LA MOSCA

Cuando llegaron al burgo, jadeantes y anhelantes, para ir más rápido («¡Vamos, arriba, por aquí, ánimo!»), treparon por la áspera pendiente arcillosa, ayudándose también con las manos («¡Venga, con brío!»), porque resbalaban («¡Santo Dios!») los zapatos tachonados.

Apenas se asomaron, morados, al final de la cuesta, las mujeres, que hablaban entre ellas reunidas alrededor de la fuente a la salida del pueblo, se giraron todas para mirar. ¿No eran aquellos dos los hermanos Tortorici? Sí, Neli y Saro Tortorici. ¡Oh, pobrecitos! ¿Y por qué corrían tanto?

Neli, el menor de los hermanos, que no aguantaba más, se detuvo un momento para tomarse un respiro y contestar a aquellas mujeres; pero Saro lo arrastró por un brazo.

—¡Giurlannu Zarù, nuestro primo! —dijo entonces Neli, girándose, y levantó una mano en señal de bendecir.

Las mujeres prorrumpieron en exclamaciones de pesar y de horror; una preguntó en voz alta:

—¿Quién ha sido?

—Nadie: ¡Dios! —gritó Neli desde lejos.

Doblaron la esquina y corrieron hacia la plaza donde se encontraba la casa del médico partidario.

El señor doctor, Sidoro Lopiccolo, con la camisa abierta, con una barba de al menos diez días en las mejillas flojas y los ojos hinchados y legañosos, se movía por las habitaciones, arrastrando las zapatillas y sosteniendo en los brazos a una pobre enfermita amarillenta, muy delgada, de unos nueve años.

La mujer del doctor llevaba once meses en la cama; en casa había seis hijos —además de la mayor, que Lopiccolo sostenía en los brazos— llenos de arañazos, sucios, salvajes; toda la casa estaba patas arriba, era una ruina: pedazos de platos, sillones desfondados, camas deshechas desde hacía quién sabe cuánto tiempo, con las mantas hechas trizas, porque los niños se divertían en las camas haciendo guerra de almohadas: ¡qué monos!

Lo único que quedaba intacto, en una habitación que había sido una salita, era un retrato fotográfico ampliado, colgado en la pared: el retrato de él, del señor doctor Sidoro Lopiccolo cuando era aún joven, recién licenciado: limpio, acicalado y sonriente.

Ahora se ponía a menudo delante de este retrato arrastrando las zapatillas; le mostraba los dientes en un guiño sin gracia, se agachaba y le presentaba a su hija enferma, alargando los brazos:

—¡Sisiné, aquí tienes!

Porque así, Sisiné, lo llamaba su madre en aquel entonces para mimarlo. Su madre, que esperaba grandes cosas de él, el benjamín, la columna, el estandarte de la casa.

—¡Sisiné!

Recibió a aquellos dos campesinos como un perro hidrófobo.

—¿Qué quieren?

Saro Tortorici, aún jadeante, con el gorro en la mano, explicó:

—Señor doctor, el pobrecito de nuestro primo se está muriendo…

—¡Qué suerte tiene! ¡Que tañan las campanas a fiesta! —gritó el doctor.

—¡Ah, no, señor! Se está muriendo, así de repente, no se sabe por qué. En las tierras de Montelusa, en un establo.

El doctor retrocedió un paso y prorrumpió, enfurecido:

—¿En Montelusa?

Había, desde el pueblo, siete millas de camino. ¡Y qué camino!

—¡Rápido, rápido, por caridad! —gritó Tortorici—. ¡Está todo negro, como un pedazo de hígado! Tan hinchado que da miedo. ¡Por caridad!

—¿Y cómo vamos, a pie? —gritó el doctor—. ¿Diez millas a pie? ¡Ustedes están locos! ¡Una mula! Quiero una mula. ¿La han traído?

—Enseguida corro a buscarla —se apresuró a contestar Tortorici—. La pido en préstamo.

