EL HIJO CAMBIADO

Había oído gritar durante toda la noche y, a cierta hora tardía, extraviada entre el sueño y la vigilia, no habría sabido decir si aquellos gritos eran animales o humanos.

A la mañana siguiente supe por las mujeres del vecindario que habían sido los gritos de desesperación de una madre (una tal Sara Longo), a quien, mientras dormía, le habían robado al hijo de tres meses, dejándole otro en su lugar.

¿Robado? ¿Y quién se lo ha robado? ¡Las «Mujeres»! ¿Las Mujeres? ¿Qué Mujeres?

Me explicaron que las «Mujeres» eran espíritus de la noche, brujas del aire.

Aturdido e indignado, pregunté:

—¿Cómo? ¿Y la madre se lo cree? ¿En serio?

Aquellas buenas comadres estaban todavía tan doloridas y aterradas, que se ofendieron por mi aturdimiento y mi indignación. Me gritaron a la cara, como si quisieran asaltarme, que ellas, a los gritos, habían corrido a casa de la señora Longo, en camisón, tal cual estaban, y habían visto —visto con sus propios ojos— al niño cambiado, aún allí, en el suelo de la habitación, a los pies de la cama. El niño de la señora Longo era blanco como la leche, rubio como el oro, un Niño Jesús; y este, en cambio, era negro, negro como el hígado; y feo, más feo que un mono. Y sabían que todo había ocurrido gracias a la propia madre, que todavía se tiraba de los pelos: es decir, que había oído como un llanto en el sueño y se había despertado; había alargado el brazo en la cama en busca de su hijo y no lo había encontrado; entonces se había precipitado de la cama y, una vez encendida la lámpara, había visto en el suelo, en vez de a su niño, a aquel pequeño monstruo que el horror y la repugnancia le habían impedido incluso tocar.

Debe observarse que el niño de la señora Longo era un bebé. Ahora bien, un bebé, que se cae por distracción de la madre durante el sueño, ¿acaso podría llegar tan lejos y con los pies dirigidos hacia la cabeza de la cama, es decir, al contrario de cómo hubiera tenido que encontrarse?

Entonces estaba claro que las «Mujeres» habían entrado en casa de la señora Longo, durante la noche, y le habían cambiado al hijo, cogiendo al niño hermoso y dejándole uno feo, para desairarla.

¡Ah, les hacían tantos desaires a las pobre madres! ¡Quitaban a los niños de sus cunas y los ponían en sillas de otras habitaciones, hacían que los encontraran, de la noche a la mañana, con los ojos estrábicos o con los pies torcidos!

—¡Y mire! ¡Mire aquí! —me gritó una, agarrando con furia a una niñita que tenía en brazos y sacudiéndole la cabeza, para mostrarme que tenía en la nuca una colita de pelo enredado que no había que cortar o desenredar, si no se deseaba que muriera la pequeñita—. ¿Qué le parece que es? ¡Trencita, trencita de las «Mujeres», precisamente, que se divierten así, por la noche, con las cabecitas de las pobres hijas de sus madres!

Ante una prueba tan tangible, considerando inútil convencer a aquellas mujeres de su superstición, me preocupé pensando en el futuro de aquel niño que corría el riesgo de ser víctima de tal superstición.

No tenía ninguna duda de que, por la noche, le había ocurrido algo al bebé, tal vez un principio de parálisis infantil.

Pregunté qué pensaba hacer ahora aquella madre.

Me contestaron que la habían retenido a toda costa porque quería dejarlo todo, abandonar la casa y lanzarse a la ventura en busca de su hijo, como una loca.

—¿Y aquella criaturita?

—¡No quiere verla ni oír hablar de ella!

Una de ellas, para mantenerla con vida, le había dado un poco de pan mojado, con azúcar, envuelto en un trapo, como si fuera un pezón, para que lo chupara. Y me aseguraron que, por caridad de Dios, venciendo la consternación y la repugnancia, la cuidarían, un poco una, un poco la otra. Cosa que, en conciencia, al menos durante los primeros días, no se podía pretender de la madre:

—¿Pero no querrá dejarla morir de hambre?

Reflexionaba para mis adentros sobre si no sería oportuno llamar la atención de la comisaría sobre este extraño caso, cuando —aquella misma noche— supe que la señora Longo había ido a pedirle consejo a una tal Vanna Scoma, que tenía fama de mantener misteriosas relaciones con aquellas «Mujeres». Se decía que estas, en las noches de viento, venían a llamarla desde los tejados de las casas vecinas, para llevársela consigo. Se quedaba en una silla, con sus vestidos y sus zapatos, como un fantoche allí posado, y su espíritu se iba volando, quien sabe adónde, con aquellas brujas. Podían dar testimonio de ello muchos que habían oído cómo la llamaban, con voces largas y lamentosas: «¡Vanna! ¡Tía Vanna!», desde su propio tejado.

