MÚSICA ANTIGUA

Ante el espejo, con gran prisa, incómoda entre botes, botecitos, cremas y rulos, la señorita Milla terminaba de arreglarse el pelo, cuando oyó el timbre de la puerta:

—¡Ay, qué exageración!

Y corrió a cerrar la puerta de la habitación que daba al recibidor. Apenas la cerró, volvió a abrirla y, asomando la cabeza, le dijo en voz baja a la sirvienta que se disponía a abrir después del timbrazo:

—Que pase, Tilde. Y dile que espere un momentito.

Cuando volvió ante el espejo, sonrió.

Un poco de sangre le había afluido a las mejillas; nada, comparada con los sofocos de antaño; pero sin embargo aquel poco, sí, le reanimaba todo el rostro desgastado de vieja muñeca con los ojos demasiado grandes y la nariz demasiado pequeña.

Y en el rostro así reanimado, ¿acaso no era casi gracioso aquel mechón de pelo blanco justo en el medio de su frente? La señorita Milla levantó la mano para acariciarlo con el peine. El gesto se quedó a medias.

¿Quién hablaba en el recibidor?

No podía ser él, por supuesto. Cuando entraba él, el suelo temblaba.

Poco después, Tilde, con su cofia puesta y su delantal blanco sobre el vestido negro, fue a presentarle una tarjeta. La señorita Milla leyó un nombre desconocido: Maestro Ilicio Saporini; miró a la sirvienta con el ceño fruncido.

—¿Y quién es?

—Un viejito, muy pequeño, muy atildado.

—¿Un viejito? ¿Y qué quiere? —volvió a preguntar la señorita Milla, fastidiada—. ¿No sabes que tengo que salir con el señor Begler? Creía que era él. ¿Ahora cómo hago?

—Puedo decirle…

—¿Qué más quieres decirle ahora? ¿Quién es? ¿Qué quiere de mí?

—¡Bah! —dijo Tilde, encogiéndose de hombros—. Habla de una manera tan curiosa… con una vocecita de mosquito… Me ha preguntado si la señora Margherita estaba aquí.

—¿Mi mamá? —preguntó la señorita Milla, estremeciéndose.

—Ajá, si aún estaba viva —contestó Tilde—. Yo le he dicho que…

Un nuevo timbrazo, más fuerte que el anterior, interrumpió la respuesta.

—¡Este sí es él! —se le escapó a la señorita Milla; luego, corrigiéndose—: el señor Begler.

La sirvienta sonrió veladamente. La señorita Milla volvió a cerrar la puerta. Poco después, desde el piano de la sala llegó una tempestad fragorosa de notas: la señal ansiosa de Isotta en el segundo acto de Tristano. El señor Begler la llamaba así, siempre.

Salió. ¡Oh, Dios… despacio, despacio! ¿Qué despacio? Saltando del asiento del piano, el señor Begler se precipitó hacia ella con los brazos levantados, grueso, bien plantado, con el sombrero todavía en la cabeza, abollado, cerca de la nuca. De las alas amplias prorrumpía, redondo e híspido de pelos rojizos, el gran rostro lleno de granos, cárdeno, donde sonreían impudentes los ojos.

—¿Y el sombrero? ¿Sin sombrero? ¡El sombrero, enseguida!

La señorita Milla extendió las manos en ademán de defensa, sonriendo, y en la penumbra de la sala, donde, además del piano había otros instrumentos de cuerda y varios atriles para partituras, señaló al otro huésped, de cuya presencia el señor Begler todavía no se había percatado.

El maestro Ilicio Saporini permanecía allí, encogido en sí mismo, pequeñito, alisándose con una mano enguantada, que casi no se veía, la rala melena plateada.

—El maestro… el maestro… —dijo la señorita Milla, sin recordar el nombre para hacer las presentaciones.

—Saporini… Ilicio… sugirió el viejito con un hilo de voz, en dos tiempos, y arrastró una reverencia.

—¡Saporini, ya! El maestro Ilicio Saporini —repitió la señorita Milla—. El violonchelista Hans Begler. Siéntense.

Pero Begler:

—¡Nein, nein! —aulló, quitándose apenas el sombrero—. ¡Nein, nein! ¡Krazias, mi querita! ¡No me siento, yo, me voy, me voy! No quiero perder el koncierto por la visita de este señor. ¡Krazias, mi querita! Mis respetos, querito señor.

