«SUPERIOR STABAT LUPUS»26
Corrado Tranzi, que había despreciado a todas las mujeres hasta los veinticuatro años, irónicamente implacable con todos los hombres que se enamoraban de ellas, apenas licenciado en Medicina, llamado por un caso urgente mientras, muy temprano por la mañana, estaba organizando una partida de caza en la farmacia de un amigo (¿El precioso cielo? ¿El calor de la primavera inminente? ¿Algún sueño de la noche anterior?), de pronto, se enamoró él también, precisamente en su primera visita como médico.
Qué cualidades extraordinarias y qué dotes descubrió en aquella joven que fue a abrirle la puerta, despeinada, en ropa de cama, jadeante entre las lágrimas, las sabrá él, que las descubrió. Cierto es que, desde la primera vez que la vio, se quedó deslumbrado mirándola a la boca, mientras ella desordenadamente le hablaba de su tía a quien, un cuarto de hora antes, había encontrado agonizante en la cama y sin sentido.
Una vez fue introducido en la habitación de la enferma, vio al lado de la cama a un joven que tal vez —más bien, claramente— era el hijo de ella, y a un hombre y a una mujer que quizás fueran los padres de la joven. Tranzi notó enseguida que esta, mientras él diagnosticaba la enfermedad (caso indudable e irremediable de embolia cerebral), se había puesto a acariciar el pelo del joven, del primo que lloraba con el rostro hundido en la almohada, justo al lado de la madre agonizante, y le molestó tanto que de pronto se interrumpió a sí mismo para ordenar que, por Dios, aquel joven se fuera con el llanto a otra parte. ¡Aire! ¡Aire! ¡Un poco de aire alrededor de la cama!
La enferma murió tres días después. En aquellos tres días Corrado Tranzi consiguió saber muchas cosas: que la joven se llamaba Ebe; que era hija de un tal De Vitti, profesor de Física en el colegio náutico; que la difunta era cuñada del profesor, viuda desde hacía muchos años y vivía en casa con su hijo, que se llamaba Marco Perla; que este, ya empleado modestamente en la aduana, había pedido, con el consentimiento de los parientes, la mano de su prima, la cual había rechazado la propuesta con mucho dolor, confesando cándidamente que le sería imposible casarse con él, porque, como había crecido con él desde niña, lo amaba como a un hermano y solo como tal y no de otra manera podría amarlo.
Sabidas estas cosas, Corrado Tranzi le propuso, sin perder tiempo, matrimonio. En pocos meses se resolvería el concurso para tres plazas de asistente en el mayor hospital de la ciudad, en el cual él había participado: estaba seguro de ganar; segurísimo. También tenía ahorros y la profesión de médico. Podría casarse.
El profesor De Vitti se quedó al principio consternado por tanta prisa y por la extrañeza de los modos y de la forma de hablar del joven médico, de pelo rizado y barbudo, rápido y expeditivo y desdeñoso. Dudó. Intentó ganar tiempo con la excusa del muy reciente luto. Pero Corrado Tranzi, que justo por este muy reciente luto temía que el amor fraternal de la joven por su primo pudiera, de un momento a otro, cambiar su naturaleza con la levadura de la piedad, ahora que lo sabía también huérfano de madre y necesitado de consuelo, resistió: ¡o sí o no, de inmediato! Ebe aceptó y la boda se celebró en poquísimo tiempo.
Fue una furia, un frenesí de amor, que duró apenas un año. Ebe murió en el parto. La noche misma de la desgracia, Corrado Tranzi, sin querer siquiera ver a la niña que, al nacer, había matado a su madre, se escapó de casa como un loco: desapareció. Luego se supo que, tras encontrarse por casualidad a un joven colega, que aquella misma noche tenía que embarcarse como médico de bordo en un barco transatlántico, había ocupado su lugar, para satisfacción de su compañero, y se había quedado en América, sin dejar rastro alguno tras de sí.
La niña, huérfana de madre y abandonada así por el padre, creció en casa de los abuelos, que la llamaron Ebe, como a su hija. Y les pareció que realmente su Ebe volvía a vivir en aquella niña, primero entre sus brazos, custodiada con el alma y con el aliento, luego entre sus cuidados llenos de preocupaciones y consternaciones.
