AYER Y HOY

Hacía pocos días que la guerra había estallado.

Marino Lerna, voluntario del primer curso acelerado para oficiales, una vez conseguido el nombramiento como subteniente de infantería, después de una licencia de ocho días pasada en familia, partió hacia Macerata, donde se encontraba el cuartel del regimiento al cual había sido asignado: el duodécimo, brigada Casale.

Contaba con pasar allí unos meses para la instrucción de los reclutas, antes de ser enviado al frente. En cambio, tres días después, mientras estaba en el patio del cuartel, de pronto fue llamado y por las escaleras se encontró con otros once subtenientes, llegados con él a Macerata desde diferentes pelotones.

¿Dónde? ¿Por qué?

Arriba, en la sala. Con el coronel.

Rígido y cuadrado, con sus compañeros, ante una mesa maciza, llena de expedientes, desde las primeras palabras de aquel coronel de los carabinieri, que tenía (en sustitución) el mando del cuartel, comprendió poco a poco que tenía que haber llegado una orden de partida para ellos.

Con los ojos aún deslumbrados por el sol de junio que resplandecía en el amplio patio, al principio consiguió discernir, en la oscuridad de aquella tétrica sala, solo el color plata del uniforme del coronel, el rosa de un largo rostro equino cortado por un grueso par de bigotes y el blanco de los papeles en la mesa.

Durante un rato perdió, en la confusión tumultuosa de los pensamientos y de los sentimientos, el sentido de las palabras proferidas con voz dura y chocante. Se esforzó en prestar atención y, sí, señores, era justamente así: la orden de partida era para la noche siguiente.

Ya en la reserva se sabía que el duodécimo ocupaba en el frente una de las posiciones más duras y difíciles, en el Podgora; y que la vida de los oficiales más jóvenes había sido segada en muchos asaltos infructuosos. Por tanto había que apresurarse para llenar aquellos vacíos.

La tensión del ánimo, apenas el coronel licenció a aquellos doce jóvenes, se disolvió en cada uno de ellos, por un instante, en un aturdimiento curioso, casi de embriaguez decepcionada. Se apartaron de inmediato de ella para abandonarse a un exceso de confianza ruidosa, de la cual, un momento después, volvieron a recuperarse, con la intención de mostrar uno al otro que aquella confianza no era en absoluto simulada.

Se encontraron, de cualquier manera, todos de acuerdo en la decisión de correr a la oficina de telégrafos para anunciarles a sus parientes la partida, con palabras de ánimo.

Todos, menos uno. Precisamente aquel único entre los ochenta del batallón que estudiaban para ser oficiales, que desde Roma había sido asignado con Marino Lerna al duodécimo regimiento: un tal Sarri, justamente aquel tal Sarri que a Marino Lerna había desagradado tanto tener como compañero, como si la suerte hubiera querido, entre los ochenta compañeros de dormitorio del batallón romano, escogerle el que le era más antipático.

Pero, en verdad, aquel Sarri no tenía a nadie a quien telegrafiar su partida. En aquellos tres días pasados juntos en Macerata, Marino Lerna, sin conseguir sin embargo cambiar demasiado la opinión que tenía de él, sentía que se habían limado un poco las asperezas, quizás porque, cara a cara, Sarri había abandonado aquel aire desdeñoso que en Roma había provocado antipatía en todos los compañeros del batallón. Marino Lerna había creído entender que el desdén de Sarri derivaba de un propósito, que en él era casi una necesidad instintiva: no confundir nunca su sentimiento con el de los demás, demostrando de todas las maneras posibles que él sentía, no diferente, sino lo opuesto, sin preocuparse por la estima ajena. En fin, tal vez era antipático más por profesión que por naturaleza, y sentía orgullo por la antipatía que despertaba. Podía permitírselo, porque era muy rico y estaba solo en el mundo.

Desde Roma se había traído a Macerata a una mujercita alegre, a quien mantenía desde hacía tres meses y a quien los compañeros del batallón conocían muy bien. Él también contaba con quedarse en la reserva quizás más de un mes y quería, en este tiempo, permitirse —decía— al menos el más simple de los placeres, el bestial del otro sexo, seguro como estaba de que moriría en la guerra; tan intolerable le resultaba la idea de continuar viviendo, después de la guerra, en el énfasis de una patria llena de héroes.

Marino Lerna, mientras se dirigía a la oficina de telégrafos con los demás, viendo que se quedaba atrás, se detuvo.

—¿Tú no vienes?

Sarri se encogió de hombros.

—No… quería decir… —continuó Lerna para enmendar su error, un poco embarazado por su tonta pregunta—. Quería pedirte un consejo.

—¿Justamente a mí?

