LA HEREJÍA CÁTARA

Bernardino Lamis, profesor titular de historia de las religiones, entornando los ojos doloridos y, como solía hacer en las ocasiones más graves, cogiéndose la cabeza huesuda entre las delgadas manos temblorosas que parecían tener en las puntas, en lugar de uñas, cinco rosáceas y brillantes conchas, anunció a los dos únicos estudiantes que seguían su asignatura con fidelidad tenaz:

—Señores, en la siguiente clase hablaremos de la herejía cátara.

Uno de los dos estudiantes, Ciotta —joven moreno de Guarcino, rudo, sólido— rechinó los dientes con gran alegría y se frotó violentamente las manos. El otro, el pálido Vannìcoli, con el pelo rubio, híspido como hilos de rastrojos, y el aspecto abatido, en cambio, extendió los labios, la mirada de sus ojos claros y lánguidos se volvió más dolida que nunca y se quedó con la nariz estirada, como husmeando algún olor desagradable, mostrando que entendía la pena que, ciertamente, tenía que suponerle al venerado maestro la exposición de aquel tema, después de lo que le había dicho en privado. (Porque Vannìcoli creía que el profesor Lamis, cuando él y Ciotta, después de la clase, lo acompañaban durante un largo trecho de camino hacia su casa, se dirigía únicamente a él, que era el único capaz de entenderlo).

Y de hecho Vannìcoli sabía que unos seis meses atrás había salido en Alemania (Halle a. S.)1 una mastodóntica monografía de Hans von Grobler sobre la herejía cátara, que la crítica había elevado al séptimo cielo, y que sobre el mismo argumento, tres años antes, Bernardino Lamis había escrito dos poderosos volúmenes, que von Grobler demostraba no haber tenido en cuenta, excepto una vez, de pasada, cuando los había citado en una breve nota: para hablar mal de ellos.

Ese hecho había herido el corazón de Bernardino Lamis, quien había sufrido aún más y se había indignado por la actitud de la crítica italiana que, elogiando también con los ojos cerrados el texto alemán, había ignorado absolutamente los dos volúmenes anteriores que él había escrito, y no había gastado ni una palabra en subrayar el indigno tratamiento que el escritor alemán había reservado a un escritor nacional. Había esperado durante más de dos meses que alguien, al menos entre sus antiguos alumnos, se movilizara para defenderlo; luego, aunque —según su modo de ver— no le parecía correcto, se había defendido por sí mismo, anotando en una larga y minuciosa reseña, aderezada con fina ironía, todos los errores más o menos bastos que von Grobler había cometido, todas las partes de su propia obra de las cuales el alemán se había apropiado sin citarlo; y finalmente había reafirmado sus opiniones personales con nuevos e incontestables argumentos, contra los argumentos del historiador alemán con los que estaba en desacuerdo.

Pero esta autodefensa, por ser demasiado larga y por el escaso interés que podía despertar entre la mayoría de los lectores, había sido rechazada por dos revistas; una tercera la examinaba desde hacía más de un mes y quién sabe durante cuánto tiempo aún lo haría, a juzgar por la respuesta nada cortés que Lamis, ante un apremio suyo, había recibido del director.

De modo que aquel día Bernardino Lamis tenía razones verdaderas, al salir de la universidad, para desahogarse amargamente con sus dos fieles jóvenes estudiantes que solían acompañarlo hacia casa. Y les hablaba de la descarada charlatanería que del campo de la política había pasado a patalear, primero en el de la literatura, y ahora, desgraciadamente, también en los sagrados e inviolables dominios de la ciencia; hablaba del servilismo vil profundamente radicado en la idiosincrasia del pueblo italiano, por lo cual cualquier cosa que venga de fuera es una gema preciosa, mientras que todo lo que se produce en Italia es piedra falsa y vil; finalmente concluía con los argumentos más fuertes contra su adversario, que explicaría bien durante la clase siguiente. Y Ciotta, degustando el placer que le procuraría la extravagancia irónica y biliosa del profesor, volvía a frotarse las manos, mientras Vannìcoli, afligido, suspiraba.