Poco a poco, al crecer, Bebè se fue asemejando cada vez más a su madre: repetía todas las gracias infantiles de ella, los movimientos, las sonrisas, los primeros juegos, entre el estupor triste de los dos viejos que creían asistir a una prodigiosa resurrección.
También el sobrino, Marco Perla, al ver que la niña crecía tan parecida en todo a la primita que hubiera querido hacer suya, empezó a sentir, de vez en cuando, o por la intensidad de una mirada, o por el sonido de una risita o de una palabra, o por un capricho o un berrinche de la niña, la curiosa impresión de una súbita quietud, del retorno misterioso de tantas cosas, que no revivían, sino que aún permanecían vivas en su interior; un retorno no a los recuerdos de su infancia vivida con otra niña, de la cual esta era el vivo retrato, sino de los mismos sentimientos que animaban aquellos recuerdos y que se volvían vivos, gracias a la vida misma de la pequeñita.
Quien, como aquella otra, quería jugar con él; quería —sin saberlo— hacerle repetir los mismos juegos ya practicados con la niña, que había sido su mamá de pequeñita.
Y él repetía aquellos juegos.
Cuando volvía de la oficina, se escondía detrás de la puerta de la habitación oscura junto a dos viejos armarios. El olor que anidaba en aquel lugar desordenado, sin aire, sin luz, era como el aliento mismo de la infancia lejana. Gritaba, con la voz de entonces, cu-cú, y esperaba que aquella —la otra pero viva, aún viva en esta niña— viniera a descubrirlo, a desencovarlo a él, también pequeño detrás de aquella puerta, y, apenas desde la hendidura la entreveía ansiosa y vibrante y perpleja como entonces, aguantaba la respiración y se ponía nervioso y, si podía, se escapaba de aquel escondite y empezaba a correr, a dar vueltas alrededor de la mesa para no dejarse atrapar, y gateaba entre las sillas por debajo de la mesa para salir del otro lado, hasta que, caído al suelo, se dejaba atrapar por la niña, encendida y enfurecida.
¿Por dónde lo agarraba? ¡Oh! Por los bigotes que él entonces no tenía, o le cogía las gafas, que él entonces no llevaba. Y por este súbito sumirse en sí mismo se quedaba al principio aturdido, alisándose sobre los labios los bigotes descompuestos, frotándose los ojos miopes y perdidos. A veces la tía lo sorprendía sentado en el suelo y le preguntaba qué hacía.
—Nada —le contestaba con una sonrisa vana—. Juego con Bebè.
Entre todos los recuerdos, el que más vivo y más preciso conservaba era el del día y la hora en que, por primera vez, en un beso de la primita había sentido de pronto, él solo, el sabor y el calor de un amor nuevo, diferente del acostumbrado, por lo cual se había turbado y encendido, como si aquellos labios rosados y frescos e inconscientes le hubieran encendido un fuego delicioso en todas las venas. Ebe tenía doce años; él quince; y había ocurrido un día de abril, en las primeras horas de la mañana. Ella se había dado cuenta enseguida de que en aquel beso él había sentido por primera vez un sabor nuevo y no le había gustado y había querido que él no volviera a besarla de aquella manera.
Pero no se daba cuenta, no podía darse cuenta de nada, ahora, esta pequeña Bebè que ya había llegado a aquella edad de la madre y cada día, al verlo volver de la oficina, le lanzaba los brazos al cuello y lo besaba con ardiente frenesí infantil.
Él se encogía y apretaba los ojos y los dientes bajo aquel frenesí, para impedir con todas sus fuerzas que también estos rosados y frescos e inconscientes labios, que para él aún más que para los viejos abuelos eran los mismos de la primera Ebe, le encendieran el mismo fuego en todas las venas.
—¿No me besas? ¡Oh, qué tonto eres! ¿Qué te pasa? —le preguntó una vez Bebè, después de haberlo besado, mirándolo al rostro y estallando en una carcajada—. ¿Por qué te pones tan feo? ¿Por qué no me besas?
Él se escapó y, ante el espejo, se puso a llorar.
La muerte casi imprevista del profesor De Vitti vino a arrancar violentamente a Marco Perla de aquel híbrido y aterrado estado de ánimo.
