QUIEN LA PAGA
Hacía tres noches que Zi’ Neli Sghembri dormía al aire libre, sobre la paja que se había quedado en la era después de la trilla, al cuidado de los animales —la mula y dos asnos—, que arrancaban rastrojos de los alrededores.
La paja estaba mojada de rocío o, como decía Zi’ Neli, del llanto de las estrellas. Los grillos cantaban alrededor, y la blanda y clara sonoridad de su concierto reconfortaba después del rasgueo continuo, duro y monótono de las cigarras, que había ensordecido los oídos de la gente durante todo el día.
Sin embargo, el viejo, tumbado boca arriba, se sentía triste. Miraba las estrellas y, de vez en cuando, entornaba los ojos y suspiraba.
Sentía que la suerte lo había defraudado: nunca le había dado nada de todo lo que, de joven, había esperado; y le había quitado, una vez viejo, casi todo lo poco que, sin deseo, había obtenido. Y además, cuatro años atrás, su mujer había muerto; todavía la necesitaba y le avergonzaba ir en busca de amor, con el pelo gris y la espalda encorvada.
De pronto, mientras permanecía así, casi ausente de sí mismo, en la claridad tenue y húmeda de las estrellas, vio pasar ante sus ojos el destello verde de una luciérnaga, que vino a posarse sobre la paja, a su lado.
Ante aquel destello, percibió el cielo cercano y sin embargo tan lejano, y se sentó, como si se hubiera despertado, sobresaltado, de un sueño; pero, en cambio, un sueño le pareció la vista de las cosas a su alrededor, confusas en la noche: su casita colonial, agrietada y tiznada, la mula, los dos asnos entre los rastrojos y, allí abajo, las luces vacilantes de su pueblito: Raffadali.
La luciérnaga estaba todavía allí, en la paja, a su lado. Zi’ Neli la agarró y, mirándola en la cavidad de la gruesa mano callosa donde aún difundía un debilísimo resplandor verde, pensó que aquella «velita de ovejero» le llegaba desde los hermosos y lejanos años de la juventud; tal vez era la misma que una noche de junio, en una era como esta, más de cuarenta y cinco años atrás, volando, se había enganchado en el pelo moreno de Trisuzza Tumminìa, quien, con las otras jóvenes espigadoras de Raffadali, estaba pasando la noche al aire libre para celebrar el fin de la siega, con bailes al son de címbalos, bajo la luna.
¡Juventud!
¡Cómo se había asustado Trisuzza Tumminìa por aquel insecto enganchado en su pelo, ignorando que era una «velita de ovejero»! Él se le había acercado, había cogido con dos dedos, delicadamente, a aquella luciérnaga del pelo de la joven y, enseñándosela, como improvisando un estribillo, le había dicho:
—Luz, ¿lo ve? Había venido a ponerle una estrella en la frente.
¡Así había empezado a flirtear con Trisuzza Tumminìa, entonces, cuando el mundo era otro! Pero los parientes, de ambas partes, se habían opuesto al matrimonio, por antigua enemistad de las familias; luego Trisuzza se había casado con otro; él, con otra; habían pasado más de cuarenta y cinco años; y ahora él era viudo, y ella también, desde hacía alrededor de diez años… ¿Por qué aquella pequeña luciérnaga había vuelto? ¿Por qué había brillado con todo su esplendor ante sus ojos, mientras él se sentía tan triste y solo? ¿Y por qué había venido a posarse allí, sobre la paja mojada por las estrellas, a su lado?
Tras sacar del bolsillo un pedacito de papel, Zi’ Neli encerró allí a la luciérnaga, cuidadosamente. Siguió pensando en todo ello durante gran parte de la noche, sonriendo para sus adentros; y a la mañana siguiente, viendo pasar por el camino de herradura a una joven, que del campo iba a Raffadali, la llamó desde el seto:
—Nicù, Nicuzza, oye.
Los ojos le reían, también su boca quería reír. Se puso el dorso de la mano en los híspidos labios afeitados:
—Dime, ¿conoces a Zâ Tresa Tumminìa?
—¿La de la cerda?
El viejo frunció el ceño, ofendido. ¡Ya, la de la cerda, así era conocida ahora en Raffadali Trisuzza Tumminìa! Y era conocida así, porque hacía años que criaba con amor sincero a una cerda tan espectacularmente grande que el animal ya no se aguantaba de pie. Sola, el marido muerto, los hijos casados, tenía la compañía de aquella cerda, ¡y habría problemas si alguien le proponía degollarla! Se inclinaba para rascarle la frente, y la cerda, rosada y embarrada, con el vientre desparramado en la paja, gruñendo de beatitud por el cosquilleo, se estiraba, retorcía la jeta como si quisiera sonreír y mostraba la garganta. A todos les parecía una injusticia esta beatitud, y todos sentían desprecio por ella, porque, una vez salvado del matadero, para aquel animal engordar no podía ser considerado una fatiga. De modo que: ¿por qué engordaba?