En cierto momento el profesor Lamis se quedó en silencio y asumió un aire abstraído: señal, para los dos estudiantes, de que quería quedarse solo.

Cada vez, después de la clase, para aliviarse paseaba por la plaza del Panteón, luego por la de la Minerva, atravesaba Via dei Cestari y salía al Corso Vittorio Emanuele. Al llegar cerca de la plaza San Pantaleo, asumía aquel aire abstraído, porque —antes de entrar en Via del Governo Vecchio, donde vivía— solía entrar (furtivamente, según su intención) en una pastelería, de donde salía poco después con un paquete en la mano.

Los dos estudiantes sabían que el profesor Lamis no tenía que comprar nada, ni para un grillo, y por eso no podían entender la compra de aquel paquete misterioso, tres veces por semana.

Empujado por la curiosidad, un día Ciotta incluso había entrado en la pastelería para preguntar qué compraba el profesor.

—Amarettos, merengues y besos de dama.

¿Y para quién los querrá?

Vannìcoli decía que eran para sus sobrinitos. Pero Ciotta hubiera puesto la mano en el fuego por que eran precisamente para él, para el profesor mismo; porque una vez lo había sorprendido por la calle metiéndose una mano en el bolsillo y sacando uno de aquellos merengues, mientras ya tenía otro en la boca —seguro—, que le había impedido contestar al saludo que le había dirigido.

—Pues bien, aunque fuera así, ¿qué hay de malo en ello? ¡Debilidades! —le había dicho, irritado, Vannìcoli, mientras seguía de lejos, con la mirada lánguida, al viejo profesor que se iba despacio, desanimado, arrastrando los pies.

No solamente este pecadito de gula, sino muchas más cosas se podían perdonar a aquel hombre que, por la ciencia, se había deteriorado, con aquellos hombros jorobados que parecían querer deslizarse, mientras el cuello largo los sostenía, como bajo un yugo. Entre el sombrero y la nuca, la calvicie del profesor Lamis se descubría como una media luna de piel; en la nuca le temblaba una rala melenita plateada, que le cabalgaba un lado y otro de las orejas y continuaba hasta la barba, delante, en las mejillas y debajo del mentón.

Ni Ciotta ni Vannìcoli hubieran supuesto nunca que Bernardino Lamis se llevaba a casa, en aquel paquete, toda su comida diaria.

Dos años atrás le había llovido, de Nápoles, la familia de un hermano suyo, que había muerto de repente: la cuñada, una furia del infierno, con siete hijos, el mayor de los cuales apenas tenía once años. Hay que notar que el profesor Lamis no había querido casarse para no ser distraído de ninguna manera de sus estudios. Cuando, sin previo aviso, se había visto ante aquel ejército de gritos, acampado en el rellano de la escalera, ante su puerta, a caballo de innumerables fardos y farditos, se había quedado pasmado. Al no poder escaparse por la escalera, por un momento había pensado en hacerlo tirándose por la ventana. Las cuatro habitaciones de su modesta morada habían sido invadidas; el descubrimiento de un pequeño jardín, única y dulce ocupación del tío, había despertado una alegría frenética en los siete huérfanos desconsolados, como los llamaba la gorda cuñada napolitana. Un mes después, en aquel jardín no quedaba ni una brizna de hierba. El profesor Lamis se había convertido en la sombra de sí mismo: se movía por el estudio como alguien que no razonara, aguantándose la cabeza con las manos casi para impedir que aquellos gritos, aquellos llantos, aquel pandemónium continuo de la mañana a la noche, se la quitaran también materialmente. Y este suplicio había durado un año, y quién sabe cuánto tiempo aún hubiera continuado si un día no se hubiera dado cuenta de que la cuñada, no contenta con el sueldo que él le entregaba —entero— cada día veintisiete del mes, desde el jardín ayudaba al mayor de sus hijos a trepar hasta la ventana del estudio, cerrado prudentemente con llave, para robar los libros:

—¡Gruesos, eh, Gennariniè, gruesos y nuevos!

