REGRESO
Después de tantos años, de regreso a su triste pueblo en la cima del cerro, Paolo Marra entendió que la ruina de su padre tenía que haber empezado precisamente en el momento en que había empezado a construir una casa para sí, después de haber construido muchas para los demás.
Y lo entendió justamente al volver a ver la casa, ya ajena, donde había vivido de joven por poco tiempo, en una de las viejas calles, altas y resbaladizas, que parecían torrentes que habían dejado de fluir: lechos de piedras.
La imagen de la ruina estaba en aquel arco sin puerta que superaba, a ambos lados, la estructura de los muros que ceñían el vasto patio delantero; muros inacabados, ahora vetustos, de piedra roja.
Pasado el arco, el patio en subida, encachado como la calle, tenía una gran cisterna en medio. La herrumbre casi se había comido desde entonces la pintura rojiza del palo de hierro que sustentaba la polea. ¡Y qué triste era aquel color de pintura desteñido sobre el palo de hierro que parecía enfermo! Enfermo quizás también por la melancolía de los chirridos de la polea cuando el viento, por la noche, movía la cuerda del cubo, y sobre el patio desierto se abría la claridad del cielo estrellado pero velado, que en aquella claridad vana, de polvo, parecía fijado allí arriba, así, para siempre.
Su padre había querido poner, entre la casa y la calle, aquel patio. Luego, tal vez presintiendo la inutilidad de aquella protección, había dejado el arco sin adornos y los muros a medio hacer.
Al principio nadie, al pasar, se había atrevido a entrar, porque en el suelo quedaban todavía muchas piedras entalladas y parecía que la construcción interrumpida volvería a empezar en breve. Pero apenas la hierba había empezado a crecer entre las piedras y a lo largo de los muros, aquellas piedras inútiles habían parecido enseguida abandonadas y viejas. Una parte había sido retirada, después de la muerte de su madre, cuando la casa había sido vendida a tres compradores diferentes y aquel patio se había quedado sin nadie que reclamara derechos sobre él. Y la otra parte se había convertido con el tiempo en los asientos de las comadres del vecindario, que ya consideraban aquel patio como propio, así como el agua de la cisterna, y allí lavaban y tendían su ropa para que se secara y luego, con el sol que deslumbraba alegre desde aquel blanco de sábanas y de camisas que revoloteaban en las cuerdas tensas, se soltaban sobre los hombros el pelo brillante de aceite para espulgarse unas a las otras, como hacen los monos entre ellos.
La calle, en suma, había retomado el patio que se había quedado sin puerta que impidiera la entrada.
Y Paolo Marra ahora veía por primera vez aquella invasión, el umbral destruido bajo el arco, los pilares desconchados en las aristas, el empedrado consumido por las ruedas de las carrozas y de los carros que habían encontrado lugar en los aireados y limpios almacenes a la derecha de la casa, quién sabe desde hacía cuánto reducidos a sucios locales de depósito en alquiler; apestado por el hedor del estiércol y de los armazones marchitos, con los pies llenos del negro de los enjuagues que se colaba, desviándose entre las piedras, calle abajo. Sintió pena y disgusto, en lugar de aquella sensación de arcana consternación con la cual aquel patio vivía en su lejano recuerdo infantil, cuando estaba desierto, con el cielo arriba, estrellado, la vasta blancura amoratada de todas aquellas piedras en pendiente y la cisterna en medio, misteriosamente sonora.
Mientras tanto, mujeres y niños lo miraban desde hacía un rato, sorprendidos por su viejo y largo traje, que tal vez a él le parecía coherente con su calidad de profesor, pero que, en cambio, le confería el aspecto de un pastor evangélico de otro clima y de otra raza, con la melena larga y rígida sobre los hombros jorobados y las gafas con patillas, y como vieron que se iba con el rostro pálido completamente disgustado, estallaron en una carcajada.
