DE LA NARIZ AL CIELO

I

Hacía una semana que los pocos huéspedes del viejo hotel en la cima del Monte Gajo tenían el placer de escuchar hablar al senador Romualdo Reda.

¡Al fin!

En veinte días, el ilustre químico, académico de los Lincei, no había intercambiado una palabra con nadie. No se sentía bien; estaba cansado; es más, se decía que últimamente, en Roma, se había desmayado en el laboratorio de química, donde solía quedarse desde la mañana hasta la noche, y que los médicos hasta lo habían forzado a concederse un poco de reposo, a interrumpir, al menos durante unos meses, los estudios que él —pese a su avanzada edad— continuaba con tenacidad inflexible y con su acostumbrado rigor.

Su conducta en la vida estaba reglada por la misma tenacidad y el mismo rigor. Suplicado insistentemente, dos veces, para que aceptara el cargo de ministro de la Instrucción Pública, ambas veces lo había rechazado, porque no quería distraerse de sus estudios ni de sus deberes de docente.

Bajísimo, casi sin cuello, con el rostro plano y completamente lampiño, casi de cuero, y los párpados hinchados como dos bolsas que le escondían las pestañas, y el pelo largo, gris, liso y húmedo, que le escondía las orejas, tenía el aspecto de una vieja sirvienta chismosa.

Cada día, por la tarde, bajaba al patio delantero del hotel, seguido por un camarero que le llevaba varias revistas o diarios o algún libro, y, en una tumbona de estera, se sumergía en la lectura durante horas, a la sombra de la majestuosa haya centenaria que dominaba la cumbre.

Aquella haya era por así decir majestuosa: tenía que estar mortalmente aburrida por estar allí arriba, expuesta a todos los vientos, y demostraba claramente que no apreciaba el altísimo honor y la suerte que le tocaban en gracia, en aquellos días, por resguardar con su copiosa copa a tan ilustre personaje. Se diría que casi no se daba cuenta de ello.

Parecía que tampoco el hotel se sentía para nada honrado por hospedarlo, y que guardaba tranquilamente el aire humilde y melancólico de viejo convento abandonado. Pero el hotelero… ah, había que verlo: enseguida había asumido hacia los otros clientes una actitud de diplomático, y los camareros… también había que verlos: se habían puesto a prestar sus servicios con un desdén impagable, para dejar bien claro que no podían ocuparse demasiado de los demás, sumidos como estaban en las órdenes de aquel único cliente.

El joven abogado y periodista diletante Torello Scamozzi se sentía asqueado; no tanto por él, decía, como por las señoras. Y amenazaba con vengarse en los muchos periódicos de los cuales se decía colaborador. Pero las señoras, generosamente, le rogaban que no se comprometiera por ellas.

Eran cuatro, las señoras: es decir, las Gilli, madre e hija; Miss Green, inglesita bastante entrada en años, rubia y cerúlea, siempre abastecida de dolor de cabeza y antipirético; y la mujer del doctor Sandrocca, atáxico y confinado perpetuamente en una silla de ruedas.

Mucho más sabio —es decir, más práctico—, otro joven huésped, Leone Borisi, le dejaba a Scamozzi el gusto de actuar como paladín de las señoras y, sobre todo, de la querida y muy vivaz señorita Ninì Gilli, y por su cuenta se había puesto a empujar la silla del doctor Sandrocca por las callecitas de la montaña, debajo de los castaños de Indias: empujaba la silla con una mano y con la otra ceñía la cintura de la mujer del buen doctor, que era una morenita de pelo rizado, con la nariz recta y los ojos ardientes, simpatiquísima. Oh, así, claro, inocentemente, casi por distracción, detrás de los hombros del marido que reía, reía y hablaba y fumaba en pipa, sin parar ni siquiera un momento.

II

El milagro de haber hecho hablar al senador Romualdo Reda lo había obrado un nuevo huésped que, al principio, había provocado que las cuatro señoras arrugaran la nariz y el hotelero retorciera la boca.