La mitad de su biblioteca había acabado en los mercadillos de libros usados, vendidos por pocas monedas.

Indignado, enfurecido, aquel mismo día, Bernardino Lamis —con seis cestas de libros supervivientes y tres estanterías rústicas, un gran crucifijo de cartón, una caja de toallas y sábanas, tres sillas, un amplio sillón de cuero, el escritorio alto y un lavamanos— se había ido a vivir, solo, a aquellas dos habitaciones de Via Governo Vecchio, después de haberle impuesto a la cuñada que no quería volver a verla.

Ahora le enviaba el sueldo, del cual conservaba para sí solo lo estrictamente necesario, a través de un bedel de la universidad, puntualmente, cada mes.

No había querido contratar una sirvienta a media jornada, temiendo que se pusiera de acuerdo con la cuñada. Por otro lado, no la necesitaba. No se había llevado ni la cama: dormía con un chal en los hombros, envuelto en una manta de lana, en el sillón. No cocinaba. Seguidor a su manera de la teoría de Fletcher, se nutría con poco, masticando mucho. Vaciaba aquel famoso paquete en los dos amplios bolsillos de los pantalones, una mitad en cada lado, y mientras estudiaba o escribía, de pie como solía hacer, picaba o un amaretto o un merengue o un beso de dama. Si tenía sed, bebía agua. Después de un año en aquel infierno, ahora se sentía en el paraíso.

Pero había llegado von Grobler con aquel libro sobre la herejía cátara a aguarle la fiesta.

Aquel día, apenas volvió a su casa, Bernardino Lamis se puso a trabajar febrilmente.

Le quedaban dos días para preparar aquella clase que le importaba tanto. Quería que fuera formidable. Cada palabra tenía que ser un flechazo para aquel alemán apellidado von Grobler.

Solía escribir sus clases de la primera palabra hasta la última, en hojas de papel pautado, con caracteres menudos. Luego, en la universidad, las leía con voz lenta y grave, reclinando la cabeza hacia atrás, subiendo los párpados para poder ver a través de las gafas puestas en la punta de la nariz, de cuyas fosas salían dos setos de híspidos pelos grises libremente crecidos. Los dos fieles estudiantes disponían del tiempo necesario para transcribir casi literalmente. Lamis no se sentaba nunca en la cátedra: se sentaba humildemente a la mesita de abajo. Los bancos, en el aula, estaban dispuestos en cuatro filas, como en un anfiteatro. El aula era oscura y Ciotta y Vannìcoli se sentaban en la última fila, uno en cada extremo, para recibir luz de las dos ventanas de hierro que se abrían en lo alto. El profesor no los veía nunca durante la clase: solamente oía el rápido raspar de sus bolígrafos apresurados.

Como nadie se había levantado en su defensa, allí, en aquella aula, se vengaría de la insolencia de aquel alemán, dictando una clase memorable.

Primero expondría con claridad sucinta el origen, la razón, la esencia, la importancia histórica y las consecuencias de la herejía cátara, resumiéndolas de sus dos volúmenes; luego se lanzaría a la parte polémica, valiéndose del estudio crítico sobre el libro de von Grobler. Dueño como era de la materia, y con el trabajo ya listo, a mano, incurriría en una sola fatiga: frenar el bolígrafo. Con la inspiración de la bilis, en dos días podía escribir sobre aquel argumento otros dos volúmenes, más poderosos que los primeros.

En cambio tenía que restringirse a una plana lectura de poco más de una hora: es decir, llenar con su menuda escritura no más de cinco o seis caras de papel pautado. Ya había escrito dos. Las otras tres o cuatro tenían que servir para la parte polémica.

