CIÀULA DESCUBRE LA LUNA

Los mineros, aquella noche, querían terminar de trabajar sin haber acabado de extraer las numerosas cajas de azufre que se necesitaban, al día siguiente, para cargar la calera. Cacciagallina, el capataz, se enfureció con ellos, con la pistola en ristre, ante la galería de la Cace, para impedir que salieran de ella:

—¡Cuerpo de… sangre de… todos atrás, todos abajo de nuevo, sudando sangre hasta el amanecer, o abro fuego!

«¡Bum!», dijo uno desde el fondo de la galería. «¡Bum!», repitieron muchos otros, y entre risas y blasfemias y gritos de escarnio hicieron acopio de fuerzas y con codazos y empujones pasaron todos, menos uno. ¿Quién? Se conoce que Zi’ Scarda, aquel pobre tuerto, con quien Cacciagallina podía hacerse el bravucón. ¡Jesús, qué susto! Se le lanzó encima, como si fuera un león; lo agarró por el pecho y, como si aquel cuerpo englobara todos los otros, le gritó, sacudiéndolo furiosamente:

—¡Todos atrás, os digo, canallas! ¡Todos abajo, a los túneles, o hago una escabechina!

Zi’ Scarda se dejó sacudir pacíficamente. Aquel pobre caballero tenía que desahogarse de alguna manera, y era natural que lo hiciera con él que, viejo como era, podía permitírselo sin rebelarse. Por otro lado, él también tenía, a su vez, a alguien más débil que él en quien resarcirse: Ciàula, su mozo.

Los demás… ahí estaban, se alejaban por la calle que llevaba a Comitini; reían y gritaban:

—¡Sí, sí, quédate con él, Cacciagallina! ¡Te llenará la calera para mañana!

—¡Juventud! —suspiró Zi’ Scarda, con una mísera sonrisa de indulgencia dirigida a Cacciagallina.

Y, mientras este aún lo agarraba de la pechera, dobló la cabeza hacia un lado, estiró el labio inferior hacia el lado opuesto, y permaneció así durante un rato, a la espera.

¿Era una mueca a Cacciagallina o se burlaba de la juventud de aquellos compañeros?

En verdad, la alegría de ellos, su veleidad de gallardía juvenil, contrastaban con el aspecto de aquellos lugares. En los rostros duros, casi apagados por la oscuridad cruda de las canteras subterráneas, en el cuerpo agotado por la fatiga cotidiana, en la ropa arrancada, llevaban la miseria lívida de aquellas tierras sin una brizna de hierba, agujereadas por las azufreras, como por numerosos y enormes hormigueros.

Pero no: Zi’ Scarda, detenido en aquella actitud extraña, no se burlaba de ellos y tampoco le hacía una mueca a Cacciagallina. Aquella era la mueca habitual con la cual, no sin dificultad, se llevaba muy despacio a la boca la gruesa lágrima que, de vez en cuando, le brotaba del otro ojo, el bueno.

Le había cogido el gusto a este sabor a sal, y no se dejaba escapar ni una.

Poco: una gota, de vez en cuando; pero de la mañana a la noche allí abajo, a más de doscientos metros bajo tierra, con el pico en la mano, Zi’ Scarda siempre tenía la boca seca; y aquella lágrima, para su boca, era lo que para la nariz sería una pizca de rapé.

Un gusto y un descanso.

Cuando se sentía el ojo lleno, dejaba por un momento el pico y, mirando la roja y humeante llama de la linterna clavada en la roca, que alumbraba en la tiniebla del antro infernal las escamas de azufre o el acero del palo o del piolet, doblaba la cabeza de un lado, estiraba el labio inferior y se quedaba esperando a que la lágrima se colara, lenta, por el camino excavado por las anteriores.

Los demás tenían el vicio del humo o del vino, él tenía el vicio de su lágrima.