El profesor, que había entrado tarde en la enseñanza, no había cumplido aún los años de servicio para la pensión, así que a la viuda le correspondían unos pocos millares de liras: casi ocho, que fueron guardados para la nieta.
Se quedó él, ahora, Marco Perla, como único sustento de la familia.
Por un lado se alegró; pero por el otro la idea de que Bebè empezara a ver en él a otro, al jefe de la casa, casi al padre, y a considerarlo como tal, lo desconcertó profundamente.
Hacía bastante que la tía notaba en él curiosas ausencias de memoria, extrañas manías, tristezas repentinas, y lo veía adelgazar y fijarse cada vez más en una fealdad híspida y escuálida. Sospechaba que estuviera enamorado, que la muerte del tío le hubiera truncado la esperanza de formar un hogar, que le pesaba la deuda de gratitud por los beneficios recibidos de niño.
En cambio Marco Perla, al ver que Bebè, días tras día, se abría como una flor, estaba poseído por el miedo de que otro, de pronto, viniera a arrancársela, como ya la madre de ella le había sido arrancada sin que pudiera oponerse de manera alguna, pese a sentirse amado. ¡Sí! Una vez como hermano, ahora tal vez como padre.
Y de hecho pronto llegó el día en que la tía, exultante, creyendo que iba a darle una gran alegría, le confió que aquella misma mañana había recibido una carta de parte de un joven, que a menudo pasaba por la calle, hermoso como un ángel, decía, rubio, de pelo largo, un joven pintor que pronto partiría para el internado artístico en Roma y que… La tía no pudo continuar, tanto se había alterado el rostro del sobrino.
—Ah, ¿este se va a Roma, como el otro a América? —rio horriblemente—. ¿No es suficiente con una? ¿Dos, eh? ¿Queréis arrojar así a dos, a los brazos del primero que pasa?
Decía: queréis, como si el tío aún estuviera vivo y él también quisiera infligirle el suplicio de la vez anterior. Delirando, confundiendo el primer dolor con el presente, el primer amor por su prima con este por la hija de ella —que para él era el mismo amor superviviente, el mismo amor dos veces vivo—, lanzó a la cara de la tía toda su pasión.
Su tía, al principio pasmada, luego casi aterrada, intentó calmarlo. Le dijo que jamás hubiera sospechado que él pudiera atesorar tanto amor hacia aquella pequeñita. Sí, había una razón; pero era difícil hacer que Bebè, que no sabía nada, la entendiera. Como decirle: «Tú, querida, has creído que vivías por ti misma, todos estos años, y en cambio no: ¡has vivido para renovarme a mí, en mi corazón, la pasión que sentí por tu madre!».
Oh, ella, la tía, sería feliz confiándole a él su pequeñita, realmente feliz. ¿Pero Bebè? Prometió ayudarlo: pero sin prisa. Antes había que eliminar del corazón de Bebè aquel amor fatuo por el joven pintor, demostrándole que este, por la edad, por la profesión, por muchas otras cosas, no era de fiar; luego, poco a poco… ¿Quién sabe?
Para Marco Perla fueron meses de angustia y desesperación.
Tal vez su tía no había sabido expresarse. Lo pensaba por la actitud de Bebè hacia él. Pero la tía le aseguraba que todavía no había iniciado ninguna conversación, ni siquiera una señal, y que Bebè actuaba así porque, inducida por ella, había interrumpido cualquier correspondencia con aquel joven, que ya se había ido a Roma. Había que esperar todavía, dejar que se calmara.
¿Esperar? ¿Hasta cuándo? Cuanto más tiempo pasaba, más profundamente veía arraigados en el corazón de ella el recuerdo y la añoranza por aquel joven que se había ido a Roma. ¿O tal vez la tía no encontraba el coraje para hablarle? Se consumía día tras día, pobre vieja, casi roída por aquel secreto que él le había confiado.