—Zâ Tresa, sí —le dijo Zi’ Neli a la joven—, ¿la conoces? Bien, mira: aquí, en este pedacito de papel, hay una «velita de ovejero». ¡Ten cuidado: que no se vuele, y no la aplastes! Llévasela a Zâ Tresa y dile que se la manda Zi’ Neli Sghembri; ¡que es la misma, le dirás, de hace tantos años! Así. No te olvides: ¡La misma de hace tantos años! Tráeme la respuesta esta noche y te daré como recompensa un cuenco de polenta lleno de habas. ¡Ve!
Eh, en fin, tenía sesenta y tres años; pero era fuerte y tenaz como un olivo; y Zâ Tresa también estaba fresca como un haba aún no recogida, bella, saludable, sanguínea y florida.
Por la noche la joven volvió con la respuesta:
—Dice Zâ Tresa que su pelo es blanco y la velita ya no da luz.
—¿Eso te ha dicho?
—Eso.
El día siguiente, Zi’ Neli, afeitado como un novio y vestido de fiesta, se presentó en Raffadali, en casa de Zâ Tresa Tumminìa para declarar que la luz de aquella «velita de ovejero» él la tenía aún viva en el corazón, viva y verde, como cuando la había visto resplandecer en su frente como una estrella.
—¡Casémonos y degollemos a la cerda!
Zâ Tresa lo rechazó con ambos brazos.
—¡Si no se va, viejo tonto…!
Pero se reía. De degollar a la cerda no se tenía que hablar. Pero, del matrimonio… pues bien, ¿por qué no?
Era el destino. Como antaño los padres, así ahora los hijos de uno y de la otra montaron en cólera contra su matrimonio.
Pero esta vez los dos viejos no se preocuparon por la guerra. Ahora eran los amos y señores. Por fuera, se mostraron ofendidos; pero en el fondo se complacieron, por cierto sabor de juventud que aquella guerra le confería a su boda. Era verdaderamente una diversión oír a sus respectivos hijos hablar de juicio y de conveniencia.
Cada uno tenía cuatro, del primer matrimonio: Tresa Tumminìa, todos varones; Zi’ Neli, dos varones y dos mujeres. Los de Tresa ya estaban casados, los cuatro, y la herencia paterna había sido repartida con justicia en partes iguales; Zi’ Neli todavía tenía consigo a una hija, Narda, ya en edad de merecer.
Para hacerlos callar, los dos viejos, antes de casarse, firmaron las actas ante un notario para salvaguardar los intereses de todos, en caso de muerte, según lo que le correspondía a cada uno de sus hijos. Esperaban eliminar la enemistad que había surgido muy fiera entre ellos, desde el primer momento; pero fue en vano. Los más obstinados eran los hijos de Zi’ Neli, que sin embargo habían obtenido más, porque el viejo se había despojado no solo de las pertenencias de la mujer difunta, sino también de las suyas, decidido, mientras pudiera, a vivir de su trabajo, del fruto de la tierra de su segunda esposa y también de la de su hija Narda, mientras esta permaneciera con él.
Especialmente la mayor de las mujeres, Sidora, que por causa del marido ahora se llamaba Peronella, echaba espuma por la boca a causa de la cólera. Y, hablando con su marido, con las cuñadas y con los hermanos Saru y Luzzu de la pobre Narda que había ido a convivir con la madrastra, decía:
—Que los gusanos se coman mi lengua, pero vais a ver que aquella vieja bruja hará que se quede solterona. Incluso si el hijo del rey en persona la pide en matrimonio, dirá que no es buen partido.
Y lo decía porque, según creía, la vieja Tresa Tumminìa nunca permitiría que el marido, entregándole a Narda lo que le había prometido, viviera de sus tierras.
A las vecinas, que venían a contarle todas las atenciones amorosas que Zâ Tresa tenía hacia Narda —regalos que ni siquiera se harían a una hija de verdad: pendientes y anillos de oro, collares de coral, pañuelos de seda, para la cabeza y para el cuello, chales de seda con flecos de cuatro dedos de largo, zapatos de ante con el tacón alto y la punta barnizada, regalos, en fin, inverosímiles—, contestaba, verde por la bilis:
—¡Ah, tontas! ¿Y no entendéis que lo hace para cebarla? ¡La quiere engordar y quedársela en casa, como a la cerda!
Se quedó pasmada cuando aquellas vinieron a decirle que su hermana se casaba. ¡Y qué partido! Con todos los atributos, y procurado por Zâ Tresa: ¡Pitrinu Cinquemani, nada más ni nada menos! Una joya, cuñado del mayor de sus hijos, Pitrinu Cinquemani, aquel joven chulo que parecía una bandera, con tierras y casas y animales de carga y ganado.