—No sé… mira: tres días atrás, dejando Roma, les aseguré a mi padre y a mi madre…

—¿Eres hijo único?

—Sí, ¿por qué?

—Te compadezco.

—Eh, lo sé, por mis padres. Les aseguré que no me iría al frente sino en unos meses y que antes de partir, iría a saludarlos por…

Estaba a punto de decir «por última vez». Se interrumpió. Sarri entendió; sonrió.

—Dilo: «Por última vez».

—No, mira, esperemos que no; cruzo los dedos. A saludarlos, digamos, una vez más, antes de partir.

—Bien. ¿Y luego?

—Espera. Mi padre me hizo prometer que si por casualidad me negaban la licencia, lo avisaría a tiempo para que pudiera venir aquí con mi madre para despedirme. Como sabes, nosotros salimos mañana a las cinco de la tarde.

—Si cogen el tren de las diez esta noche —continuó Sarri—, mañana a las siete pueden estar aquí y pasar casi todo el día contigo.

—Por tanto, ¿me aconsejas que haga eso? —preguntó Marino Lerna.

—¡No! —exclamó Sarri, sin dudar—. Perdona, has tenido la suerte de poder partir sin llantos…

—¡No, por eso, mi mamá ya ha llorado!

—¿Y no estás contento? ¿Quisieras verla llorar todavía más? ¡Diles que sales esta noche y despídete desde aquí! Será mejor para ti y para ellos.

Luego, viendo que Lerna se quedaba allí, preso de la incertidumbre y perplejo, le dijo:

—Ciao, eh. Yo voy a anunciar mi partida a Ninì. Será gracioso. ¡Me ama! Pero si llora la abofeteo.

Y se fue.

Marino Lerna se encaminó hacia la oficina de telégrafos aún perplejo, dudando si seguir o no aquel consejo. Allí encontró a sus compañeros, que habían telegrafiado sus despedidas, sin más, e hizo como ellos. Pero luego, pensándolo de nuevo y pareciéndole que había traicionado a su pobre mamá y a su papá, envió un nuevo telegrama urgente, en el cual los advertía de que si cogían el tren de las diez de la noche, llegarían a tiempo para despedirse de él antes de su partida.

La madre de Marino Lerna era una dura mujer chapada a la antigua, como aún se conservan algunas en la provincia.

Erguida sobre el corpiño armado con gruesas varillas, huesuda, un poco leñosa, sin no obstante ser delgada, en un ansia continua, entre sospechas y desconfianzas, dirigía hacia un lado y hacia el otro los ojitos agudos de ratón, inquietos.

Adoraba tanto a su único hijo, que por él, para no alejarse de él cuando era estudiante en la universidad, había dejado las comodidades de su antigua casa, las costumbres patriarcales de su vida en un pueblo de Abruzzo, y hacía dos años que había ido a establecerse en la capital, donde se sentía perdida.

La mañana del día siguiente llegó a Macerata en un estado tal que enseguida su hijo se arrepintió de haberla hecho venir. Pero ella protestaba que no, apenas bajó del tren: que no, que no, sin poder despegar los brazos del cuello de su hijo, llorando en su pecho:

—No me lo digas, Rinuccio… No me lo digas…

Mientras tanto su padre, muy serio, le tocaba el hombro con una mano. Porque era hombre, él. Y no lloraba, de ningún modo.

En Roma, poco antes de partir, había tenido una conversación con un señor desconocido que también tenía a un hijo en el frente desde el primer día de la guerra y a otros dos, más pequeños, en casa. Una conversación, sí. Nada. Una conversación entre dos padres, sí.

—Sin llorar…

Pero en el esfuerzo de retener el llanto a toda costa (esfuerzo que parecía muy evidente en los ojos brillantes y febriles), su delgada y muy cuidada personita asumía ahora una ridícula solemnidad artificiosa, que daba pena, tal vez más que el desatado duelo de la madre.

Estaba sin duda exaltado; hablaba de la misteriosa conversación con aquel señor desconocido como para esconder un propósito que, mientras tanto, producía un efecto muy curioso: hacerle ver, como desde fuera, a sí mismo, su exaltación enmascarada de calma, y hacerle sentir ora remordimiento, ora fastidio, frente a la pureza desnuda, a la emoción fuerte y muda del hijo que sufría con el llanto de su madre, a quien animaba más con las caricias que con las palabras.

Fue, desgraciadamente, como Sarri había previsto: un dolor inútil.