Poco antes de morir, la pobre tía reunió el coraje para hablar con Bebè. La llamó a su cama, y empezó a preguntarle si se daba cuenta de la condición en la que se encontraría en breve: sola en casa, joven, con un hombre que no era su padre ni su hermano, él también joven todavía, sin ninguna obligación hacia ella. ¿Qué era él para ella? Hijo de una hermana de la abuela. ¿Y ella para él? Hija de un hombre que un día había entrado en casa como una tormenta y la había destrozado. Era una plantita casi sin raíces: su madre había muerto, su padre había desaparecido. No le quedaba otro sustento que él, Marco, que se había sacrificado por ellas. Había que darle una compensación, un premio por los numerosos sacrificios. Él era bueno y la amaba: sería a la vez su padre y su marido. Si Bebè quería que ella muriera tranquila, tenía que decir que sí.
Estupor, dolor, horror y vergüenza asaltaron y trastornaron a Bebè ante esta revelación inesperada. Se agarró al cuello de la abuela y, estallando en sollozos, le suplicó que no muriera, por lo que más quisiera. No, no: la abrazaría así, para siempre, y no le permitiría morir, ¡no se lo permitiría! Ahora que le habían revelado este horrible asunto, a solas con el tío Marco no quería, no podía quedarse. ¡Por caridad! ¡Por caridad! Se moriría ella también.
Bebè nunca había pensando en su desaparecido padre: nunca había experimentado ningún sentimiento hacia él, ni rencor ni curiosidad; para ella no existía, nunca había existido. Empezó a existir el día de la muerte de la abuela, cuando, volviendo a casa desde el cementerio, se vio con Marco Perla: con él y separada de él, a su lado y convertida en su enemiga, conociendo en él un sentimiento al cual no sabía y no quería corresponder.
La invadió un odio profundo y feroz hacia su desconocido padre que la había puesto en este mundo y luego la había abandonado sin ni siquiera verla; que después de haberle dado la vida, le había negado cualquier derecho a existir para él, solo porque ella, sin que fuera culpa suya, en su alumbramiento, había matado a su madre. ¡Como si no hubiera sido una desgracia también para ella, y en lugar de odio y horror, su vista, la vista de la hija huérfana recién nacida, no tendría que haber despertado en él una piedad mayor, el sentimiento de un doble deber! Había huido, desaparecido, por horror hacia ella, sustrayéndose a cualquier responsabilidad por la vida que le había dado, y volcando esta responsabilidad en los dos pobres viejos, a quienes les había quitado la hija, y ahora en uno que no tenía ningún deber de asumirla.
Bebè no sabía que su padre le había quitado algo también a Marco Perla; no sabía que le había dejado el peso de la hija después de haberle quitado el amor de la madre.
¿Dónde estaba su padre ahora? ¿Aún vivía? ¿Y cómo no pensaba en que, después de tantos años, podían haber muerto, como de hecho había ocurrido, los dos viejos en cuyas manos había abandonado a la hija? ¿Cómo no pensaba en todo lo que hubiera podido pasar y que ya le pasaba a ella, tan sola y sin ayuda? Tal vez ahora tenía otra familia, otros hijos, y pensando en estos que recibían su amor cercano y sus cuidados, neutralizaba el remordimiento por no haber pensado nunca en ella, lejana.
Y ahora uno la recogía, y quería ser pagado por todo lo que había hecho por ella y la exigía por completo a cambio de esa deuda, toda su vida que le pertenecía porque aquel, el otro, le había dejado esta carga.
Por la violencia de estos pensamientos y de estos sentimientos, Bebè, ahogada de tristeza, con el espíritu trastornado por la injusticia de su suerte, enfermó enseguida, y tan gravemente que durante varios días estuvo en peligro de muerte.
Lucharon largamente y sin tregua su voluntad de morir y el amor de Marco Perla que se expandía a su alrededor, vigilante, ferviente, para retenerla, sustentarla, con atenciones insistentes e incesantes, siempre dispuesto a darle su propio aliento por cada respiración que ella no quería llevar a cabo, y su propia vida para nutrir aquella atroz voluntad de muerte.
Y finalmente venció el amor de él y ella, en el enternecimiento lánguido y en el abandono de la convalecencia, por gratitud y por piedad, cedió y se convenció de que debía casarse con él.