Y, haciendo dos veces una torpe reverencia, se fue como una tempestad, tal como había llegado.

La señorita Milla, conociendo el malhumor de él, no intentó retenerlo y —mortificada, contrariada, afligida—, miró al viejito que, enterándose así, por casualidad, de que ella tenía que ir a un concierto con aquel señor, empezó a retorcerse como un perrito, suplicándole que fuera: por caridad, de otra manera no se quedaría tranquilo, por haber llegado en un momento tan poco oportuno.

—Adelante, el sombrerito, el sombrerito. Alcanzaremos a aquel señor con un carruaje. La acompañaré hasta la sala. ¡Hágame esta merced, por caridad!

—Pero yo antes quisiera saber…

—Después, después…

—Usted ha preguntado por mi madre —dijo la señorita Milla—. ¡Pero mi madre ya no está aquí!

—Eh, me… me lo imaginaba —balbuceó el viejito—. En verdad, yo tampoco tendría que estar aquí… ¡Ochenta y un años!

—¿Ochenta y uno? —exclamó la señorita Milla—. Hace seis años que mi mamá murió —y, levantando una mano para señalar el retrato fotográfico en la pared—: ahí está.

El maestro Ilicio Saporini levantó los ojitos que casi desaparecían entre las bolsas de los párpados, y permaneció un rato mirando aquel retrato de vieja con cofia, que evidentemente no le decía nada: meneó la cabeza y con una sonrisa afligida, empezó a balbucir:

—No… no me… no me… ¡Aquella, no… eh! Yo, ¿sabe? Yo… ¡No, no!

Balbuciendo así, con dos dedos se estiraba el cuello de la camisa, como si de pronto sintiera que se le cerraba la garganta. Tragó saliva y dijo:

—Usted, usted, más bien… sí, usted… me la recuerda, viva.

—¿Yo? ¿Precisamente yo? —preguntó sorprendida la señorita Milla—. ¡No, sabe! Yo no me parezco a mi mamá… ¡No, qué!

El viejito meneó un dedo.

—No puede saberlo —susurró—. Usted mira las facciones… ¿Pero la luz de los ojos?… ¿Los movimientos?… ¿La sonrisa?… ¿La voz?… ¡Yo conocí a su mamá mucho, mucho antes que usted, señorita, en otros tiempos! Y usted no puede… no puede entender lo que siento en…

No pudo continuar; sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Fue un momento. Se reanimó enseguida y obligó de nuevo a la señorita Milla a coger y ponerse el sombrero para llegar a tiempo al concierto. En el carruaje le daría informaciones sobre sí mismo.

¿Qué informaciones? Aquel día, la señorita Milla pudo entender bien poquito y culpó de ello a su ansiedad por llegar al concierto, a la voz tan delgada del viejito, al ruido del carruaje. ¿Y luego? Con las otras informaciones, recibidas tranquilamente en el silencio de su sala, con toda su buena voluntad, nunca consiguió recomponer claramente la historia (que quería parecer muy aventurera y llena de extraños acontecimientos) de aquel viejito. Quien, poniéndose cada vez a hablar de sí, parecía no saber por dónde empezar, como si todavía se sintiera muy lejano, y para llegar a explicar quién era tuviera que recorrer una ruta infinita, a través de caminos muy remotos, intricados, llenos de obstáculos, de setos y entre una multitud innumerable que lo arrastraba hacia un lado y hacia el otro y le impedía el paso continuamente.

—Eh, pero luego… —suspiraba—, luego estaba… seguro… y cuando yo… sí, porque aquel, ¿cómo se llamaba?… aquel… no, en verdad fue otro… aquel otro, antes, que…

Se confundía, se perdía entre tantos particulares minuciosos, citando nombres desconocidos, lugares desaparecidos o cambiados, testimonios de cosas muertas, que acompañaba con exclamaciones y sonrisas y gestos, como si poco a poco viera y tocara lo que decía, o más bien susurraba.

Cierto era esto: que tenía ochenta y un años; que con poco más de veinte años, es decir en 1849, a la caída de la República, había abandonado Roma e Italia y que volvía ahora, después de unos sesenta años vividos en América, en Nueva York.