—¿Ah, sí? ¿En serio? ¡Mira tú! —dijo entonces para no darse por vencida ante aquellas chismosas que gozarían por su despecho—. ¿Pitrinu Cinquemani? ¡Me alegra, pobre Narda! Me alegra de verdad.
Desde que vivía con la madrastra ni ella ni los hermanos habían ido a ver a Narda. Sin embargo, la hacienda de Saru, el mayor de los hermanos, se encontraba casi a un paso de la casa de Zâ Tresa, tanto que desde un lateral de la roba,23 entre las higueras y los almendros, no solo se podía ver el techo del patio de la madrastra, con el comedero para los animales, sino que incluso se podían contar las gallinas que daban vueltas entre el estiércol. No habían querido saber nada más de ella, porque Narda, cebada por los modos afables y los regalos, se había vuelto toda de su madrastra, de ella y de los hermanastros que, crecidos sin una hermana, se la disputaban a fuerza de mimos.
En la víspera de la boda, Zi’ Neli, el ceño fruncido y rascándose con una mano sobre el mentón los pelos duros que nacían en las mejillas ásperas, fue a la propiedad de Saru. Se dirigió al mayor de sus hijos, para que él pudiera transmitir sus palabras a los demás, y habló con la mirada clavada en el suelo:
—Las cosechas son escasas y todos somos pobrecitos, hijos míos. Dios sabe que, para la boda de vuestra hermana Narda, os quisiera a todos conmigo para hacer una gran fiesta. Pero, ¿qué dicen las campanas de Raffadali? Dicen: «¿Con qué? ¿Con qué? ¿Con qué?». Me he despojado de todo, y estoy como Cristo en la columna. No puedo hacer nada más. Lo estrictamente necesario, y basta. Si venís vosotros, parientes de la novia, Pitrinu Cinquemani pretenderá que también vengan sus parientes, que son del lado de Tresa, lo sabéis, y entre vosotros no hay buena relación. Así que hemos establecido que no vendrá nadie: ni ellos ni vosotros. Seremos Tresa y yo en el bando de la novia, y sus padres en el del novio. Lo estrictamente necesario, y basta.
Saru escuchó, también con la mirada baja y la mano sobre el mentón, el discurso de su padre, evidentemente estudiado; finalmente dijo:
—Padre, cuidado. Usted es el amo; somos sangre suya, y haremos como usted desee. ¡Pero no hagamos que la prohibición de ir a la boda valga solamente para nosotros! Padre, se lo advierto: acabaría mal.
El viejo, sin levantar la mirada, continuó rascándose las mejillas, ceñudo.
—Hijos míos, he hecho que les comunicaran que no vengan, como os digo a vosotros que no vengáis.
—¿Y si alguno de aquellos va?
El viejo no contestó. Su silencio dejaba entender claramente que, si alguien del otro bando iba a la boda, no sabría cómo arreglárselas.
—Está bien, padre —dijo entonces Saru—. Váyase, váyase. Nosotros nos encargaremos.
Y con los ojos siguió al padre que se alejaba, estirándose con dos dedos el lóbulo de la oreja izquierda. Cuando entró de nuevo en la roba, sacó del fondo de una talega colgada en un clavo un largo cuchillo, de aquellos llamados trinchadores; cogió del suelo, bajo la mesa, la piedra de afilar; mojó la hoja del cuchillo; se sentó en el umbral de la puerta con aquella piedra entre las rodillas y empezó a afilar la hoja.
Su mujer, asustada, lo llamó tres veces, sin obtener respuesta; finalmente, con las manos en la cabeza y los ojos llenos de lágrimas, le suplicó:
—Oh, Madre Santa, Saru mío, ¿qué piensas hacer?
Saru, como un tigre, se puso en pie, con el cuchillo en ristre:
—¡Por los clavos de Cristo, no hables, o serás la primera!
Entonces la mujer, para ahogar el llanto, con ambas manos se subió el delantal para taparse el rostro y fue a acurrucarse en un rincón. Saru volvió a afilar el cuchillo bajo los ojos de sus tres hijos, sentados alrededor, silenciosos. Desde el patio del recinto de Zâ Tresa el gallo cantó, y enseguida le contestó el gallo del otro lado, con una pata levantada, meneando su cresta sanguínea.
—¡Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis!
Ya había seis mulas aparejadas en el comedero, bajo el techo del patio de enfrente. Ahí estaban: se distinguían bien a la luz de la luna, las seis, una al lado de la otra.
Ante la puerta de su roba, Saru las contaba, doblando el cuello hacia un lado y hacia el otro, para ver entre los árboles, y ardía de agitación.