De aspecto descuidado, chorreando sudor, con la cabezota rapada y la piel arrugada en la nuca, las gafas que siempre se le deslizaban de través en la nariz en forma de ñoqui, y aquellos grandes ojos azules que parecían buscar las gafas para ver, obligando a la cabeza a ciertas bufas torsiones del cuello (que hacían pensar en un buey que se agita bajo el yugo), el profesor Dionisio Vernoni no estaba hecho, en verdad, para atraer confianza. Pero luego, al escucharlo hablar…

Tal vez, en su interior, el profesor Dionisio Vernoni sufría por los volcánicos movimientos de sus numerosas pasiones en el pecho amplio, pero, lo que se veía desde fuera hacía reír mucho. Sobre todo porque, con aquella montaña de carne sudada encima, el profesor Dionisio Vernoni era un incorregible idealista: un idealista que, incluso a costa de ser degollado, no aceptaba, no sabía, no quería aceptar la irritante renuncia de la ciencia frente a los formidables problemas de la existencia, el cómodo (él decía: vil) resguardarse del así llamado pensamiento filosófico en los confines de lo cognoscible. Y espantaba con sus grandes manos las muy obstinadas moscas que querían pegarse a su gran cara sudada.

Viendo, debajo del haya, al senador, que había sido su maestro muchos años atrás en la universidad (todos los profesores de varias universidades habían sido sus maestros, porque Dionisio Vernoni había conseguido tres o cuatro licenciaturas, una después de la otra), entre el estupor de todos y la indignación del hotelero, había corrido hacia él, más bien se le había echado encima, gritando con los brazos levantados:

—Oh, ¿usted, aquí, ilustrísimo señor profesor?

Y casi de inmediato se habían encendido, entre el antiguo alumno y el viejo maestro, las fervientes discusiones que habían sido famosas durante muchos años en la universidad romana.

Fervientes por una sola parte, se entiende: la de Vernoni, porque el senador contestaba seco y mordaz, con una fría risita en los labios, que daba a entender que se dignaba a darle unas respuestas a su extravagante alumno solo para reírse de él.

Todos los otros clientes, que poco a poco se habían reunido alrededor de ambos para escuchar, lo habían entendido bien. Ahora, después de cada comida, se asistía a aquel duelo intelectual debajo del haya, como si fuera una verdadera diversión.

Todos estallaban en carcajadas, de vez en cuando, ante ciertas agudas respuestas del ilustre senador, mientras Vernoni ora se ponía en pie con los ojos desorbitados, ora —en suspenso— se ponía las grandes manos sobre el pecho como para retener un alud de protestas impetuosas.

Pero la vieja señora Gilli y Miss Green, a menudo arrastradas por el apasionado ardor con el cual el profesor Vernoni abogaba a favor de sus nobles y magnánimas teorías, aprobaban involuntariamente con la cabeza. Entonces el senador contestaba con cierta vocecita áspera de irritación. Y Vernoni se encogía de hombros o mascullaba con amargo desdén:

—¿La hierba, eh? ¡La hierba! Como si fuéramos ovejas…

Ninì Gilli, ante estas palabras, estallaba en una carcajada irrefrenable, de la cual todos los demás se hacían eco, mientras el senador miraba alrededor como si no hubiera entendido bien y preguntaba:

—¿La hierba? ¿Por qué la hierba? No entiendo.

—¡La hierba! ¡La hierba! —confirmaba Vernoni, casi llorando por la irritación—. ¿Cuál es la única verdad que existe para las ovejas? La hierba. La hierba que les crece bajo la barbilla. ¡Pero nosotros, gracias a Dios, podemos mirar también hacia arriba, ilustrísimo señor senador! ¡Hacia arriba, hacia arriba, hacia las estrellas!

La vieja señora Gilli y Miss Green volvían a aprobar con la cabeza, muy convencidas, esta vez.

Y entonces el senador decía:

—También hacia arriba, ya, como dice Salustio.20

—Como dice Salustio, sí, señor —insistía pronto Vernoni—. Pero también mirando hacia abajo, perdone… el topo, señor senador: miremos al topo y sigamos la lógica de la naturaleza.

—¡Ah, no!

El senador Romualdo Reda, oyendo nombrar a la naturaleza, se inquietaba de verdad: golpeaba los brazos del sillón con ambas manos:

—¡Venga! ¡Hágame el favor! ¡Será su lógica, querido Vernoni! Así para reír… Dejemos en paz a la naturaleza, ¡por caridad!