Curada, ya mujer, mirándose el cuerpo florecido, las carnes todavía inmaduras y ya ofendidas y condenadas a permanecer para siempre ajenas a cualquier alegría de amor, no pudo evitar la reflexión de que la mísera y delgada fealdad de él, ya casi viejo, le daba un valor inestimable a su cuerpo y que por eso el pago que de ello había querido obtener representaba casi un pacto de usura, solo en parte mitigado por la adoración que le prodigaba.
Esta adoración sería en todo parecida a la del avaro por su tesoro, si él no se hubiera luego mostrado tan ávido de ella, oh, sí, como si con ella quisiera saciar un hambre de años, por la cual ella sentía horror, pensando en los besos que le había dado de niña. Y en aquella avidez se afeaba cada día más, se volvía más amarillo, más híspido, más delgado. Y también se esforzaba para mejorar las no demasiado opulentas condiciones financieras. Pocos meses después de la boda, quiso participar en un concurso interno entre los oficiales de aduana, y resultó entre los ganadores. Ahora tenía que ir al instituto superior de mercancía de Roma para un curso bienal de perfeccionamiento. Esperaba, después de los dos años, poderse quedar en Roma, en el ministerio de Finanzas.
Pero, durante la desocupación de la casa para la partida, Bebè descubrió en un viejo bargueño de la abuela, guardado en el desván, una serie de cartas de aquel joven pintor que se había ido a Roma dos años atrás para ingresar en el internado artístico, cartas que la abuela había interceptado y escondido intactas, tal vez porque no había osado destruirlas o quizás porque hasta el último momento se había prometido entregárselas a la nieta, si Marco se hubiera convencido de que era inútil esperar que cediera.
Ante este descubrimiento, Bebè sintió que le eran arrancadas las vísceras y el corazón. Al principio se quedó pasmada; luego la ira y el desdén le provocaron tal violencia en el espíritu que ella, con las manos en la cabeza y los ojos desorbitados y feroces, se vio casi enloquecida en el espejo de aquel bargueño.
¿Cómo, con aquellas cartas escondidas, la abuela había podido asegurarle que aquel joven, apenas llegado a Roma, se había olvidado de ella? Aquellas cartas emanaban pasión, gritaban y lloraban y suplicaban. ¡Y ella había creído a su abuela! ¡Y aquel joven había podido pensar de ella todo lo malo que ella había pensado de él! Sí, ahí estaba, en la última carta desesperada, la declaración indigna de su amor, y la acusación de ser frívola y perjura y una pájara y sin corazón.
¡Ah, qué infamia! ¡Qué infamia! ¿De modo que la abuela y Marco se habían puesto de acuerdo, y de acuerdo habían cometido una traición tan vil? ¡Ya! ¿No tenía que pagar por ello? Con el sacrificio de su persona no bastaba; tenía que pagar también con el sacrificio de aquel amor los cuidados y la manutención que le habían dado. Oh, Dios, Dios, qué horror… Oh, Dios, qué horror…
Pero en Roma, ah, ahora en Roma se vengaría. Encontraría a aquel otro, a toda costa. Incluso a costa de perderse. Se vengaría.
En Roma, tres meses después, una noche de invierno, llamaba a la puerta del viejo apartamento que Marco Perla había alquilado en un lúgubre caserío de la calle solitaria de Castro Pretorio, en Macao, un viejo de aspecto metálico con la barba encrespada, ya entrecana, que se confundía con el cuello gris del abrigo de piel. Corrado Tranzi.
Esperando que fueran a abrirle, con la cabeza gacha, el ceño fruncido y los ojos torvos que mostraban un ansia agitada, se hundía las uñas en las palmas de las manos y frotaba convulsamente los pulgares sobre el dorso de los otros dedos cerrados.
Cuando finalmente la sirvienta fue a abrirle, ante la visión de la casa donde estaba a punto de entrar, sintió que le faltaba el aliento:
—¿El señor Perla?
La sirvienta lo miró consternada y dijo, vacilante:
—No sé si el señor, en este momento, puede recibirle. No se encuentra bien y…
—¿La señora?
—Ella también.
—¿Enferma?
—Ha tenido… no sé… espere: voy a hablar con el amo.
Y la sirvienta se fue, dejándolo allí, ante la entrada, sin ni siquiera invitarlo a superar el umbral. Volvió poco después para contestar que el señor Perla se disculpaba, pero no podía recibirlo, porque estaba enfermo, y que también su señora estaba indispuesta.
