CIERTAS OBLIGACIONES

Cuando la civilización, aún con retraso, condena a un hombre a cargar una larga escalera en los hombros, de una farola a la otra y a subir y bajar por esta escalera, en cada farola, tres veces al día —por la mañana para apagarla, después de comer para limpiarla, por la noche para encenderla—, este hombre, a la fuerza, aunque duro de mollera y entregado al vino, tiene que contraer la mala costumbre de razonar consigo mismo, alcanzando incluso consideraciones tan altas, al menos, como aquella escalera suya.

Quaquèo, farolero, una noche, borracho, se cayó desde aquella altura. Se rompió la cabeza y una pierna. Vivo de milagro, después de dos meses de hospital, con una pierna más corta que la otra y una deforme cicatriz en la frente, ha vuelto a andar —melenudo, barbudo y con una camisa azul— de una farola a la otra, de nuevo con la escalera en los hombros. Cada vez que, en la escalera, llega a la altura de donde se ha caído, no puede evitar considerar que —es inútil— ciertas obligaciones le corresponden a uno. No quisiera uno, pero es así. Un marido puede muy bien, en su corazón, no preocuparse por los entuertos de su mujer. Pues bien, no, señores, tiene la obligación de hacerlo. Si no lo hace, todos los demás —hombres e incluso niños— se lo echan en cara y se burlan de él.

—¡El pico, Quaquèo! ¿Cuándo los ponen, Quaquèo, esos picos?

—¡Qué morro! —grita Quaquèo desde lo alto de la farola—. ¿Ahora me lo dices? ¿Ahora que tengo que iluminar la ciudad?

Buena excusa, la iluminación de la ciudad, para evitar la obligación de ocuparse de los entuertos de su mujer. ¿Acaso él los ve? ¿Acaso ve, con estas lamparitas a petróleo, cuándo se fuerzan las cerraduras o los hombres se acuchillan por aquellas sucias callejas desiertas?

—¡Ladrones desvergonzados y asesinos!

Sin embargo, Quaquèo ha ido al ayuntamiento, se ha presentado ante el asesor, el caballero Bissi, a quien le debe el empleo y una gratificación de vez en cuando por el celo con que atiende a su trabajo, y le ha expuesto su caso, es decir: si él, en el acto de encender las farolas, no tendría que ser considerado como un funcionario público en el ejercicio de sus funciones.

—Seguro —le ha contestado el asesor.

—Y, por tanto, quien me insulta —ha concluido Quaquèo—, insulta a un funcionario público en el ejercicio de sus funciones, ¿está bien?

Parece que al caballero Bissi no le parece bien. Sabiendo de qué género son los insultos de los cuales Quaquèo se queja, quisiera demostrarle, de manera delicada, que estos insultos no se refieren propiamente al farolero como tal.

—¡Ah, no, Excelencia! —protesta Quaquèo—. ¡Le ruego que me crea, Excelencia!

Y al decir Excelencia, Quaquèo aprieta los ojos, como si saboreara un licor exquisito. Así, llama Excelencia a cuantos más mejor, con todo su sentimiento, pero sobre todo al caballero Bissi que, además de la obligación que él también, en privado, tal vez no quisiera tener pero que sin embargo le corresponde, se ha asumido muchas otras, altísimas, inherentes a su cargo de asesor. Quaquèo está profundamente compenetrado con todas estas obligaciones, naturales y sociales, y si, a veces, por alguna gotita inoportuna tiene que pasarse el dorso de la mano por la nariz, nunca se olvida de resguardarse antes con la falda de la larga camisa azul.

A su vez, con buenos modales, pero enredándose un poco, intenta demostrarle al asesor que, si el insulto por el cual ha venido a quejarse tiene algún fundamento de verdad, puede tenerlo solo durante el tiempo en que él está ejerciendo sus funciones de farolero; porque cuando luego deja de ser farolero y solamente es marido, nadie puede decir nada, de él ni de su mujer. La mujer con él es sabia, sumisa, irreprochable; y nunca ha podido darse cuenta de nada.

—Me insultan, Excelencia, cuando ilumino la ciudad, cuando estoy en la escalera apoyada en la farola y froto el fósforo en el muro para encender la llama, es decir, cuando saben que no puedo dejar la ciudad a oscuras y correr a casa a ver qué hace y con quién está mi mujer y, si es necesario, hacer una escabechina, señor caballero.

