BENDICIÓN
—¡Yo no sé cómo es la gente! —solía repetir don Marchino, por lo menos veinte veces al día, encogiéndose de hombros y abriendo las manos ante su pecho, con los ángulos de la boca contraídos hacia abajo—: ¡Yo no sé cómo es la gente!
Porque la gente, en muchísimas situaciones, no actuaba como él hubiera hecho, o también porque, a menudo, la gente criticaba todo lo que él hacía y todo lo que a él le parecía bien hecho.
Pero, santo cielo, ¿por qué razón, desde el principio, sus parroquianos, en Stravignano, lo habían mirado tan mal? No le perdonaban haber convertido en una finca (¡con el beneplácito de sus superiores, se entiende!) el encinar que antes surgía detrás de la pequeña iglesia en el valle y recababa todo el beneficio de la feligresía. Eh, aún no aceptaban aquella finca bendita, y tampoco el pisito de cuatro habitaciones que había hecho construir con el dinero de la venta de los árboles, al lado de la iglesia, mientras del otro lado, la casita era contigua a las tierras de él y de su hermana Marianna. ¿Acaso, con parte de aquel dinero, no se había arreglado también la iglesia? ¿Y qué había de malo en que cada año, en verano, alquilara aquel pisito a una familia que venía a Stravignano a pasar las vacaciones?
Los habitantes de Stravignano querían a la fuerza que su párroco fuera más pobre que el santo Job. Y lo divertido era esto: que, por un lado, él tenía que servirlos a todos, pero constituía un problema que, por el otro, lo vieran con la zapa en la mano o cuidando de los animales. ¿Para que no se le ensuciara la zamarra, eh, para que no le salieran callos en las mismas manos que tenían que tocar después la hostia consagrada? ¡La conciencia, la conciencia no tenía que estar sucia ni tener callos, no las manos!
Don Marchino tenía razón, pero no se daba cuenta de que tanto él como su hermana Marianna tenían las piernas como los patos y caminaban como ellos; ambos de la misma estatura, gorditos y sin cuello. Don Marchino no se oía cuando hablaba o, si lo hacía, no tenía la impresión de que su voz, oprimida por la nariz siempre tapada, sonara como un maullido. Ahora bien, la antipatía de sus parroquianos dependía también (y no poco) de estas cosas, de las cuales él no podía darse cuenta: su figura, su voz y también su peculiar manera de hablar.
Por ejemplo: ¿iban a pedirle prestada la mula para un caso de urgencia, como tener que ir, por la noche, a llamar al médico a Nocera? Don Marchino contestaba invariablemente:
—No te permitirá llegar. Te romperás el cuello dos o tres veces, querido mío; me contento con tres y no más.
Hablaba así, repitiendo a menudo estas frasecitas ocurrentes que había oído decir quién sabe cuándo y por quién; pero las repetía como si fueran una manera de hablar natural, sin intención alguna de ocurrencia. Además aquella mula era viciosa de verdad: tan viciosa que, al prestarla, don Marchino creía en conciencia que no podía arriesgarse fácilmente. ¡Si tantas veces, santo cielo, ni siquiera a él le permitía subir a alguien al carro! Y para no hacerse morder y evitar las coces cuando tenía que ensillarla o atarla, le tocaba tratarla con las maneras más amables y decirle muchas palabritas dulces y avisarla paternalmente para que tuviera paciencia y resignación, porque Dios había querido que naciera mula.
«¡Claro!», decían en Stravignano. Aquella mula (de quien casi siempre se ocupaba don Marchino), las gallinas, los tres cerdos (de quienes se ocupaba siempre la hermana Marianna)y las dos vacas (que cuidaba Rosa, la sirvienta descalza), viendo entre ellas a aquel amo y a su hermana, como dos patos, tenían que sentir por fuerza cierta afinidad bestial con ellos, por lo cual abusaban de la confianza que con otros amos ciertamente no se hubieran permitido. Y todos reían del poco respeto que aquellos animales malcriados mostraban hacia su párroco y la hermana de este; de los desaires, tal vez amorosos, que los tres gruesos cerdos embarrados le hacían a Marianna; de la desesperación de esta cuando, cada mañana, buscaba los huevos que las gallinas le escondían a propósito, escapándose a empollar por todas partes. ¡Todas con los calcetines puestos, aquellas gallinas, para que no se confundieran!