Entonces, la señora Longo había ido a pedirle consejo a esta Vanna Scoma, que al principio (y se entiende) no había querido decirle nada, pero luego, tras suplicarle, le había insinuado que había «visto» al niño.

¿Visto? ¿Dónde?

Visto. No podía decir dónde. Pero que se quedara tranquila, porque su niño, donde estaba, estaba bien, a condición de que ella tratara bien a la criaturita que le había tocado a cambio: es más, cuantos más cuidados le procurara a este niño, tanto mejor se encontraría el suyo, al otro lado.

Enseguida me sentí invadido por un estupor lleno de admiración por la sabiduría de esta bruja, que, para ser totalmente justa, había usado tanta crueldad como caridad, castigando a aquella madre por su superstición, con la obligación de vencer, por amor del hijo lejano, la repugnancia que sentía hacia este otro, la repugnancia por tener que ofrecerle su seno a la boca del bebé para nutrirlo, sin quitarle del todo la esperanza de poder, un día, tener a su niño de vuelta, que mientras tanto otros ojos, si no los suyos, continuaban viendo, sano y hermoso como era.

Y si luego aquella sabiduría, a un tiempo tan cruel y tan caritativa, no era empleada por aquella bruja para ser justa, sino porque ella obtenía un provecho con las visitas de la señora Longo (una al día, de pago), tanto si le dijera que había visto al niño como si le dijera que no (y más cuando le decía que no) no menguaba su sabiduría. Por otro lado no he dicho que, por mucho que fuera sabia, aquella bruja no fuera una bruja.

Las cosas siguieron así, hasta que el marido de la señora Longo volvió en goleta desde Túnez.

Marinero —hoy aquí, mañana allí—, se preocupaba poco de su mujer y de su hijo. Encontrando a este irreconocible y a aquella delgada y casi desequilibrada, tras enterarse por la mujer de que ambos habían estado enfermos, no preguntó más.

El problema se inició después de su partida; porque la señora Longo, para mayor desesperación, enfermó de verdad. Otro castigo: un nuevo embarazo.

Y ahora, en aquel estado (sus embarazos eran tan malos, sobre todo durante los primeros meses) no podía ir a ver a Vanna Scoma cada día, y tenía que contentarse con prodigar a aquel desgraciado los cuidados que podía, para que no le faltaran al hijo perdido. Se torturaba pensando que no era justo, porque ella había perdido con el cambio y la leche, por el gran dolor, se le había convertido en agua, y ahora, embarazada, no podría dársela; no sería justo si su hijo crecía mal, como parecía tener que crecer este: sobre el cuello arrugado, la cabecita amarilla, apoyada un poco sobre un hombro, un poco sobre el otro; y quizás, con ambas piernas paralizadas.

Mientras tanto, desde Túnez, el marido le escribió que, durante el viaje, sus compañeros le habían contado aquel cuento de las «Mujeres», que todos conocían menos él; sospechaba que la verdad fuera otra, es decir que el hijo había muerto y que ella había cogido al otro de un orfanato para remplazarlo, y le imponía ir a devolverlo, porque no quería bastardos en casa. Pero la señora Longo, al regreso de su marido, tanto lo suplicó que obtuvo, si no piedad, al menos paciencia por aquel infeliz. Ella también lo soportaba, ¡y cuánto!, para no dañar al otro.

Fue peor cuando finalmente nació el segundo hijo; porque entonces la señora Longo, naturalmente, empezó a pensar menos en el primero y también, por tanto, a cuidar menos a aquel pobre andrajo de niño que, ya se sabe, no era el suyo.

No lo maltrataba, no. Cada mañana lo vestía y lo sentaba ante la puerta, hacia la calle, en la sillita mecedora de tela plastificada, con un pedazo de pan o una manzana en el cajoncito delantero.

Y el pobre inocente se quedaba allí, con las piernas paralizadas, la cabeza colgante de pelo terroso, porque a menudo los otros chicos de la calle le tiraban arena a la cara, y él se resguardaba con el bracito y ni siquiera protestaba. Era mucho que consiguiera mantener quietos los párpados sobre los ojos doloridos. Sucio, era devorado por las moscas.

Las vecinas lo llamaban el hijo de las «Mujeres». Si a veces algún niño se le acercaba para formularle una pregunta, él lo miraba y no sabía qué contestar. Tal vez no entendía. Contestaba con la sonrisa triste y lejana de los niños enfermos, y aquella sonrisa le marcaba las arrugas en los ángulos de los ojos y de la boca.

La señora Longo se acercaba a la puerta con el bebé en brazos, rosado y gordito (como el otro) y le dirigía una mirada piadosa a aquel desgraciado, que no se sabía qué hacía allí. Luego, suspiraba:

—¡Qué cruz!

Sí, aún le salía, de vez en cuando, una lágrima, pensando en el otro, de quien ahora Vanna Scoma, sin que se lo pidiera, venía a darle noticias para sacarle algo de dinero. Eran noticias alegres: su hijo crecía hermoso y sano, y era feliz.