—Y yo, entonces —dijo Neli, el menor—, mientras tanto, aprovecho para afeitarme.

El doctor se giró a mirarlo, como si quisiera comérselo con los ojos.

—Es domingo, señorito —se disculpó Neli sonriendo, perdido—. Tengo novia.

—¿Ah, tienes novia? —gritó entonces el médico, fuera de sí—. ¡Y entonces coge esta!

Y le puso en los brazos a la hija enferma; luego cogió, uno por uno, a todos los otros niños que se habían congregado a su alrededor y los empujó con furia a las piernas de Neli.

—¡Y este otro! ¡Y este! ¡Y el otro! ¡Animal! ¡Animal! ¡Animal!

Le dio la espalda, estuvo a punto de irse pero volvió atrás, cogió a la enfermita y les gritó a los dos:

—¡Váyanse! ¡Cojan la mula! Enseguida voy.

Neli Tortorici volvió a sonreír, mientras bajaba por la escalera detrás de su hermano. Tenía veinte años; su novia, Luzza, dieciséis: ¡era una rosa! ¿Siete hijos? ¡Eran pocos! Él quería doce. Y para mantenerlos se bastaría con aquel par de brazos, desnudos pero fuertes que Dios le había dado. Alegremente, siempre. Trabajar y cantar, con mucho arte. No por nada lo llamaban Liolà, el poeta. Sentía que todos lo amaban por su bondad servicial y su buen humor constante, y sonreía incluso por el aire que respiraba. El sol no había conseguido aún cocerle la piel ni secarle el rubio dorado del pelo rizado que muchas mujeres le envidiaban. Muchas mujeres que se sonrojaban, turbadas, si las miraba de cierta manera, con aquellos ojos claros, tan vivos.

Más que por su primo Zarù, aquel día Neli estaba afligido porque su Luzza se enfadaría: hacía seis días que esperaba aquel domingo para pasar un poco de tiempo con él. ¿Pero podía, en conciencia, eximirse de aquella caridad de cristiano? ¡Pobre Giurlannu! Él también tenía novia. ¡Qué desgracia, así de pronto! Estaba vareando almendras en la finca de Lopes, en Montelusa. La mañana anterior, sábado, el cielo amenazaba lluvia, pero no parecía que hubiera peligro inminente. Hacia mediodía, Lopes dijo:

—En una hora Dios trabaja; no quisiera, hijos, que las almendras se quedaran en el suelo, bajo la lluvia —y había enviado a las mujeres, que estaban recogiendo en el almacén, arriba a descascarar—. Ustedes —dice dirigiéndose a los hombres que estaban vareando (y entre ellos estaban también Neli y Saro Tortorici)—, si quieren, pueden ir con las mujeres arriba a descascarar.

Giurlannu Zarù dijo:

—De acuerdo, ¿pero me pagará la jornada según mi salario de veinticinco sueldos?

—No —dijo Lopes—, te pago media jornada correspondiente a tu salario y lo demás a media lira, como a las mujeres.

¡Qué prepotencia! ¿Acaso faltaba trabajo para una jornada entera? No llovía ni llovió durante todo el día ni tampoco por la noche.

—¿Media lira, como las mujeres? —dijo Giurlannu Zarù—. Yo llevo pantalones. Me pagas la media jornada correspondiente a los veinticinco sueldos y me voy.

No se fue: se quedó esperando hasta el anochecer a sus primos, que se habían contentado con descascarar, por media lira, con las mujeres. Pero en cierto momento, cansado de estar mirando sin hacer nada, había ido a un establo cercano para tumbarse y dormir, recomendando a la chusma que lo despertara cuando llegara la hora de irse.

