EN EL REMOLINO
En el Círculo de la raqueta no se habló de otra cosa durante toda la noche.
El primero en sacarlo a colación fue Respi, Nicolino Respi, que estaba profundamente dolido por ello. Pero, como siempre, no conseguía impedir que la conmoción le frunciera los labios en aquella risita nerviosa que, tanto en las discusiones más graves como en los momentos más difíciles del juego, hacía tan característico su rostro pálido, ictérico, de rasgos cortantes.
Los amigos lo rodearon, ansiosos y consternados:
—¿Ha enloquecido de verdad?
—No, en broma.
Traldi, hundido en el sofá con todo el peso de su cuerpo de paquidermo, utilizó varias veces las manos como palanca para intentar sentarse un poco más en la punta, abriendo totalmente, en el esfuerzo, los ojos bovinos y teñidos de sangre. Preguntó:
—Perdona, lo dices… (ay… ay…) ¿lo dices porque te ha mirado a ti también?
—¿A mí también? ¿Me ha mirado? ¿Qué quieres decir? —preguntó a su vez, aturdido, Nicolino Respi, dirigiéndose a los amigos—. He llegado esta mañana desde Milán, y me he encontrado con esta noticia. No sé nada y todavía no consigo entender cómo Romeo Daddi, por Dios, el más plácido, el más sereno, el más sabio de todos nosotros…
—¿Lo han encerrado?
—¡Sí, os lo he dicho! Hoy, a las tres. En la casa de salud de Monte Mario.
—¡Oh, pobre Daddi!
—¿Y doña Bicetta? Cómo… ¿Habrá sido, ella, doña Bicetta?
—¡No! ¡Ella no! ¡Ella, al contrario, no quería, en absoluto! Anteayer ha llegado el padre, desde Florencia.
—Ah, por eso…
—Ya, y la ha forzado a tomar esta decisión, también para él… ¡Pero contadme cómo ha sido! Tú, Traldi, ¿por qué me has preguntado si Daddi me había mirado a mí también?
Carlo Traldi se había hundido de nuevo en el sofá, feliz, con la cabeza inclinada hacia atrás y mostrando la papada, cárdena, sudada. Meneando las piernecitas delgadas de rana, que la barriga exorbitante le hacía mantener siempre obscenamente abiertas, y humedeciéndose continuamente los labios, no menos obscenamente, contestó, abstracto:
—Ah, ya… Porque creía que decías que había enloquecido por eso.
—¿Cómo que por eso?
—¡Sí! La locura se le ha manifestado así. Miraba a todos de cierta manera, querido mío… Chicos, no me hagáis hablar: decidle cómo miraba el pobre Daddi.
Entonces los amigos le contaron a Nicolino Respi que Daddi, tras volver de las vacaciones, les había parecido a todos como trastornado, ausente de sí mismo, con una sonrisa vana en los labios y con los ojos opacos, sin mirada, apenas alguien lo llamaba. Luego aquel aturdimiento había desaparecido y se había convertido en una fijeza aguda, extraña. Primero miraba fijamente desde lejos, luego, poco a poco, como atraído por ciertas señales que creía descubrir en este o en aquel entre sus amigos más íntimos, especialmente en quienes frecuentaban su casa (señales naturalísimas, porque todos, de hecho, estaban tan consternados por aquel cambio imprevisto y extraordinario, que tanto contrastaba con la tranquilidad serena de su carácter), poco a poco había empezado a espiar más de cerca, y en los últimos días se había vuelto insoportable. Se paraba frente a uno o frente a otro, le posaba las manos en los hombros y lo miraba a los ojos, muy intensamente.
—¡Dios, qué miedo! —exclamó en este punto Traldi, moviéndose de nuevo hacia la punta del sofá.
—Pero, ¿por qué? —preguntó, ansioso, Respi.