Subraya las palabras hacer una escabechina con una sonrisa casi de triste resignación, porque reconoce que también tendría esta obligación, como marido ofendido, y realmente no quisiera tenerla, pero le corresponde.

—¿Quiere una prueba de ello, Excelencia? En las noches de luna, cuando las farolas permanecen apagadas, nadie me dice nada, ¿y por qué? Porque aquellas noches no soy un funcionario público.

Quaquèo razona bien. Pero razonar bien no basta. Hay que llegar al hecho. Y, llegando al hecho, a menudo los mejores razonamientos se caen, como se cayó él, aquella vez, borracho, de la escalera.

¿En fin, qué quiere concluir con aquel razonamiento? El caballero Bissi se lo pregunta. Si cree que su desgracia conyugal es inherente a la función pública de farolero, pues bien, que renuncie a esta función pública; o, si no quiere renunciar, que permanezca quieto y deje que la gente hable.

—¿Perentorio? —pregunta Quaquèo.

—Perentorio —contesta el caballero Bissi.

Quaquèo se despide militarmente:

—A su servicio, Excelencia.

La escalera cada día le pesa más, y cada día Quaquèo tiene más dificultades para trepar por los peldaños consumidos por el largo uso, con aquella pierna más corta que la otra.

Ahora, cuando llega a las últimas farolas de las calles más empinadas en la cima del cerro, se entretiene un rato en la escalera, como asomado, o más bien colgado por las axilas al brazo de la farola, las manos colgando, la cabeza apoyada en un hombro y en aquella postura de abandono, allí arriba, sigue pensando y razonando consigo mismo.

Piensa en cosas extrañas y tristes.

Piensa, por ejemplo, que las estrellas, por muy fijas que estén, ciertas noches amplían y pican el cielo, pero no consiguen iluminar la tierra.

—¡Lumbreras desperdiciadas!

¡Pero qué preciosas lumbreras! Y piensa que una noche soñó que a él le correspondía encender todas aquellas lumbreras en el cielo, con una escalera cuyo final no veía, y que no sabía dónde apoyar, y cuyas patas empuñaba con las manos incapaces de sustentar tal peso. ¿Y cómo haría para subir por aquellos peldaños infinitos, arriba, arriba, hasta las estrellas? ¡Sueños! ¡Pero qué opresión y qué consternación en el sueño!

Piensa que es realmente triste su profesión de farolero, al menos la de un farolero como él, que haya contraído la mala costumbre de razonar mientras enciende las farolas.

¿Es posible que, incluso el acto material de dar luz donde hay tinieblas, no despierte, con el tiempo, incluso en el cerebro más duro y oscuro, ciertos relámpagos de pensamiento?

Algunas noches Quaquèo ha llegado a pensar que él, que procura la luz, también provoca las sombras. ¡Ya! Porque no se puede tener algo sin su contrario. Quien nace, muere. Y la sombra es como la muerte que sigue a un cuerpo que camina. De aquí su frase misteriosa, que parece una amenaza gritada desde lo alto de la escalera en el acto de encender la farola, y que en cambio no es más que la conclusión de un razonamiento suyo:

—¡Espera, espera, que te pego la muerte detrás!

Finalmente, Quaquèo piensa que su profesión tiene cierta importancia de orden superior, porque repara una falta de la naturaleza, ¡y qué falta! La de la luz. Hay poco más que decir: él, en su pueblo, es el sustituto del Sol. Hay dos sustitutos: él y la Luna; y se van turnando. Cuando está la Luna, él descansa. Y toda la importancia de su profesión aparece manifiesta en aquellas noches en que la Luna tendría que estar y en cambio no está, porque las nubes, escondiéndola, hacen que no respete su obligación de iluminar la tierra, obligación que tal vez la Luna no quisiera tener, pero que le corresponde; y el pueblo se queda a oscuras.

¡Qué bonito es ver, desde lejos, en las tinieblas de la noche, por aquí y por allí, algún pueblecito iluminado!

Quaquèo ve muchos, cada noche, cuando llega a las últimas farolas en la cima del cerro, y permanece contemplándolos largamente, con las manos colgando del brazo de la farola y la cabeza apoyada en un hombro, y suspira.

