UN POCO DE VINO
Había entrado en aquella taberna, yo que no bebo vino, para acompañar a un amigo forastero que, parece, no puede ir a la cama sin el viático, cada noche, de un buen vaso.
Dos salas comunicadas por una arcada en medio: una abajo, la otra tres escalones más arriba; ambas lúgubres, con las paredes cubiertas hasta la mitad con madera. La primera, con la estantería de los licores, desteñida, grasienta y empolvada y un viejo banco para servir licores, delante; la otra, donde nos habíamos sentado, con una sola fila de mesas rudas, barnizadas de amarillo, y cuatro lámparas que colgaban del techo, hechas solo con hilo y una cobertura de hojalata.
A primera hora de la noche no había nadie. Dos hombres, que ya habían secado la primera botella, estaban sentados en silencio, sombríos, con la barbilla sobre el pecho, en un rincón. De pronto, uno de ellos abrió la boca y emitió un sonido largo, intermitente, que no acababa nunca. El otro se volvió a mirarlo:
—¡Así rebuznas, querido mío!
Luego se giró hacia nosotros y añadió:
—¡Mira tú si esta es manera de bostezar!
Esta señal grosera de aburrimiento bestial actuó como resorte para el disgusto que sentía desde que había puesto el pie en aquel lugar; me levanté y le grité a mi amigo:
—¡Date prisa, por favor!
Pero mi amigo, poniendo en la mesa el vaso aún lleno hasta la mitad de su negro vino bodocal, denso como el rosoli, entornó los ojos y tragó el sorbo que había dado con voluptuosidad tan puerilmente evidente, que la molestia que me provocó se convirtió enseguida en una risa. Volví a sentarme, humillado por la conciencia de que estaba haciendo de intermediario a su voluptuosidad.
Mientras tanto, habían llegado otros clientes. Algunos, en la otra sala, jugaban a las cartas. De vez en cuando, gritos, ruidos y luego nada más. También vino un viejo ciego, con un ojo que le palpitaba blanco y casi sonriente a un lado del rostro, la guitarra al cuello, guiado por una joven delgada, con un flequillo de pelo estoposo en la frente, piadosísima; pero de pronto empezó a cantar, distraída, con una voz casi ajena y tan despiadada, que provocó las protestas generales y la echaron.
En cierto momento, se acercó a la mesa al lado de la nuestra una extraña pareja: un viejo señor con el aire muy noble, engreído —casi un cadáver vivo—, de la mano de un joven sirviente con la gruesa cabeza peluda, como posada, sin cuello, sobre los hombros, y un rostro de enfermo, hinchado, con bolsas en los ojos, no obstante dulces entre el cabello, ojos que tenían la opacidad doliente de la turquesa. Muy atento hacia el viejo señor que se sostenía con dificultad sobre las piernas, sin dejar de llevarlo de la mano, se introdujo entre una mesa y la otra, apartó la silla y muy despacio lo sentó como a un fantoche; luego fue a la otra sala y volvió, poco después, con un cuarto de vino blanco, que le puso en la mesa, y un vaso; y se fue.
El viejo permaneció allí, inmóvil, con las manos sobre las piernas juntas. Tenía una cabeza bellísima, pero desgastada, de coronel jubilado; como escritos caligráficamente, en trasversal, dos ejemplares ojos de pez; y las mejillas marcadas por una densa trama de venas violetas. Vestía bien, con limpia simplicidad. Pero, ¡qué señal fea y qué tristeza cuando se entiende, por el corte o por el color o por la calidad de la tela, que un traje es de hace tres o cuatro años, y se ve que se ha quedado nuevo, completamente nuevo, sin un pliegue, sin una mancha, encima de un viejo! Mirándolo, se tenía la certeza de que moriría con aquel traje de hacía cuatro años, que se había quedado nuevo, y que tal vez ya se sentía muerto, allí dentro.
Una mosca me dio prueba de ello. Había empezado a molestarlo obstinada, apenas lo habían dejado en la silla. Pero él no hacía ademán de levantar una mano para espantarla. Al momento tuve la duda de que no podía, y de esta duda surgió una agitación irrefrenable, al ver que aquella mosca se le pegaba, voraz, a ciertas burbujitas de sudor que tenía en la frente. Estaba a punto de espantarla yo, cuando él giró despacio solamente la cabeza hacia mí y con una fina y melancólica sonrisa, me dijo:
—Ciertas moscas tienen esta naturaleza: entienden enseguida, no se sabe a través de qué mensajeros, si alguien acaba de morir. Y enseguida, como lo saben, vienen a pegarse y a deleitarse con el sudor de la muerte.
Dicho esto, volvió a girar la cabeza para ponerse en la silla, inmóvil como antes.
Ahora, claro, nunca se había dado el caso de un cadáver que, tumbado rígido en la cama entre cuatro cirios, levantara la mano para echar a una mosca de su frente o de su nariz. Pero aquel viejo señor, por Dios, aunque con aspecto de cadáver, estaba sentado en una taberna, había movido la cabeza, me había hablado. Parecía que únicamente no podía mover las manos. Y el cuarto de vino se quedaba ante sus ojos, en la mesa, con el vaso vacío al lado. Con los ojos busqué al sirviente en la otra sala, que tal vez estaba hablando con alguien y se había olvidado de servir a su amo, pero no conseguí divisarlo, y entonces, no aguantando más la visión de la inmovilidad de aquel pobre viejo, alargué la mano hacia la botella para verterle el vino en el vaso y ayudarlo a beber. Pero con sorpresa lo vi levantar enseguida una mano de las piernas para retener la mía. Sonrió, inclinando apenas la cabeza, volvió a poner la mano donde estaba antes y me dijo:
—Gracias, no se moleste: no bebo.