—¡Mira este: quiere saber el porqué! —volvió a exclamar Traldi—. Ah, ¿te refieres al porqué del miedo? ¡Querido mío, hubiera querido verte enfrentándote a aquella mirada! Tú te cambias la camisa cada día, supongo; estás seguro de que tienes los pies limpios y los calcetines sin agujeros. ¿Pero estás igualmente seguro de que no tienes nada sucio en tu interior, en la conciencia?
—Oh, Dios, diría…
—¡No estás seguro!
—¿Y tú sí?
—¡Yo sí, segurísimo! ¡Y crees que a todos, más o menos, nos ocurre descubrirnos cerdos, en algún momento de lúcido intervalo! De un tiempo a esta parte, casi cada noche, cuando apago la vela, antes de coger el sueño…
—¡Tú envejeces, querido! ¡Envejeces! —le gritaron a coro los amigos.
—Será porque envejezco —admitió Traldi—. ¡Tanto peor! No es una diversión prever que, al final, tendré esa imagen de mí mismo, de viejo cerdo. Por otro lado, espera. Ahora que te he dicho esto, ¿queréis que hagamos una prueba? ¡Silencio, vosotros!
Y Carlo Traldi se levantó con fatiga; posó las manos sobre los hombros de Nicolino Respi y le gritó:
—Mírame bien a los ojos. ¡No, no te rías, querido! Mírame bien a los ojos… ¡Espera! Esperad… silencio…
Todos permanecieron en silencio, en suspenso y atentos a aquel extraño experimento.
Traldi, con los grandes y ovalados ojos, teñidos de sangre, ahora desorbitados, miraba muy fija y agudamente los ojos de Nicolino Respi y parecía que con el brillo maligno de la mirada, cada vez más aguda y más intensa, hurgara en su conciencia, descubriendo en los escondites más íntimos las realidades más infames y más atroces. Poco a poco, los ojos de Nicolino Respi —aunque, debajo, los labios decían con la habitual risita: «Vaya, me presto a una broma»— empezaron a palidecer, a enturbiarse, a huir mientras, en el silencio de los amigos, Traldi decía victoriosamente, con voz extraña, sin dejar de mirar fijamente, sin aflojar un grado la intensidad de la mirada:
—¿Ves?… ¿Lo ves?…
—¡Venga! —prorrumpió Respi, no aguantado más y sacudiéndose.
—¡Venga tú, que nos hemos entendido! —gritó Traldi—. ¡Eres más cerdo que yo!
Y estalló en una carcajada. Se rieron también los demás, con una sensación de alivio inesperado. Y Traldi retomó la palabra:
—Esto ha sido una broma. Solo en broma uno de nosotros puede mirar así a otro. Porque, tanto tú como yo, hasta ahora, dentro de nosotros, tenemos bien engrasada la maquinita de la civilización, y dejamos que la hez de todas nuestras acciones, de todos nuestros pensamientos, de todos nuestros sentimientos se pose, a escondidas, en silencio, en el fondo de la conciencia. Pero haz que uno, cuya maquinita se haya roto, se ponga a mirarte como te he mirado yo, ya no en broma, sino en serio, y sin que lo esperes te remueva desde el fondo de la conciencia todo el poso de aquella hez que llevas dentro, y ¡dime si no te asustarías!
Al decir esto Carlo Traldi se movió para irse. Pero volvió atrás y añadió:
—¿Y sabes qué murmuraba, silenciosamente, el pobre Daddi, mirándote a los ojos? ¡Decidle vosotros qué murmuraba! Yo tengo que irme corriendo.
—«Qué abismo… qué abismo…»
—¿Así?
—Sí… qué abismo… qué abismo…
Cuando Traldi se fue, el grupo se separó y Nicolino Respi permaneció turbado, en compañía solo de dos amigos que siguieron hablando un rato más de la desgracia del pobre Daddi.
Unos dos meses atrás, Respi había ido a visitarlo a su villa, cerca de Perugia. Lo había encontrado tranquilo y sereno, como siempre, con su mujer y con una amiga de ella, Gabriella Vanzi, antigua compañera de colegio, que se había casado poco antes con un oficial de la marina, en aquel entonces embarcado en un crucero. Se había quedado tres días en la villa, y durante aquellos tres días ni siquiera una vez Romeo Daddi lo había mirado de la manera que Traldi había descrito.
