MAL DE LUNA
Batà estaba sentado, hecho un ovillo, sobre un haz de paja, en medio de la era.
Sidora, su mujer, de vez en cuando se volvía a mirarlo, pensativa, desde el umbral donde estaba sentada, con la cabeza apoyada en la jamba de la puerta y los ojos entornados. Luego, oprimida por el gran calor, volvía a alargar la mirada hacia la raya azul del mar lejano, como a la espera de que un soplo de aire, ya próxima la puesta de sol, se levantara desde allí y corriera leve hasta ella, a través de las tierras desnudas, ásperas por los rastrojos quemados.
Hacía tanto calor que, en la paja que quedaba en la era después de la trilla, el aire se veía temblar como un hálito de brasa.
Batà había sacado una caña desde el haz donde estaba sentado e intentaba golpear con ella, con una mano desganada, los zapatos herrados. El gesto era vano. La caña de paja, apenas era agitada, se doblaba. Y Batà permanecía oscuro y absorto, mirando al suelo.
En el fulgor tétrico e inmóvil del aire tórrido había una opresión tan asfixiante que aquel gesto vano del marido, obstinadamente repetido, le provocaba a Sidora un nerviosismo insoportable. En verdad, cualquier acto de aquel hombre e incluso su sola presencia le provocaban nerviosismo, reprimido cada vez con más dificultad.
Se había casado con él apenas veinte días atrás, y Sidora ya se sentía deshecha, destruida. Advertía, en su interior y a su alrededor, una vacuidad extraña, pesada y atroz. Y casi no le parecía verdad que hiciera tan poco que hubiera sido conducida allí, a aquella vieja roba24 aislada, establo y casa al mismo tiempo, en medio de un desierto de rastrojos, sin un árbol alrededor, sin un hilo de sombra.
Allí, ahogando con dificultad el llanto y la repugnancia, hacía apenas veinte días que había abandonado su cuerpo a aquel hombre silencioso, que tenía alrededor de veinte años más que ella y sobre quien parecía pesar una tristeza más desesperada que la suya.
Recordaba lo que las mujeres del vecindario le habían dicho a su madre, cuando esta les había anunciado la petición de matrimonio:
—¿Batà? Oh, Dios, yo no se lo daría a una hija mía.
La madre había creído que lo decían por envidia, por su acomodada condición. Y cuanto más se había obstinado en aceptar, más aquellas, con aire afligido, se habían mostrado reticentes a participar en su satisfacción por la buena suerte que le tocaba a la hija. No, en conciencia, no se decía nada malo sobre Batà, pero tampoco nada bueno. Siempre allí, en su lejano pedazo de tierra, no se sabía cómo vivía; estaba siempre solo, como una bestia en compañía de sus bestias —dos mulas, una burra y el perro guardián— y tenía un aire extraño, torvo y a veces de insensatez.
En realidad, había otra razón, y quizás más importante, por la cual la madre se había obstinado en entregarla a aquel hombre. Sidora también recordaba esta otra razón, que en aquel momento le parecía tan lejana, como de otra vida, pero sin embargo visible, precisa. Veía dos frescos labios agudos y rojos como dos hojas de cascabel abrirse en una sonrisa que le hacía arder y escocer toda la sangre en las venas. Eran los labios de Saro, su primo, que en el amor de ella no había sabido encontrar la fuerza para recobrar la cordura y librarse de la compañía de sus tristes amigos, para quitarle así a la madre cualquier pretexto con que oponerse a su matrimonio.
Ah, claro, Saro sería un pésimo marido, pero, ¿qué marido era este, ahora? ¿Las cuitas, que sin duda le daría el otro, acaso no eran preferibles a la angustia, a la repugnancia, al miedo que le provocaba este?
Batà, finalmente, se desperezó, pero apenas se levantó, casi asaltado por un vértigo, dio media vuelta sobre sí mismo; las piernas se le doblaron, aguantó de pie con dificultad, con los brazos en el aire. Un aullido, casi de rabia, le salió de la garganta.
Sidora se acercó, aterrada, pero él la detuvo con un gesto. Un chorro de saliva, inagotable, le impedía hablar. Agonizando, lo retuvo; luchaba contra los sollozos, con un gorgoteo horrible en la garganta. Y su rostro era pálido, turbio, térreo; los ojos hoscos y velados, en los cuales, detrás de la locura, se adivinaba un miedo casi infantil, todavía inconsciente, infinito. Con las manos continuaba haciéndole señas de que esperara, de que no se asustara y que se mantuviera alejada. Finalmente, con una voz que ya no era la suya, dijo:
—Dentro… enciérrate dentro… bien… No te asustes… Si golpeo, si sacudo la puerta y la araño y grito… no te asustes… no abras… ¡Ve! ¡Ve!