Sí, aquellas lucecitas, como una multitud de luciérnagas congregadas, alumbran penosamente y permanecen toda la noche vigilando, en el silencio lúgubre, callecitas sucias y escarpadas y antros miserables, quizás peores que los de su pueblo; pero está seguro de que, desde lejos, conforman una vista preciosa, y exhalan un dulce y triste consuelo entre tanta tiniebla. De vez en cuando, en la tiniebla, pasa un hálito de viento, y todas aquellas lucecitas reunidas vacilan, y parece como si ellas también suspiraran.

Y mirando así, desde lejos, se piensa que los pobres hombres, perdidos como están en la tierra, entre las tinieblas, se hayan recogido para consolarse y ayudarse entre ellos, y en cambio no, no es así: si una casa se encuentra en un lugar, otra no está a su lado, como una buena hermana, sino que se planta contra ella, como una enemiga, para quitarle la vista y el aliento. Y los hombres no se juntan para hacerse compañía, sino que acampan unos contra otros para hacerse la guerra. ¡Ah, Quaquèo lo sabe bien! Y en cada casa hay guerra, entre los mismos que tendrían que amarse y estar de acuerdo para defenderse de los demás. ¿Acaso su mujer no es su enemiga más acérrima?

Si Quaquèo bebe, bebe por eso; bebe para no pensar en ciertas cosas que no le harían respetar muchas de estas obligaciones, con las cuales está tan profundamente compenetrado. Pero también es cierto que también se tienen otras obligaciones, que no se quisiera haber contraído. No se quisiera, pero le corresponden a uno.

—Eh, ¿viejo ratón?

Quaquèo se dirige a un murciélago. Lo llama viejo ratón, porque es un ratón que tiene alas. Muchas veces se dirige a un gato que se arrastra a ras del muro y se detiene de pronto, recogido y oblicuo, mirándolo; o a un perro vagabundo y melancólico que se pone a seguirlo desde una farola a la otra, por las altas calles desiertas, y se echa bajo cada farola, esperando a que él la encienda.

¿Qué tiene que encender, si no hay petróleo?

Esta noche el pueblo corre el riesgo de quedarse a oscuras. El contratista de la iluminación está peleado con el ayuntamiento: hace varios meses que no le pagan; ha adelantado alrededor de doce mil liras, ahora no quiere saber nada más del asunto. Quaquèo no ha podido limpiar las farolas, después de mediodía. Llegada la noche, ha empezado a caminar con la escalera, para intentar encenderlas con aquel escaso petróleo de la noche anterior. Se encienden por poco, luego se apagan y apestan la calle. Los ciudadanos protestan, se enfadan con él, como si fuera culpa suya. Los más tristes y golfillos le cantan, groseros, la canción habitual:

—¡Se necesitan los picos! ¡Hacen falta los picos! ¡Los picos, Quaquèo, los picos!

Y el vocerío crece. Quaquèo no puede más. Para huir de la muchedumbre que lo insulta, deja la calle principal, y con la escalera en los hombros, empieza a subir por una de las callejas. Pero muchos lo siguen. En cierto momento, como Quaquèo, cansado y desconfiado, se abandona como suele hacer en el brazo de una farola, no se contentan con burlarse de él con palabras, le arrancan la escalera de los pies y lo dejan colgando por las axilas y pataleando.

¿Ah, sí? Por tanto, ¿quieren que cumpla con su obligación de marido ofendido, como no puede aquella noche, por falta de petróleo, atender a su pública función de farolero? Le han tendido una trampa, justo aquella noche que no puede gritar la excusa de la iluminación de la ciudad. Pues bien: ¡que le devuelvan la escalera y que su voluntad se cumpla! ¡La escalera! ¡La escalera! ¡Hagan que baje y verán lo que sabe hacer, por Dios!

Tres, cuatro, riendo, vuelven a ponerle la escalera bajo los pies y todos, burlándose de él, en coro, lo retan:

—¿Tienes la navaja?

—La tengo. ¡Aquí está!

Y Quaquèo se sube la camisa y saca del bolsillo de los pantalones una navaja, la abre y la empuña.

—Sangre de la Virgen, ¿esta está bien?

—¿La degüellas?

—¡La degüello, la degüello, si los encuentro juntos! ¡Todos sois testigos! ¡Venid conmigo!

Y se lanza hacia delante, saltando sobre la punta de la pierna más corta, y todos lo siguen, riendo y apiñándose a su alrededor, por las callejas oscuras y tortuosas, en subida.

—¿La degüellas, de verdad?

Quaquèo se detiene, se gira y coge por las solapas a uno de aquellos hombres.