—Perdone, perdone, perdone —se apresuraba a explicar Vernoni, poniendo las manos delante—. ¿Acaso se puede poner en duda que la naturaleza tenga una lógica? ¡Tenemos una prueba muy evidente en su economía, con perdón! ¡Déjeme explicar, ilustrísimo señor profesor! El topo… ¿Por qué el órgano visual del topo es tan débil? ¡Porque tiene que estar bajo tierra! Lógica de la naturaleza. ¿Y el hombre? Perdone, ¿por qué el hombre tiene que ver las estrellas? ¡Una razón tiene que haber!

Todos se quedaban en suspenso por un momento a la espera de la respuesta del señor senador, pero este entornaba los ojos cansados e hinchados, meneaba la cabeza, abría los labios en una risita de desdeñosa conmiseración y los dejaba a todos decepcionados, recitando:

Gestit enim mens exsilire ad magis generalia ut acquiescat: et post parvam moram fastidit experientiam: sed haec mala demum aucta sunt a dialectica ob pompas disputationum.21

—¿Bacon? —preguntaba el profesor Dionisio Vernoni, secándose el copioso sudor de la frente y de la nuca.

Y el senador:

—Bacon.

III

Pero una de aquellas mañanas, muy temprano, todos los huéspedes del hotel de la cima del monte fueron despertados de pronto por los gritos agudísimos de la señorita Ninì Gilli y de su madre. ¿Qué había pasado?

Al principio se dijo que la querida Ninì, mientras iba sola, al amanecer, a las praderas del conventito, había tenido un mal encuentro.

¿Malo? ¿Cómo? ¿Tal vez había sido asaltada? Pero nunca se había oído que en las praderas del conventito hubiera… ah, ¿no se trataría de delincuentes? ¿Y qué encuentro, entonces?

La querida Ninì, o Gillina como la llamaban, había subido desde las praderas corriendo, desarreglada, gritando, víctima de un loco terror. Ahora, en su habitación, sufría un terrible ataque de nervios.

¿En fin, de qué encuentro se trataba? ¿Qué le habían hecho?

Las manchas del conventito se encontraban en la agreste cuesta occidental de la montaña. Propiamente no eran praderas, porque todos aquellos sutiles castaños de Indias tenían un tronco altísimo y permanecían rectos como agujas: un bosque. Eran conocidos como «del conventito» porque, en un reducido claro en medio de ellos, había un pequeño convento antiguo, en ruinas y abandonado, con la iglesita a un lado, cuyo misterioso interior apenas se entreveía a través de las fisuras del portón podrido.

Scamozzi, pálido, consternado, incitaba a Borisi y a los camareros a correr con él, armados, hasta las praderas, para ver. ¿Para ver qué? ¡Si aún no se sabía nada de cierto! ¿Qué decía el senador Reda, que había ido a la habitación de la señorita? Reda también era médico, aunque nunca había ejercido la profesión.

Solamente el profesor Dionisio Vernoni se declaraba dispuesto a seguir a Scamozzi. Pero este no confiaba en él, y fingía no oírlo ni verlo.

Por fin Reda (¡Alabado sea Dios!) sonreía… ¿Pues bien?

—Nada, señores míos. Tranquilos. Una leve psicosis pasajera. Crisis histérica. Se le pasará.

Pero el profesor Dionisio Vernoni avanzó, el ceño fruncido y dijo:

—¿Psicosis? ¿En las praderas del conventito? ¡Si usted dice psicosis, yo sé de qué se trata! ¡Lo sé todo, todo! ¡La señorita Gilli ha visto! ¡La señorita Gilli también ha oído!

Scamozzi, Borisi, el doctor Sandrocca y su mujer, Miss Green, se volvieron a mirarlo con la boca abierta:

—¿Visto… qué?

—¡No le hagan caso, por caridad! —exclamó el senador.

—Alucinaciones, ¿no es verdad? —gritó entonces Vernoni, con aire irónico y desafiante—. Psicosis… crisis histérica… ¿Y cómo explica usted que yo también, sí, señores, yo también, el otro día, al anochecer, oyera… sí, señores, oyera, mientras estaba allí solo, en las praderas, cerca del convento, una música… una música de paraíso, que salía de la iglesia… órgano y arpas… una melodía divina? No se lo he dicho a nadie; lo digo ahora porque estoy seguro de que la señorita Gilli, ella también, ha oído… ¡Por vergüenza me he quedado callado, lo juro! ¡Porque tuve miedo, sí, sí, miedo, y escapé corriendo!