Una vez acompañados los padres al hotel, Marino Lerna tuvo que escaparse enseguida al cuartel, donde fue retenido hasta mediodía. Y en cuanto terminó, en la misma habitación del hotel, compartieron la comida (porque no fue posible llevar al restaurante a la madre, con aquellos ojos deshechos por el llanto, que no aguantaba de pie). Apenas terminó la comida, tuvo que volver deprisa al cuartel, para las últimas instrucciones. Así que el padre y la madre antes de la partida solo pudieron verlo unos pocos momentos.

Pero un gran discurso, un discurso largo y razonado intentó hacerle el padre a su mujer, en cuanto estuvieron solos. En aquel discurso le dijo cosas peregrinas, intentando tragar saliva a menudo y pasándose la mano temblorosa sobre los labios: que no había que llorar así, porque no estaba escrito que Rinuccio… Dios nos libre… los casos podían ser muchos… el regimiento, por ahora, podía ser enviado, como decían, a la segunda línea, si se encontraba en avanzada, como decían, desde el primer día de guerra… y luego, si todos los soldados que iban al frente muriesen, adiós… era más fácil que fueran heridos… unas heriditas leves… en un brazo, por ejemplo… Dios asistiría a su hijo… ¿Por qué echarle el mal de ojo con aquel llanto? Eh… eh… al verla llorar así, Rinuccio se impresionaría, claro que se impresionaría…

Pero la madre decía que no era ella. Los ojos… los ojos… ¿Qué podía hacer? Por la sensación que le provocaban todas las palabras, todos los actos de su hijo: una sensación extraña y cruel, como si los estuviera ya recordando.

—Cada palabra, ¿entiendes? Me provoca el efecto de que no me la está diciendo ahora, sino que me la decía… ¡Así! Me queda impresa, como si él ya no estuviera… ¿Qué puedo hacer?… Dios… Dios…

—¿Y eso no es mal de ojo?

—¡No! ¿Qué dices?

—¡Digo que es mal de ojo! Y yo me pondré a reír, verás que me pondré a reír cuando se vaya.

Si seguían un poco más, acabarían peleándose. Ya se sentía aguda, furiosa, la impaciencia por el retraso del hijo. Pero, Dios, ¿cómo no entendían los superiores que aquellos últimos momentos tenían que ser reservados a una pobre madre y a un pobre padre?

La impaciencia se volvió agitación insoportable cuando todos los compañeros de Marino empezaron a llegar en grupos y con gran prisa al hotel, con los carruajes que se paraban allí delante esperando el equipaje para volver a salir enseguida hacia la estación. El ordenanza de uno ya llevaba la caja; el de otro la mochila, el sable, el abrigo; y fuera todos, en turbamulta, en carruaje, a gran trote.

Marino, que había salido el último del cuartel, había corrido a retirar un par de zapatos tachonados, de campo, encargados el día anterior, y se le había hecho tarde.

Más que una separación, fue un arranque, furia, precipicio. Existía el riesgo de perder el tren. De hecho, llegó a la estación, con su padre y con su madre, cuando ya se cerraban las puertas de los vagones; se metió en uno, desde donde los compañeros movían los brazos para llamarlo, y el tren partió enseguida entre un tumulto de gritos, de llantos, de deseos, entre un revoloteo de pañuelos y gestos de manos y de sombreros.

Cuando el señor Lerna, que había agitado el suyo hasta el final, pero sin convicción alguna, casi irritado de que no le hubieran dado el tiempo de hacerlo bien, se giró, todavía medio atontado, para buscar a su mujer, no la encontró: la habían trasladado, desmayada, a la sala de espera.

Una gran quietud, ahora, en la estación. No había nadie más. Solo, en el espacio deslumbrante de la larga y cansada tarde veraniega, las vías brillantes y un lejano e incesante chirrido de cigarras.

Todos los carruajes habían ya llevado de vuelta a la ciudad a la gente que había venido a despedirse de los soldados que partían; y no se encontraba ni uno ante la estación, cuando la madre de Marino Lerna, al fin reanimada, estuvo en condiciones de ser trasladada al hotel.

El inspector que controlaba la sala de espera, apiadado, se ofreció a ir al garaje más cercano para hacer venir al autobús, que ya tenía que estar de vuelta.

En el último momento, cuando la señora, sostenida, casi llevada en vilo, ya se había sentado y el autobús estaba a punto de salir, llegó con furia para subirse una joven rubia, salida desde quién sabe dónde, con un gran sombrero de paja florecido de rosas en la cabeza, muy escotada y vestida de manera extravagante; ojos y labios pintados; pero también lloraba perdidamente.

Una joven guapa.

Tenía, recogido en una mano, un minúsculo pañuelo de tela azul, bordado; tenía la otra, resplandeciente de anillos, en la mejilla derecha, como para esconder el rojo y el ardor de una terrible bofetada.

Ninì, que el subteniente Sarri había traído desde Roma tres días atrás.

