LA LIBERACIÓN DEL REY

Co-co-co… pío-pío-pío… co-co-co…

La señora Mangiamariti, como siempre, apenas terminaba de decir alguna tontería de las suyas, se ponía a llamar así a las gallinas.

Estas, las diez, calzadas de amarillo, corrían chillando ante la llamada. Pero ella no se interesaba por las gallinas, esperaba al viejo gallo negro, pequeño y desplumado, que llegaba el último. Sentada en la puerta, extendía los brazos hacia él, gritando:

—¡Querido! ¡Amor de tu mamá! ¡Ven, querido, ven!

Y cuando el gallo saltaba excitado y aleteando se tiraba en su regazo, ella empezaba a acariciarlo, a besarle la cresta, o le aferraba con dos dedos y le sacudía amorosamente la lánguida barbilla, repitiendo entre besos y mimos:

—¡Mi lindo! ¡Amor de tu mamá! ¡Sangre de mi corazón! ¡Amor mío!

Ciertas escenas que, si no hubiera sido un gallo, quién sabe qué sospechas podrían levantar. Viejo, feo, con la cresta rota y colgante hacia un lado, no valía un sueldo. Sin embargo, había que ver. ¡Que nadie se lo tocara!

Pero tanto aquel gallo como las diez gallinas, que también le ponían puntuales diez huevos al día, seguramente morirían de hambre si por aquella calleja mugrienta y escarpada no pasaran tantos asnos y tantas mulas. Porque ella quería, sí, los huevos de aquellas gallinas, pero no alimentarlas.

La vida es una cadena. Lo que algunos tiran digerido, les sirve a otros que están en ayunas. Y aquellas gallinas corrían, glotonas y peleonas, detrás de aquellos asnos y aquellas mulas, pródigas de lo superfluo. ¡Santa economía de la naturaleza!

—¿Qué sabor, doña Tuzza Michis, qué sabor tenían sus huevos ayer?

¡Ah, miel! Porque doña Tuzza Michis, la señora de aquella calleja, no compraba los huevos de la señora Mangiamariti. ¿Aquellos huevos? ¡A los perros! Y ni siquiera los perros los querían.

Con un flamante pañuelo de algodón anudado alrededor de la cabeza como un carretero, posiblemente para que resaltara más la piel del rostro que tenía el color y la dureza lisa de la algarroba seca, doña Tuzza Michis hoy se asomaba a la meseta de la parte saliente de la escalera, sosteniendo con las manos embutidas en un par de sucios guantes de hombre el mango de la sartén donde todavía se freían, rojos y dorados, los salmonetes más deliciosos; mañana se la veía en la puerta desplumando un pollo muy despacio, con delicadeza fastidiosa y, entre las plumas que el viento se llevaba, como el día anterior el humo y el olor a frito de la sartén, decía fuerte, con cantinela lamentosa:

—Sin pecado, penitencia: hágase la voluntad de Dios: ¡sin pecado, penitencia!

Luego, retirándose para seguir preparando sus exquisitos platos, que llenaban de olores deliciosos todas las barracas de la calleja, amarillas por el hambre, se ponía a cantar a grito pelado:

Hermosa suerte fue la mía, estar encerrada en la abadía

Todo esto para hacer hervir de rabia y de envidia a aquellas lenguas de víboras del vecindario que, ahogadas en la miseria más mugrienta y víctimas de los correazos mañana y noche y dejadas en ayunas por sus maridos, tenían el coraje de hablar mal de ella, de reírse de ella, porque no había podido encontrar marido a causa de su fealdad.

Y cuando, o por la mañana muy temprano o a la puesta de sol, se oía el grito de don Filomeno Lo Cicero que pasaba bailando y cantando con la baqueta en la mano:

Quién tiene pelo, que se lo cambio;

lo que gano, me lo como;

me lo como con mi mujer;

enfermedades a ustedes, enfermedades y dolores.