Si lo hubiera mirado así…
Nicolino Respi fue asaltado por un vértigo y para apoyarse —sonriendo, palidísimo— fingió que quería introducir confidencialmente su brazo bajo el brazo de uno de aquellos dos amigos.
¿Qué había ocurrido? ¿Qué decían? ¿La tortura? ¿Qué tortura? Ah, la tortura a la que Daddi había sometido a su mujer…
—Después, ¿eh? —se le escapó.
Y los dos amigos se giraron a mirarlo.
—¿Cómo que después?
—Ah… no, decía… después, cuando se le estropeó la… la maquinita.
—¡Eh, claro! ¡Antes, no, por supuesto!
—¡Por Dios, eran un milagro de concordia conyugal, de paz doméstica! Ciertamente tiene que haber ocurrido algo durante las vacaciones.
—Sí, por lo menos tiene que haberle nacido alguna sospecha.
—¡Hacedme el favor! ¿Sobre su mujer? —reaccionó Nicolino Respi—. ¡Esto, si es el caso, ha podido ser efecto, no causa, de la locura! Solamente un loco…
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —le gritaron los amigos—. ¡Una mujer como doña Bicetta!
—¡Inocente! Pero, por otro lado…
Nicolino Respi no pudo escuchar más a aquellos dos. Se asfixiaba. Necesitaba aire, caminar al aire libre, solo. Inventó un pretexto y se fue.
Una duda angustiosa se le había introducido en el alma y se la agitaba.
Nadie mejor que él podía saber que doña Bicetta era inocente. Más de un año atrás le había declarado su amor, la había asediado con su cortejo, sin obtener nunca nada más que una sonrisa dulcísima de compasión por sus penas. Con aquella serenidad que proviene de la más firme seguridad en sí misma, sin ofenderse ni rebelarse, ella le había demostrado que cualquier insistencia suya sería inútil, porque estaba enamorada como él, tal vez más que él, pero de su marido. Siendo así, si él la amaba verdaderamente, tenía que entender que no podría traicionar de ninguna manera el amor hacia su marido. Si no lo entendía, era señal de que no la amaba. ¿Qué había ocurrido?
A veces el agua marina, en ciertas playas solitarias, tiene una limpidez tan tersa y transparente que, por mucho que se desee sumergirse en ella para recibir el alivio más delicioso, se siente casi un recato sagrado a enturbiarla.
Esta impresión de limpidez y de recato había experimentado siempre Nicolino Respi acercándose al alma de doña Bicetta Daddi. ¡Esa mujer amaba la vida con un amor tan quieto, atento y dulce! Solo durante aquellos tres días en la villa cerca de Perugia, vencido por el deseo ardiente, había forzado aquel recato, había enturbiado aquella limpidez, y había sido rechazado con contundencia.
Ahora la duda angustiosa era esta: que tal vez la turbación que él le había provocado en aquellos tres días, no se había calmado después de su partida; tal vez había crecido y el marido se había dado cuenta de ello. Ciertamente, al llegar a la villa, Romeo Daddi estaba sereno y, después de la partida, en pocos días, había enloquecido.
¿Por él? ¿Ella se había quedado profundamente turbada, vencida por su agresión amorosa?
Sí, sí, ¿cómo dudar de ello?
Toda la noche Nicolino Respi se debatió, se retorció entre ansias fieras, ora arrancado al remordimiento por una maligna alegría impetuosa, ora arrancado a esta alegría por el remordimiento mismo.
A la mañana siguiente, apenas le pareció la hora oportuna, corrió a casa de doña Bicetta Daddi. Necesitaba verla; necesitaba aclarar enseguida, de cualquier manera, aquella duda. Tal vez ella no lo recibiría; pero, de todos modos, quería presentarse en su casa, listo para enfrentarse a aquella situación y afrontar sus consecuencias.
Doña Bicetta Daddi no estaba en casa.
