righi se había retirado para no oír los gritos de su mujer, que estaba de parto.
Pero aquellos gritos desgarradores llegaban allí también, y don Camillo estaba obligado a taparse fuerte los oídos con ambas manos, y encogido, contraído como si aquellos dolores de parto aullaran también en su vientre, levantaba los ojos llenos de dolor y envilecimiento hacia el retrato de Su Santidad, quien, con la sonrisa afable e indulgente en el amplio rostro pacífico, parecía aconsejarle calma y resignación, calma y resignación al marquesito, hijo de su viejo guardia noble, ahora él también guardia noble de su santo sucesor.
Tal vez don Camillo seguiría aquel mudo y augusto consejo paternal, si tuviera la conciencia tranquila, es decir, si cierto remordimiento no le hubiera acrecentado la pena por los dolores que en aquel momento soportaba su mujer. No conseguía, entonces, debilitar aquel remordimiento con todas aquellas consideraciones que, en otro tiempo, con la mente serena, cuando no sentía sobre él —como ahora— el desdén divino y el miedo del castigo, no solo bastaban para justificar la culpa ante sus propios ojos, sino que casi se la borraban completamente.
Su mujer, de hecho, ya no era en aquel momento la mujer gélida, severa, adusta que, para que la dejara en paz, le había autorizado a buscar en otro lugar aquel calor de afecto que, en vano, había buscado en ella; sino una pobre criatura en peligro que sufría atrozmente por su culpa, sin poder encontrar una compensación, un consuelo por aquel sufrimiento en el amor y en la fidelidad de él.
La piedad no podía bastarle; y, de hecho, poco antes, ella lo había echado de la habitación, irritada, incapaz de soportar su presencia, tan compungido y afligido, y se había agarrado fuerte a su madre, vacilando:
—¡Ay, mamá, me muero! ¡Cuánto sufro, madre mía, cuánto sufro!
¡Y no podía hacer nada! En aquel momento le había parecido incluso guapa, tan transfigurada por la horrenda tortura.
Hacía varios minutos que los gritos habían cesado. En aquel silencio de espera angustiosa, de pronto se despertó en el marqués la esperanza de que el parto hubiera ocurrido, ¡por fin! Y salió de la habitación, precipitadamente. Pero enseguida se cruzó con dos camareras que iban con prisa hacia la habitación de la gestante.
—¿Todavía?
Asintieron con la cabeza, sin girarse, y se fueron.
En la amplia sala con el techo altísimo, decorada con lúgubres y antiguos muebles, ante aquella habitación, encontró al obstetra rodeado por otros parientes de su mujer, que acababan de llegar.
—Dolores de parto prolongados —murmuró el médico—. Va para largo. Pero tranquilo, marqués: no hay peligro.
Don Camillo estaba por volver a encerrarse en la habitación, cuando un sirviente se le acercó para anunciarle en voz baja que alguien preguntaba por él.
—No puedo atender a nadie —contestó el marqués, con fastidio—. ¿Quién es?
—Un viejito, no sé. Dice que tiene que hablar con Su Excelencia de algo grave y urgente.
Don Camillo hizo un gesto de irritación, comprendiendo de quién le llegaba aquel recado.
—Que pase —dijo luego.
Aquel viejito entró con la vacilación de un pollo extraviado. Oprimido por la riqueza solemne y austera de la casa, casi sin oír sus propios pies sobre aquellas alfombras espesas, se inclinaba torpemente a cada paso.
—Sé quien lo envía —le dijo en voz baja el marqués—. ¿Adelante, qué tiene que decirme?
—Señor marqués, Excelencia… la señora Carla…
—¡Ssh… en voz baja!
—Sí, señor, dice… si usted puede venir un momentito…
—¿Ahora? ¡No puedo, no puedo! Dígale que no puedo —contestó alterado el marqués—. ¿Y por qué, además? ¿Qué quiere?
—Los dolores del parto, Excelencia —dijo tímidamente el viejo—. Han empezado los dolores del parto.
—¿Ella también? ¿Ahora? ¿Los dolores del parto también a ella?
—Sí, señor, Excelencia. Yo mismo he ido a buscar a la comadrona. Pero Su Excelencia no se preocupe: irá todo bien, con la ayuda de Dios.
—¿Qué ayuda de Dios? —saltó don Camillo—. ¡Ese es el diablo! La marquesa…
Se interrumpió, sacudió las manos, apretó los ojos. ¡Ah, ambas, castigo de Dios! ¡La mujer y la amante al mismo tiempo, castigo de Dios!