El padre de Marino Lerna entendió enseguida de qué género era aquella rubita. No lo entendió la madre que, viéndose ante otra mujer que lloraba como ella, no supo contenerse:

—¿La señora es esposa de uno de ellos?

Aquella, con su pañuelito de muñeca en los ojos, contestó que no con la cabeza.

—¿Hermana? —insistió la madre.

Pero en este punto el marido intervino, dándole un ligero codazo a su mujer, a hurtadillas.

La joven tal vez notó aquella señal: comprendió, de todas maneras, que el engaño de aquella vieja señora sobre ella no podía durar mucho, y no contestó.

Pero comprendió otra cosa, incluso más triste, mientras seguía llorando. Comprendió que ahora ella le impedía llorar a aquella vieja madre, porque aquella vieja madre, ahora, sentía deshonra confundiendo sus lágrimas con las suyas.

Eran lágrimas, por tanto, también las suyas, y lágrimas de una pena mucho más rara que la pena tan común y natural de una madre.

Ninì no había sido solo de Sarri, últimamente, en Roma; también había sido de otros compañeros de aquel batallón de oficiales; y quién sabe, tal vez también de aquel por el cual aquella vieja madre ahora lloraba.

A mediodía había estado comiendo con ellos, con diez de ellos. Una mesa de mil diablos. Se las habían dicho de todos los colores y ella los había dejado seguir, para que se relajaran como locos, aquellos pobres jóvenes a punto de partir para la guerra. Hasta habían querido descubrirle el pecho, allí, ante la vista de todos, en la hostería, porque entre ellos era famoso aquel pecho suyo pequeño, casi aún virginal, con los pezones erectos, y se lo habían querido bautizar, locos, con champagne, y ella los había dejado hacer y tocar, besar, apretar, arrancar, para que se lo llevaran, sí, vivo, aquel último recuerdo de su amorosa carne; allí donde quizás uno por uno todos aquellos hermosos jóvenes de veinte años morirían mañana. Había reído tanto con ellos, y luego, sí, Dios mío… luego, besándolos por última vez… Pero de parte de Sarri le había llegado aquella terrible bofetada en la mejilla derecha. Y no, no: no se había ofendido…

De modo que, sin ofenderse, podría dejar llorar a aquella pobre y vieja madre. La dejaba llorar, por supuesto; pero ahora ella, pobre y vieja madre, ya no lloraba y quién sabe cuánto lo necesitaba.

Y entonces ella se esforzó en aguantar sus lágrimas, para dejar fluir en su lugar las de la madre. Pero en vano. Cuanto más se esforzaba en aguantarlas, tanto más impetuosas le irrumpían de los ojos, expresadas también por la razón cruel por la cual intentaba impedirse el desahogo. Y finalmente, angustiada, no aguantado más, se descubrió el rostro, estalló en sollozos, gimiendo:

—Por caridad… por caridad… no puedo evitarlo, señora… Este llanto mío… Puedo llorar yo también, señora… Usted, por su hijo… y yo… no por su hijo propiamente… por uno que se ha ido con él, y que me ha abofeteado porque lloraba… Usted por uno solo… yo por todos… puedo hacerlo por todos… también por su hijo, señora… por todos… por todos…

Y volvió a esconderse el rostro, no aguantando el duro ceño fruncido de aquella madre, que ahora la estaba mirando con el rencor celoso que albergan todas las madres hacia las mujeres como ella.

Demasiado dolor había sentido la madre ante la partida de su hijo. Y ahora, demasiada necesidad tenía de un poco de tregua y de silencio. Aquella mujer no solo turbaba sino que también ofendía aquel silencio. El pensamiento de que su hijo no estaría expuesto al peligro antes de dos días le concedía aquella tregua. De modo que ella podía ser dura, y lo fue. Por fortuna, el trayecto desde la estación a la ciudad era breve. Apenas llegó, bajó del autobús, sin ni siquiera dirigir una mirada a aquella.

El día siguiente, durante el viaje de regreso, en la estación de Fabriano, la señora Lerna, mientras estaba con su marido asomada a la ventanilla de un coche de primera clase, volvió a ver a la joven, que buscaba con resolución un lugar en el tren. Estaba en compañía de un joven, llevaba un ramo de flores en los brazos, y reía.

La señora Lerna se dirigió al marido y dijo fuerte, de manera que aquella la escuchara:

—¡Oh, mira, la que lloraba por todos!

La joven se volvió, sin ira, sin desdén.

«Pobre mamá, buena y estúpida», le dijo con aquella mirada, «¿y no entiendes que la vida es así? Ayer lloré por uno. Es necesario que hoy ría por este otro».