Vareaban desde hacía un día y medio y las almendras recogidas eran pocas. Las mujeres propusieron descascararlas todas aquella misma noche, trabajando hasta tarde y quedándose a dormir allí el resto de la noche, para volver a subir al pueblo a la mañana siguiente, tras levantarse cuando aún estuviera oscuro. Así hicieron. Lopes trajo habas cocidas y dos botellas de vino. A medianoche, cuando terminaron de descascarar, todos, hombres y mujeres, se tumbaron en la era, donde la paja que quedaba estaba mojada por el rocío, como si realmente hubiera llovido.

—¡Liolà, canta!

Y Neli había empezado a cantar, de repente. La luna entraba y salía de un espeso enredo de nubecitas blancas y negras; y la luna era la cara redonda de su Luzza, que sonreía y se oscurecía por los eventos ora tristes ora alegres del amor.

Giurlannu Zarù se había quedado en el establo. Antes del alba, Saro había ido a despertarlo y lo había encontrado allí, hinchado y negro, con una fiebre de caballo.

Esto le contó Neli Tortorici al barbero, quien, distrayéndose en cierto momento, lo cortó con la navaja. ¡Una pequeña herida, cerca del mentón, que ni se veía, vamos! Neli no tuvo ni tiempo de quejarse, porque a la puerta del barbero se había asomado Luzza con su madre y Mita Lumìa, la pobre novia de Giurlannu Zarù, que gritaba y lloraba, desesperada.

Hicieron falta buenas y delicadas maneras para hacerle entender a aquella pobrecita que no podía ir hasta Montelusa para ver al novio: lo vería antes de que anocheciera, apenas lo trajeran de vuelta, lo más rápido que pudieran. Llegó Saro, despotricando contra el médico, que ya estaba a caballo y no quería esperar más. Neli llevó aparte a Luzza y le rogó que tuviera paciencia: volvería antes de la noche y le contaría muchas bellas cosas.

De hecho, bellas cosas son también estas, para dos novios que se las dicen cogidos de la mano y mirándose a los ojos.

¡Qué perverso camino! Había unos barrancos que le hacían ver la muerte ante los ojos al doctor Lopiccolo, a pesar de que Saro de un lado y Neli del otro aguantaran a la mula por la cabeza.

Desde lo alto se divisaba todo el vasto campo, con llanos y valles que desembocaban en otros menores, cultivado con forraje, olivos, almendros; amarillo de rastrojos y con manchas negras por los fuegos de la artiga; al fondo se veía el mar, de un áspero azul. Moreras, algarrobos, cipreses, olivos, conservaban su verde variado y perenne; las copas de los almendros ya se habían enrarecido.

Alrededor, en el amplio espectro del horizonte, había como un velo de viento. Pero el calor era extenuante, el sol rompía las piedras. Llegaba, ora sí ora no, desde los setos polvorientos de higueras chumbas, algún grito de calandria o la risa de una urraca, que hacía que la mula del doctor levantara las orejas.

—¡Mula mala! ¡Mula mala! —se quejaba entonces este.

Para no perder de vista aquellas orejas, ni siquiera advertía el sol que tenía ante los ojos y dejaba abierto aquel paraguas forrado de verde, apoyado en el hombro.

—Usted, don, no tenga miedo. Nosotros estamos aquí —lo exhortaban los hermanos Tortorici.

Realmente el doctor no hubiera tenido que sentir miedo. Pero lo decía por sus hijos. Tenía que cuidarse la piel por aquellos siete desgraciados.

Para distraerlo, los Tortorici se pusieron a hablarle de la mala cosecha: escaso el trigo, escasa la cebada, escasas las habas; con respecto a los almendros, ya se sabe: no siempre producen la misma cantidad de frutos, un año están cargados y el siguiente no; por no hablar de las olivas: la niebla las había arruinado mientras crecían; ni había esperanza de recuperación con la vendimia, porque todos los viñedos del barrio estaban enfermos.

—¡Qué consuelo! —decía el doctor de vez en cuando, moviendo la cabeza.