—Yo soy médico —dijo entonces el visitante—. Los visitaré a ambos.
Y entró.
—Pero, señor…
—Dígale al señor Perla que está aquí el doctor Corrado Tranzi. Vaya.
Marco Perla estaba, desde la noche anterior, en un sillón, al fondo de una habitación que quería ser sala y estudio; había pasado la noche allí; no se había levantado ni siquiera para comer algo a mediodía. Solo de la sirvienta, más tarde, había aceptado una taza de café con una cáscara de limón. Al escuchar el nombre de Tranzi se quedó estupefacto. Y dos veces intentó levantarse, volviendo cada vez a caer en el sillón. Ayudado por la sirvienta, pudo finalmente ponerse de pie e ir a la salita.
—¿Corrado?
Por un momento se quedaron ambos, uno frente al otro, como inmersos en las pupilas del otro, mirándose desde el tiempo remoto donde por última vez se habían visto. En un instante, con todos los recuerdos relampagueantes de lo que les había ocurrido, tenían que llenar el vacío de todo aquel tiempo para reconocerse tan cambiados.
Oprimido por el estupor, jadeante, Marco Perla creyó divisar en los ojos de Tranzi el ánimo con que se le acercaba. ¿No tenía que pensar Tranzi que él había querido desquitarse casándose con su hija, porque él le había quitado a la madre? ¿Y tal pensamiento no tenía que estar lleno de odio y de horror?
Se sintió desfallecer, hundir.
Pero se encontró en cambio entre los brazos de él, sostenido cuidadosamente; oyó la voz de él que le decía:
—Tú… así… ¡Estás enfermo de verdad! Aquí… ¿Qué te pasa?… ¡Estás ardiendo! ¡No te aguantas de pie! Tienes fiebre…
Y sintió un alivio, un consuelo, un refrigerio más vivo y dulce cuanto más inesperado. Empezó a sollozar, a gemir entre los sollozos mientras aquel, junto con la sirvienta, lo llevaba de nuevo al sillón de la sala:
—¡Te manda Dios! ¡Dios te manda!
—Aquí… aquí… —continuó Tranzi, acomodándolo en el sillón—. ¿Qué pasa? Mírame… mírame bien a la cara…Vengo de Palermo… He desembarcado en Génova. Corro a Palermo, pregunto, me informan de todo… ¿Tú… tú te has casado con mi hija? ¿Dónde está? ¿Dónde está?
Perla, desanimado, agachado, con las manos en el rostro, gritó rabiosamente:
—¡Desearía no haberlo hecho nunca!
—¡No tenías que haberlo hecho, Marco! —contestó rápido Tranzi, con una voz extraña, que quería parecer de reproche y pena solamente, pero en la cual vibraba un furor retenido con dificultad—. ¿Cómo, cómo has podido hacerlo?
—¡Puedes recuperarla, ahora! Puedes recuperarla… —dijo entonces apresuradamente Perla sin quitarse las manos del rostro—. Te la puedes llevar, lejos… lejos… lejos…
—¿Por qué? ¿Dónde está, en fin? —preguntó Tranzi, mirando a su alrededor.
—Allí… se ha encerrado en la habitación… —contestó Perla—. Espera… Espera…
Se giró hacia la sirvienta:
—Usted, vaya a advertir a la señora…
Luego, manoseando, se llevó una mano al bolsillo interno de la chaqueta, sacó una billetera consumida, extrajo una carta y se la dio a Tranzi:
—Lee antes… Lee…
—¿Qué es?
—Lee… Es de su amante.
Corrado Tranzi cerró los puños con la carta en ellos, y como un animal herido, se arrojó contra el sillón, contra Perla, rugiendo:
—Tú…
—¿Yo? —gritó entonces aquel, helado, y en un furibundo arranque de rebelión, arrojó a la cara del antiguo rival todo el mal que había sufrido por él, todo el bien que en cambio había hecho, para recibir luego en premio esta traición.
Ante los gritos, la sirvienta, consternada, se presentó en la puerta. Apenas Tranzi la vio, le gritó:
—¿Y mi hija?