Antes de empezar, quiso volver a leer el borrador de su estudio crítico sobre el libro de von Grobler. Lo sacó del cajón del escritorio, sopló para eliminar el polvo, con las gafas en la punta de la nariz, y se tumbó en el sillón.

Poco a poco, leyendo, sintió tanto placer que de milagro no se encontró recto, de pie, sobre aquel sillón; y en menos de una hora, uno después del otro, se había comido inadvertidamente todos los merengues que tenían que servirle para dos días. Mortificado, sacó los bolsillos vacíos, para sacudir la harina.

Sin más, se puso a escribir, con la intención de resumir aquel estudio crítico. Pero, poco a poco, escribiendo, se dejó vencer por la tentación de incorporarlo todo a la lección, porque le parecía que nada era superfluo, ni un punto, ni una coma. ¿Cómo renunciar, en verdad, a ciertas expresiones tan eficaces y de una argucia tan espontánea? ¿Cómo renunciar a ciertos argumentos tan precisos y decisivos? Y, escribiendo, se le ocurrían otros, más lúcidos, más convincentes, a los cuales igualmente no era posible renunciar.

La mañana del tercer día, cuando tenía que dictar la clase, Bernardino Lamis se encontró con quince cuartillas, muy densas, en lugar de seis.

Se perdió.

Muy escrupuloso en su oficio, cada año solía, al principio, dictar el sumario de toda la materia de enseñanza que desarrollaría durante el curso, y lo cumplía rigurosamente. Ya había hecho, por aquella nefasta publicación del libro de von Grobler, una primera concesión a su ofendido amor propio, hablando aquel año de la herejía cátara aunque no estuviera en el temario. No podía dedicarle más de una clase. No quería a ningún precio que se dijera que el profesor Lamis, por berrinche o para desahogarse, hablaba sin venir a cuento o más de lo necesario sobre un argumento que entraba solo forzadamente en la materia de aquel año académico.

Entonces era absolutamente necesario que redujera, en las pocas horas que le quedaban, a ocho, nueve cuartillas como máximo, las quince que ya había escrito.

Esta reducción le costó un esfuerzo intelectual tan intenso que no advirtió el granizo, los relámpagos, los truenos de un violentísimo temporal que había caído de repente sobre Roma. Cuando llegó al umbral del portón de su casa, con su largo rollo de papel bajo el brazo, llovía a cántaros. ¿Cómo hacer? Faltaban apenas diez minutos para la hora de la clase. Volvió a subir las escaleras para coger el paraguas, y se puso en camino bajo aquel agua, resguardando como podía su rollito de papel, su «formidable» clase.

Llegó a la universidad en un estado lamentable: completamente mojado, de la cabeza a los pies. Dejó el paraguas donde el ujier, se sacudió un poco la lluvia, pateando el suelo, se secó el rostro y subió al pórtico.

El aula —oscura incluso en los días serenos—, con aquel tiempo infernal, parecía una catacumba; a duras penas se veía. No obstante, entrando, el profesor Lamis, que nunca solía levantar la cabeza, tuvo el consuelo de divisar, así de pasada, una insólita muchedumbre, y alabó en su corazón a los dos fieles estudiantes que, evidentemente, habían difundido entre los compañeros la voz del empeño peculiar con que su viejo profesor desarrollaría aquella lección, que le había costado tanta pena y tanta fatiga y donde se hallaban tanto tesoro de conocimientos y tanta sabiduría.

