FUGA

¡Cómo se molestó el señor Bareggi por aquella niebla! Le pareció que había surgido a traición, que estaba dirigida precisamente a él, para picarlo, fría, con pinchazos leves de agujas sutilísimas, en el rostro, en la nuca y:

—¡A ti, mañana, los pinchazos en las articulaciones —empezó a decir—, la cabeza que pesa como plomo, y los ojos que no puedes abrir por la hinchazón de estas lindas bolsas acuosas! ¡Palabra de honor, haré una locura, de verdad!

Consumido por la nefritis, a los cincuenta y dos años, con el dolor fijo en los riñones y aquellos pies hinchados que, al hundir un dedo en ellos tardaban un minuto en volver a recomponer su edema, ahí estaba, caminando con los zapatos de paño por la calle ya toda mojada, como si hubiera llovido.

Con aquellos zapatos de paño, el señor Bareggi se arrastraba cada día de su casa a la oficina, de la oficina a su casa. Y andando así, muy despacio, con los pies blandos y doloridos, para distraerse se perdía soñando que, una vez u otra, se iría, a escondidas, para siempre, sin volver jamás a casa.

Porque las preocupaciones más feroces eran procuradas por su casa. La idea de tener que volver a casa dos veces al día, allí abajo, a una remota calle lateral de la larguísima avenida por la cual estaba caminando.

Y no por la distancia, que también había que considerar (¡con aquellos pies!), y tampoco por la soledad de aquella calle, que más bien le gustaba: así, apenas trazada, todavía sin luces y sin daño de civilización alguna, con tres únicas casitas a la izquierda, casi de campesinos, y a la derecha un seto campestre, desde el cual, sobre un palo, se asomaba un cartel desteñido por el tiempo y por las lluvias: «Se venden terrenos».

Vivía en la tercera de aquellas casitas. Cuatro habitaciones en la planta baja, casi a oscuras, con las rejas de las ventanas oxidadas y, además de las rejas, una red de hilo de hierro para defender los cristales de las pedradas de los salvajes golfillos de los alrededores; y en el primer piso, tres dormitorios y una galería que le proporcionaba, cuando no había humedad, su delicia: la vista de los huertos.

Las feroces preocupaciones se debían a los cuidados angustiosos con los cuales, al volver a casa, inmediatamente lo oprimirían su mujer y sus dos hijas: una gallina perdida y dos pollinas piando tras ella: corre por aquí, escapa por allá: para las zapatillas, para la taza de leche con la yema de huevo, y una a gatas para desatarle los zapatos y la otra preguntándole con una voz lamentosa (según la estación) si se había mojado o si estaba sudado; como si no vieran que había vuelto sin paraguas y estaba tan mojado que se podía escurrir, o en agosto, cuando volvía a mediodía todo pegoteado y amoratado por el sudor.

Acababan, acababan con su estómago todas aquellas atenciones, como si se las dedicaran para que, así, no encontrara manera de desahogarse.

¿Podía quejarse ante aquellos seis ojos encantados por la piedad, ante aquellas seis manos tan dispuestas a ayudarlo?

Sin embargo, tenía para quejarse, ¡tanto, y de muchas cosas! Bastaba con que mirara a su alrededor para encontrar una razón de queja, que ellas ni siquiera suponían. Aquella vieja mesa de cocina, maciza, donde comían y que a él, a pan y leche, casi no le servía: ¡aquella gran mesa cuánto sabía del crudo de la carne y del olor de las ricas cebollas secas con el velo dorado! ¿Y podía reprocharles a sus hijas la carne que ellas, sí, podían comer, cocinada de manera tan sabrosa por su madre, con aquellas cebollas? ¿O reprocharles que, lavando la ropa en casa para ahorrar, cuando habían terminado de lavar, arrojaran afuera el agua enjabonada y con aquel hedor ardiente de lavadero le impidieran disfrutar, por la noche, del fresco olor de los huertos?

Quién sabe lo injusto que les parecería tal reproche a aquellas jóvenes, que trabajaban duro de la mañana a la noche, siempre solas, como exiliadas, tal vez sin pensar nunca que, en otras condiciones, hubieran podido tener una vida diferente, cada una por su cuenta.

Por suerte, eran un poco cortas de entendimiento, como su madre. Las compadecía, pero también la compasión que sentía hacia ellas, casi trapos, se convertía en una mala irritación.

Porque él no era bueno. No, no. No era bueno como les parecía a sus pobres mujeres, y, por otro lado, a todos. Malo era. Y se tenía que ver bien en sus ojos, a veces, que él también tenía su malicia, bien escondida en el fondo. Salía cuando estaba a solas, en el despacho, mientras se entretenía sin saberlo con la aguja del rascador, sentado detrás de su escritorio: tentaciones que podían incluso ser de loco, como cortar con la aguja de aquel rascador el hule de la tapa del escritorio o el cuero del sillón, y luego, en cambio, ponía sobre aquella tapa la manita que parecía muy gorda, y que también estaba hinchada; se la miraba y, mientras gruesas lágrimas brotaban de sus ojos, se ensañaba con la otra arrancándose los pelos rojizos del dorso de los dedos.

Era malo, sí. Pero también por la desesperación de tener que morir en breve, en aquel sillón, perdido y tonto, entre aquellas tres mujeres que lo molestaban y que le provocaban el deseo de escaparse, mientras estuviera a tiempo, como un loco.

Y sí, señores, la locura aquella noche, antes que en la cabeza, le entró de pronto en las manos y en un pie, haciendo que levantara este hasta sujetar con él las riendas y aferrara con aquellas el carrito del lechero que había encontrado, por casualidad, al principio de su calle.