—Don Filome’ —le decía, asomándose a la puerta con el pelo suelto sobre los hombros y el peine en la mano—, venga, venga a cortar mi pelo, ¡me vuelvo monjita! ¡Por cien onzas de trigo se lo vendo! Ni más, ni menos.

—¡Cien onzas, ya! ¡Porque aquel pelo tiene que servir para una trenza falsa de la reina de España, que no tiene pelo! —comentaba la señora Mangiamariti, e inmediatamente después:

Co-co-co… pío-pío-pío… co-co-co…

Pero esta vez llamaba a las gallinas por la pena y por la rabia. Porque ella sí, de verdad se había vuelto monjita de la miseria, es decir, se había cortado el pelo para vendérselo a don Filomeno, por tres tarines, el pelo y todo lo demás: vivo, descubierto y no.

Y también las plumas de aquel gallo que ahora tenía en brazos, ¿no?

—¿Este? —reaccionaba entonces Mangiamariti, poniéndose de pie y blandiendo alto el gallo—. Una pluma suya, para su información, vale más que toda su crin de estopón lleno de garrapatas, ¡mujer del diablo!

Pues bien, aquel año, por la irritación de Mangiamariti, quiso comprar un gallo magnífico, un gallo maravilloso, cuyo cuello retorcería para la cercana fiesta de Navidad, porque ella no quería animales en casa, ni siquiera un gato. Después de haberlo mostrado, de puerta en puerta, por toda la calleja, lo puso a engordar en un patio angosto, que ella llamaba jardín, detrás de la casa; y como tenía que mantenerlo allí varias semanas, pensó con acierto en darle un nombre y lo llamó Cocò.

«¡Bravo, canta, Cocò!», le decía fuerte cuando él cantaba, como si cantara para hacer rabiar a las vecinas. Y «¡Come, Cocò!», cuando le traía la comida. «¡Bebe, Cocò!», cuando le ofrecía agua. Y además, cada hora le repetía: «¡Aquí, Cocò, ven aquí! ¡Lindo, Cocò!».

Pero el gallo estaba sordo como una tapia. Comía, bebía, cantaba cuando debía hacerlo; pero, cuando se trataba de contestar a la llamada, si siquiera se giraba. Desdeñaba a aquella ama negra como un tizón, con los ojos ovalados y la boca que parecía el agujero de un taburete de taberna; desdeñaba aquel apodo confidencial; desdeñaba aquel sucio y húmedo patio donde ella lo había relegado; y meneaba la cresta sanguínea, destellando luz desde todas las plumas de colores mutantes, y miraba de través, como por compasión; o sacudía la melena verde con reflejos dorados; avanzaba majestuoso, una pata después de la otra; y antes de girarse, volvía a mirar de través casi para impedir que las magníficas plumas de la cola tocaran las brozas de aquel así llamado jardín.

Se sentía rey, y se sentía en prisión. Pero no quería envilecerse. Quería estar en prisión como un rey. Y lo gritaba, al amanecer; lo gritaba en todas las horas designadas; y después de haber gritado, más que escuchando, parecía estar a la espera de que el sol al amanecer, y a las otras horas todos los gallos, que le contestaban desde lejos, viniesen en su ayuda para liberarlo.

No se le ocurría que a un gallo como él pudiera tocarle la suerte de un mísero pollo cualquiera; que aquella fea ama lo hubiera comprado para matarlo en breve.

Antes de ser encerrado en aquel patio había tenido, en el llano de Ravanusa, doce gallinas bajo su poder, cada cual más bella que la otra, todas marcadas en los bordes de la cresta por las fieras picaduras de su pico imperioso; queridas gallinitas dóciles, sin embargo ferozmente celosas y orgullosas de él, porque ninguno de los muchos gallos, que reinaban en aquel llano y en los alrededores, tenía su majestuosidad ni su voz.

Luego, una por una, se había visto separar de sus esposas amas de casa y sometidas, y finalmente, un día, se había quedado viudo y solo, y después había sido robado y entregado por las patas a aquella, que ahora lo mantenía allí, sin duda bien alimentado, pero, ¿para qué? ¿Qué vida era aquella? ¿Qué estatus?

