UN MATRIMONIO IDEAL

Antes de irse a Rumanía, para realizar no sé qué empresa, Poldo Carega, ingeniero contratista o —como se denominaba a sí mismo en sus tarjetas— «emprendedor-empresario de obras públicas», poniéndose las dos manos peludas sobre el pecho hercúleo, solía decir:

—¡Yo soy el continente!

Y pasando los brazos alrededor del cuello de su mujer y de su hija:

—¡Y estas, mis islas!

Porque su mujer había nacido en Sicilia y su hija en Cerdeña.

Regresando a Italia después de casi cuatro años de ausencia, no esperaba encontrarse con una de las dos islas, Cerdeña (es decir, su hija Margherita), convertida en… ¿qué Rusia, queridos míos? ¡Digamos en Europa, y me quedo corto! Digamos incluso en el mapamundi.

¡Pobre Poldo Carega, le pareció una traición! Al principio se quedó sorprendido, mirándola de arriba abajo:

—Oh, Dios, Margherita, ¿qué has hecho?

Luego se volvió hacia su mujer, como si por culpa de ella la hija hubiera crecido tanto, y su cólera se agudizó tanto que parecía enloquecer.

La mujer, muy afligida, gemía:

—¡Pero si te lo he escrito y reescrito, Poldo mío, tantas veces! ¡Te lo he escrito casi en cada carta!

Sí, en verdad, se lo había escrito y reescrito; ¿pero cómo hubiera podido Poldo Carega creerlo? Desde lejos, aquel crecimiento prodigioso de su hija le había parecido una de las habituales exageraciones de su mujer.

—¡Exageraciones, ya! ¡Porque yo para ti siempre he sido una exagerada!

Esta era una espina para la señora Rossana, es decir, el concepto que todos, no solamente su marido, se habían formado de ella: que era una exagerada.

Este concepto dependía, según creía, de la desgracia común a toda la familia: la estatura excesiva.

Por la suya la señora Rossana sentía un despecho áspero e inquieto, porque le impedía ser —como hubiera querido y como en su interior se sentía— una gatita sentimental. Tan larga, delgada y lánguida, sufría, sufría tanto; pero nadie quería creer en sus debilidades, en sus sufrimientos y todos, sonriendo, le contestaban: «¡Vamos, vamos a ver, Rossana, son exageraciones!».

—Pues bien, aquí está: ¡mira ahora mi exageración!

Y la señora Rossana, indignada, le señalaba a su marido a la hija, que era realmente una exageración.

Mientras tanto Margherita lloraba, mirando a su padre, que se había puesto a su lado, o mejor, debajo, para medir en cuánto ella lo había superado.

Al menos un palmo y medio. Pero parecía el doble. Porque no se trataba solo de la estatura; o más bien la estatura por sí misma no sorprendería tanto si no la volvieran espectacular la corpulencia desmesurada, el volumen de las mejillas y de la doble barbilla y del pecho y de las caderas poderosas.

Pero en la exuberancia asfixiante de tanta carne se abrían, como perdidos, dos ojos límpidos y claros, de niña, que provocaban pena y miedo al mismo tiempo. La misma pena y el mismo miedo que quizás tenía que sentir el alma de Margherita por el propio cuerpo crecido tan enormemente. A medida que este iba aumentando, hasta asumir aquellas proporciones monstruosas, en su interior el alma aterrada seguramente había tenido que empequeñecerse, con ciertos deseos tímidos y angustiosos de tocar las pequeñas cosas gentiles y delicadas, sin embargo sin osar tocarlas para no verlas desaparecer al contacto devastador con las manos.

Comía como un pajarito; se podía decir que casi no comía. ¡Pero no servía para nada! Hacía más de dos años que no salía de casa, porque todos por la calle se giraban y se paraban sorprendidos para mirarla. En casa permanecía sentada lo más que podía, para no darse a sí misma el espectáculo de su grandeza, al ver todos los objetos de las habitaciones tan pequeños y bajos. Naturalmente, esta falta de movimiento había recargado su gordura cada vez más; pero ya se había resignado a su desgracia; no quería pensar en nada; había días en los que ni siquiera se peinaba, y se quedaba tumbada, inerte, leyendo o mirándose las uñas. Así…

Poldo Carega, simpaticón, gritón, un polvorín antes de la partida a Rumanía, se convirtió, inmediatamente después del regreso, en un funeral. Fui a verlo, a los pocos días, para hablarle de negocios: no quiso ni siquiera escucharme.