Y se movió a una señal.
Ebe, en el umbral de la habitación donde estaba encerrada, lo recibió despeinada, en camisón, jadeante entre las lágrimas, como ya su madre la primera vez lo había recibido en aquella lejana mañana de primavera, cuando él, joven médico, había sido llamado por casualidad en una farmacia.
¡Era ella! ¡Era ella! ¡Era su Ebe que lo recibía de nuevo así, como se puede recibir a un extraño en un momento de imprevista y suprema necesidad! Y se leía muy claramente en su mirada hostil que si ella no se encontrara en aquella tremenda situación, no lo hubiera recibido, no hubiera querido verlo.
—¡Mi Ebe! ¡Mi Ebe!
Reconociéndola en su madre, él no podía comprender que ella, con los mismos ojos que su madre, no pudiera reconocerlo. Se sintió rechazado del abrazo con una mano en el pecho.
—¿No me abrazas?… ¡Oh, hija mía! Deja al menos que te bese el pelo… Tienes razón. ¡Pero todo el mal, todo el mal lo hizo tu mamá con su muerte!
—¿Y quién lo ha pagado? —preguntó Ebe, mirándolo con dura frialdad a los ojos.
—¡No solo tú! ¡No solo tú! —replicó enseguida él—. ¿Qué sabes tú? Sí, he sido culpable contigo… Pero no creía… no creía… ¡Ahora que te veo, lo entiendo todo!
Ebe vio el rostro de su padre, al proferir estas últimas palabras, desencajarse de pronto en una expresión entre el estupor y el horror; oyó que añadía en voz baja:
—Entiendo… entiendo por qué él se ha casado contigo… Tú no sabes, no puedes saber…
Se estremeció, comprendió, preguntó ella también en voz baja, horrorizada:
—Mamá… ¿él?
—Sí, sí…
Y en este reconocimiento sintieron uno una rabia feroz, como por una traición infame que Marco, aprovechándose vilmente de su ausencia, había cometido con la madre; la otra la repugnancia y la abominación como por un incesto perpetrado sobre ella.
Entraron ambos en la habitación, cerraron la puerta y hablaron largamente entre ellos. Él le contó también todas las dificultades, todas las luchas que había tenido que superar allí, sin embargo, desesperado y devorado por el duelo. El pensamiento de ella, sí, al principio le había sido odioso, porque no conseguía alejarlo del de la muerte de la madre; le agudizaba la llaga y la volvía inconsolable. Luego, cuando pudo empezar a sentir piedad por ella, abandonada (no remordimiento, realmente, nunca, porque jamás imaginó que pudieran faltarle cuidados y cariño de parte de los abuelos que suponía todavía con vida), pensó que, tras abandonarla así, sin comunicarse nunca con ella, al menos tendría que hacerla rica, para compensarla del largo abandono. Y de hecho volvía rico.
¿Demasiado tarde?
Demasiado tarde, sí. La traición, le explicó Ebe, no la había cometido ella, la habían cometido la abuela y Marco, antes.
Él tenía aún en la mano, hecha una bola de papel, la carta que Perla le había dado para que la leyera.
—¿La has leído? —preguntó Ebe.
—No, aún no…
—Yo tampoco; ¡pero tiene que existir seguramente la prueba de que él todavía no tiene nada que reprocharme! No he engañado ni traicionado a nadie. No he hecho otra cosa que justificarme con este… con el joven que me ha escrito esta carta… Léela… léela…
Y empezó a hablar de aquel amor ingenuo, cuando se creía libre de disponer de sí misma, de su corazón, de las cartas escondidas por la abuela y descubiertas por casualidad la víspera de la partida hacia Roma.
Pero en el medio del relato, la sirvienta vino a llamar a la puerta para avisar que el amo parecía estar muy mal, parecía ahogarse.
Corrado Tranzi corrió. ¿Por qué preguntó, al principio, si ya habían llamado a un médico?
—No, ningún médico todavía —contestó la sirvienta.