Hacía una hora que, sin quererlo, sin saberlo, ella le infligía el más cruel de los martirios a su amiga Gabriella Vanzi, la cual había sido su huésped en la villa durante tres meses.
Había ido a verla para buscar juntas, no la razón, ay de mí, sino un indicio, la semilla al menos de su desgracia, el momento en que se había manifestado por primera vez, durante aquellas vacaciones, en los últimos días. Doña Bicetta, por mucho que buscara, no conseguía descubrir nada.
Hacía una hora que se obstinaba en evocar, reconstruir, minuto por minuto, aquellos últimos días:
—¿Recuerdas esto? ¿Recuerdas que él por la mañana bajó al jardín sin coger su sombrero de tela, y que llamó para que se lo lanzara por la ventana y luego volvió a subir, riendo, con aquel ramo de rosas? ¿Recuerdas que quiso que me llevara dos rosas, que luego me acompañó hasta la cancela y me ayudó a subir al coche y me dijo que le trajera aquellos libros de Perugia… espera… uno era… no sé… trataba de simientes… te acuerdas? ¿Te acuerdas?
Perdida en el afán de aquella evocación de tantos minuciosos particulares sin valor, no se daba cuenta de la angustia y de la agitación, crecientes, de su amiga.
Ya había evocado, sin la mínima señal de turbación, los tres días que Nicolino Respi había pasado en la villa, y no se había detenido ni un momento a considerar que su marido había podido encontrar un motivo para su locura en el cortejo inocuo de él. No era admisible. Aquel cortejo había sido argumento de risa, entre ellos tres, después de la partida de Respi hacia Milán. ¿Cómo suponerlo? Y además, después de que Respi se fuera, ¿acaso su marido no había permanecido tranquilo y sereno como antes, durante más de quince días?
¡No, nunca, ni siquiera la mínima señal de la más lejana sospecha! ¡En siete años de matrimonio, nunca! ¿Cómo, dónde podía encontrar un indicio? Y ahora, de pronto, allí, en la paz de aquel campo, sin que nada hubiera ocurrido…
—Ah, Gabriella, Gabriella mía, créeme, me vuelvo loca, me vuelvo loca yo también.
De pronto, recuperándose de esta crisis de desesperación, doña Bicetta Daddi, levantando los ojos lacrimosos hacia el rostro de la amiga, descubrió que esta se había endurecido, lívida, como un cadáver, para resistir a un espasmo insoportable, y jadeaba con la nariz dilatada y la miraba con ojos sombríos. ¡Oh, Dios! Casi con los mismos ojos con los cuales en los últimos días su marido se había puesto a mirarla.
Se quedó helada, casi sintió terror por aquellos ojos.
—¿Por qué… tú también… por qué —balbuceó temblando—, por qué tú también me miras… así?
Gabriella Vanzi hizo un esfuerzo atroz para descomponer la expresión, que había asumido sin darse cuenta, en una sonrisa benigna, de compasión:
—¿Yo… te miro?… No… pensaba… Quería decirte… sí, lo sé, estás segura de ti… ¿no tienes nada… de verdad nada que reprocharte?
Doña Bicetta Daddi se asombró: con los ojos desorbitados, las manos en las mejillas, gritó:
—¿Cómo?… ¿Tú me dices ahora… también sus palabras?… ¿Cómo?… ¿Cómo puedes?…
El rostro de Gabriella Vanzi se desencajó, los ojos se le volvieron vítreos:
—¿Yo?
—Tú, sí. Oh, Dios… y te pierdes como él… ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué quiere decir?
No había terminado de gemir así, sintiendo poco a poco que se hundía, cuando se encontró a la amiga entre los brazos, en el pecho.
—Bice… Bice… ¿tú sospechas de mí?… Tú has venido aquí porque has sospechado de mí, ¿no es verdad?
—No… no… te lo juro, Gabriella… no… Solo ahora…
—Ahora, ¿verdad?, sí… Pero te equivocas, Bice, te equivocas… porque tú no puedes entender…
—¿Qué ha ocurrido?… Gabriella, dime, ¿qué ha ocurrido?