—¿Cómo quieres que me importen los negocios? —exclamó, inquieto—. ¡No me importa nada, querido mío!

Había trabajado con tesón durante muchos años para su única hija, para el porvenir de ella, y año tras año su amor paterno había crecido tanto… Pero ahora su hija, como por una apuesta silenciosa, aprovechándose de la larga ausencia de él, de acuerdo con su madre (nadie podía quitarle de la cabeza a Poldo Carega que su mujer no tenía nada que ver), decía:

—Ah, ¿tu amor por mí crece año tras año? ¡Espera que ya te dejaré ver cómo crezco yo también en pocos años! Me volveré tan grande que tu amor no podrá abrazarme.

Y, de hecho, se le habían desplomado los brazos al verla, ¡pobre Poldo Carega! ¡Pero no solo los brazos, también el alma y el aliento, y todos los sueños que había tenido para ella, todas sus esperanzas!

Para decir la verdad, no tuve el coraje de consolarlo. Sabía que él, cuatro años atrás, antes de irse a Rumanía, no hubiera visto mal a su regreso —es decir, cuando su hija tuviera la edad adecuada— un matrimonio de ella conmigo. Me fui, silencioso, con el rabo entre las piernas, apenas me surgió este recuerdo y, cuando estuve bastante lejos, empecé a reflexionar amargamente:

«¡Es realmente una desgracia sin remedio, pobre Carega! Él lo entenderá: ¡un hombre de mi estatura, y tampoco uno más alto que yo, seguro que no se casa con aquella columna, con aquel obelisco! Seamos justos: si pareces pequeño cuando no lo eres, el amor propio masculino se rebela. No hablemos de los hombres bajos. Ya encontrar uno altísimo como ella es complicado, se cuentan con los dedos de una mano, pero incluso si encontrara uno, se sabe que los hombres altísimos tienen una debilidad por las mujeres pequeñas. Soberbios por su naturaleza, miran con despecho, es más, casi con rencor, a los pocos que pueden competir con ellos, y enseguida les descubren ciertos defectos que, obviamente, ellos no tienen: las piernas demasiado largas, la cabeza demasiado pequeña, etcétera. En fin, no soportan a los rivales; quieren ser los únicos. Anda que se casarían con una mujer de su estatura. Y además, ¿por qué? ¿Para que parezca que se han escapado de una feria?»

Estas reflexiones, como yo las hice en aquel entonces, sin duda había tenido que hacerlas hace tiempo la pobre Margherita, para concluir que, en las supremas regiones adonde por su desgracia había ascendido, no encontraría nunca un marido. Un chopo, sí, un arce, un rebollo. Pero cualquier joven, mirándola, primero le diría:

—¡Antes baja, mi querida, baja! ¡Baja!

¿Y cómo podía bajar, pobre Margherita?

No pasaron ni tres meses desde su regreso a Cesena cuando Poldo Carega, que no soportaba quedarse en la ciudad donde se había consumado su desgracia, a traición, partió con toda su familia, hosco como un temporal, y durante más de diez años no se supo nada de él.

Al fin, un día, le llegó a mi padre una carta desde un pueblito de la costa meridional de Sicilia, frente a África, donde Poldo Carega había ido para trabajar en la construcción del puerto. Quería que mi padre le enviara a uno de sus hijos para ayudarlo en la empresa.

Fui yo, por la curiosidad de volver a ver a Margherita, después de tantos años.

Esperaba encontrarla hosca, helada, en sus supremas alturas, fúnebre y envuelta en perpetuas tinieblas, porque debía de tener alrededor de treinta años y debía de ser una solterona.

«Imaginemos, que será, como poco, como el Jungfrau»,18 pensaba durante el viaje.