A las dos horas de camino, todos los temas de conversación se habían acabado. El camino seguía recto durante un buen trecho y sobre el estrato alto de polvo blanco se pusieron a conversar ahora las cuatro pezuñas de la mula y los zapatos tachonados de los dos campesinos. Liolà, en cierto momento, empezó a cantar, desganado, a media voz; acabó pronto. Por la calle no había nadie porque todos los campesinos, de domingo, subían al pueblo para la misa o para las compras o simplemente para aliviarse. Tal vez allí abajo, en Montelusa, no se había quedado nadie al lado de Giurlannu Zarù, que moría solo, si aún estaba vivo.

De hecho, lo encontraron solo en el establo que olía a barro, tumbado como Saro y Neli Tortorici lo habían dejado: lívido, enorme, irreconocible.

Agonizaba.

Por la ventana de hierro, cerca del comedero, entraba el sol a golpearle el rostro que ya no era humano: la nariz, en la hinchazón, había desaparecido; los labios eran negros y estaban horriblemente tumefactos. Y el estertor salía de aquellos labios, exasperado, como un gruñido. Entre el moreno pelo rizado resplandecía, al sol, una brizna de paja.

Los tres se quedaron un rato mirándolo, consternados y como retenidos por el horror de aquella visión. La mula pateó, resoplando, sobre el encachado del establo. Entonces Saro Tortorici se acercó al moribundo y lo llamó amorosamente:

—Giurlà, Giurlà, aquí está el doctor.

Neli fue a atar la mula al comedero. En la pared vecina había lo que parecía la sombra de otro animal, la huella del asno que estaba en aquel establo y que se había impreso allí de tanto frotarse el animal.

Giurlannu Zarù dejó de agonizar, después de que lo llamaran de nuevo por su nombre; intentó abrir los ojos inyectados en sangre, ennegrecidos, llenos de miedo; abrió la boca horrenda y gimió, como si ardiera por dentro:

—¡Me muero!

—No, no —se apresuró a decirle Saro, angustiado—. Aquí esta el médico. Lo hemos traído, ¿lo ves?

—¡Llevadme al pueblo! —dijo Zarù, jadeando, sin poder cerrar los labios—: ¡Madre mía!

—¡Sí, aquí está la mula! —contestó Saro enseguida.

—¡Pero incluso en brazos, Giurlà, te llevo yo! —dijo Neli, acercándose y agachándose sobre él—. ¡No te aflijas!

Giurlannu Zarù se giró al oír la voz de Neli, lo miró con aquellos ojos ensangrentados como si al principio no lo reconociera, luego movió un brazo y lo agarró por la cintura.

—¿Tú, querido? ¿Tú?

—¡Yo, sí, ánimo! ¿Lloras? No llores, Giurlà, no llores. ¡No es nada!

Y le puso una mano sobre el pecho que se sobresaltaba por los sollozos que no podían romperse en su garganta. Asfixiado, en cierto momento Zarù movió la cabeza rabiosamente, luego levantó una mano, cogió a Neli por la nuca y lo atrajo hacia sí:

—Juntos, nos teníamos que casar el mismo día…

—¡Y lo haremos, no lo dudes! —dijo Neli, quitándole la mano que se había agarrado a su nuca.

Mientras tanto, el médico observaba al moribundo. Estaba claro: se trataba de un caso de carbunco.

—Dígame, ¿se acuerda de qué insecto lo ha picado?

—No —dijo Zarù con la cabeza.

—¿Insecto? —preguntó Saro.

El médico les explicó como podía la enfermedad a aquellos dos ignorantes. Algún animal había tenido que morir de carbunco en los alrededores. Quién sabe cuántos insectos se habían posado en la carroña, tirada en algún barranco; luego alguno había podido contagiarle la enfermedad a Zarù en aquel establo.

Mientras el médico hablaba así, Zarù había girado el rostro hacia la pared.

Nadie lo sabía y la muerte, mientras tanto, estaba allí, todavía; tan pequeña que apenas se habría podido divisar, si alguien se hubiera dado cuenta.