En aquel momento, la ira lo empujó a entrar de nuevo en aquel patio del cual aún era el dueño, para arrancar a aquellas mujeres, una tras la otra, de las piedras donde estaban sentadas y echarlas a empujones. Pero, acostumbrado a reflexionar, consideró que si ellas, bajo su aspecto extranjero y tal vez un poco bufo, de hombre precozmente envejecido y afeado por una vida de estudios difícil y desgraciada, no reconocían al niño que había sido y que alguna de ellas podía recordar todavía, no tenía que hacer caso al derecho que le negaban de sentir aquel desengaño y aquel disgusto, por toda la pena de sus antiguos recuerdos.
Uno, entre estos recuerdos, por otro lado, bastaba para que se desvaneciera el deseo de rebelarse contra aquellas mujeres; el recuerdo, aún vivo, de su madre, que salía para siempre de aquella casa, con él de una mano y sosteniéndose con la otra, sobre el rostro girado, una punta del pañuelo negro que llevaba en la cabeza, para esconder el llanto y las marcas de los golpes atroces del marido.
Había sido él, de joven, la causa de aquellos golpes, de la ruptura incurable que había seguido entre mujer y marido y de la consecuente muerte de su madre, de pena, apenas un año después. Él, tonto, por haber querido actuar, con catorce años, como paladín de ella contra su padre que la traicionaba; sin entender, como entendía ahora de mayor, que su madre, horriblemente desfigurada desde niña por una caída desde la ventana, tenía la obligación de soportar aquella traición, si quería seguir conviviendo con su marido.
Para él, hijo, la madre era aquella. No podía concebir una diferente. Se sentía envuelto y protegido por la infinita ternura que exhalaba de aquellos ojos, que hubieran sido preciosos, tan negros, si los párpados, debajo, no se hubieran despegado, mostrando el rosa pálido de la conjuntiva y deslizándose con las ojeras y las mejillas en la cavidad de la horrenda magulladura, de donde apenas emergía la punta de la nariz. Y sentía en la voz de su madre toda su carnal y santa ternura, sin notar que aquella voz, más que de la pobre y enorme boca, le salía casi vana de los agujeros de la nariz.
Sabía que su padre, criado en la calle, se había convertido en un señor por ella, y se irritaba viendo que ella, en lugar de pretender al menos un poco de gratitud, por poco no ponía su rostro —¡aquel pobre rostro suyo!— donde él ponía los pies; y que lo servía como una esclava, mostrándole, es más, en cada acto, en cada momento, aquella gratitud temblorosa de los animales envilecidos; siempre preocupada por no ser suficiente para prevenir cada deseo o necesidad de él, para recibir una distraída benevolencia de parte de él, como una gracia inmerecida.
Todavía no tenía seis años y ya se rebelaba, indignado, y se escapaba enfurecido al ver que ella lo señalaba cuando alguien le reprochaba su excesiva sumisión. Se tapaba los oídos para no oír, desde la otra habitación, las palabras con las cuales su madre solía acompañar el gesto, que se quedaba en suspenso a causa de su fuga: que tenía un hijo y que esto, considerada su desgracia, ya era un premio verdaderamente inesperado que Dios había querido concederle.
A aquella edad aún no podía comprender que su madre utilizaba esta excusa del hijo para disimular, tal vez incluso ante sí misma, la inconfesable miseria de su pobre carne que con tanta humillación mendigaba el amor de aquel hombre, aunque lo sabía poseído por otra mujer, aunque advertía seguramente la repulsión con la cual cada vez le daba la tremenda limosna. Y se había creído obligado a resarcirla, ante los ojos de todos, por aquel envilecimiento que sufría por él.
Sabía que su padre estaba con una viuda, pueblerina, prima suya, una tal Nuzza La Dia, que había sido su novia, y que la había dejado para casarse con una mujer de clase social superior y con una rica dote. Paciencia si era fea, porque era hija del ingeniero que lo había ayudado a levantarse y que, contratista de muchos trabajos, lo aceptaría como socio en todos los contratos.
Sabía que los domingos por la mañana los dos se encontraban en el locutorio reservado a la madre abadesa del monasterio de San Vincenzo, que era tía de ellos. Fingían ir a visitarla, y la vieja abadesa, que tal vez justificaba con el parentesco entre los dos la tierna intimidad de aquellos encuentros, gozaba al verlos ante sí, uno frente a la otra, a ambos lados de la mesa bajo la grada: él, todo un señor, con el traje azul de los domingos que parecía explotarle en los hombros rudos, el cuello duro que le serraba la garganta morada y la corbata roja; ella, de un atractivo carnal, pero plácido por satisfecho, vestida de raso negro y centelleante de oro en la penumbra de aquel locutorio que tenía la rigidez de las iglesias.