Esperaba día tras día que, o aquellas antiguas gallinitas cautivas de su amor y bajo su custodia fueran traídas allí para hacerle olvidar la reclusión, o que esta se acabara de alguna manera.

¿Era él gallo que podía estar sin gallinas?

Y cantaba, y cantaba. Gritos de protesta, de indignación, de rabia, de venganza.

Hasta que, una mañana, en un rincón del patio… ¿Cómo? ¿Qué era? Sí, un verso que conocía muy bien… co-co-co… ¿Allí? ¿Desde debajo de la tierra?… co-co-co… y unos tímidos y rápidos golpecitos de pico, y un escarbar sumiso.

Se acercó incierto, circunspecto; alargó el cuello; espió a su alrededor; permaneció escuchando; volvió a oír más claramente los ruidos y los versos que hacía tantos días que no escuchaba y que ya le habían removido el corazón; y finalmente levantó una pata y apartó un poco el ladrillo que tapaba una fosa para la descarga de las aguas pluviales. Una vez quitado el ladrillo, permaneció mirando, convulso, a su alrededor, casi listo para decir, si alguien se hubiera dado cuenta, que no había sido él. Luego, más calmado, se agachó y en aquella fosa entrevió a una preciosa pollina blanquinegra, que, a través de la fisura, primero se asomó con el pico, luego con toda la cabecita con los ojitos redondos y con la naciente barbilla rosada, como si, con gracia, entre tímida y pícara, le preguntara:

—¿Permiso?

Ante aquella aparición, él se quedó al principio pasmado, luego desplegó las plumas, recorrido por un escalofrío de alegría; estiró el cuello; alargó las alas; aleteó; y finalmente lanzó un vigoroso quiquiriquí.

Hacía tiempo que llamaba y ahora alguien empezaba a contestarle.

La gallina, ante el grito, apartó el ladrillo con una patita firme y, casi arrastrando reverencias, avanzó. Entonces él, presumido y engreído, se le mostró de frente y luego de un lado y después del otro y desde atrás, como para hacerse admirar en todas sus partes; al final, levantó una pata en acto imperial y se sostuvo recto sobre una sola; luego, sacudiéndose completamente, avanzó hacia ella con ímpetu.

Quieta y encorvada, casi asustada, pero con un gorgoteo en la garganta que parecía una risita no bien refrenada, la gallinota empezó a huir, no ya para protegerse, sino al contrario, por el gusto de verse perseguida y cuando, alcanzada por el gallo, se sintió picar el cuello y luego imponer las dos patas poderosas sobre el dorso, así cogida y agachada, se enorgulleció; pero quiso esconder el frémito de alegría en un gemido tímido, fino, que poco a poco se volvió más agudo, casi rabioso, como si a cambio pidiera, no, exigiera, granos, granos, granos para picarlos.

Granos… ¿ella sola? No. ¡Uy, cuántas! ¿Y por dónde habían entrado? Todas por aquella fosa… Siete, ocho, nueve, diez gallinas, una multitud en aquel patio, una multitud sorprendida por la belleza y la majestuosidad de aquel gallo prisionero, cuyo masculino y sonoro canto habían admirado durante tantos días, escarbando por la calleja.

La gallinita se escapó bajo las piernas del rey, gritando no sé qué milagros y sustos, y entonces el asombro, hasta aquel momento inmóvil, de las demás gallinas, se convirtió en estremecimiento de conmovida admiración y hubo reverencias y obsequios y un coro confuso de cumplidos y de congratulaciones, que él recibió con dignidad altiva, como debido homenaje, con el cuello erecto y meneando la cresta almenada y las barbillas.

Pero en aquel momento se levantó desde la calleja el canto ronco, penoso, ahogado, del viejo gallo negro desplumado de la señora Mangiamariti, de cuyo patio primero aquella gallina y luego las otras habían huido por la fosa.

