LOS DOS COMPADRES

Motivo de sorpresa y también de envidia en todos los alrededores era el caso de Giglione y Butticè, socios desde hacía once años en el alquiler de la vieja casa de campo de Gasena. Nunca había ocurrido que padre e hijo, o dos hermanos, mantuvieran durante tanto tiempo el alquiler conjunto de una tierra: ¡imagínese dos extraños! Pues entre aquellos dos, en once años de sociedad, nunca había surgido el mínimo problema, ni por intereses ni por otras cuestiones.

Sus familias habían crecido una al lado de la otra, en el patio de la casa de campo, en dos amplias habitaciones de la planta baja donde, en el tiempo de los antiguos capataces, se amontonaban las abundantes cosechas proporcionadas por la tierra.

Aquellas dos habitaciones no tenían ventanas en la fachada y recibían el sol solamente por la puerta que daba al patio, que era amplio y empedrado, con la cisterna en medio, y estaba rodeado por un muro alto, erizado con una híspida y densa cresta de pedazos de cristal, resplandecientes al sol. La blancura cegadora de la cal hacía parecer casi negro el azul intenso y ardiente del rectángulo de cielo sobre aquel patio. Se respiraba todavía, con las muchas gallinas que lo poblaban, y los pollos de India, los capones, los cerditos, el aire de la antigua y rica casa de campo, aunque el cercado de las ovejas, al fondo, llevara tiempo cerrado y bajo el cobertizo, detrás del horno, en lugar de las vacas solo hubiera dos mulas y un asno.

De las tierras soleadas alrededor exhalaban viejos olores, de tantas cosas esparcidas y secadas al aire libre, desde hacía años, y aquí se mezclaban con los calores grasos del estiércol, con el hedor seco de las semillas de cereales, con el agrio de la paja quemada y mojada del horno. Como embriagadas, en aquella ola estancada de olores variopintos, las moscas zumbaban sin parar; y de las eras lejanas, en el silencio de los llanos, llegaba el canto de unos gallos, al cual contestaban, primero uno y luego el otro o a veces juntos, con dos voces diferentes, los gallos del patio. Y aquel zumbido y este canto de los gallos y el crujir de los árboles no rompían, sino volvían más atónito el estupor de la naturaleza, nunca turbado por acontecimientos que no fueran los habituales, lentísimos y seguros, en base a los cuales los hombres, las obras y los bueyes regulaban su andadura.

Constantemente, durante once años, la tierra había respondido a las duras fatigas de los dos socios. Y también las mujeres parecían haber competido en fecundidad con la tierra. Tener hijos, y varones, para los trabajos del campo, era deseo de los hombres. Y cinco les había dado una, cinco la otra, ayudándose mutuamente cada vez, en los partos, amorosamente, sin darle preocupación ni molestia a los maridos que no tenían tiempo que perder en estas cosas. Volviendo al mediodía para comer, o por la noche para la cena, habían encontrado un hijo más:

—¿Varón?

Y habían aprobado con la cabeza, sin más palabras.

Giglione no hablaba casi nunca. Siempre, tratando con el dueño de la tierra o con los comerciantes de la ciudad, dejaba hablar a su compañero. Plácido y duro, con la gran cara redonda, cocida por el sol y rapado, se estiraba el lóbulo de la oreja izquierda y escuchaba y pensaba en las respuestas de aquellos; luego, si era necesario, decía su opinión: dos palabras y nada más.

Butticè, vivaz y de pelo rizado, con la perpetua sonrisa brillante de los ojos azules, móviles y maliciosos, y palabritas dulces y guiños, se empeñaba en atenuar la dureza de su socio; pero el dueño o el comerciante miraba los ojos impasibles del silencioso e inamovible Giglione, y de las maneras graciosas de Butticè no solo no sabía qué hacer, sino que casi se molestaba.

Giglione era el árbol con buenas raíces; Butticè el pájaro que revoloteaba cantando entre sus ramas. Todavía no se ha podido entender si el árbol estaba o no contento por el revoloteo y el canto de aquel pájaro. Si alguien le preguntaba: «¿En fin, usted qué opina?», Giglione levantaba una mano y, con el pulgar debajo del lóbulo y el dedo índice levantado sobre la oreja, la mostraba en señal de que a él le tocaba escuchar y que hablar era asunto de su compañero.