¡Qué! ¡Me la encontré alegrona, y casi no podía creer a mis ojos, alegrona como nunca la había visto! ¡Más gorda que antes, y alegrona! Pero no tardé en descubrir la razón de tanta alegría.

Como ingeniero gubernamental, encargado de la vigilancia de las obras del puerto, había allí un hombrecito de poco más de un metro de altura, calvo, miope, barrigón, pero lleno de ingenio y de espíritu, que se reía de su pequeñez, como Margherita ahora de su altura: el ingeniero Cosimo Todi. Y este ingeniero Cosimo Todi iba cada noche, con otros amigos, a cenar a la terraza de Poldo Carega, que daba al mar.

¡Noches africanas! El mar, cuando soplaba el siroco, rompía impetuoso bajo aquella terraza blanca que entonces parecía, con sus cortinas al viento, la toldilla de un barco. Se entreveían las luces del viejo muelle, la linterna verde del faro: las luces entre la arboladura de los barcos amarrados, y la playa exhalaba el hedor denso, caliente, agrio de sal y de moho de las algas muertas, amontonadas, mezclado con el olor de la brea y del alquitrán.

Y se charlaba, riendo y bebiendo hasta tarde, en aquella terraza blanca, que por la noche ofrecía una deliciosa compensación por el calor asfixiante del día. Margherita y el ingeniero Cosimo Todi reían más que nada, ¿lo entienden?, por su desgracia, que era opuesta y común.

El ingeniero Todi no había podido encontrar esposa por la misma razón por la cual Margherita no había podido encontrar marido.

En verdad, el ingeniero Todi nunca había buscado una esposa, segurísimo como estaba de que encontraría enseguida no una sino cien, que se casarían con él por su lucrosa profesión. ¡Tantas gracias! ¿Y luego?

No, no: ingenio, cortesía, jovialidad (todas cualidades que no tenían ninguna dificultad en reconocerse) no bastarían (como muchas amigas amables querían hacerle creer) para compensar aquellos tres palmos de estatura que le faltaban.

No, no: aquellas cualidades podían tener valor solo porque él ganaba de cuarenta a cincuenta mil liras al año. Y sin duda, si picara en el anzuelo, tres meses después su mujer le diría que el ingenio, Dios mío, podía servirle para entender que ella, con un marido como él, no podía evitar tener un amante, y que tendría que fingir no darse cuenta y seguir amándola, no obstante la traición o las traiciones. Y la cortesía y la jovialidad tenían que servirle para abrir la puerta y recibir graciosamente al señor o a los señores que le hacían el honor de cortejar a su señora.

El ingeniero Cosimo Todi decía estas cosas y las representaba con mucha comicidad de frases y gestos, haciendo que todos se rieran y Margherita Carega más que los demás, inclinándose hacia atrás para hacer saltar libremente por las risas su enorme pecho y el vientre.

Hasta que una de aquellas noches Todi, por el placer de verla reír tan burlescamente, dijo que su mujer ideal sería ella, Margherita Carega.

—¡Ella! ¡Ella, sí! ¡Precisamente ella!

De milagro la mesa aguantó en las cuatro patas. La vi sobresaltarse como por un terremoto, mientras caían vasos y botellas.

—Seriamente, seriamente… —repetía Todi con los bracitos levantados haciendo ademán de parar, entre el fragor de la carcajada interminable—. ¡Se lo digo seriamente! Reflexionen bien, señores míos. ¡Sería el matrimonio ideal! ¡Una venganza maravillosa contra la naturaleza! ¡Sí! ¡Sí! ¡Contra la naturaleza que me ha hecho a mí tan pequeño y a ella tan grande! Piénsenlo, piensen en ello: ¡yo no podría casarme con una enana ni ella con un gigante sin provocar risa o estupor! Pero nosotros dos sí: ¡nosotros podemos casarnos perfectamente! Y seríamos una pareja, si se paran a pensarlo, perfecta, con un equilibrio perfecto; porque a ella le sobra lo que a mí me falta, ¡y nos compensaríamos recíprocamente!

No podíamos más: todos teníamos las lágrimas en los ojos y nos dolían los costados.