Le importaba mucho hacer entender que se había comprometido bastante, en aquel entonces, con los movimientos revolucionarios… ¡Eh, sí, después del famoso cambio de chaqueta!

—¿Por parte de quién?

—¿Cómo que de quién? ¡Por parte de Pío IX, Dios Santo!

La señorita Milla lo miraba con sus ojos de muñeca completamente abiertos. Escuchando nombrar tantos hechos y personajes, todos así, cada uno más «famoso» que el otro, se había dado cuenta de que su ignorancia en historia contemporánea era realmente deplorable. Y quizás por eso no conseguía entender de qué manera y por qué se había comprometido el maestro Ilicio Saporini.

Estaba la música de por medio, sin duda: cierto himno patriótico. Y también un tal tío Nando. Seguro. El tío Nando, que había vuelto a Roma en 1946, después del famoso edicto…

Otra vez la señorita Milla desorbitando los ojos: ¿qué edicto? ¡El del perdón, por Dios! El famoso edicto del perdón, con el cual Pío IX, entre tantos delirios de grandeza, había dado comienzo a su reino, acordando plena amnistía a todos los condenados y exiliados políticos del Estado pontificio.

—¿También al tío Nando?

—¡También al tío Nando, seguro!

Ahora bien, parecía que en casa de este tío Nando se reunían los patriotas más fervientes de aquel entonces. El problema era que el maestro Ilicio Saporini a estos fervientes patriotas los llamaba a todos por su nombre. Decía:

—Pietro… eh, Pietro… médico valioso, poeta valioso…

La señorita Milla tuvo dificultad en entender quién era este Pietro, médico valioso, poeta valioso.27 ¡Pero Pietro Sterbini, Dios Santo, el doctor Pietro Sterbini, el de la famosa conjura contra Pellegrino Rossi!

—Sí… fue Pescetto quien le dio primero un empujón, un simple empujón, aquí, en el vestíbulo de la cancillería, Pescetto, es decir… ¿cómo se llamaba de nombre? Filippo… no, Pippo era otro de la conjura… ¡Eh, sí, Pippo!… Pippo Trentanove… Pescetto se llamaba Antonio Ranucci. Sí, así: Antonio, un empujón y Giggi, Luigi Brunetti, hijo de Ciceruacchio, primero un puñetazo en la cara y luego una cuchillada en la garganta… ¿Quién los había reunido, la noche del 14, en la hostería del Fornaio en Ripetta? Él, Pietro, Pietro Sterbini, mientras la policía se esperaba el golpe de los que, en la cuesta de Marforio, estaban conjurados en broma, los hermanos Faciotti, Gennaro Bomba, Salvati y Toncher, que hacía de espía. Pero eran todos… ¿sabe?, como girándulas aparejadas; y él, Pietro… Pietro era la golondrina que inflamaba al resto.

Así relataba el maestro Ilicio Saporini con su vocecita de mosquito. Y aquel Pietro entraba en todos sus relatos. A la señorita Milla ya le parecía poderle estrechar la mano, a Pietro, e invitarlo a sentarse allí, en un sillón de la sala.

Ni que decir tiene que también a Pietro se debía el único y no muy claro compromiso del maestro Ilicio Saporini en los asuntos políticos desde 1846 hasta 1849. Sí, porque Pietro, por la famosa recurrencia del 21 de abril de 1846, Navidad de Roma,28 como se tenía que organizar una gran fiesta en las termas de Tito, en el Esquilino, para cantar himnos de alabanza al divino Pío IX, exaltado entonces como segundo fundador de la ciudad eterna, Pietro —médico valioso, poeta valioso—, había compuesto un himno precioso, breve, con dos estrofas y un estribillo:

Habías caído: levántate.

Madre de tantos héroes…29

¡El maestro Ilicio Saporini lo recordaba todavía, palabra por palabra! Y el estribillo:

Tú vives en Campidoglio.

Tú eres reina todavía.30

Basta: había venido a leerlo (Pietro) a casa del tío Nando, este himno suyo, pocos días antes. Le había dicho (siempre él, Pietro): «¡Tú, Ilicio! ¿Te atreverías a musicarlo? Lo cantarán los estudiantes».