—¿Y por qué a los cerdos no, sor Marianna, con un lindo lazo azul celeste en la cola?
¡Miren si estas eran cosas que decirle a la pobre hermana de un pobre cura, incapaz de matar ni a una mosca! Bah… Y don Marchino se encogía de hombros, abría las manos ante el pecho y, contrayendo los ángulos de la boca, repetía:
—Yo no sé cómo es la gente…
Tuvo razón, más que nunca, en repetir esta habitual exclamación suya el día en que bajó a Nocera para ir al mercado del ganado.
No necesitaba comprar ni vender; solo iba para ver y escuchar; aquel año caducaba el contrato con los colonos de la feligresía, del cual estaba descontento. Ya había difundido la voz de que al año siguiente contrataría a otros; ahora había llegado el momento, y allí, en la feria, entre la gente del campo que llegaba de todos los alrededores, quería saber quién compraba y quién vendía, y las conversaciones que se tenían sobre esto, aquello y lo de más allá.
Precisamente aquellos que nunca se veían en la iglesia, oh, ni siquiera en las fiestas principales, lo acusaron aquel día de haber dejado la feligresía para ir a la feria hasta la puesta del sol. Pero eso no fue nada. Cuando ya estaba en el carro para volver a Stravignano, con todo aquel viento que se había levantado de pronto, se le acercó una tal Nunziata, con un niño de unos ocho años en brazos y una cabrita detrás, gritando que la ayudara, por el amor de Dios.
De joven, muchos años atrás, esta Nunziata había prestado servicio en la parroquia: ante los ojos de don Marchino se había convertido en la joven más hermosa de Stravignano, y don Marchino hubiera querido darla en esposa al hijo de su viejo colono de aquel entonces, un buen joven que se había enamorado de ella. Pero de repente, sin querer explicar la razón, ella le había dado la espalda a aquel joven y se había casado con uno del cercano pueblo de Sorifa. Ya habían pasado nueve años: don Marchino había cambiado cuatro colonos, estaba a punto de cambiar el quinto y no se había preocupado más por Nunziata, una vez esta se había ido de su parroquia. En Stravignano, al principio habían dicho que ella estaba bien, que el marido era un buen trabajador; luego habían empezado a decir que estaba mal, porque el marido tenía una enfermedad en los riñones por causa de una rama que se le había clavado mientras la podaba. Parecía que la enfermedad había incubado en su interior y después se había exteriorizado, provocando gran hinchazón en las piernas, por lo cual el médico le había prohibido trabajar y le había aconsejado guardar cama y que se alimentara solo de leche. ¡Adecuados consejos para darle a uno que vive solo del trabajo de sus brazos!
Don Marchino, allí en Nocera, tuvo dificultad para reconocerla, con un aspecto de mendiga, los pies descalzos y aquel vestidito que inspiraba más compasión porque quería parecer nuevo. Pero la mula, entre el viento furioso, entre el movimiento de la gente y de los animales que se daban prisa para volver por la amenaza de una tormenta, se había irritado mucho y no soportaba las sacudidas. Así que, apenas Nunziata le pidió a don Marchino que, por caridad, llevara en su carro hasta Stravignano a aquel niño que no se sostenía en pie —también enfermo, peor que su padre— y que luego ella, pasando por la calle para volver a Sorifa lo recogería, don Marchino, que hacía esfuerzos hercúleos para retener a la mula, sintió un despecho feroz y desorbitando los ojos, le gritó:
—¡Pero te parece correcto, hija mía!