—¡Oh, pare ya, señor mío! —lo interrumpió el hotelero, notando el efecto que aquellas palabras producían en los otros clientes—. ¡Usted quiere llevarme a la ruina! ¡Perdone, son locuras! ¡Nunca se ha dicho algo parecido, nunca nadie ha oído nada! Suerte tenemos de que esté aquí Su Eminencia… digo, el honorable senador… una lumbrera de la ciencia… y también otro egregio doctor, que… se ríe, miren, se ríe y tiene razón… ¡es para reírse, querido señor doctor! Una sencillísima crisis nerviosa…

—Histérica —corrigió el senador.

—Sí, histérica… ¡y si lo dice él! —concluyó el hotelero—. ¡Qué música! ¡Qué órgano! ¡Qué arpas! Vamos todos juntos a las praderas… Haré que les sirvan allí el desayuno… Un lugar delicioso, segurísimo… Abriremos la iglesia, ya verán…

—¿Pero de verdad hay un órgano? —preguntó la señora Sandrocca.

—No… es decir, sí, está y no está —contestó, confundido, el hotelero—. Imagínese, después de tantos siglos, a qué se ha reducido… Tal vez alguna rata… Vamos a ver, es para reírse… ¿no es cierto, señores?

Y se rio: él sí, se rio, y también siguió riéndose el doctor Sandrocca (que se reía siempre); pero los demás no se rieron y tampoco mostraron que les agradara la propuesta de desayunar en la pradera del conventito. El senador les dio la espalda a todos, desdeñado, y fue a tumbarse en la tumbona de esteras bajo el haya.

En aquel momento llegó la vieja señora Gilli buscando al hotelero, apresurada y con insólita energía, aunque, tal vez por la excitación excesiva, se le había dormido una pierna.

No le gustaba para nada, no le gustaba en absoluto aquella declaración del ilustre senador, que tenía todo el aire de haber sido expresada para no dañar al hotelero. ¿Qué crisis histérica de Egipto, si su hija nunca había sufrido de mal de madre? ¡Es fácil decirlo! Luego la fama se queda, y también los comentarios y las maldades. No, no. ¡Las cosas en su lugar! La señora Gilli quería poner las cosas en su lugar, es decir: que todos supieran lo que había pasado, luego pagar la cuenta e irse enseguida, enseguida, porque su pobre hija todavía temblaba como una hoja, por el susto, y decía que moriría si se quedaba allí, incluso por una sola noche más.

Y entonces la señora Gilli empezó a contar que la pobre Ninì realmente había oído tocar el órgano en la iglesia del convento.

—¿Oyen? ¿Oyen? —exclamó, triunfante, Dionisio Vernoni.

La vieja señora se detuvo, trastornada, para mirarlo y le preguntó:

—¿Cómo? ¿Usted… cómo lo ha sabido?

Y Vernoni:

—No lo he sabido: ¡lo he supuesto, señora! Estaba seguro, más que seguro de ello, ¡porque yo también he oído!

Consternada, pero sin embargo alegre, la señora Gilli aplaudió, exclamando:

—¿Lo ven? Y el señor no puede sufrir de mal de madre… diría yo…

Dionisio Vernoni no les dio tiempo a los demás para sonreír ante esta consideración y continuó:

—¿Órgano y arpas?

—¿Arpas? Arpas, no sé —contestó aquella, aterrada por la manera en que Vernoni la miraba—. Ninì dice órgano y dice que al principio se quedó sorprendida… sorprendida de que alguien hubiera ido a tocar tan temprano a aquella iglesia abandonada. No sospechó nada extraordinario; es cierto que se acercó para mirar… y por tanto… yo no sé, no sé precisamente qué ha visto… no lo deja entender bien… dice frailes… dice procesión… velas encendidas…