Aquella lágrima pertenecía al lacrimal enfermo y no al llanto; pero Zi’ Scarda también había bebido lágrimas de llanto cuando, cuatro años atrás, su único hijo había muerto, por una explosión en una mina, dejándole siete huérfanos y una nuera que mantener. Aún ahora le brotaba una lágrima más salada que las demás y la reconocía enseguida: entonces meneaba la cabeza y susurraba un nombre: «Calicchio…».

En consideración de Calicchio muerto y también del ojo perdido por la explosión en la misma mina, lo tenían todavía trabajando allí. Trabajaba más y mejor que un joven, pero cada sábado por la noche la paga le era entregada —y para decir la verdad, él también la aceptaba— casi como una caridad que le estaban haciendo, hasta el punto de que, metiéndosela en el bolsillo, decía en voz baja, casi con vergüenza:

—Gracias a Dios.

Porque, por norma, se asumía que un hombre de su edad ya no podía trabajar bien.

Cuando finalmente Cacciagallina lo dejó para perseguir a los demás y convencer, con buenas maneras, a algunos para que trabajaran de noche, Zi’ Scarda le rogó que enviara al menos a su casa a uno de los mineros que volvían al pueblo, para advertir que se quedaba en la azufrera y que no lo esperaran ni se preocuparan por él. Luego miró en derredor para llamar a su mozo, que tenía más de treinta años (y podía tener también siete o setenta, tonto como era), y lo llamó con el verso con que se llama a las cornejas amaestradas: «¡Te’, pa! ¡Te’, pa!».

Ciàula se estaba vistiendo para volver al pueblo.

Vestirse, para Ciàula, significaba, antes que nada, quitarse la camisa o lo que antaño quizás había sido una camisa: la única prenda que, por así decir, lo cubría durante el trabajo. Una vez quitada la camisa, se ponía en el torso desnudo, donde se podía contar una por una todas las costillas, un chaleco ancho y largo, obtenido por caridad, que antaño había tenido que ser elegantísimo y muy fino, y que ahora la suciedad había endurecido tanto que, al ponerlo en cualquier lugar, se quedaba en pie. Ciàula se abrochaba los seis botones, tres de los cuales colgaban, con sumo cuidado y luego lo miraba, pasando las manos por la tela, porque realmente lo consideraba superior a sus méritos: una muestra de elegancia. Las piernas desnudas, míseras y retorcidas, durante aquella admiración, se le ponían de gallina, amoratadas por el frío. Si alguno de los compañeros le daba un empujón o una patada, gritándole: «¡Qué lindo eres!», él abría hasta las orejas la boca desdentada en una sonrisa de satisfacción, luego se ponía los pantalones, que tenían más de una ventana abierta en las nalgas y en las rodillas: se envolvía en un abrigo de tela ruda, todo remendado y, descalzo, imitando maravillosamente a cada paso el grito de la corneja, «¡Crah, crah, crah!» (por lo cual lo habían apodado Ciàula),22 se encaminaba hacia el pueblo.

«¡Crah, crah!», contestó también aquella noche a la llamada de su amo, y se le presentó completamente desnudo, con la única muestra de elegancia de aquel chaleco debidamente abrochado.

—Ve, ve a desvestirte —le dijo Zi’ Scarda—, vuelve a ponerte el saco y la camisa. Hoy la noche del Señor no es para nosotros.

Ciàula no contestó; se quedó un rato mirándolo con la boca abierta, con los ojos de tonto; luego se apoyó las manos en los riñones y, arrugando la nariz por el dolor, se estiró y dijo:

¡Gna bonu! (¡Está bien!)

Y fue a quitarse el chaleco.

Si no fuera por el cansancio y por la necesidad de dormir, trabajar también de noche no sería nada, porque allí abajo, de todas maneras, siempre era de noche. Pero esto solo valía para Zi’ Scarda.

