EN LA DUDA
En la sala de la planta baja de la graciosa villa de la cima de la colina, risueña de luz y del tierno verde de los bambúes que surgían de un antiguo sarcófago, risueña por el gorgoteo de una fuente de mármol, la vieja y minúscula marquesa doña Angeletta Dinelli, sentada cerca de un pequeño y brillante escritorio de metal niquelado, tocó por tercera vez el timbre, todavía con las lentes puestas y la carta de su hija, que escribía desde Roma, en la mano.
La cabecita de la marquesa, protegida por una cofia, temblaba aquella mañana más de lo habitual, con todos los rizos plateados que colgaban alrededor de la frente, y también temblaban las pequeñas manos, míseramente deformadas por la artritis y resguardas por unos mitones de lana.
—¿Y el caballero? —le preguntó con voz agria de irritación a la camarera que se presentó en el umbral.
—Advertido, señora marquesa. Está terminando de vestirse. Ha dicho que bajará enseguida.
—¿Enseguida? Como los viejos, tenía que decir.
—Si usted considera…
—No, déjalo, ya vendrá.
Y doña Angeletta volvió a leer la carta por cuarta vez, mientras una voz sólida detrás de la cortina de la ventana repetía:
—Vendrá… Federico, Federico… Pobre Cocò… vendrá… Co-men-da-dor…
El estupidísimo animal en el trípode parecía querer burlarse de la marquesa, imitando los tres tonos de voz con que ella solía llamar al caballero Marozzi: el apresurado y confidencial (Federico, Federico), el de conmiseración un poco irónica (Pobre Cocò) y el último, grave, y por así decir, de fachada (Co-men-da-dor).
Parecía, porque el loro tenía esto de bueno: no entendía nada, y ni siquiera soñaba con burlarse de su ama. ¿Qué gusto, por otro lado, habría, incluso para un loro, en burlarse de una viejita ya cercana a los sesenta años, que si antaño había dado pretexto a chismes no del todo malignos en la sociedad, hacía años que vivía retirada y tranquila como una tortuguita en su amena y solitaria villa de Umbria?
En verdad, doña Angeletta Dinelli, viuda desde hacía mucho, hubiera podido casarse con el caballero Federico Morozzi. No lo había hecho porque en verdad vivía con él, sin demasiado escándalo y casi de manera conyugal, también cuando todavía estaba vivo el marqués, que, después del nacimiento de la única hija, se había escapado a París a recuperar el aliento: tanto aliento que había explotado cuatro años después, y no habría nada, absolutamente nada malo en ello, si no fuera por que en esos cuatro años había desperdiciado sus rentas y buena parte de las de la marquesa.
Doña Angeletta era como una muñeca, en aquel entonces: sin Marozzi a su lado, sin duda se hubiera reducido a pedir limosna, con su hija. El afecto, el celo, la protección del caballero por la minúscula marquesa habían sido muy apreciados en Roma, y casi había parecido no solamente excusable sino lógico e inevitable que alguien allí, en aquella casa, empezara a actuar como un hombre de verdad, porque tanto ella, la marquesa, como él, el marquesito, al presentarse por primera vez en sociedad habían dado la impresión de dos jóvenes emparejados en broma como novios, por una graciosa mascarada carnavalesca.
Sin la intervención del caballero, hombre serio, ¡quién sabe cómo acabarían aquellos dos fantoches! Ya se había visto: el marquesito, cuando quiso hacerse el hombre, fue a desnucarse a París.
Admirable era ahora, para todos, el ejemplo que aquellos dos viejos, el caballero y la marquesa, ofrecían de una tan larga y perfecta fidelidad amorosa, de una compañía llena de exquisitas atenciones que ambos en aquella edad aún se prodigaban, en su dulce retiro.