La vieja señora Gilli dejó el relato en suspenso, llamada con prisa por una camarera ante una nueva convulsión de Ninì. Y entonces llegó el momento del profesor Dionisio Vernoni, hacia quien, instintivamente, todos se dirigieron. Y el profesor Dionisio Vernoni empezó a hablar enseguida, con su acostumbrado fervor, de ocultismo y de médiums, de telepatía y premoniciones, de apariciones y materializaciones y, ante los ojos de su sorprendido público, pobló de maravillas y de fantasmas la tierra que el imbécil orgullo humano considera habitada solamente por hombres y por aquellos pocos animales que el hombre conoce y de los cuales se sirve. ¡Error garrafal! En la tierra viven, viven de vida natural —naturalísima, como la nuestra— otros seres, de los cuales nosotros en estado normal no podemos tener percepción, por defecto nuestro, pero que a veces se revelan, en ciertas condiciones anómalas, y nos llenan de consternación: seres sobrehumanos, en el sentido de que existen más allá de nuestra pobre humanidad, sin embargo naturales ellos también —naturalísimos— sujetos a otras leyes que desconocemos o mejor, que nuestra conciencia desconoce, pero a las cuales, tal vez inconscientemente, nosotros también obedecemos: habitantes de la tierra no humanos, esencias elementales, espíritus de la naturaleza de todo género, que viven entre nosotros y en las rocas y en los bosques y en el aire y en el agua y en el fuego, invisibles, pero que a veces consiguen materializarse, sin embargo.

Irritado porque el senador Reda no entraba en la discusión, para provocarlo se abandonó a los vuelos más fantásticos, a las suposiciones más valientes, a las explicaciones más seductoras, y finalmente prorrumpió en un ataque profundo contra la ciencia positivista, contra ciertos así llamados científicos que no ven un palmo más allá de sus narices (repitió esta frase cuatro o cinco veces): frígidos miopes presuntuosos, que quieren obligar a la naturaleza a someterse a las experiencias y a los cálculos de sus laboratorios, bajo el cilicio de sus instrumentos y de sus miserables aparatos.

El senador Romualdo Reda: callado. Scamozzi, Borisi, Miss Green, la señora Sandrocca, casi aturdidos por la violencia agresiva de Vernoni, le dirigían de vez en cuando la vista para espiarlo. Callado, impasible, el senador Romualdo Reda permanecía en la tumbona, bajo el haya, con los ojos cerrados, como si durmiera. En cierto momento, cuando le pareció oportuno, se levantó y sin decir nada, sin mirar a nadie, con dos dedos entre los botones del chaleco, se encaminó tranquilo y grave, aunque muy pequeñito, por la callecita que llevaba a las praderas del conventito.

—¡Bendito sea! —exclamó el hotelero, enviándole un beso con la punta de los dedos.

Luego, dirigiéndose a Vernoni:

—Usted diga lo que quiera, señor mío, es dueño de hacerlo. Pero mire: ¡la mejor respuesta es aquella!

Y con una mano señaló al senador que desaparecía lentamente, pequeñito, bajo los altísimos castaños de Indias en pendiente.

IV

Cuando, ya avanzada la noche, el profesor Dionisio Vernoni y Torello Scamozzi, que caballerosamente habían querido acompañar hasta la estación de Valdana a las señoras Gilli y luego se habían quedado en el pueblo todo el día, volvieron cansados y hambrientos al hotel en la cima del monte, encontraron a todos los demás huéspedes perdidos en un silencio de infinita consternación.

El senador Romualdo Reda aún no había vuelto de las praderas del conventito.

Después de la miedosa aventura vivida por Ninì y de todas las conversaciones de la mañana, ¿cómo explicar aquel retraso tan prolongado del senador?

Leone Borisi se dio prisa en poner al tanto a los dos amigos: dijo que ya dos camareros habían sido enviados en busca del ilustre hombre, pero que habían vuelto sin haberlo encontrado; que luego el mismo hotelero, no muy seguro de que aquellos camareros hubieran ido realmente hasta el convento, había querido ir él, acompañado por otro camarero, y que tampoco lo había encontrado. Entonces se había supuesto que, desdeñado por la violencia de Vernoni, el senador había atravesado toda la pradera y había llegado andando hasta el cercano pueblo de Sopri. Pero el botones del hotel, enviado a Sopri para investigar, había vuelto ahora mismo sin rastro ni noticias, después de haber recorrido —decía— casa por casa, todo el pueblo.

—¡Por el amor de Dios! —concluyó Borisi—. No se dejen ver, sobre todo usted, profesor Vernoni. El hotelero está colérico. Muy capaz de atacarlo.

—¡Ya lo veremos! —dijo, sombrío, el profesor Vernoni—. Oiga, señor mío, me sabría mal si algo grave le hubiera ocurrido al senador Reda. Está enfermo del corazón. Pero una lección… una sonata de órgano, a ciertos científicos… ¡no sabe qué bien le haría!

Poco después, el hotelero, que había vuelto del sótano con unas antorchas para una última expedición a las praderas, fingió no darse cuenta del regreso de Vernoni y Scamozzi.