—¿Pero usted tendría este coraje? —gritó Todi, saltando sobre la silla y apuntando el dedo índice, en acto de desafío, hacia Margherita.

Entonces esta se levantó, con el gran rostro congestionado por la risa. Les aseguro que le sacaba una cabeza, aunque él estuviera de pie sobre la silla.

—¿Yo, el coraje? —le dijo—. ¡Tendría que tenerlo usted, con perdón, el coraje de casarse conmigo!

Todos aplaudimos, larga y estrepitosamente, por esta ocurrente respuesta.

—¡Yo lo tengo! —gritó entonces Todi—. ¡Usted no lo tendrá! ¿Apostamos?

—¡Acepte, acepte la apuesta, señorita Margherita! —le gritamos todos, incitándola—. ¡Tómele la palabra!

—¡Pues, sí, acepto! —contestó ella—. ¡A ver quién se arrepiente!

—¿Yo? ¡Ah, yo no, seguro! —exclamó Todi y, bajando de la silla, muy serio se puso ante Poldo Carega, se agachó y le dijo—: Tengo el honor, ingeniero Carega, de pedirle la mano de la señorita Margherita.

Renuncio a describir lo que ocurrió. Todos parecíamos enloquecidos. ¿Era una broma? ¿Era en serio? ¡Quién sabe! Se hacía en broma, como si fuera algo serio. Se ordenó champagne: el ingeniero Todi fue llevado triunfalmente a sentarse al lado de la gigantesca noviecita, y los brindis de felicitación por la boda no se acababan nunca.

Así, propuesto al principio en broma, se concluyó en serio aquel matrimonio ideal de un enano con una giganta.

Ninguno de los dos necesitaba tanto coraje para sí mismo, es decir, para tolerar ella un marido como él y él una mujer como ella, como para los demás, quiero decir, para resistir a las befas de la gente, que mañana los vería juntos, marido y mujer. Pero el ingeniero Todi y Margherita Carega tuvieron tanto valor para enfrentarse a estas burlas, disfrutándolas además, como si realmente se tratara de un matrimonio carnavalesco.

Les aseguro que todo el pueblo —naturalmente— al principio estalló en una carcajada homérica, pero luego vio tan bien y estoy por decir que consideró muy razonable la unión de ellos, que establecía entre los dos despropósitos de la naturaleza una especie de equilibrio y una ecuánime, aunque cómica, reparación.

Seis meses después se celebró el matrimonio. Aquel hombrecito valiente, ya bastante maduro y tan barrigón como era, se volvió alpinista, quiero decir, hizo suya, ante los hombres y ante Dios, aquella montaña y… ¿Se ríen ustedes? Pero sepan, queridos míos, que Margherita Todi-Carega ahora tiene dos hijos nacidos de un único parto… Parturiunt montes… Dos ratitas…19 ¿se lo creen?

¡Qué, ratitas! Con doce años ya son altos como su mamá. Y Margherita Todi-Carega está radiante: triunfa entre aquellos dos pequeños colosos dignos de ella, mientras, en cambio, el hombrecito ya viejito —¿qué quieren?— sufre, sí, pero no por causa de ella, ¡cuidado! Ella lo ama, lo aprecia, le está agradecida y lo cuida, todas sus atenciones son para él. El pobre ingeniero Todi sufre porque naturalmente, con los años, empiezan a molestarle y también a pesarle demasiado las burlas de la gente; teme que lo perjudiquen ante sus hijos, por los cuales quiere ser respetado, como un padre de verdad.

Sus hijos lo respetan; pero, si somos sinceros, tampoco es agradable la situación de ellos, con un padre tan minúsculo que parece hecho casi en broma.

Esta aflicción existe, es innegable. Porque la vida no sabe ser, toda ella, siempre, una farsa. Un marido y una mujer pueden hacer reír mientras lo deseen, pero la paternidad solo puede ser algo serio.

18 Jungfrau, en alemán «Doncella», es el pico más alto de la homónima cordillera de los Alpes suizos.

19 Evidente alusión a un conocido hexámetro de Horacio: «Parturiunt montes, nascetur ridiculus mus». («Se ponen de parto los montes y nace un ridículo ratón.»)