Él todavía cuidaba muchísimo su persona y quería que también ella lo hiciera, en defensa, es más, a despecho del tiempo. Quería que este no le arruinara demasiado a su pobre y viejita muñeca, que no se aprovechara demasiado de la extrema gracilidad de ella. ¡Aquellas pobres manitas! ¡Si hubiera podido renovárselas, como ya había hecho con el pelo! Porque no eran verdaderos aquellos rizos bajo la cofia… Pero el corazón, el corazón sobre todo, hubiera querido renovarle, el corazón que se marchitaba demasiado. El caballero Morozzi se ofendía tanto si doña Angeletta se encogía de hombros y, entornando los ojos, suspiraba:
—Ya, querido, ahora…
¿Cómo que ahora? Como un joven enamorado, en las tibias noches de primavera, quería pasear del brazo con ella, bajo la luna, por los caminos cubiertos de grava del jardín, delante de la villa. Alto y robusto, tenía que inclinarse hacia un lado para ofrecerle el brazo a ella, tan pequeña. Parecía que en verdad creyera que todavía la luna desde el cielo iluminaba por ellos y que para ellos olían las rosas del jardín y chirriaban los grillos lejanos.
La vejez, poco a poco, deja todo lo que la juventud ha cogido del mundo. Jóvenes, creemos que cada cosa nos pertenece, que todo el mundo es nuestro o ha sido hecho para nosotros. Viejos, dejamos que los demás cojan el mundo o crean cogerlo, y reímos ante este engaño, con una risa que no puede no ser amarga, si tenemos en consideración que también fue nuestro y fuimos felices por ello.
Así pensaba doña Angeletta que, si no esta, muchas cosas había aprendido de su viejo amigo, además de las otras que los años y las enfermedades habían hecho entrar en su cabecita con cofia, mientras en los ocios invernales se acariciaba los guantes de lana, protectores de las pobres manos. Y por eso a menudo suspiraba:
—¡Pobre Cocò!
Tan a menudo, que el loro ya había aprendido a repetirlo por su cuenta.
Al fin Morozzi entró en la sala, frotándose las gruesas manos peludas:
—Aquí estoy, aquí estoy…
Después del baño, un paseíto rápido por el jardín… ¿No? ¿Por qué no, aquella mañana?
Y el caballero Morozzi extendió los dedos índices y, con un gesto que no era habitual en él, los acercó lentamente hasta tocarse las puntas engominadas de los bigotes grises, como para cerciorarse de que estaban en su lugar.
No podía estar quieto ni un minuto; al obligarlo a detenerse, levantaba una pierna o empinaba un codo o encogía un hombro o retorcía la boca o contraía una mejilla y luego venga a tocarse con los índices las puntas de los bigotes, haciendo con la boca una mueca graciosa.
—¡Desnudo, desnudo, desnudo, querida mía, queridísima mía, desnudo! ¿Podía bajar así? —contestó rápidamente al reproche de doña Angeletta.
Se le acercó, se inclinó hacia ella, le quitó las lentes de la nariz, como si quisiera besarla y:
—¿Qué tenemos? ¿Qué ha ocurrido?
—Nelda —dijo doña Angeletta, poniéndole una mano sobre el pecho para mantenerlo apartado—. Mira qué carta tan larga…
—¿A mí? ¿A ti?
—A mí, confidencial. Las lentes… ¿Dónde las has puesto?
Morozzi se las dio, doña Angeletta volvió a ponérselas, y…
—Mamita mía bella —empezó a leer—, prométeme antes que nada que no le harás leer esta carta al caballero…
—¡Bravo! —exclamó este, frunciendo el ceño.
—Te escribo solamente a ti —continuó ella— y quiero que tú rompas la carta apenas hayas terminado de leerla. Se trata…
Doña Angeletta se interrumpió, miró a Morozzi por encima de las lentes y:
—No te la leo, para obedecer —dijo—. Se trata de que yo tendría que fingir que no he recibido esta carta y, casualmente, hablando contigo, representara de pronto curiosidad por saber si Giulio…
—Ah —exclamó él, ceñudo, ofendido—, ¿se trata de su marido?
—Ya… pero yo no entiendo nada —dijo doña Angeletta.
—¡Bravo! Tú no entiendes nada, nada quiero saber yo —añadió Marozzi—, ¡me voy al jardín enseguida!
—¡Espera! —exclamó doña Angeletta, haciendo ademán de levantarse—. Nelda me escribe a mí no porque no quiera sincerarse contigo, sino para no darte un disgusto, me lo dice al final de la carta, expresamente. ¡Siempre furioso! ¡Siempre furioso!