El maestro Ilicio Saporini tenía unos dieciocho años en aquel entonces; aún no había conseguido el diploma de la academia; pero el mismo sentimiento… ¡eh, toda el alma le cantaba en aquellos días! Se había puesto manos a la obra, y en una noche lo había musicado.

Pero Pietro… ¡una verdadera traición! Le dijo: «¡Hijo mío, Magazzari, el maestro Magazzari se ha ofrecido para musicarlo!».

Y el 21 de abril, en las Termas de Tito, en el Esquilino, ante la presencia de ochocientos invitados, había sido cantado el himno musicado por Magazzari.

¿Y? Incluso admitiendo que haber musicado un himno podía considerarse un serio compromiso político, cuando Pío IX se complacía del hosanna de los liberales, Magazzari, si acaso, no él, podría haberse comprometido… ¡Bah! La señorita Milla no pudo entender demasiado.

Del maestro Magazzari había oído hablar varias veces por boca de su madre que, hasta los últimos años, había conservado memoria de todos los hechos y de todos los hombres, especialmente del mundo musical romano de aquel entonces: el nombre del maestro Ilicio Saporini nunca había salido de los labios de su madre. Y por tanto, a los ojos de la señorita Milla, el maestro Ilicio Saporini permanecía no solo en el presente, en la Roma de hoy, un hombre perdido que no conseguía encontrar su lugar; sino también en el pasado, en aquel mundo de entonces, como ella a través de las informaciones y los recuerdos de su madre se lo había imaginado. Tampoco en aquel mundo conseguía encontrar un lugar para él, ciertamente porque él no había sabido obtenerlo en el corazón ni en la mente de su madre. Como nada era ahora, nada había sido, seguramente, tampoco entonces.

A decir verdad, Saporini no se vanagloriaba de nada. Una punta de envidia y de celos mostraba aún hacia Magazzari; y después de que la señorita Milla le suplicara insistentemente, tocó o mejor señaló una frase con el piano… no todo el famoso himno… la frase que acompañaba los dos versos de la segunda estrofa de Pietro:

A ti el cetro, el trono,

a ti el eterno laurel.31

Pero solamente para demostrar que su versión era más solemne, más majestuosa, más inspirada que la de Magazzari. Y nada más.

¿Qué había hecho en América, durante sesenta años? ¡Eh, era fácil adivinarlo por aquella melena plateada! ¡Había sido maestro de música italiano, lo que todos los señores forasteros esperan de los italianos! Es decir: uno que aporrea la guitarra, melenudo y con los ojos embobados, interpretando la antigua y aquí, entre nosotros, olvidada canción de «Santa Lucia»:

Sul mare luccica

l’astro d’argento…32

Y, a juzgar por la apariencia, la profesión de maestro de música italiano tenía que haber sido lucrativa. El maestro Ilicio Saporini tenía que haber reunido una suma discreta, con la cual había podido concretar el sueño, quién sabe cuánto tiempo deseado, de volver a la patria a cerrar los ojos. Pero tal vez, pobre viejo, se imaginaba reencontrar Roma como la había dejado en 1849.

Roma, su Roma, la que vivía por él, en sus recuerdos lejanos, había desaparecido; habían desaparecido, muertos, todos los conocidos de su generación.

Llegando de lejos, de tan lejos, no se imaginaba que tendría que encontrarse ante otra lejanía inalcanzable: la del tiempo.

¿Dónde había llegado?

¡Desde la Roma de hoy a la de su juventud, cuánto camino!

Y apenas llegado, había empezado a retroceder por este mismo camino, con el alma llena de angustia, buscando en la Roma de hoy las huellas de su antigua vida.

Ahora, pasando por Via del Governo Vecchio, se había acordado que, en el número 47, vivía el maestro Rigucci, el maestro Rigucci de la Academia, que tenía una hija tan hermosa, Margherita, que tocaba divinamente el arpa… ¡Quién sabe! ¡Podía estar viva todavía! Pero, ¿era posible que aún viviera allí? Ya era una suerte haber encontrado, en la vieja calle, la casa todavía en pie. ¡No solo las casas, sino también tantas calles habían desaparecido! Había subido la escalera, solamente por el placer de volver a poner el pie sobre aquellos escalones de la antigua escalera, húmeda, casi oscura. En el rellano de la segunda planta se había detenido y, mirando hacia la puerta del medio… ¡ah, qué salto le había dado el corazón en el pecho! La vieja placa ovalada, de cobre, con el nombre Rigucci, seguía allí, debajo de otra, menos vieja, con el nombre Donnetti. Por tanto, ¿estaba aún allí? Ah, él, el maestro, no, por supuesto, ¿pero ella, Margherita? Y había tocado el timbre.