Se embuchaban —un bocado tú, un bocado yo— los dulces inocentes preparados en la abadía, y el pálido rosoli con esencia de canela en los vasitos —un sorbo tú, un sorbo yo—. Y reían. Y también la vieja tía abadesa, apostada como un saco detrás de la doble grada, se moría de risa.
Había ido a sorprenderlos, uno de aquellos domingos.
El padre se había escondido a tiempo detrás de una cortina verde que cubría una puerta a la derecha, pero la cortina era corta y, bajo los flecos movidos, se veían bien los dos gruesos zapatos de piel lisos y brillantes; ella se había quedado sentada a la mesita, con el vasito aún entre los dedos, en el acto de beber.
Se había puesto frente a ella y se había inclinado ligeramente hacia atrás con el torso para escupirle con más fuerza en la cara. Su padre no se había movido de la cortina. Y luego, en casa, no le había arrancado ni un pelo ni le había dicho nada. Se había vengado en el cuerpo de la madre, la había golpeado hasta la sangre y echado; luego, públicamente, se había llevado a la amante a casa, sin querer saber más de la mujer ni del hijo.
Muerta un año después la madre, él había sido internado en un colegio fuera del pueblo; y nunca más había vuelto a ver a su padre.
Ahora, en su regreso después de tanto tiempo al pueblo natal, nadie lo había reconocido.
Solo uno se le había acercado, pero no había conseguido imaginar quién podía ser; un hombrecito con capa, tan pequeño y con una capa tan grande, casi hacía reír.
Misteriosamente este, llamándolo primero con la mano para que se le acercara, había empezado a hablar en voz muy baja de la casa y del derecho que tenía que defender sobre el patio, para sí, o si no quería, a favor de una desgraciada, a quien sería una caridad florecida recompensar por todo el amor y la devoción que había tenido por su padre y por los servicios que le había proporcionado hasta el final, cuando, sin uso del cuerpo y mudo, se había reducido al hambre: una tal Nuzza La Dia, sí, que desde entonces había mendigado por él y que ahora, sin techo, se arrastraba cada noche a dormir allí, en un trastero de la casa.
Paolo Marra se había girado para mirar a aquel hombrecito como si fuera el diablo.
Y entonces el hombrecito, en respuesta a su mirada, enseguida había cerrado un ojo, guiñando con el otro, de pronto encendido de una astucia realmente diabólica. Precisamente como si él hubiera hecho que su madre se precipitara de la ventana para transfigurarla; él que había hecho tan hermosa, para tentar a su padre, a aquella Nuzza La Dia; él que lo había inducido, de joven, a escupir en la cara de aquella hermosa mujer para la ruina de todos.
Y después de haberle guiñado el ojo, aquel diablo, envolviéndose con gran viento en su desproporcionada capa, se había ido.
Paolo Marra sabía bien que todo era imaginación suya, provocada por el hecho de que, hacía tiempo, se sentía reconcomer secretamente por el remordimiento de haber dejado morir a su padre en la miseria, sin querer cuidarlo.
Se sintió reconcomer también en aquel momento; pero rechazó enseguida aquel remordimiento con un impulso de odio que, sin embargo, sabía falso. El impulso, en verdad, provenía de otro sentimiento que él nunca había querido precisar en su interior para no ofender en su recuerdo el que más le dolía: el de su madre. Y ahora este recuerdo se mezclaba con un sentimiento atroz de vergüenza y con un envilecimiento tanto mayor cuanto cada vez, al lado del rostro desfigurado de su madre, se le aparecía de pronto el rostro de aquella otra, con el recuerdo indeleble de cómo lo había mirado, mientras el escupitajo aún le colgaba de la mejilla: una sonrisa incierta, quizá de alegre sorpresa, que le brillaba en los dientes entre los labios rojos; y mucha pena, en cambio, mucha pena en los ojos.