—Señores —dijo, casi con lágrimas en los ojos—, si quisieran tener la bondad de ayudarme… ¡Les invito a todos! Comprenderán mi estado de ánimo, bajo semejante responsabilidad.

Aunque muy cansados, Vernoni y Scamozzi no se lo hicieron repetir dos veces. Los tres camareros y el botones encendieron las antorchas, y en grupo de ocho salieron en busca del pequeño senador, perdido entre los densos castaños de Indias de la pradera escarpada.

Aunque oprimidos por la consternación y animados por celo ansioso, todos cedieron a la curiosidad inquieta de espiar el efecto extraño, fantástico, de la pradera nocturna afectada por la luz rojiza de aquellas antorchas desesperadas. A cada paso temblaban sombras colosales. Todos aquellos troncos ágiles, rectos hacia el cielo, se teñían de sangre, y, por un instante, parecía que se formaran como en desfile, en la profundidad de la pradera, o parecía que se arremolinaran todos juntos. Y el crujir de las hojas secas y los gritos lejanos de las ardillas en fuga y de los pájaros herían los sentidos, ahora agudísimos, de aquellos improvisados exploradores nocturnos.

Varias veces el hotelero propuso la separación en grupos de dos por la pradera, porque sería más útil para buscar al senador por la callecita que conducía al convento. Pero nadie conseguía separarse del otro, por horror instintivo, para no sentir a solas el asalto de aquellas insólitas y violentas impresiones.

Cuando llegaron al convento, todos los ojos se dirigieron al portón podrido de la vieja iglesia. Un escalofrío recorrió la espalda de todos cuando el hotelero se acercó y con una mano lo empujó varias veces:

—¡Cerrado!

Scamozzi y Vernoni propusieron buscar entre las ruinas del convento, pero el hotelero aseguró que ya lo había hecho, con máxima diligencia. Había que buscar por la pradera, por la pradera, porque tal vez el senador se había adentrado entre los árboles y no había sabido encontrar la manera de salir. ¡Eran ocho y tenían cuatro antorchas! ¡De modo que, de dos en dos, con paciencia! Una pareja allí, otra aquí, despacio, atentamente.

Así hicieron, y la exploración duró casi una hora. Algunas antorchas se apagaron y costó mucho volver a encenderlas; luego, el mismo horror del lugar y el cansancio empezaron a sugerir por un lado suposiciones menos oscuras, por el otro a generar desconfianza sobre el resultado positivo de la empresa. Se llamaron, se reunieron de nuevo en la callecita, de la cual ninguna de las parejas se había alejado mucho y, fácilmente, todos se pusieron de acuerdo sobre la propuesta de posponer la búsqueda al día siguiente, con la luz diurna.

Entonces, los ocho de la noche empezaron a buscar cada uno por su cuenta y toda la pradera fue registrada, por todas partes, sin resultado alguno.

Finalmente, un grito. Llegaba del claro donde se encontraban las ruinas del convento. Todos se precipitaron allí, jadeantes.

Precisamente bajo los primeros castaños de Indias, a casi cincuenta pasos del convento, yacía el cadáver del senador Romualdo Reda, pequeñito, tumbado boca arriba, sin rastro de violencia, es más, como si alguien lo hubiera compuesto para el sueño eterno, con los pies juntos, los bracitos extendidos cerca de la minúscula persona.

Todos se quedaron pasmados mirándolo.

Desde lo alto de las copas de aquellos castaños de Indias colgaba un delgadísimo hilo de araña, que se había posado en la punta de la nariz del pequeño senador.

De aquel hilo no se veía el final.

Y desde la nariz del pequeño senador, una pequeña araña casi invisible, que parecía salida de los pelitos de la nariz, viajaba inconsciente, hacia arriba, por aquel hilo que parecía perderse en el cielo.

20 Referencia a la obra del historiador romano, La conjura de Catilina.

21 Cita extraída del aforismo XX del Libro Primero del Novum Organum (o Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza, 1620) de Francis Bacon (1561-1626): «La mente, en efecto, intenta llegar a consideraciones universales para encontrar quietud; y, después de una breve pausa, experimenta fastidio por esta experiencia: pero esta condición infeliz, finalmente, ha sido exagerada por las pomposas exhibiciones de las discusiones filosóficas». [La traducción es mía.]