—¿Qué le pasa? —preguntó Sidora, horrorizada.
Batà aulló de nuevo, una poderosa convulsión lo sacudió completamente tanto que sus miembros parecieron multiplicarse, luego, agitando el brazo, señaló el cielo y gritó:
—¡La luna!
Sidora, al girarse para correr hacia la roba, entrevió de hecho, en el susto, la luna llena, enfocada, morada, enorme, recién surgida de las lívidas alturas de la Crocca.
Atrancada en su casa, encogiéndose como para impedir que los miembros se le descoyuntaran por el temblor continuo, creciente, invencible, aullando ella también, enloquecida por el terror, oyó poco después los aullidos largos y ferinos de su marido, que se retorcía fuera, ante la puerta, víctima del mal horrendo que le provocaba la luna, y contra la puerta golpeaba la cabeza, los pies, las rodillas, las manos, y la arañaba, como si las uñas se hubieran convertido en garras, y resoplaba, casi en la exasperación de una bestial fatiga rabiosa, como si quisiera arrancar de cuajo y destrozar aquella puerta, y ahora ladraba, ladraba como si tuviera un perro en el cuerpo y volvía a arañar, espurreando, aullando y golpeando con la cabeza y las rodillas.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritaba ella, a sabiendas de que en aquel desierto nadie podía oír sus gritos—. ¡Ayuda! ¡Ayuda! —y aguantaba la puerta con los brazos, por miedo a que, de un momento a otro, no obstante los numerosos puntales, cediera ante la violencia repetida, feroz, ensañada de aquella ciega furia aullante.
¡Ah, si hubiera podido matarlo! Perdida, se giró para buscar un arma en la habitación. Pero, a través de la grada de una ventana, en lo alto, en la pared de enfrente, divisó de nuevo la luna, ahora límpida, que subía al cielo, inundado de plácido albor. Ante aquella vista, como asaltada de repente por el contagio del mal, gritó y se desplomó, sin sentido.
Cuando se reanimó, al principio, en el aturdimiento, no entendió por qué estaba tirada en el suelo. Los puntales de la puerta le despertaron la memoria y enseguida se aterró por el silencio que ahora reinaba fuera. Se levantó, se acercó vacilante a la puerta, y aguzó el oído.
Nada, nada más.
Permaneció largamente a la escucha, ahora oprimida por la consternación por aquel enorme silencio misterioso, de todo el mundo. Y finalmente le pareció oír un suspiro cercano, un gran suspiro, exhalado con una angustia mortal.
Enseguida corrió en busca de la caja, debajo de la cama; la trajo adelante; la abrió; sacó el chal de paño; volvió a la puerta; aguzó de nuevo el oído, luego quitó los puntales, uno por uno, silenciosamente; quitó la tranca, silenciosamente; abrió apenas un batiente; miró hacia el suelo a través de la hendidura.
Batà estaba allí. Yacía como una bestia muerta, boca abajo, entre la baba, negro, tumefacto, los brazos abiertos. Su perro, sentado allí cerca, le vigilaba, bajo la luna.
Sidora salió, aguantando la respiración; cerró lentamente la puerta, le hizo un gesto rabioso al perro para que no se moviera y, prudente, con pasos de lobo, con el chal bajo el brazo, huyó por el campo, hacia el pueblo, en la noche todavía alta, teñida por la claridad lunar.
Llegó al pueblo, a casa de su madre, poco antes del amanecer. Hacía poco que la madre se había despertado. La casucha, oscura como un antro, al fondo de una calle angosta, estaba alumbrada apenas por una lámpara de aceite. Sidora pareció ocuparla toda, precipitándose adentro, desarreglada y jadeante.
Al ver a su hija a aquellas horas y en aquel estado, la madre gritó e hizo que todas las mujeres del vecindario llegaran con sus lámparas de aceite.
Sidora se puso a llorar fuerte y llorando se arrancaba el pelo, fingía que no podía hablar para hacerle comprender mejor a su madre y a las vecinas el tamaño del caso que le había ocurrido, del miedo que había sentido.
—¡El mal de luna! ¡El mal de luna!
El terror supersticioso de aquel mal oscuro invadió a todas las mujeres, ante el relato de Sidora.
¡Ah, pobre hija! Habían advertido a su madre de que aquel hombre no era natural, que aquel hombre tenía que esconder algún defecto monstruoso, que ninguna de ellas se lo hubiera dado a su propia hija. ¿Ladraba, eh? ¿Aullaba como un lobo? ¿Arañaba la puerta? ¡Jesús, qué susto! ¿Y cómo no había muerto, pobre hija?