—¿Qué disgusto? —preguntó Morozzi, girándose, de nuevo con los índices retorciendo las puntas de los bigotes—. ¡Las tonterías de siempre!
—¡Ya! Porque tú siempre has protegido a Giulio —contestó la marquesa.
—¡Protegido! ¿Yo? —exclamó el caballero—. Porque se lo merece, si es el caso… Quédate tranquila, querida mía, de que Giulio nunca ha hecho nada malo, porque, si hubiera hecho algo malo, Nelda, la señora baronesa, ¡me habría escrito a mí, a mí, y no a ti, para hacerme un favor!
—¿Y si no fuera algo del presente? —dijo doña Angeletta—. ¿Si se tratara de un viejo pecado, que tú conocieras?
—¿Zena? —preguntó entonces Morozzi—. ¿Se trata de aquella pobre mujer?
—¡Ahí está! —dijo Dinelli.
—¡Pero si todo se ha acabado, por completo! ¿Todavía? ¡Por Dios! ¡Si todo terminó dos años antes de que Giulio se casara con Nelda! A aquella pobre mujer yo le había dado marido…
—¿Y el hijo? —preguntó doña Angeletta, con un tono que dejaba entender que aquí quería llegar.
—¿El hijo? —dijo Morozzi, pasmado—. ¿Qué hijo? ¿El hijo que Giulio tuvo con…?
—¿Lo tuvo de verdad? —volvió a preguntar doña Angeletta—. ¡Este es el punto! Nelda quiere saber justamente eso.
—¿Si Giulio tuvo un hijo? ¿Y por qué?
—Porque… el porqué no lo dice. Pero temo que quieran jugársela. Si supieras cómo insiste Nelda para que tú recojas informaciones muy exactas, hasta adquirir la certeza absoluta de que el hijo sea precisamente de Giulio. Entenderás que teniendo que ver con una mujer como…
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —prorrumpió en este punto el caballero Morozzi—. ¿Zena? ¡Hazme el favor! ¿Aquella pobre niña? Tenía diecisiete años… ¡Hija de honestos campesinos! ¡Incapaz! Y luego, si el niño ha muerto…
—¿Muerto?
—Murió dos meses después.
—¿Y? —dijo doña Angeletta, sin saber qué más pensar.
—Dame la carta —continuó el marqués con actitud despectiva—. Vamos a andarnos sin rodeos.
Se acercó a la ventana para leer mejor. Tenía que leer a distancia, con el brazo extendido, porque, présbita, se obstinaba en creer que no necesitaba gafas. Se colocó allí en una actitud heroica; pero de pronto pegó un brinco. El loro, detrás de la cortina, para hacerle a su manera una caricia, le había picado la mano en la cual tenía la carta.
—¡Bestia fea! —gritó—. Palabra de honor, algún día le retorceré el cuello…
Ambos, doña Angeletta y el loro, le contestaron con el mismo tono:
—¡Pobre Cocò!
—¿Me permites? —dijo entonces Morozzi enfurecido—. Voy a leer en el jardín.
Salió con pasos agitados.
Todavía reía, reía fuerte, cuando, media hora después, volvió a la sala, agitando la carta.
—¡No has entendido nada! ¡Absolutamente nada!
Doña Angeletta lo miró durante un rato, un poco molesta por aquella sonrisa, perpleja, pero ya propensa a sonreír de su propia consternación.
—¿La has entendido tú?
—¿Yo? ¡Perfectamente! —exclamó el caballero—. Es tan clara la razón de la carta… ¡Perdona, pero se entiende por el tono! Dime, ¿cuánto hace que Nelda está casada?
—Cuatro años en octubre.
—¡Y nada de hijos! —añadió enseguida Morozzi—¡Nelda no se parece a ti! Nelda, digo… si no me supera, es alta como yo y… digo, florida, robusta como yo… No se convence de que sea ella quien falle. ¿Entiendes ahora?
—¿Tener hijos?