Había una mosca, en la pared, que parecía inmóvil; pero, al mirarla bien, ora sacaba su pequeña probóscide y respiraba, ora se limpiaba rápidamente las dos delgadas patitas delanteras, frotándolas entre ellas, en señal de satisfacción.

Zarù la vio y la miró fijamente.

Una mosca.

Podía haber sido aquella u otra. ¿Quién sabe? Porque ahora, oyendo al médico que hablaba, le parecía acordarse. Sí, el día anterior, cuando se había tumbado allí para dormir, esperando a que los primos terminaran de descascarar las almendras de Lopes, una mosca lo había molestado. ¿Podía ser esta?

Vio que de repente emprendía su vuelo y se giró para seguirla con los ojos.

Había ido a posarse en la mejilla de Neli. De allí, muy leve, ahora fluía, con dos movimientos, por el mentón hasta la herida de la navaja y se pegaba ahí, voraz.

Giurlannu Zarù se quedó mirándola un buen rato, atento, absorto. Luego, en el jadeo catarroso, preguntó con voz de gruta:

—¿Puede ser una mosca?

—¿Una mosca? ¿Y por qué no? —contestó el médico.

Giurlannu Zarù no dijo nada más: volvió a mirar aquella mosca que Neli, casi aturdido por las palabras del médico, no espantaba. Zarù ya no prestaba atención al discurso del médico, pero disfrutaba porque este, hablando, absorbía así la atención de su primo, que se quedaba inmóvil como una estatua y no advertía el fastidio de aquella mosca en su mejilla. ¡Oh, si fuera la misma! ¡Entonces sí, realmente se casarían! Una envidia oscura, unos celos sordos lo atacaron por aquel joven primo tan bello y tan florido, para quien la vida permanecía llena de promesas, mientras a él le faltaba de repente.

De pronto Neli, como si por fin se sintiera picado, levantó una mano para echar a la mosca y con un dedo empezó a apretarse el mentón, sobre la heridita. Se giró hacia Zarù, que lo miraba, y se quedó un poco desconcertado viendo que este había abierto los labios horrendos en una sonrisa monstruosa. Se miraron un poco así, luego Zarù dijo, casi sin quererlo:

—La mosca.

Neli no entendió e inclinó la oreja.

—¿Qué dices?

—La mosca —repitió aquel.

—¿Qué mosca? ¿Dónde? —preguntó Neli, consternado, mirando al médico.

—Allí, donde te rascas. ¡Lo sé, seguro! —dijo Zarù.

Neli mostró al doctor la heridita en el mentón:

—¿Qué tengo? Me pica.

El médico lo miró, con el ceño fruncido; luego, como si quisiera observarlo mejor, lo llevó fuera del establo. Saro los siguió.

¿Qué paso después? Giurlannu Zarù esperó largamente, con una ansiedad que le removía las vísceras. Oía confusamente que estaban hablando fuera. De pronto, Saro volvió a entrar en el establo con furia, cogió la mula y sin ni siquiera girarse a mirarlo, salió, gimiendo:

—¡Ah, Nelito mío! ¡Ah, Nelito mío!

Entonces, ¿era cierto? Y lo abandonaban allí, como a un perro. Intentó levantarse apoyándose en un codo, llamó dos veces:

—¡Saro! ¡Saro!

Silencio. Nadie. Su codo no aguantó más, cayó de nuevo y durante un largo rato estuvo como husmeando, para no oír el silencio del campo que lo aterraba. De pronto le surgió la duda de que había soñado, de que había tenido aquella pesadilla por la fiebre; pero cuando volvió a girarse hacia la pared, vio a la mosca, de nuevo.

Ahí estaba.

Ora sacaba su pequeña probóscide y respiraba, ora se limpiaba rápidamente las dos delgadas patitas delanteras, frotándolas entre ellas, en señal de satisfacción.