La madre, desanimada en la silla, agotada, con los brazos y la cabeza colgando, titubeaba casi cantando:
—¡Ah, hija mía! ¡Ah, hija mía! ¡Ah, pobre hija mía arruinada!
Hacia el atardecer se presentó en la calle, arrastrando por el ronzal a las dos mulas aparejadas, Batà, aún hinchado y lívido, envilecido, abatido, trastornado.
Al pisoteo de las mulas sobre las piedras de aquella calle, que el sol de agosto calentaba como un horno y que cegaba por el chisporroteo de la cal, todas las mujeres, con gestos y gritos ahogados, de susto, volvieron con sus sillas a sus casuchas y se asomaron desde las puertas para espiar y hacerse señas entre ellas.
La madre de Sidora se paró en el umbral, fiera y trémula de rabia, y empezó a gritar:
—¡Váyase, mal cristiano! ¿Tiene el coraje de comparecer ante mis ojos? ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Asesino traidor, fuera! ¡Me ha arruinado a una hija! ¡Fuera!
Y continuó despotricando así durante un buen rato, mientras Sidora, en un rincón, lloraba, suplicaba a la madre que la defendiera, que no lo dejara pasar.
Batà escuchó cabizbajo las amenazas y las ofensas. Le correspondían; era culpable; había ocultado su mal. Lo había ocultado, porque si lo hubiera confesado ninguna mujer se habría casado con él. Era justo que ahora pagara la pena por su culpa.
Mantenía los ojos cerrados y meneaba amargamente la cabeza, sin dar un paso. Entonces la suegra le cerró la puerta en las narices y puso la tranca. Batà se quedó un rato más, cabizbajo, ante aquella puerta cerrada, luego se giró y divisó en las puertas de las otras casuchas muchos ojos perdidos y consternados que lo espiaban.
Aquellos ojos vieron las lágrimas en el rostro del hombre envilecido, y entonces la consternación se convirtió en piedad.
Una primera comadre, más valiente, le ofreció una silla; las otras, en parejas o en grupos de tres, salieron y se pusieron a su alrededor. Y Batà, después de haberles agradecido con mudas señales de la cabeza, empezó lentamente a narrarles su desgracia: su madre, de joven, había ido a buscar espigas y, durmiendo en una era al aire libre, lo había expuesto toda la noche a la luna, y durante toda aquella noche él, pobre inocente, con la barriguita al aire, mientras los ojos le vacilaban, había jugado con la hermosa luna, con las piernitas y los bracitos. Y la luna lo había «encantado». Pero el encanto había dormido en su interior durante años, y hacía muy poco que se había despertado. Cada vez que había luna llena, el mal lo poseía. Pero era un mal que lo afectaba solo a él, bastaba con que los demás tuvieran cuidado, y podían protegerse, porque ocurría en periodos fijos y él lo sentía llegar y era capaz de avisar; duraba una noche sola y nada más. Había esperado que su mujer fuera más valiente, pero, como no lo era, podría actuar así: ella, a cada luna llena, iría al pueblo, para quedarse con su madre, o que esta fuera a la roba para hacerle compañía.
—¿Quién? ¿Mi madre? —gritó en este punto, acalorada por la ira, Sidora, con ojos feroces, abriendo la puerta, detrás de la cual estaba escuchando a escondidas—. ¡Está loco! ¿Quiere que también mi madre se muera del miedo?
Entonces esta también salió, apartando a la hija con un codo e imponiéndole que se quedara quieta y callada en casa. Se acercó al corro de las mujeres, ahora todas piadosas, y empezó a confabular con ellas, y luego con Batà, a solas.
Sidora, desde el umbral, irritada y consternada, seguía los gestos de la madre y del marido, y, como le pareció que este le hacía acaloradamente alguna promesa que su madre aceptaba con evidente placer, se puso a gritar:
—¡No, señor! ¡Olvídenlo! ¿Os estáis confabulando entre vosotros? ¡Es inútil! ¡Es inútil! ¡Yo tengo que decidirlo!
Las mujeres del vecindario le hicieron señales apremiantes de que callara, de que esperara que la conversación terminara. Finalmente Batà se despidió de su suegra, le dejó en consigna una de las dos mulas y, después de haberles dado las gracias a las buenas vecinas, arrastrando la otra mula por el ronzal, se fue.
—¡Calla, tonta! —le dijo enseguida la madre a Sidora, en voz baja, entrando en casa—. Cuando haya luna llena yo iré, con Saro…
—¿Con Saro? ¿Lo ha dicho él?