—¿Ah, os arrepentís? ¡Ahora que me habéis cogido, por Dios, y estoy aquí, armado, para cumplir con mi obligación, tenéis que estar todos presentes! ¡Todos, por Dios!

Sacude a aquel hombre, y retoma el camino. Entonces muchos se asustan, lo siguen algunos pasos más, desconcertados y perplejos; se agarran por las mangas, se quedan atrás, se largan. Solamente cuatro hombres y dos golfillos lo siguen hasta su casa, pero también consternados y ya no desafiantes, más bien listos para impedir que cumpla con lo que dice. De hecho, apenas está ante la puerta, lo aferran por los brazos y en coro, con bromas, intentan llevárselo a una taberna a beber. Pero Quaquèo, trastornado, jadeante, se escabulle y los amenaza con la navaja empuñada; da patadas a la puerta y le grita a su mujer:

—¡Abre, mala mujer! ¡Abre! ¡Esta es la vez en que me las pagas todas juntas! ¡Dejadme, sangre de… dejadme! ¡Dejadme u os parto la cara!

Aquellos, ante la amenaza, se apartan y entonces él enseguida saca la llave del bolsillo del pecho y abre la puerta, entra y la cierra de un portazo. Aquellos se precipitan sobre la puerta e intentan forzarla, pidiendo ayuda. Se oyen gritos y llantos desde el interior.

—¡Escabechina! ¡Escabechina! —grita Quaquèo, empuñando la navaja, después de haber aferrado por el pelo y tirado al suelo a su mujer, desarreglada y en ropa de cama; y busca debajo de la cama, tirando todo lo que encuentra; busca en el arcón, va a buscar a la cocina, siempre gritando—: ¿Dónde está? ¡Dime dónde está! ¿Dónde lo has escondido?

Y su mujer:

—¿Estás loco? ¿Estás borracho? ¿Cómo se te ocurre, bufón?

Abajo, en la calleja, aquellos cuatro que lo han seguido gritan a su vez, y los golfillos y también otros que han llegado atraídos por el ruido; y se abren las ventanas y todos preguntan: «¿Quién es? ¿Qué pasa?», y puños y patadas y golpes a la puerta.

Quaquèo salta encima de su mujer:

—¡Dime dónde está o te mato! ¡Sangre, sangre, esta noche quiero sangre! ¡Sangre!

No sabe dónde más buscar. De pronto sus ojos se dirigen a la ventana de la cocina que da a la parte opuesta de la calleja, a un precipicio. Es una ventana bastante alta, que siempre está cerrada, y cuyas compuertas están ennegrecidas por el tizne.

—¡Coge una silla y abre aquella ventana! ¿No? ¿No quieres abrirla? ¡Bruja, la abro yo!

Se sube a un taburete, la abre y… ¡horror! Quaquèo retrocede, con los ojos desorbitados, las manos en la cabeza. La navaja se le cae de la mano.

El caballero Bissi está allí arriba, tambaleante en el vacío del precipicio.

—¡Pero, Dios me libre, Su Excelencia se cae! —exclama Quaquèo, apenas puede recuperarse del terror, llevándose las manos a la boca, y enseguida, trémulo y atento, lo ayuda a bajar—: Despacio, despacio, aquí… ponga un pie en mi hombro, Excelencia… ¿Cómo ha podido Su Excelencia persuadirse a esconderse allí arriba? ¿Podía imaginarlo? ¡Allí arriba, con el riesgo de romperse el cuello por una mujerzuela como esta, usted, un caballero! ¿Habla en serio, Su Excelencia?

Se gira hacia su mujer y, dándole un puñetazo en la cara, le grita:

—¿Cómo? ¿Tenías que esconderlo allí arriba? ¿Y no había un lugar más limpio? ¿No has visto, imbécil, que he buscado en todas partes menos en el bargueño empotrado, detrás de la cortina? ¡Venga, coge un cepillo para el señor caballero! ¡Tenga la bondad, Su Excelencia, quédese cinco minutos dentro de aquel mueble! ¿Oye cómo gritan en la calle? Hay ciertas obligaciones, Excelencia, créalo. No quisiera tenerlas, pero corresponden. Solo cinco minutos, tenga la bondad, que los echo…

Y, una vez ha conducido al caballero al bargueño empotrado, va a abrir la ventana hacia la calleja para gritarle a la multitud:

—¡No hay nadie! Abro la puerta… Quien quiera subir, que suba, si queréis cercioraros de ello. ¡Pero no hay nadie!