¿Cómo? ¿Él, el señor Bareggi, hombre serio, pausado, respetable, en el carrito del lechero?

Sí, en el carrito del lechero, por un vicio repentino. Apenas lo entrevió en la niebla, girando desde la avenida para entrar en su calle, apenas advirtió en la nariz el fresco olor a fermento de un haz de heno en la red y el hedor caprino del abrigo del lechero sobre el asiento: los olores del campo lejano, que enseguida imaginó, abajo, más allá de la barrera de la Nomentana, más allá del Casal dei Pazzi, inmenso, desmemoriado y liberador.

El caballo, alargando el morro y arrancando la hierba que crecía libremente en las riberas, tenía que haberse alejado, un paso después del otro, de las tres casitas perdidas al fondo de la calle; el lechero, que como siempre en cada parada se entretenía hablando con las mujeres, seguro de que el acostumbrado animal lo esperaría paciente ante la puerta, ahora, saliendo con las botellas vacías y no encontrándolo, empezaría a correr y a gritar: había que darse prisa y el señor Bareggi, con el brío de aquella súbita locura que le salpicaba de los ojos, jadeante y temblando por la alegría y por el miedo, sin que le importara darse cuenta de lo que pasaría y de lo que sería de él y del lechero y de sus mujeres, en la confusión de todas las imágenes que ya se le removían en el alma trastornada, dio un latigazo al caballo, ¡y adelante!

No se esperaba el salto de carnero de aquel animal, que le parecía viejo y no lo era; no se esperaba, con el brinco, el ruido de todos aquellos bidones y de las tinajas con la leche detrás del asiento; las riendas se le escaparon de las manos por intentar mantenerse en equilibrio mientras, por aquel salto del caballo, con los pies en las trancas y el látigo por el aire, estaba a punto de caer sobre aquellos bidones y aquellas tinajas, y aún no había terminado de sentir que se había salvado de aquel primer peligro, cuando enseguida la amenaza de otros, inminentes, lo mantuvo sin aliento y en vilo, con aquel maldito animal desenfrenado, lanzado en una loca carrera en la niebla que se volvía cada vez más densa con el avance de la noche.

¿Nadie llegaba para detenerlo, para gritar que alguien lo parara? Sin embargo, en la oscuridad, tenía que parecer una tempestad aquel carrito en fuga, con todos aquellos aparatos que, tambaleándose, se golpeaban. Tal vez nadie más pasaba por la calle o, por el ruido, no oía los gritos; y la niebla le impedía ver incluso las lámparas eléctricas que ya tenían que estar encendidas.

Había tirado también el látigo, para sujetarse desesperadamente con ambas manos agarradas al asiento. Ah, no solamente él, sino también aquel caballo tenía que haber enloquecido, o por el latigazo del principio, al cual quizás no estaba acostumbrado, o por la alegría de que aquella noche había terminado tan pronto su ruta o por las riendas que ya no percibía. Relinchaba, relinchaba. Y el señor Bareggi veía con miedo el impulso furibundo de las grupas en aquella carrera que, a cada impulso, parecía despegar con nuevo empeño.

En cierto momento, adivinando el peligro de que en la curva de la avenida chocaría contra algún obstáculo, intentó alargar el brazo para ver si conseguía aferrar las riendas; meneándose, golpeó no supo dónde con la nariz y se encontró con sangre en la boca, en el mentón y en la mano; pero no tuvo tiempo ni modo de preocuparse por la herida que tenía que haberse hecho: era necesario que volviera a agarrarse fuerte con ambas manos. ¡Sangre adelante y leche atrás! ¡Dios, la leche que, chapoteando y removiéndose en los bidones y en las tinajas, salpicaba a sus espaldas! Y el señor Bareggi reía, sin embargo, en el terror que le mantenía las vísceras en tensión; se reía de aquel terror; y contraponía instintivamente a la idea, también precisa, de una próxima e indefectible catástrofe, la idea de que, después de todo, era una broma, una broma que había querido gastar y que mañana contaría, riendo. Y reía. Reía, evocando desesperadamente ante sus ojos la imagen quieta del hortelano que regaba el huerto, más allá del seto de la calle, como lo veía cada noche desde su galería; y pensaba en cosas alegres: en los campesinos que ponían en sus viejos trajes ciertos parches que parecían elegidos a propósito para que dijeran, sí, la miseria; pero alegre allí en las nalgas, en los codos, en las rodillas, como una bandera, y mientras tanto, bajo estas imágenes quietas y alegres, no menos viva, terrible, estaba la de caerse de un momento a otro por un golpe que echaría todo al traste.

Voló sobre Ponte Nomentano, voló sobre Casal dei Pazzi, y adelante, adelante, en el campo abierto, que ya se adivinaba en la niebla.

Cuando el caballo se detuvo ante un caserío rústico, con el carrito destrozado y sin conservar ni siquiera un bidón ni una tinaja, ya era de noche.

Desde el caserío, la mujer del lechero, al oír llegar al carrito a aquellas horas insólitas, llamó. Nadie le contestó. Bajó con la lámpara de aceite; vio aquel destrozo; llamó de nuevo por su nombre a su marido: pero, ¿dónde estaba? ¿Qué había ocurrido?

Preguntas, a las cuales el caballo, claramente, aún jadeante y feliz por la excelente galopada, no podía contestar.

Con los ojos inyectados en sangre, piafaba y espurreaba, sacudiendo la cabeza.