Con la ayuda de esta, trasladó a Marco Perla que, entre los calores de la fiebre, deliraba en la cama. Lo desvistió; empezó a examinarlo; le auscultó el corazón, largamente, luego los pulmones, golpeando sobre el pecho, sobre la espalda. Marco Perla, auxiliado por la sirvienta para sentarse en la cama, con la cabeza colgando, gemía, gruñía, murmuraba palabras inconexas. Terminado el examen, Tranzi le hizo una señal a la sirvienta para que lo ayudara a acomodar de nuevo al enfermo bajo las mantas, y empezó a pasear por la habitación, absorto.
¿No era providencial que él, desde aquella primera noche, recién llegado, pudiera valerse de su cualidad de médico?
Un escalofrío le recorrió la espalda. Se irguió dolorosamente, se pasó las manos temblorosas por el pelo; luego se llevó un dedo a los dientes y se quedó un rato mirando fijamente ante sí. Moviendo los ojos, divisó a la sirvienta, se giró para mirar al enfermo; fue a sentarse a una mesa, sobre la cual apoyó los codos, apretándose la cabeza entre las manos.
—¿Es grave? —preguntó entonces la sirvienta.
Él se sacudió y la miró, como si no hubiera entendido.
—Grave, sí —dijo después—. Pero, por el momento, no hay ningún remedio que se le pueda dar. Si es necesario, la llamaré.
Una vez solo, se levantó, se puso a pasear por la habitación, evitando mirar al enfermo.
Hacía años que estaba acostumbrado a ciertos diálogos terribles consigo mismo, que no podían llevar a otra conclusión que a un acto extremo. Conocía la repugnancia por este acto, el tumulto de todas las energías vitales que surgían para impedirlo, la voluntad que las domaba, el desahogo que aquellas se permitían, imaginando la vida que permanecería para los demás después de su muerte. Pero aquí el acto violento que había que cumplir no era contra sí mismo, y la vida que permanecería para los demás no se le representaba como en una triste e inútil sucesión de casos aproximadamente invariables. Aquí, los demás no eran extraños indiferentes. Veía a su hija; y la vida que se le presentaba, después del acto violento que él podía cumplir, era la de ella. No dudaría un momento, si tenía que actuar contra sí mismo. Pero la mera idea de actuar contra otro, y a traición, volvía invencible la repugnancia.
Toda la noche luchó en aquella vigilia espantosa en la habitación del enfermo, intentó reafirmarse en la horrenda decisión, que le parecía cada vez más necesaria y casi fatal.
Otros habían criado a su hija, otros la habían mantenido hasta ahora, por otros aún vivía. Él nunca había hecho nada por ella.
Tenía que hacer esto, ahora. No tenía otra opción.
Le había traído la riqueza, pero, ¿para qué podía servirle, atada como estaba a aquel viejo, después del sacrificio de su amor? Para que aquella riqueza tuviera verdaderamente valor para ella, para que pudiera decir que le debía verdaderamente la vida a su padre, había que cortar y aniquilar la riqueza que ella les debía a los demás, y la deuda que había pagado con su persona. Sí, sin dudar, porque así, providencialmente, el caso lo favorecía, él tenía que suprimir a quien había hecho por su hija todo lo que él hubiera tenido que hacer; suprimir a quien había querido sustituirlo en todo, obteniendo también a la madre en la hija. Solo bajo esta condición podría llamarse padre. Liberándola de todos los lazos contraídos desde el tiempo en que él para ella no había existido, le devolvería, con esta libertad y con la riqueza, la vida.
¿Se le pasó por la mente a Ebe la sospecha de la atroz decisión de su padre, al verlo a la mañana siguiente tan ocupado y atento en el cuidado del enfermo, después de lo que se habían dicho, la noche anterior? Tal vez sí, pero se impidió a sí misma tener conciencia de ello.
Sin embargo demasiado claramente, al final, habló la mirada de él, cuando, agotado, inclinado sobre la cama, espiando el último respiro del moribundo, se levantó y se dirigió hacia ella, que estaba a su lado, convulsa y aterrada.
Le decía con aquella mirada que no tuviera miedo porque él tenía que actuar así.
La apretó contra su pecho, le susurró entre el cabello:
—Eres libre. Ahora puedes vivir.
Pero ella sintió que no podía, ahora, sabiendo. Y se apoyó en aquel pecho para no ver a la víctima en la cama.
26 Referencia a la conocida fábula de Fedro.