—¡Se lo he dicho yo, calla! Con Saro —y, bajando la mirada para esconder la sonrisa, fingió secarse la boca desdentada con una punta del pañuelo que llevaba en la cabeza, anudado debajo de la barbilla y añadió—: ¿Acaso, entre nuestros parientes, tenemos a otro hombre? Es el único que nos puede dar ayuda y consuelo. ¡Calla!
Así, a la mañana siguiente, al amanecer, Sidora partió por el campo con la mula que su marido le había dejado.
No pensó en nada más, durante los veintinueve días que transcurrieron hasta la luna llena. Vio aquella luna de agosto reducirse poco a poco y surgir cada vez más tarde, y con el deseo hubiera querido apresurar sus fases declinantes; luego, una noche dejó de verla; finalmente volvió a verla, tierna, delgada, en el cielo aún crepuscular y volver a crecer, cada noche más.
—No temas —le decía, triste, Batà, viéndola con los ojos siempre fijos en la luna—. ¡Aún hay tiempo, hay tiempo! El problema llega cuando deje de tener los cuernos…
Sidora, ante aquellas palabras acompañadas por una sonrisa ambigua, se quedaba helada y lo miraba, pasmada.
Al fin llegó la noche tan suspirada y tan temida. La madre llegó a caballo con su sobrino, Saro, dos horas antes de que saliera la luna.
Batà estaba, como la otra vez, encogido en la era, y ni siquiera levantó la cabeza para saludar.
Sidora, puro ardor, le hizo una señal al primo y a la madre para que no le dijeran nada y los llevó dentro de la roba. La madre fue enseguida hacia un cuartucho oscuro, donde estaban amontonadas viejas herramientas de trabajo, zapas, hoces, albardas, canastas, talegas, al lado de la habitación más grande que también servía de refugio a los animales.
—Tú eres hombre —le dijo a Saro—, y tú sabes cómo es —le dijo a su hija—: yo soy vieja, tengo más miedo que vosotros y me quedaré escondida aquí, en silencio y sola. Yo me encierro bien, que el lobo haga lo que quiera, afuera.
Los tres volvieron a salir al aire libre y se entretuvieron conversando un rato ante la roba. Sidora, a medida que la sombra iba inclinándose sobre el campo, lanzaba miradas cada vez más ardientes y provocadoras. Pero Saro, no obstante solía ser tan vivaz, brioso y parrandero, sentía que la sonrisa le iba muriendo en los labios y la lengua se le secaba. Como si en el muro donde estaba sentado hubiera espinas, se movía continuamente y tragaba saliva con dificultad. Y de vez en cuando dirigía una mirada de soslayo a aquel hombre, a la espera del asalto del mal; alargaba también el cuello para ver si detrás de las alturas de la Crocca aparecía el rostro espantoso de la luna.
—Todavía nada —les decía a las dos mujeres.
Sidora le contestaba con un gesto vivaz de despreocupación y continuaba, riendo, provocándolo con los ojos.
De aquellos ojos, ya casi impudentes, Saro empezó a sentir más horror y terror que de aquel hombre allí sentado a la espera.
Y fue el primero en saltar como un carnero adentro de la roba, apenas Batà produjo el aullido anunciador y con la mano les señaló que se encerraran enseguida en la casa. Ah, con qué furia empezó a poner puntales y puntales y puntales, mientras la vieja se escondía débil en el cuartucho y Sidora, irritada, decepcionada, le repetía con tono irónico:
—Pero despacio… no te hará daño… Verás que no es nada…
¿No era nada? ¿Ah, no era nada? Con los pelos erizados en la frente, a los primeros aullidos del marido, a los primeros cabezazos, a las primeras patadas a la puerta, a los primeros resoplidos y arañazos, Saro, completamente empapado de sudor frío, con la espalda cortada por los escalofríos, temblaba de manera excesiva. ¿No era nada? ¡Señor, Dios! ¡Señor, Dios! ¿Cómo? ¿Aquella mujer estaba loca? Mientras el marido, fuera, causaba aquella tempestad contra la puerta ella reía, sentada en la cama, abría las piernas, le ofrecía los brazos, lo llamaba:
—¡Saro! ¡Saro!
¿Ah, sí? Airado, desdeñado, Saro saltó en el cuartucho de la vieja, la cogió por un brazo, la sacó, la sentó en la cama al lado de su hija:
—Aquí —gritó—. ¡Esta está loca!
Y al retroceder hacia la puerta, él también divisó desde la alta ventana, en la pared de enfrente, la luna que, si por un lado le causaba tanto mal al marido, por el otro parecía reírse, feliz y enfadosa, de la venganza frustrada de la mujer.
24 Ver nota 23, página 575.