Su despecho creció cuando algunos curiosos, que se habían detenido para mirar, pensaron en mantener quieta a la mula, para que él pudiera escuchar lo que quería decirle aquella pobre mujer tan afligida; y luego, obstinándose en el rechazo con la excusa de las manías irritantes de la bestia, le gritaron que tenía que avergonzarse, ¡por Dios: un sacerdote! ¿La mula? ¿Qué mula? ¡Dos latigazos, dos sacudidas de riendas! Aquella pobrecita… aquel pobre pequeñito… ¡que lo mirara, amarillo como la cera! Y aquella cabra… oh, Dios, ¿qué le pasaba? Se le podían contar los huesos… Ah, ¿de Sorifa? ¿Se la había traído desde Sorifa, a pie, para intentar venderla? ¿Cuánto? ¿Nueve escudos? ¡Ah, la había comprado por nueve escudos!… ahora, ni siquiera medio escudo valía…
¿No era el caso que don Marchino exclamara: «Yo no sé cómo es la gente»?
¿Qué obligación podía tener él, si hacía años que aquella mujer ya no pertenecía a su parroquia? ¿Por caridad? ¿Por qué lo decía ella? ¡No, no, y mil veces no! Porque también iba contra la lógica. ¿Qué caridad? El primer acto de caridad tendría que hacerlo ella, madre, hacia su pequeñito, y no llevarlo así, enfermo, por la calle; y sería un acto sencillo. ¡No, señor! ¡Obligar a un acto de caridad difícil a quien no tenía obligación alguna de realizarlo! ¡Difícil, seguro, por muchas razones! ¡Una carga semejante, un niño enfermo, que no se aguantaba de pie, con mula… sí, sí! ¡Lo tenía que decir él, que la conocía bien! Con una mula que no quería saber nada de otras cargas y especialmente cuesta arriba y con todo aquel viento. ¡No, no, fuera! ¡Fuera! Espacio… espacio…
Y, amenazando con el látigo, don Marchino empezó a correr seguido por gritos, silbidos y otros ruidos groseros.
El viento lo embistió por la espalda, y pareció como si quisiera levantarlo de la calle empinada, con la mula y el carro, como levantaba el polvo y las hojas muertas.
Cuando, avanzada la noche, bajó del carro delante de la iglesia pegada a la feligresía, allí, al doblar una esquina, sintió el brazo adormecido por el esfuerzo de aguantarse en la cabeza el bonete afelpado, que quería escaparse con aquel viento maldito que gritaba tan fuerte, y tan fuerte hacía crujir los árboles de la calle y de la colina frente a la iglesia, que Marianna no había oído el cascabel de la mula y no había salido enseguida a echarle una mano, como acostumbraba a hacer. Tuvo que llamarla, golpeando también la puerta con el mango del látigo, a riesgo (¿cómo no?) de arruinar el látigo y la puerta.
Marianna, ante la llamada, salió con la lámpara en la mano. ¡Bravo! El viento se la apagó enseguida y… ¡uy, las faldas! ¡Dios bendito, qué cabeza! ¿Y la lámpara? Todas las faldas en el rostro, madre mía, con la lámpara en la mano como para provocar un incendio… ¡Dentro! ¡Dentro! Y don Marchino, enfadadísimo, se puso a desatar la mula, solo, mascullando también por su hermana:
—Yo no sé cómo es la gente…
Tras llevar a Nina al establo —excavado en la colina frente a la iglesia— y tras quitar los enganches del carro, antes de entrar en la casa le dijo a su hermana que sería oportuno sacar las tinas y los barriles porque aquella noche, sin duda, llovería, una vez terminara de soplar el viento. En Nocera había oído el gruñido de un trueno.
—Aún está lejos, pero se va acercando. Y esta noche será terrible.
Poco después, durante la cena, tragando sin ganas la menestra que Rosa le había preparado, le contó a Marianna lo que le había ocurrido en Nocera, el descaro de aquella Nunziata y la prepotencia de los observadores. Pero luego, consolado por el rico vinito del viñedo, que durante un rato, después de cenar, saboreaba a sorbitos, dejó de pensar en ello. Se puso a hablar de lo que había visto y oído durante la feria y, mientras tanto, miraba, saciado y satisfecho, su cómodo y cálido comedor, y fumaba en pipa, mientras Marianna curaba los pies de Rosa, por caridad, sí, pero también para que esta, a la mañana siguiente, no encontrara una excusa para no llevar las vacas al pasto.