Tomado por una viva emoción, dejó el sombrero y aquel día, insólitamente, se sentó en la cátedra. Las manos delgadas le temblaban tanto que le costó un poco ponerse las gafas en la punta de la nariz. En el aula el silencio era perfecto. Y el profesor Lamis, desenrolladas las hojas de papel, empezó a leer con una voz alta y vibrante, de la cual él mismo se maravilló. ¿A qué notas subiría cuando, terminada la parte expositiva para la cual aquel tono de voz no era adecuado, se lanzara a la polémica? Pero en aquel momento el profesor Lamis ya no era dueño de sí mismo. Casi mordido por la víboras de su estilo, sentía de vez en cuando los riñones cortados por largos escalofríos y levantaba la voz y gesticulaba. ¡El profesor Bernardino Lamis, siempre tan rígido, tan mesurado, aquel día gesticulaba! En seis meses había acumulado demasiada bilis; el servilismo, el silencio de la crítica italiana le habían provocado demasiada indignación, ¡y este, ahora, era el momento de su desquite! Todos aquellos buenos jóvenes, que lo escuchaban religiosamente, hablarían de esta clase suya, dirían que aquel día había subido a la cátedra para que su desdeñosa respuesta, no solamente a von Grobler sino a toda Alemania, saliera con más solemnidad del Ateneo de Roma.

Leía así desde hacía casi tres cuartos de hora, cada vez más encendido y vibrante, cuando el estudiante Ciotta, que al llegar a la universidad había sido sorprendido por una fuerte lluvia y se había refugiado en un portón, se asomó casi asustado a la puerta del aula. Como llegaba tarde, había esperado que el profesor Lamis, con aquel tiempo de locos, no viniera a dar la clase. Luego, abajo, donde el ujier, había encontrado un mensaje de Vannìcoli que le pedía que lo disculpara con el amado profesor porque «la noche anterior, se había resbalado al salir de casa y se había caído por la escalera, dislocándose un brazo y por eso no podía, con sumo dolor, asistir a la clase».

¿A quién hablaba, entonces, con tanto fervor, el profesor Bernardino Lamis?

Silencioso, de puntillas, Ciotta atravesó la puerta del aula y miró alrededor. Con los ojos un poco deslumbrados por la luz del exterior, escasa, él también divisó en el aula numerosos estudiantes, y se quedó sorprendido. ¿Era posible? Se esforzó en mirar mejor.

Unos veinte gabanes impermeables, tendidos para secarse en la oscura aula desierta, formaban aquel día el público del profesor Bernardino Lamis.

Ciotta los miró, pasmado, sintió la sangre que se le helaba, viendo al profesor que tan fervoroso leía su lección a aquellos gabanes, y se encogió casi con miedo.

Mientras tanto, terminada la hora, del aula vecina salía ruidosamente un grupo de estudiantes de leyes, que tal vez eran los propietarios de aquellos gabanes.

Enseguida Ciotta, que aún no podía retomar aliento por la emoción, extendió los brazos y se plantó ante la puerta para impedir el paso.

—¡Por caridad, que nadie entre! Dentro está el profesor Lamis.

—¿Y qué hace? —preguntaron aquellos, maravillados por el aire trastornado de Ciotta.

Este se puso un dedo sobre la boca, luego dijo despacio, con los ojos completamente abiertos:

—¡Habla solo!

Estalló una clamorosa e irrefrenable carcajada.

Ciotta cerró, rápido, la puerta del aula, suplicando de nuevo:

—¡Callaos, por caridad, callaos! ¡No mortifiquemos a ese pobre viejo! ¡Está hablando de la herejía cátara!

Pero los estudiantes, prometiendo permanecer en silencio, quisieron que la puerta fuera abierta de nuevo, muy lentamente, para disfrutar desde el umbral del espectáculo de sus pobres gabanes que escuchaban inmóviles, goteantes, negros en la sombra, la formidable clase del profesor Bernardino Lamis.

—… pero el maniqueísmo, señores, el maniqueísmo, en el fondo, ¿qué es? ¡Díganlo ustedes! Ahora, si los primeros albigeses, según nuestro ilustre historiador alemán, el señor Hans von Grobler…

1 Halle an der Saale, ciudad sajona donde se imprimió la tesis de licenciatura de Pirandello.