Para Ciàula no. Ciàula, con la lamparita de aceite en el remetido del saco en la frente, y aplastada la nuca bajo la carga, subía y bajaba por la resbaladiza escalera subterránea, empinada, con los escalones rotos, amortiguando su chirriar poco a poco, con el aliento entrecortado, a cada escalón, casi en un gemido ahogado, volvía a ver la luz del sol cada vez que subía. Al principio se quedaba deslumbrado, luego con el aliento que tomaba al liberarse de la carga, los aspectos conocidos de las cosas a su alrededor saltaban ante sus ojos; permanecía, aún jadeante, observándolos un rato, y sin que tuviera clara conciencia de ello, sentía que se consolaba.

Cosa extraña: de la tiniebla fangosa de las cuevas profundas, donde la muerte estaba al acecho tras cada recodo, Ciàula no tenía miedo; ni miedo de las sombras monstruosas que unas linternas provocaban a lo largo de las galerías, ni del súbito escabullirse de unos reflejos rojizos en un charco, en un estanque de aguas sulfúreas: sabía siempre dónde estaba; tocaba con la mano en busca de sustento las vísceras de la montaña, y estaba allí ciego y seguro como en el vientre materno.

En cambio, tenía miedo de la oscuridad vana de la noche.

Conocía la del día, allí abajo, intercalada por suspiros de luz, al final de la escalera por la cual subía tantas veces al día, con su peculiar grito de corneja ahogada. Pero no conocía la oscuridad de la noche.

Cada noche, terminado el trabajo, volvía al pueblo con Zi’ Scarda, y allí, apenas acababa de tragarse los restos de la menestra, se tiraba a dormir en el saco de paja, en el suelo, como un perro, y en vano los niños, aquellos siete nietos huérfanos de su amo, lo pisaban para mantenerlo despierto y reírse de su tontería. Enseguida caía en un sueño de plomo desde el cual, cada mañana, al principio del amanecer, solía despertarlo un pie conocido.

El miedo que sentía por la oscuridad de la noche provenía de aquella vez en que el hijo de Zi’ Scarda, ya amo suyo, se había herido el vientre y el pecho por la explosión en la mina, y el mismo Zi’ Scarda había perdido un ojo.

Abajo, en las varias canteras de extracción de azufre, ya estaba a punto de acabar la jornada, siendo ya de noche, cuando se había oído el tremendo estruendo de aquella mina explotando. Todos los mineros y los mozos habían corrido al lugar de la explosión; solo él, Ciàula, aterrado, se había escapado a una cueva que solo él conocía.

En la urgencia de esconderse, la lamparita de terracota se le había roto contra la roca, y cuando, finalmente, después de un tiempo que no había podido calcular, había salido del antro en el silencio de las cuevas tenebrosas y desiertas, había tenido dificultad en encontrar la galería que lo llevara a la escalera; pero sin embargo no había tenido miedo. En cambio, el miedo lo había asaltado al salir de la galería, en la noche negra y vana.

Había empezado a temblar, perdido, con un escalofrío por cada vago hálito indistinto en el silencio arcano que llenaba la vacuidad inmensa, donde un hormigueo infinito de estrellas densas, pequeñísimas, no conseguía difundir luz alguna.

La oscuridad, donde tenía que haber luz, y la soledad de las cosas que permanecían allí con su aspecto cambiado y casi irreconocible, cuando nadie las veía, le habían removido tanto el alma perdida, que Ciàula se había lanzado de pronto a una carrera loca, como si alguien lo persiguiera.

Ahora, tras regresar a la galería con Zi’ Scarda, mientras esperaba a que la carga estuviera lista, sentía que su consternación crecía poco a poco por la oscuridad que encontraría, al salir de la azufrera. Y más por aquella oscuridad que por la de las galerías y de la escalera, arreglaba atentamente la lamparita de terracota.