Ante este grito de rabia y de amenaza, las fugitivas se callaron casi perdidas, consternadas, pero enseguida el joven rey avanzó hacia la fosa para tranquilizarlas, se posó fieramente allí, levantó la pata y contestó con un grito de desafío.

Las gallinas, a la espera de quién sabe qué terrible acontecimiento, se habían retirado a otro rincón del patio y, piando sumisamente, se confiaban el miedo y tal vez el arrepentimiento por la curiosidad que las había atraído allí dentro.

Fue un momento de angustiosa expectación.

Ante la fosa, el gallo lanzó con mayor fiereza un nuevo desafío, y esperó. Nadie contestó desde la calleja; pero altos gritos peleones se levantaron en cambio en la cocina superior de la casa, que turbaron y desconcertaron bastante al joven rey y provocaron la confusión de las gallinas. Corre por aquí, escapa por allá, en el susto no encontraban la fosa para saltar e irse; finalmente, una la encontró y las otras la siguieron. Cuando la señora Mangiamariti y doña Tuzza Michis, gritando cada vez más fuerte, bajaron al patio, se habían escapado todas, menos una: la gallina blanquinegra.

—¿Dónde están? ¿Dónde están? —gritó Michis con los brazos en jarras.

—¡Allí están! —gritó la otra, precipitándose sobre la gallina.

—¡Uy, cuántas! ¡Una, de milagro! ¿Y por dónde ha entrado?

—Ah, ¿no lo sabe? ¡Mira qué inocente! ¡Aquí, aquí, y yo voy y me lo creo! ¿Y esto? ¿Qué es eso?

—¡Ah, el ladrillo! ¿Y quién lo ha quitado?

—¡Yo, lo he quitado yo! ¡Para que comiera el pienso de mis gallinas! No usted para robarme los huevos…

—¿Yo, sus huevos? ¡Me dan asco sus huevos, lo sabe! ¡Me dan asco!

—¿Ah, sí? Veneno tienen que provocarle en el estómago, veneno, todos los que me ha robado. ¡Aquí, aquí! ¡Este ladrillo tiene que estar aquí! ¡Así tiene que estar, aquí! ¡Si no, tapo la fosa desde afuera y le enseño cómo se hace!

Era una pena para el gallo, que asistía asustado a la escena, ver a aquella gallina, cabizbaja, en el puño de su ama enfurecida. ¡Ah, seguramente no volvería, pobre querida pequeñita, después de tal lección! Ni ella ni las otras se arriesgarían a entrar por aquella fosa. ¡Si en cambio pudiera escapar él e ir a verlas!

Se propuso intentarlo, y, cuando llegó la noche, silencioso y agachado, se acercó a la esquina donde estaba el ladrillo y, mirando circunspecto y temeroso hacia la ventana, lanzó una patada para apartarlo. Pero aquella terrible vecina había cerrado muy bien la fosa, hundiendo el ladrillo en la tierra húmeda, y apretando con los dedos la tierra del borde. Primero había que liberar al ladrillo. Lo consiguió a fuerza de raspar, y finalmente quitó el ladrillo. ¿Y ahora?

Se agachó para espiar a través de la fosa. Pero de pronto una sombra densa tapó aquella luz y en cambio en el negro de la fosa resplandecieron dos ojos redondos, inmóviles y verdes. Ante tal visión el gallo se retrajo, asustado, pero se encontró encima una negra furia con garras; gritó; por suerte su ama, que parecía estar de guardia, no tardó en abrir con ruido la ventana de la cocina, y entonces aquella furia se escapó, trepando por el muro del patio.