El viento, fuera, seguía gritando, más amenazador que antes.
¿El viento? No. Era alguien que llamaba a la puerta.
—¿A estas horas? —dijo don Marchino, mirando consternado a su hermana y a la sirvienta.
Esta fue a ver, y hermano y hermana aguzaron los oídos. Permanecieron un rato así, en suspenso. Se oía hablar a alguien, pero ni uno ni la otra conseguían adivinar quién era.
De pronto, en el viento, un largo y trémulo balido lamentoso.
Don Marchino dio un puñetazo a la mesa, sacudiéndose rabiosamente.
—¡Es ella! ¡Todavía! —dijo—. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué puedo hacer yo?
Y le preguntó a Rosa, que volvía en aquel momento:
—¿Alojamiento? ¿La mula? ¿Qué quiere?
Rosa negó con la cabeza:
—Dice que si usted tuviera la bondad de darle la bendición.
Don Marchino cayó de las nubes.
—¿La bendición? ¿A quién? ¿A ella? ¿Te ha dicho «la bendición»? ¿Qué bendición? ¡Venga, haz que entre! ¡Pero sola! Es capaz de arrastrar aquí dentro a la cabra y al hijo… ¡Una bendición a estas horas!
Nunziata entró, con los pies descalzos, arreglándose con las manos el pelo desordenado por el viento. A la vista de aquel comedor quieto en la casa de su viejo párroco, que le recordaba otros tiempos, de la cabeza se pasó las manos al rostro y se puso a llorar. Entonces Marianna le preguntó por su marido, si de verdad estaba tan mal, y ella dijo que sí mediante gestos.
—¿Es caso de muerte?
—A esto parece que aún no haya llegado —contestó—. Bah… —y meneó la cabeza, pero no tristemente, más bien con un relámpago de odio en los ojos lacrimosos—. ¡Sé quién ha sido! —gritó—. Aquí, aquí me han echado el mal de ojo. Me sabían contenta y tranquila… Y no le ha bastado con hacerlo sobre él, también sobre mi hijo me lo han echado y sobre el único animal que me queda, que cuidaba con esmero, porque me daba la leche para él… ¡Ah, infames! ¡Infames!
Hasta hacía muy poco —contó—, aquella cabra, comprada por nueve escudos, era la envidia de todos. Ahora bien, mientras el niño la cuidaba en el pasto, de pronto se le había «asustado». Ambos, el niño y la cabra, habían vuelto a casa, una noche, «asustados», y desde entonces habían sido víctimas de un agotamiento continuo: el niño… ah, había que ver a qué se había reducido, y la cabra… ¡la cabra peor que el niño! Nadie la había querido en la feria, ni siquiera por dos escudos. Don Marchino, aquella misma noche, tenía que bendecirlos a ambos, por caridad.
—¡Pero si en Sorifa ahora tienes a tu párroco! —le dijo, áspero, don Marchino.
—¡No, es usted, mi párroco es usted! —suplicó Nunziata—. ¡Y los quiero bendecir aquí, porque el mal de ojo ha salido desde aquí, y yo lo sé, lo sé!
Don Marchino intentó demostrarle que la del mal de ojo era una superstición tonta, y que si ella culpaba a aquel joven de quien había sido novia, vamos a ver, que no lo pensara, porque aquel… ¡Pero: no! Nunziata no quiso decir a quién culpaba. Quería la bendición, ¡la quería!
—¿A estas horas? —repitió don Marchino, resoplando.
Se oyó de nuevo, en el viento, el balido trémulo de la cabra.
—¿La oye? —dijo Nunziata—. ¡Por caridad!
—¡Pero a ambos no! —protestó don Marchino—. Es un asunto largo, querida mía, y ya es tarde. Me disponía a irme a la cama, ¡imagínate! ¡Vamos, démonos prisa! O a la cabra o al niño: ¿quién lo necesita más?
—El niño —contestó Nunziata enseguida—, está tirado, allí fuera, en el banco de la anteiglesia, como un trapo. Ah, lo que he sufrido, don Marchino mío, para arrastrarlo hasta aquí arriba, un poco a pie, un poco en estos brazos que ya no me siento.