Ya eran seis. Y tal vez llegarían más.
La fiesta quería ser grande. Todos los hijos de la madrastra y sus mujeres y sus hijos, todos, todos los del otro lado habían sido invitados. Solo ellos, los parientes más cercanos, los hermanos y la hermana de la novia, habían sido excluidos. Ahora, quizás, estaban celebrando el banquete, más tarde empezarían la música y el baile.
Se había quitado la chaqueta y se la había puesto en el brazo, para esconder el cuchillo afilado. Desde el interior de la roba, su mujer y Niluzzu, el mayor de sus hijos, lo espiaban, atentos y temblorosos. Poco antes le había ordenado a su mujer que encendiera el fuego y pusiera agua a hervir en el caldero más grande. Y ella, aturdida por la consternación, había obedecido, sin entender qué quería hacer Saru con aquel caldero de agua hirviendo.
—¡Oh, Madre Santa —rezaba ahora—, haz que venga alguien! ¡Oh, Madre Santa, cálmale la sangre y la mente!
Fuera, en el aire claro de luna, se oían chillidos sumisos de grillos, hilos de sonido largos, agudos, casi luminosos.
—Niluzzu —llamó de pronto el padre—. Corre a casa de tu tía Sidora, aquí cerca; luego a la de tu tío Luzzu y diles que vengan aquí, enseguida: marido, mujer, hijos, todos aquí. ¿Has entendido? Ve.
Niluzzu, incapaz de moverse, se quedó mirando a su padre, pasmado, con un brazo levantado como resguardándose la cabeza, como si esperara un pescozón.
—Papá, tengo miedo, papá…
—¿Miedo? ¡Carroña! —le gritó el padre, sacudiéndolo. Se dirigió a su mujer:
—¡Ve tú también: acompáñalo! ¡Y volved pronto, aquí, todos juntos!
La mujer se arriesgó a preguntarle, una vez más, con voz de llanto:
—¿Qué quieres hacer, Saru mío? ¡Por caridad!
Saru se puso un dedo sobre la boca y luego, con la misma mano, le hizo un gesto a su mujer para que obedeciera.
Poco después, él también se movió, cauteloso, hacia el patio de la hacienda de enfrente, resguardándose, en su avance bajo la luna, detrás de este o aquel árbol. Así llegó a la última higuera, justo delante del patio. El corazón le bailaba en el pecho y las sienes le martilleaban. Pegó un brinco por el espurrear de una de las mulas en el comedero vecino. Le llegaba a la nariz el hedor caliente y denso del estiércol, y a las orejas el sonido confuso de los gritos, de las risas, y el ruido de los platos de los comensales, reunidos detrás de la roba de la madrastra. Se asomó más allá de las ramas de la higuera, para espiar. En el patio no había nadie, además de los seis aparejos y más allá, cerca de la entrada de la roba, estaba la cerda gigantesca.
Esta, con la jeta alargada en las patas anteriores, las orejas gachas y los ojos entornados, permanecía en lánguida contemplación de la fresca y dulcísima claridad lunar. De vez en cuando suspiraba: eran suspiros de satisfacción por su segura y beata plenitud.
Saru se puso tras ella, tranquilo, agachado; le puso lentamente una mano en la frente y empezó a rascársela levemente. Cuando el animal, por el cosquilleo, se estiró retorciendo la jeta, como ante la acostumbrada caricia del ama, finalmente mostró la garganta, Saru, listo, con la otra mano, le hundió el cuchillo hasta el corazón.
Volvió a la roba con aquella carga enorme, casi al mismo tiempo que llegaban su mujer y sus hijos, seguidos por todo el parentesco alarmado.
—¡Silencio, por la Virgen! —les advirtió a todos, liberándose de la carga con un gran suspiro, jadeante y ensangrentado de los pies a la cabeza—. ¡También nosotros celebraremos una fiesta, aquí, mejor que la de ellos! ¡Un cuarto para cada uno de vosotros, y dos cuartos para mí, que me los merezco! Pero antes esperad. ¡Aquí, aquí, ayudadme a disparar al animal! ¡Luzzu, aguanta aquí! Tú, Sidora, aquí. ¡Y tú, Niluzzu, coge el plato grande, aquel redondo, desde el bargueño! ¡El hígado, el hígado quiero dárselo a la vieja! ¡Callad todos! ¡El hígado a la vieja!
Disparó varias veces al animal: sacó el hígado y corrió a lavarlo en una tinaja, luego lo compuso, lúcido, compacto y tembloroso, en el plato y se lo entregó a su hijo:
—Niluzzu, ve a ver a tu abuelo y dile: ¡me manda papá Saru, con este regalo para Mamma Tresa, y con la petición de que le salude a la cerda!
23 Casa de campo, según la definición del mismo Pirandello en el cuento «El otro hijo».