—Pero… ¿cómo? —intentó preguntar, volviendo a abrir los ojos.
Vio ante sus ojos a aquel viejito turbado y perdido e instintivamente sintió la necesidad de sacárselo de encima.
—Váyase, váyase —le ordenó—. Dígale que… si puedo… en breve… ¡Ahora váyase, váyase!
Y se escapó para encerrarse en la habitación oscura, con la cabeza entre las manos, como si temiera perderla, su pobre cabeza. No sentía las piernas: cayó sentado sobre un sillón y se retorció, se acurrucó casi para esconderse a sí mismo: ira, vergüenza, angustia, remordimiento, le provocaron tal violencia interior que hincó los dientes en un brazo y meneó la cabeza hasta desgarrar la manga. Se levantó: «¿Cómo?», se preguntó de nuevo, «¿Carla, los dolores de parto? Entonces, ¿se ha equivocado? ¡Dios, qué ruina, qué ruina, qué ruina!».
Se acordó de pronto de que el médico le había dicho que quedaba tiempo para que su mujer pariera: fue al guardarropa, sacó del armario el abrigo de piel y el sombrero y salió con furia, diciéndole al sirviente:
—¡Enseguida vuelvo!
Apenas afuera, se metió en un coche de caballos, gritándole la dirección al cochero:
—San Salvatore in Lauro, 13.
Un cuarto de hora después estaba en la vieja plaza solitaria. Subió la escalera a zancadas. La puerta, en el último piso, estaba entrecerrada.
Tras dar unos pocos pasos en el recibidor, don Camillo se tropezó con un maniquí de modista; con el golpe, otro maniquí, detrás del primero, le cayó en la cabeza; el marquesito, ya con el pie levantado, se lo encontró entre las piernas; él también cayó. Por el ruido, apareció una vieja con una cofia y una lámpara en la mano. Pero don Camillo ya se había levantado y le daba una patada a aquel aparato de mimbre.
—¡Malditos engorros!
—Señor marqués, ¿se ha caído? ¿Se ha hecho daño?
—No, nada. ¿Carla?
—Eh, ya, aquí estamos… Adelante.
En la habitación vecina tronó la voz imperiosa de Carla.
—¡Déjenme hacer! ¡Quiero pasear y paseo!
De hecho, don Camillo la encontró de pie, destapada y majestuosa, con el magnífico pelo rojo desordenado alrededor del hermoso rostro pálido.
—¡Carla!
—¡Marqués bribón! Oh, ¿qué te pasa, hijo mío? ¿Tu mujer también? ¡Lo sabía! ¡Ánimo, querido, no es nada! Así parecerá que has parido tú, dos veces. Ay, ay… ay, ay…
Le puso las manos en los hombros, apoyó su frente húmeda en la frente de él: permaneció así un momento.
—¡Nada: ya ha pasado! Sécate la frente, perdóname y quítame una duda. Marqués, ¿le has dicho un varón a tu mujer?
—No entiendo…
—¿Le has dicho que te diera un varón?
—No, no le he dicho nada.
—¡Te dará una niña, puedes estar seguro de ello! Vete, sal un momento ahora, y no te asustes. Enseguida tendrás un varón: de mí, ¡cuenta con ello! De inmediato, sí. Veo que tienes prisa.
Don Camillo sonrió, sin querer, y se retiró a la habitación vecina.
¡Extravagante en los modos y en el lenguaje, incluso en aquel momento, qué diferencia!
Aburrido, oprimido y contrariado en todo por su esposa, solo al ver a esta mujer se sentía reanimado enseguida: otro hombre. ¡Qué mujer! Emancipada y franca, con la exuberancia de una vitalidad endiablada, a veces incluso indiscreta en la furia de hacer el bien, sincera, vehemente, cariñosa, le había comunicado un fuego, un fervor, del cual nunca se había sentido capaz. ¡Y qué dignidad! Nunca había querido aceptar de él más que algunos regalitos de poca importancia, como testimonio de su afecto.
—Soy más rica que tú —le decía—. ¡Coso y como!
De hecho, servía a las familias aristocráticas y burguesas más conspicuas, y también había sido la modista de la marquesa Righi; pero esta la había maltratado y contrariado tanto en sus gustos, en sus sugerencias, que había jurado vengarse, no tanto por el despecho que había sentido, sino por piedad hacia aquel pobre marquesito que con los ojos siempre le había demostrado que estaba de acuerdo con ella, que él también era una víctima de aquella mujer delgada, descortés e insufrible. Y hacía un año y medio que el marquesito Righi, amado por Carla, se sentía realmente otro hombre.