Don Marchino montó en cólera:
—¿Pero cómo se hace, digo yo, para llevarse hasta Nocera a un niño en aquel estado?
—Porque la cabra, don Marchino —se apresuró a explicarle Nunziata—, no quiere dar un paso sin él. El animalito siente que ambos están ligados por el mismo mal y lo llama y le habla y no quiere alejarse de él.
—Es suficiente, ¿bendigo por tanto al niño? —concluyó don Marchino.
Nunziata se quedó perpleja, pensando, luego dijo:
—Si no quiere bendecirlos a ambos…
—¡No! ¡A los dos: no, o a una o al otro, hemos dicho!
—Pues bien, entonces… bendígame a la cabra, para que al menos vuelva a darme la leche para mi Gigi.
Una vez fuera, en el viento, en la oscuridad de la noche tempestuosa, primero miró hacia el banco donde el niño se había acurrucado para dormir.
—Gildino… —le llamó.
El niño no contestó. Y entonces ella sintió una consternación extraña ante el espectáculo de la naturaleza en fuga, en la violencia de los gritos del viento. Las nubes laceradas huían por el cielo, con furia desesperada, en filas infinitas, y parecían arrastrar a la luna con ellas; los árboles se retorcían chirriando, sufriendo sin reposo, como para desarraigarse y huir también allí, donde el viento se llevaba a las nubes, a un congreso tempestuoso. Ella desató la cabra atada a un tronco y permaneció un rato ante la puerta de la pequeña iglesia, porque don Marchino quiso antes terminar su vaso de vino sin prisa, luego tuvo que volver a ponerse la túnica y coger el libro y el hisopo y la lámpara de aceite.
La cabra no podía entrar en la iglesia. La bendición tenía que ser impartida allí, ante la puerta. Don Marchino, desde el interior, abrió una de las dos puertas, colocó la lámpara en una traviesa de la otra, para resguardarla del viento. La mujer, sosteniendo la cabra por el cuello, se arrodilló ante aquella hendidura de luz vacilante.
—Hay que adaptarse así —dijo el cura.
—Sí, don Marchino, ¡pero démela bien, por caridad!
—Santo cielo, ¿quieres que te la dé mal? Te la doy como está escrito en el libro.
Y con las gafas en la punta de la nariz, empezó a pronunciar el conjuro. De vez en cuando la cabra balaba y volvía la cabeza hacia el banco donde yacía el niño. En cierto punto, don Marchino se interrumpió:
—Oye: a malis oculis, a malis oculis, que quiere decir precisamente desde el mal de ojo.
Ella, que acompañaba arrodillada aquel conjuro, rezando con el fervor más intenso, ante la interrupción bajó varias veces la cabeza, en señal de que había entendido. Sí, sí, a malis oculis, a malis oculis…
Terminada la bendición, don Marchino se apresuró a cerrar la puerta de la iglesia, con la excusa de que el viento podía apagar la lámpara, y dejó fuera a la mujer todavía arrodillada. Pero aún no había pasado desde el interior de la iglesia a la casa, cuando oyó un grito, un aullido de animal herido, en la anteiglesia. La hermana y la sirvienta corrieron hacia él, asustadas.
—¿Qué más ocurre? —gritó don Marchino—. ¡Oh, oíd, yo no hago nada más, incluso si se cae el mundo!
Pero desgraciadamente tuvo que hacer algo más, porque toda Stravignano salió de las casas aquella noche, ante los gritos de aquella infeliz que había encontrado a su hijo muerto en el banco, y esta vez don Marchino también tuvo que prestarle la mula a quienes, caritativos, se ofrecieron para llevar al pequeño muerto a Sorifa. Meneándose en las piernas arqueadas, entre la multitud agitada, en pleno vendaval, decía:
—¡Eh, ha querido que bendijera a la cabra y no al niño!
Pero, como todos le daban la espalda, indignados, estiraba el cuello, abría las manos ante el pecho y, contrayendo hacia abajo las comisuras de los labios, repetía para sus adentros: «¡Yo no sé cómo es la gente!».