—No puedes entender… no puedes entender… Yo conozco la razón por la cual tu marido ha enloquecido… ¡la sé!
—¿La razón? ¿Qué razón?
—¡La sé porque esta razón para enloquecer está en mi interior, también dentro de mí… por lo que nos ha ocurrido a nosotros dos!
—¿A vosotros dos?
—Sí… sí… a tu marido y a mí.
—¿Ah, y cómo?
—¡No, no! ¡No es cómo te imaginas! Tú no puedes entender… Sin engaño, sin pensarlo ni quererlo… en un instante… Algo horrible, de lo que nadie puede culparse. ¿Ves cómo te hablo de ello? ¿Cómo te lo puedo decir? ¡Porque yo no tengo culpa! ¡Y él tampoco! Pero precisamente por eso… Oye, oye: y cuando lo sepas todo, tal vez tú también enloquecerás, como estoy a punto de enloquecer yo, como ha enloquecido él… ¡Oye! Has evocado el día en que fuiste a Perugia, en coche, desde la villa, ¿verdad? Él te dio dos rosas y te dijo lo de los libros…
—Sí…
—Pues bien: ¡ocurrió aquella mañana!
—¿Qué?
—Todo lo que ha ocurrido. Todo y nada… ¡Déjame hablar, por caridad! Hacía mucho calor, ¿te acuerdas? Después de haberte visto partir, él y yo atravesamos de nuevo el jardín… El sol quemaba y el chirrido de las cigarras aturdía… Volvimos a la villa: nos sentamos en la sala, al lado del comedor. Las persianas estaban cerradas; las hojas entreabiertas: allí dentro se estaba casi a oscuras; y la frescura inmóvil… (te hablo ahora de mi impresión, la única que pude tener, de la que me acuerdo, y siempre me acordaré; pero quizás él también la percibió, idéntica… tuvo que percibirla, porque de otra manera no me explicaría nada más); fue aquella frescura inmóvil, después de todo aquel sol y el aturdimiento de las cigarras… En un instante, sin pensarlo, ¡te lo juro!, nunca, nunca, ni yo ni él, claro… como por una atracción irresistible hacia aquel vacío atónito, por la frescura deliciosa de aquella semioscuridad… Bice, Bice… así, te lo juro, en un instante…
Doña Bicetta Daddi se puso de pie, empujada por un arrebato de odio y de desdén:
—Ah, ¿por eso? —silbó entre dientes, retrocediendo como un felino.
—¡No! ¡No por eso! —le gritó Gabriella Vanzi, extendiendo los brazos en un acto suplicante y desesperado—. ¡No por eso, no por eso, Bice! ¡Tu marido ha enloquecido por ti, por ti, no por mí!
—¿Ha enloquecido por mí? ¿Qué quieres decir? ¿Por remordimiento?