Lo miré, sorprendido; miré la botella, como para preguntarle por qué, entonces, el sirviente se la había puesto allí; el viejo señor me leyó la pregunta en los ojos y me contestó:
—De mentira. No es vino.
—¿No es vino? ¿Y qué es?
—Nada. Agua. El vino, yo, por fuerte que sea, lo bebo, poco pero genuino. Intente darme un dedo del de su amigo y verá lo que pasa.
Curioso, cogí la botella de mi amigo, y estaba a punto de verter un poco de vino en el vaso del viejo señor, cuando enseguida, desde la otra sala, se precipitó el sirviente, que evidentemente estaba al acecho, para cubrir el vaso con la mano, gimiendo con desesperación:
—¡Señor marqués!
Y luego, dirigiéndose a nosotros:
—¡Señores míos, por caridad! ¡Que luego quien la paga soy yo!
Y se fue, llevándose el vaso.
El viejo señor volvió a sonreír con su fina y melancólica sonrisa, meneando levemente la cabeza; luego entornó los ojos y suspiró largamente:
—¡Pobre Costantino!
Me pareció que ya no era el caso de tomarlo en serio y le pregunté:
—Le prohíbe beber, ¿no es verdad?
Me contestó:
—Él no: me lo prohíbe mi hijo, y no porque le importe mi salud, sino para que yo no ofenda el decoro de la estirpe con aquel poco de alegría que me provocaría un dedo de vino genuino. Costantino también bebería, de buena gana. No puede, bajo amenaza de muerte. Enfermísimo. Enfermísimo y con una familia a su cargo, pobrecito. Me abstengo de beber por compasión hacia él. Lo echarían enseguida si me llevara de vuelta a casa, no digo alegre, sino apenas vivaz. Oh, créame, no más que vivaz; porque yo seguiría siempre, de todas formas, la buena regla: llegar, bebiendo, ni un punto más arriba, ni un punto más abajo, sino al punto justo. Un punto más arriba: el brío se excede. Un punto más abajo: el brío no se enciende. Y si el brío no se enciende, evapora la tristeza. Le haré una comparación. Las antorchas, querido señor, encendidas de día, en un funeral. La llama, al sol, no se ve. ¿Y en cambio qué se ve? El humo que producen. ¿Me explico?
Con un dedo en el aire hizo la señal de aquel humo y se calló.
En verdad la comparación, ahora que pienso de nuevo en ella, no tenía aquella claridad de relaciones que la retórica considera necesaria para que una comparación resulte eficaz; pero en aquel momento, proferida por él, con una cortesía tan meticulosamente limpia, con una voz delgada y una compostura fúnebre, no solo me pareció muy eficaz, sino la más adecuada y propia que él pudiera proponerme. Volví a interesarme en él, con curiosidad nueva y más acentuada y le pregunté por qué, si no podía beber, hacía que el camarero lo llevara a una taberna.
—¡Eh, por qué! —suspiró—. Para que yo pueda ver aquí mi tristeza (¡que es tanta!) como una pobre mendiga ante una puerta que, si se abriera apenas, la convertiría, de tan negra como es, en una fresa de jardín. Usted es joven: ama, espera, desea; ve al mundo como su amor, como su esperanza, como su deseo. Pero si por desgracia se vaciara de ellos, el mundo se volvería otro. ¿Y por qué sería entonces más verdadero de lo que es ahora que usted ama, espera, desea? Estos son todos vinos inmateriales. Yo, viejo, para ver el mundo aún soportable, me ponía dentro un poco, muy poco, de vino material. Mi hijo no quiere, por el decoro de la estirpe. Y luego este pobre Costantino… Me consuelo, dándome aquí una prueba de que mi tristeza, sí, ahora es verdadera, pero bastaría que bebiera un dedito de vino para que dejara de serlo. Usted podría objetar que entonces tampoco mi alegría sería verdadera, dependiendo del dedo de vino que hubiera bebido. Y no le digo que no. Pero volvamos al principio, ¿qué es verdadero, querido señor? ¿Qué no depende de lo que ponemos dentro, para crearnos una u otra verdad? Escuche…
En las dos salas de la taberna, que al principio me había parecido tan lúgubre, había un alegre bullicio. Miré a mi alrededor, y todos los rostros me parecieron cambiados, algunos serenos, otros encendidos. Cuatro señores a una mesa, con el torso recto y extendido, con las cabezas cercanas, entonaban con gran delicia no sé qué música, cantando nasalmente; otros charlaban fuerte, otros reían. Y entonces, volviendo a mirar al viejo señor, que se había recompuesto en aquella horrible inmovilidad de limpio cadáver sentado, y pensando en lo que acababa de decirme, me sentí invadido por una profunda piedad. Tenía de nuevo la mosca sobre aquellas burbujitas de calor. Me incliné hacia él y le dije en voz baja:
—Perdone, ¿no podría al menos espantar esta mosca de su frente?