Morozzi le contestó con un gesto expresivo de las manos, y añadió:
—Pero se ha acordado, como ella dice, que de joven «cogió al vuelo» alguna conversación entre nosotros acerca de Giulio, alguna referencia a su pasado juvenil, al nacimiento de aquel hijo…Ves que habla así del tema, sin darle peso alguno, mientras en cambio insiste mucho sobre las investigaciones escrupulosas que hay que hacer para aclarar si era precisamente hijo de Giulio… ¡Lo duda, es evidente! ¿Y por qué lo duda?
El caballero Morozzi volvió a reír fuerte y concluyó:
—¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías!
—Pues le contestaré… —dijo doña Angeletta.
Y el caballero:
—Contestarás así: tonterías, dice Federico, dice que… ¡ya no! Yo no digo nada, porque a la señora baronesa le ha avergonzado dirigirse a mí, pero tú se lo puedes decir, tú sí, fuerte, ¡que es una criatura tontísima! ¡Aún no han pasado cuatro años! ¡Disfrutad mientras seáis jóvenes, sin preocupaciones! Los hijos vendrán… Se ha dado el caso de tener hijos incluso después de quince años. Y en cuanto a Giulio, ¡dile que no me ofenda dudando del marido que yo le he elegido! El hijo era suyo y pondré la mano en el fuego por ello, porque aquella Zena, pobre hija… ¡figúrate! Sé yo lo que necesité para remediar… Suyo, suyo, suyo, que la señora Nelda apacigüe su corazón y espere…
—Paciente y confiada…
—¡Muy bien, así! Paciente y confiada.
Cuatro días después, le llegó de Roma a doña Angeletta Dinelli esta otra breve carta de su hija:
Mamita mía bella,
dos palabritas rápidas para no tenerte preocupada.
¡Qué prédica me has hecho, tú, mi mamita pequeña y querida! Y fuera de lugar, ¿sabes?
No tengas en cuenta mi carta precedente, que habrás roto. Te la escribí… no sé bien por qué. ¡Caprichos! Que sepas que ya… no quisiera decírtelo ahora, pero me temo, me temo fuertemente que, desde hace dos meses, has empezado a ser abuelita, ¡eso es!
Espera un poco más para anunciárselo al caballero.
Un beso de tu
Nelda
—¿Qué? —preguntó el caballero Morozzi, abriendo completamente los ojos, apenas doña Angeletta terminó de leer—. ¿Y todo aquel empeño para saber si Giulio había tenido un hijo propio?
Doña Angeletta se llevó a la frente una de sus pobres manos, luego, bajo la mirada de él aún llena de estupor, dijo:
—Quién sabe qué historias, loquita mía…
Y no dijo nada más.
Pero esta vez había entendido ella, en cambio.
¿Qué? No quiso decirlo, se lo guardó en el corazón, para no amargar en vano, después de tantos años, a su pobre Cocò.
De hecho, el pobre Cocò estaba segurísimo de que Nelda era hija suya, y ella nunca había dicho nada que le pudiera negar esta seguridad. Pero, ¿estaba ella igualmente segura?
Entonces convivía también con su marido, con el marquesito…
¡Qué sensación de agitado tormento, qué pinchazos de remordimiento le había provocado el no saber, el no poder decirse ni siquiera a sí misma a quién le pertenecía verdaderamente el nuevo ser que empezaba a vivir en su vientre! ¡A quién le debía las ansias temerosas, los dolores de la maternidad, por la cual, aunque caída en pecado, se sentía ante sí misma ennoblecida! ¡A quién le debería mañana las alegrías que le llegarían del fruto de sus propias entrañas! ¡Y qué dolor, también después, al ver, al sentir su propia criatura inconsciente que ofrecía las manitas y le decía papá a quien tal vez no lo era!
¡Ah, por perversa que sea una mujer, y aunque enemiga, con o sin razón, de su propio marido, siempre quisiera tener la certeza de que a este le pertenece el fruto de sus propias entrañas! ¡Aunque solo fuera por no sentir el dolor de la mentira inconsciente en los labios tiernos y puros de su propia criaturita!
Ahora Nelda…
Pero, ¿podía doña Angeletta Dinelli confiarle estas cuitas al caballero Federico Morozzi?