El secreto de su acuerdo se hallaba en el empeño que ambos siempre habían puesto en no dejarse superar por el otro, en nada.

Nacidos y crecidos juntos en los altos lejanos de Gallotti, sobre Montaperto, habían sido obstinados rivales, hasta el día en que sus padres, para impedir que ellos también, como casi todos los jóvenes del burgo, se fueran a América, habían hecho que se casaran, una vez terminado el servicio militar. Acercados por las mujeres, primas entre ellas, para no dañarse recíprocamente ahora que tenían familia, se habían unido, transformando en emulación la antigua rivalidad. Siempre dispuestos a cualquier fatiga, cada uno intentaba exonerar a su compañero de las más gravosas y ambos encontraban compensación en la satisfacción de sentirse pares en todo y uno digno del otro.

Ahora, por sexta vez, la mujer de Butticè estaba embarazada. Se esperaba el parto en cualquier momento. Giglione, dos meses antes, había tenido una niña; y por la noche, en el patio, mientras las dos mujeres, a la luz de la lámpara de aceite, recogían los rudos cuencos de terracota donde sus hijos habían comido la menestra, miraba de soslayo, con desconfianza, las caderas poderosas de la mujer de su socio, que podría desequilibrar las suertes hasta el momento iguales.

Al fin, una mañana antes del amanecer, la embarazada fue asaltada por los dolores del parto. Butticè corrió a llamar a la puerta vecina, la comadre estuvo lista en un momento; y los dos hombres, bajo el cielo aún estrellado, con las zapas en los hombros, se encaminaron por la cuesta.

No había pasado ni una hora cuando a Giglione le pareció oír la voz del mayor de sus hijos, que llamaba desde el portón del patio. Butticè, que trabajaba un poco más lejos, preguntó:

—¿No te parece que han llamado?

—Así parece —dijo Giglione y, poniéndose las manos alrededor de la boca, gritó—: ¡Ahoooo!

Butticè dejó la zapa y se lanzó corriendo por la cuesta. Giglione lo siguió corriendo con dificultad.

Encontraron una gran confusión en el patio: detrás de la puerta entrecerrada de la habitación de Butticè se apiñaban los niños, sosteniendo con dificultad y arrastrando por el suelo sábanas, manteles, toallas, camisas, que la mujer de Giglione, asomando la cabeza desgreñada y las manos temblorosas y ensangrentadas, les arrancaba con furia.

El parto había ocurrido. Un varón. Pero la parturienta perdía sangre, perdía sangre con espantosa abundancia, y no había manera de detener la hemorragia. Había que correr enseguida al pueblo de Favara a buscar a un médico.

Butticè, ante la visión de su mujer en aquel estado, se quedó pasmado; pero casi más irritado que dolido. Tanto que, cuando Giglione lo arrastró fuera y lo levantó en brazos y lo puso encima de la mula y le dio la cuerda del ronzal, gritándole: «¡Corre!», airado por aquella violencia, le contestó con el rostro pálido y sin moverse:

—¿Y si no quisiera correr?

—¡Corre, en nombre de Dios! ¿Hablas en serio?

Y Giglione empujó con ambas manos a la mula desde atrás y le dio una patada en el trasero.

Tres horas después, Butticè volvió con el médico. Apenas entró en el patio, al ver al socio y a la comadre y a todos los chicos, que lo esperaban mudos y derrumbados, entendió que todo había terminado. Lo había imaginado: había previsto aquella escena a su llegada. Sintió una fiera irritación; envilecimiento y rabia. Los ojos alegres le brillaban de locura.

—¡Qué guapos sois todos! —dijo, y bajó de la mula y se paró ante el umbral de su habitación.

Tumbada en la cama, como si no le quedara en las venas ni siquiera una gota de sangre, su mujer yacía más rígida y más blanca que el mármol.

La miró un rato, como si, tan larga, tan tensa, tan blanca, no la reconociera; luego entró, se acercó a la muerta y le preguntó con un tono casi irónico:

—¿Qué has hecho?

Giglione, entrando silenciosamente en la habitación con su mujer y con el médico, levantó una mano y se la puso en el hombro, en acto de conmiseración. Pero Butticè se sacudió como un animal, gritándole:

—¡No me toques! —. Y salió al patio.