Nadie pudo sacarle de la cabeza a Michis, cuando poco después bajó con la lámpara, que Mangiamariti había quitado el ladrillo con el mango de la escoba y luego había introducido aquel gato en la fosa para que matara al gallo. Estuvo a punto de gritar y despertar a todo el vecindario para que corriera a ver y a comprobar la traición y la infamia de aquella bruja. Pero luego pensó que, unos meses atrás, le había negado a aquella, que estaba embarazada, la degustación de un sabroso plato, cuyo olor, como siempre, se había difundido por todo el vecindario, y que la señora Mangiamariti, en la opinión de todos, por aquel deseo insatisfecho había abortado y por poco no había muerto. Mejor, entonces, aguantar y hacer como si no se hubiera dado cuenta de nada. Se agachó, volvió a cerrar la fosa por aquella noche; pero ya convencida de que el gallo no estaba seguro allí, y que Mangiamariti, por berrinche, haría que se muriera de alguna manera, decidió matarlo a la mañana siguiente. Lo cogió, lo palpó (al gallo le pareció una caricia); luego, para erigir otro obstáculo, lo tiró al oscuro pasadizo, por el cual se bajaba al patio, y cerró la puerta que apenas se sostenía en los quicios, tan podrida que, si se rascaba, salía polvo.

En la nueva cárcel el gallo se vio perdido. Poco a poco la fría tiniebla que olía a moho empezó a alargarse apenas en un punto, como por el aire de un amanecer lejano. Y entonces él se acercó a aquel punto, que vibraba en la luz, y asomó la cabeza. Se dio cuenta de que se estaba asomando afuera de la puerta.

Entonces, había un agujero en aquella puerta: el agujero del gato. Una allí, en el patio, otra aquí. Por tanto, había que superar dos puertas.

Y empezó a picar en esta, para abrirla. Trabajó toda la noche, hasta el amanecer.

Al amanecer, envilecido, desesperado, aunque el trabajo de la noche no había sido completamente vano, pidió ayuda con todas las fuerzas que le quedaban.

¿Acaso las gallinas de la calleja, ya todas enamoradas del joven rey prisionero, habían tenido noticia, en sueños, de la sentencia de muerte proferida por Michis? El hecho es que, en cuanto oyeron su grito lejano, una por una salieron de la puerta de la barraca de Mangiamariti, que el dueño había dejado entrecerrada al salir hacia el campo, y con la gallina blanquinegra adelante, abatido con furia el ladrillo, entraron en el patio. ¿Dónde estaba el gallo? ¡Oh, Dios, allí estaba! Intentaba escapar por el otro agujero de la puerta y no podía. Todas, deprisa, corrieron en su ayuda. Pero llegó, furibundo de celos, el pequeño y viejo gallo negro, desplumado, se puso en medio de ellas y, ciego por el odio y por la rabia, saltando con las plumas engrosadas, como si volaran en el aire ciertos mosquitos de luz que quería atrapar al vuelo, se lanzó, a través del agujero, contra su rival.

Nadie asistió al duelo feroz en el pasadizo oscuro. Ninguna de las gallinas, ni siquiera la valiente, se atrevió a entrar. Todas empezaron a cacarear como diablesas. Michis se despertó, Mangiamariti se despertó, todo el vecindario se despertó. Pero, cuando llegaron, el duelo ya había terminado: el pequeño y viejo gallo negro yacía en el suelo, muerto, con un ojo arrancado y la cabeza sangrante.

La señora Mangiamariti lo recogió y empezó a llorarle como a un hijo, mientras Michis, ante todas las vecinas, protestaba que ella no tenía nada que ver con el asunto, que, es más, la noche anterior, para eliminar cualquier problema, había encerrado al gallo en aquel pasadizo; de hecho, la puerta estaba cerrada todavía. La pelea entre las dos mujeres se encendió, más feroz que el duelo entre los dos gallos. Ahora Mangiamariti, a cambio del gallo muerto, reclamaba el gallo de Michis.

—¿Y qué hago con él? —gritaba esta.

—¡Cómaselo! —contestaba Mangiamariti—. ¿Acaso no ha comprado el otro para comérselo? ¡Cómase este y que le envenene!

Asaltada, vencida por las vecinas, doña Tuzza Michis tuvo que ceder, finalmente.

Y así, entre la jocosa aprobación de las comadres del vecindario, mientras el sol surgía, con la escolta de las gallinas liberadoras, todas alegres, con la gallina blanquinegra delante, el joven rey liberado salió de la casa de Michis, triunfal.