Desde lejos llegaban los estridores y los ruidos cadenciosos de la bomba que nunca paraba, día y noche. Y en la cadencia de aquellos estridores se intercalaba el ronquido sordo de Zi’ Scarda, como si el viejo se hiciera ayudar por la fuerza de aquella máquina lejana para mover los brazos.

Finalmente la carga estuvo lista, y Zi’ Scarda ayudó a Ciàula a disponerla y amontonarla sobre el saco detrás de la nuca.

A medida que Zi’ Scarda iba cargando, Ciàula sentía que las piernas se le doblaban. Una, en cierto momento, empezó a temblarle convulsamente tan fuerte que, temiendo no poder aguantar más el peso con aquel temblor, Ciàula gritó:

—¡Basta! ¡Basta!

—¡Cómo que basta, carroña!

Y continuó cargando.

Por un momento, el miedo a la oscuridad de la noche fue vencido por la preocupación de que, cargado así, y con el cansancio que se sentía encima, tal vez no conseguiría trepar hasta allí arriba. Había trabajado sin piedad durante todo el día. Ciàula nunca había pensando que se podía tener piedad por su cuerpo, y tampoco lo pensaba ahora; pero sentía que, de verdad, no podía más.

Se movió bajo la carga enorme, que requería también un esfuerzo de equilibrio.

Sí, sí, podía moverse, al menos si avanzaba despacio. ¿Pero cómo levantar aquel peso cuando empezara la subida?

Por fortuna, cuando la subida empezó, Ciàula fue retomado por el miedo a la oscuridad de la noche, a la cual en breve se asomaría.

Atravesando las galerías, aquella noche, no le había salido el grito habitual de la corneja, sino un gemido rasgado, prolongado. Ahora, por la escalera, le falló también este gemido, detenido por la consternación del silencio negro que encontraría en el impalpable vacío exterior.

La escalera era tan empinada que Ciàula, con la cabeza estirada y aplastada bajo la carga, cuando llegó a la última vuelta, por mucho que forzara los ojos para mirar hacia arriba, no podía ver el agujero que vacilaba en lo alto.

Encorvado, casi tocando con la frente el peldaño que tenía encima y sobre cuya superficie resbaladiza la lamparita vacilante apenas reflejaba una tenue luz sanguínea, él subía, desde las entrañas de la montaña, sin placer, más bien con miedo por la liberación inminente. Y aún no veía el agujero, que arriba se abría como un ojo claro, de un delicioso claror plateado.

Se dio cuenta solo cuando llegó a los últimos escalones. Al principio, aunque le pareció extraño, pensó que se trataba de los últimos resplandores del día. Pero el claror crecía, cada vez más, como si el sol, que había visto ponerse, hubiera vuelto a surgir.

¿Era posible?

Se quedó —apenas salió al aire libre— asombrado. La carga se le cayó de los hombros. Levantó un poco los brazos; abrió las manos negras en aquel claror plateado.

Grande, plácida como en un fresco y luminoso océano de silencio, tenía enfrente a la luna.

Sí, él sabía, sabía qué era; pero como se saben tantas cosas a las cuales nunca se ha dado importancia. ¿Y qué podía importarle a Ciàula que en el cielo estuviera la luna?

Ahora, solamente ahora, saliendo así del vientre de la tierra, él la descubría.

Estático, cayó sentado sobre su carga, ante la galería. Allí estaba, allí estaba… la luna… ¡Estaba la luna! ¡La luna!

Y Ciàula se puso a llorar, sin saberlo, sin quererlo, por el gran consuelo, por la enorme dulzura que sentía al haberla descubierto, allí, mientras ella subía por el cielo, la luna, con su ancho velo de luz, sin conocer las montañas, los llanos, los valles que alumbraba, sin conocerlo a él, que sin embargo gracias a ella ya no tenía miedo, ni se sentía cansado, en la noche ahora llena de su estupor.

22 Ciàula en dialecto siciliano significa precisamente «corneja».