Un largo aullido, casi bestial, despertó a don Camillo de estas reflexiones. Se levantó. Oyó la voz de la comadrona, que decía:
—¡Hecho! Calla. Bravo.
¡Entonces era padre! ¡Ya padre! Lo invadió una extraña ansia por ver a la criaturita que en aquel instante, gracias a él, entraba en la vida. ¡Pero eran dos, dos, aquella misma noche, Señor, Dios! Quizás en aquel mismo momento, en su palacio, nacía otra criaturita, también suya. ¡Y él estaba todavía aquí! El ansia, pensando en ello, se convirtió en agitación. ¿Todavía? ¿Todavía?
—¡Señor marqués!
Don Camillo corrió. Carla, desde la cama, palidísima y abandonada, le sonrió.
—Es una niña, ¿sabes? Encontrarás al varón en el palacio. ¡Ve, dame un beso y escápate, querido!
Righi se inclinó para besarla apasionadamente; pero antes de irse a su casa, quiso ver a la niña. Se arrepintió. Vio a un pequeño monstruo morado, que provocaba repugnancia.
—Verá, eh, verá que en unas horas… —le dijo la comadrona—. ¡Más hermosa que su mamá!
Poco después, en su palacio, el marquesito no pudo recordar lo que había dejado en la plaza solitaria de San Salvatore in Lauro.
Su mujer había muerto en el parto, ¡media hora antes!, dejando a una pobre niña, casi muerta.
Pasaron más de tres meses antes de que el marqués don Camillo Righi fuera a ver a su amante y a su otra hija.
Encontró a Carla esperándolo, segura de su regreso; vestida de negro. Al principio, al verla, ni siquiera se dio cuenta de ello, tan natural le pareció.
Carla no intentó consolarlo de ninguna manera; le pidió información sobre la pequeña, que don Camillo había confiado a una nodriza.
—Tres nodrizas en pocos días. Si vieras: ¡un esqueleto! No sé qué hacer. Todos me han demostrado un duro corazón, un corazón negro…
—¿Los parientes de ella?
—¡Figúrate! ¡Me han dejado solo! Mientras tanto tengo miedo de que tampoco esta nodriza tenga suficiente leche.
Le expresó el deseo de volver a ver a la niña.
—¿La has bautizado?
—Aún no. He querido esperar a que decidieras tú.
La vieja tía la trajo. ¡Qué hermosa, qué hermosa era esta niña! En lugar de alegrarse, don Camillo se puso a llorar, pensando en su otra niña, mísera, huérfana, desgraciada.
Carla le rodeó levemente el cuello con un brazo:
—Oye, Milo —le dijo—, tu pobre niña sin madre… Si quisieras… ¿Sabes? Tengo leche para dos…
Y los ojos le brillaron enseguida a causa de las lágrimas.
Un escalofrío de ternura recorrió todas las fibras de don Camillo; se tapó el rostro con las manos y, estallando en sollozos, abandonó la cabeza en el regazo de Carla.
Oh, no, no: en la desgracia que lo había aterrado, en guerra con todos y consigo mismo, no podía resistir sin aquella mujer ferviente y fuerte.
Decidió alejarse para siempre de Roma. Se retiraría a sus tierras de Fabriano. Rogó a Carla que aceptara por amor suyo aquel refugio, se puso de acuerdo con ella e hizo que partiera antes, con la niña y aquella vieja tía.
Unos veinte días después, cuando todo estuvo arreglado, él también partió hacia el campo, con la pobre niña sin madre.
Desde el primer momento, Carla demostró hacia ella afecto y cuidados más que maternales. Tanto que el mismo don Camillo casi sintió remordimiento por aquella otra niña, que también era suya, temiendo que fuera descuidada demasiado.
—No, ¿qué dices? Milluccia, por el momento, no me necesita tanto. Titina, en cambio, sí. ¿Ves qué hermosa se ha vuelto?
En aquellos pocos días la niña había realmente florecido, con la primavera que ahora reía y brillaba desde el campo en todas las ventanas de la villa, llena de sol. Todavía, al lado de la otra, en la cama común, parecía más pequeña.
—Verás como en unos meses parecerán gemelas, y no sabremos distinguir entre una y la otra.
Don Camillo Righi sabía de la indignación que había provocado en Roma, entre los parientes y los amigos, la noticia escandalosa de que él había confiado a la amante su propia hija, para que la criara. Pero quería que todos vinieran aquí, todos, para ver a aquellas dos pequeñitas, una al lado de la otra, y el amor y los cuidados de aquella madre hacia ellas.
—¡Imbéciles!