Entonces sus hijos lo rodearon, llorando. Él se agachó para ceñirlos con los brazos, como un haz que se coge y se tira:

—¿Qué hacéis aquí, todavía vivos?

Giglione, desde el umbral de la habitación, dijo:

—No pienses en tus hijos. Ahora mi mujer hará como si tuviera doce, en lugar de seis, y le dará leche a tu pequeño y nos cuidará, a mí y a ti.

Butticè, aún inclinado sobre sus hijos, lo miró de arriba abajo con una mirada que relampagueó como la hoja de un cuchillo. Le pareció que el socio quería pisarlo con su generosidad, apenas había caído bajo aquella injusticia de la suerte; y sin ni siquiera mirar a la muerta por última vez, como si también ella, aquella mañana, a traición, hubiera querido humillarlo, envilecerlo, aniquilarlo, se escapó, apartando a sus hijos, apartando a todos, por el campo, y fue a refugiarse debajo de un algarrobo, lejos, como un animal herido de muerte.

Permaneció allí dos días y dos noches. Hacia la segunda noche, oyó al socio que lo llamaba largamente, primero desde lo alto, luego cada vez más cerca, por los senderos del campo, entre los árboles; también reconoció los pasos de él; otros pasos, tal vez de los chicos; aguantó la respiración y, cuando los pasos y las voces se alejaron, gozó por no haber sido descubierto. Pero levantando los ojos entrevió, desde una abertura en el follaje, la luna inmóvil en el cielo y sintió que lo miraba, advirtiendo en la conciencia oscura un movimiento interior, entre despecho y consternación.

Entonces pensó en subir a la villa. Seguramente el cadáver de su mujer había sido desplazado. El socio quería que subiera para mostrarle que su mujer se había pegado el niño al pecho y que les hacía de madre a los otros huérfanos. La caridad. Luego, al terminar de comer la menestra, como cada noche, en el patio, a la luz de la lámpara de aceite, le diría: «Buenas noches, compadre. Nosotros nos vamos a dormir». Y se encerraría con su mujer y con toda su familia intacta, en su habitación; mientras él se quedaría en el patio, solo, con sus huérfanos. ¡Ah, no, por Dios! No le daría esta satisfacción al antiguo rival.

Por la mañana, al amanecer, volvió a la villa. Duro, con el rostro hundido, las ojeras lívidas, los ojos de loco, despertó a sus hijos; les ordenó a los mayores que lo ayudaran a recoger sus cosas y a cargar la mula.

Giglione, por el ruido, salió de la habitación vecina; se quedó mirando un rato, luego le preguntó:

—¿Qué haces?

Butticè estaba atando en el suelo un grueso fardo de ropa; levantó el torso, le miró a los ojos y contestó:

—Me voy.

—¿Adónde te vas? ¿Estás loco? —replicó aquel.

Butticè no contestó; volvió a atar el fardo en el suelo. Y entonces Giglione continuó:

—¿Por qué? Tienes tu pena, lo sé, y nadie quiere quitártela. Pero con respecto a lo demás… tú y tus hijos, aquí…

Butticè volvió a levantar el torso, se puso un dedo sobre la boca:

—Calla. Tengo que irme.

—Pero, ¿por qué?

—Por nada. Tengo que irme.

—¿Así, de repente? ¿Sin ni siquiera hacer las cuentas?

—Las haremos. Ahora tengo que irme.

Cuando la mula y el asno, que le pertenecían a él, estuvieron cargados, le dijo a su socio:

—Ve a buscarme a mi criatura.

Giglione juntó las palmas de las manos.

—¿Te has vuelto loco de verdad? Mi mujer le está dando la leche. ¿Quieres que muera?

—¡Que muera! Tengo que irme.

Giglione fue corriendo a coger al recién nacido y, dándole la espalda, se lo dio.

—Toma. ¡Vete! ¡No quiero volver a verte!

—¿Tú? —dijo entonces Butticè con un guiño—. ¡Figúrate yo!

Empujó al asno y a la mula adelante y se encaminó con sus cinco hijos detrás, y en brazos el pequeño, desde cuya boquita cárdena todavía pendía una gota de leche.