—¡No! ¿Qué remordimiento? No hay que sentir remordimiento, cuando no se ha tenido la culpa… ¡Tú no puedes entenderlo! ¡Como no hubiera podido entenderlo yo si, considerando lo que le ha ocurrido a tu marido, no hubiera pensado en el mío! ¡Sí, sí, yo comprendo ahora la locura de tu marido, porque pienso en el mío, que enloquecería de la misma manera, si le pasara lo que le ha ocurrido al tuyo, conmigo! ¡Sin remordimiento! ¡Sin remordimiento! Y precisamente porque no hay remordimiento… ¿lo entiendes? Es eso lo horrible. ¡No sé cómo hacer que lo entiendas! Yo lo entiendo, repito, solamente si pienso en mi marido y me veo, así, sin el remordimiento de una falta que no he querido cometer. ¿Ves cómo puedo hablarte de ello, sin sonrojarme? Porque yo no sé, Bice, no sé propiamente cómo es tu marido; como él ciertamente no sabe, no puede saber cómo soy yo… Ha sido un remolino, ¿lo entiendes?, un remolino que se ha abierto entre nosotros de pronto, sin sospecha alguna, y nos ha aferrado y trastornado en un instante y ha vuelto a cerrarse enseguida, ¡sin dejar el mínimo rastro de sí! Inmediatamente después, nuestra conciencia se ha vuelto límpida, igual que como era antes. No hemos pensado más, ni siquiera por un instante, en lo que había pasado entre nosotros; nuestra turbación ha sido momentánea; nos hemos escapado cada uno por su lado; pero apenas a solas: nada, como si nada hubiera pasado: no solo ante ti, cuando después has vuelto a la villa, sino también ante nosotros mismos. Nos hemos podido mirar a los ojos y hablarnos, como antes, tal cual, porque en nosotros ya no permanecía, te lo juro, huella alguna de lo que había sido: ¡nada, nada, ni siquiera una sombra de recuerdo, ni siquiera una sombra de deseo, nada! Todo terminado. Desaparecido. El secreto de un instante sepultado para siempre. Pues bien, eso ha hecho enloquecer a tu marido. ¡No la culpa, que ninguno de nosotros ha pensado cometer! Sino esto: poder pensar que puede ocurrir, que una mujer honesta, enamorada de su marido, en un instante, sin quererlo, por un impulso repentino de los sentidos, por la complicidad misteriosa de la hora, del lugar, caiga en los brazos de un hombre y, un minuto después, todo haya terminado, para siempre; el remolino se haya cerrado; el secreto, sepultado; ningún remordimiento; ninguna turbación; ningún esfuerzo para mentir frente a los demás ni frente a nosotros mismos. Se ha esperado un día, dos, tres; no se ha sentido remover nada por dentro, ni en presencia tuya, ni en mi presencia; ha visto que yo había vuelto como antes, la misma, contigo, con él; ha visto poco después, ¿te acuerdas?, cuando mi marido llegó a la villa, ha visto cómo lo he recibido, con qué ansia, con qué amor… y entonces el abismo, donde nuestro secreto se había hundido para siempre, sin dejar rastro alguno, lo ha atraído poco a poco y le ha trastornado la razón. Ha pensado en ti; ha pensado que tal vez tú también…
—¿Yo también?
—¡Ah, Bice, nunca te habrá pasado, te creo, Bice mía! ¡Pero nosotros, él y yo, sabemos, por haberlo experimentado, que puede ocurrir, que como nos ha ocurrido a nosotros, sin quererlo, puede ocurrirle a cualquiera! Habrá pensando que a veces, volviendo a casa, te habrá encontrado sola, en la sala, con algún amigo suyo, y que en un instante os haya podido ocurrir a ti y a aquel amigo suyo lo que nos había ocurrido a nosotros, a él y a mí, de la misma manera; que tú pudieras encerrar en ti, sin huella alguna, y ocultar sin mentir, el mismo secreto que yo encerraba en mi interior y que le ocultaba a mi marido sin mentir. Y apenas este pensamiento le ha penetrado en la mente, un ardor sutil, agudo, ha empezado a morderle el cerebro, al verte ajena, alegre, amorosa con él, como yo lo era con mi marido; con mi marido, a quien amo, ¡te lo juro, más que a mí misma, más que a nada en este mundo! Se ha puesto a pensar: «¡Sin embargo esta mujer, que es por completo de su marido, ha estado por un momento entre mis brazos! Y tal vez mi mujer también, entonces, en un momento… ¿quién sabe?… ¿Quién podrá saberlo?…». Y ha enloquecido. ¡Ah! ¡Calla, Bice, calla, por caridad!
Gabriella Vanzi se levantó, muy pálida, temblando.
Había oído la puerta que se abría, en el recibidor. Su marido volvía a casa.
Doña Bicetta Daddi, al ver que su amiga se recomponía de pronto, se volvía rosada, con los ojos límpidos y sonreía, avanzando hacia su marido, se sintió aniquilada.
Nada, era cierto: ninguna turbación, ningún remordimiento, ningún rastro…
Y doña Bicetta Daddi comprendió perfectamente por qué su marido, Romeo Daddi, había enloquecido.