Ahí estaba Margherita, joven tan, tan hermosa, que tocaba el arpa tan divinamente: aquella vieja en cofia, marchitada en aquel retrato…

¿Qué había sido para él, antaño, aquella viejita?

La señorita Milla había visto al maestro Ilicio Saporini emocionarse hasta las lágrimas mirando aquel retrato, pero sin embargo había creído poder concluir que su madre, de joven, no había sido para él otra cosa que la hija del profesor Rigucci de la Academia. Tal vez, sí, él había ido a veces a casa del abuelo, porque hablaba de muchos que solían frecuentarla; de las famosas noches musicales que contaban con la presencia de los más celebres maestros de la época; de las fervientes simpatías de las que disfrutaba Margherita Rigucci, en aquel entonces joven y bellísima. Tal vez, estudiante, ¡quién sabe!, él también se había enamorado de la hija del profesor, pero enamorado por su cuenta, sin dejar recuerdo alguno, ni siquiera de su nombre, en ella.

La emoción quizás se explicaba así: en aquella casa por fin, después de tantos días de búsqueda vana y muy amarga, el pobre y perdido viejito había conseguido rastrear una huella de la antigua vida, un lugar donde sentarse, después de tanto camino, sin sentirse del todo extraño.

Pero el placer de haber reencontrado este lugar, este rincón de recuerdos, empezó en breve a serle amargado por aquel piano, por los otros instrumentos musicales, que lo trastornaban, lo aturdían con ciertas peleas de sonidos, iras de Dios, que embelesaban a todos los señores, extranjeros en su mayoría, que se reunían en la antigua sala del maestro Rigucci, ¡del maestro Rigucci que adoraba a Rossini! ¡Y más que todos embelesaban a la señorita Milla Donetti, la nieta del maestro Rigucci, la hija de Margherita Donetti-Rigucci!

No decía nada, pero aquella música le parecía una verdadera profanación, allí, en aquella sala, que conocía las divinas melodías de la música italiana más pura. No decía nada, es más, se empequeñecía lo más que podía, en la silla, y de vez en cuando levantaba la manita enguantada para alisarse la melena y levantaba la mirada hacia el retrato de su vieja Margherita.

La señorita Milla lo observaba con el rabillo del ojo y refrenaba con dificultad una risita. Una noche se sentó a su lado y le preguntó:

—¿No le gusta? ¿No se divierte?

—Si le digo la verdad —le contestó en voz baja, con una sonrisita—, yo… miro… a mi viejita…

—¡Me he dado cuenta de ello!

—¿Sí? La miro… y oigo cantar a Rosina del Barbiere, oigo cantar a Amina…33

—Sin embargo, ¿sabe? —le dijo entonces la señorita Milla—. Mamá con los años había… evolucionado, se había convertido, ¡eh sí! Se había convertido a la música nueva.

—¿A esta? —preguntó el viejito, tan sorprendido que esta vez la señorita Milla no pudo refrenar la risita.

—¿Traición?

—Pero… perdone… —contestó él, turbado—. Entiendo, entiendo bien que le pueda gustar a estos señores forasteros: es su música; la sienten así, ¡amén! ¿Pero, nosotros? Tenemos la nuestra, nuestras glorias: Paisiello, Pergolesi, Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi…

Aquel torbellino del señor Begler, a quien a la mañana siguiente la señorita Milla refirió las quejas del viejito, cuando llegó la noche, para gastarle una broma al maestro, de acuerdo con sus amigos que componían el cuarteto, en cierto punto interrumpió no sé qué lánguida diablura de Tchaikovsky (que parecía la pesadilla de un enfermo con los demonios en el cuerpo), dejó el violonchelo, saltó al piano y atacó furiosamente el aria de Rigoletto: «Questa o quella per me pari son».

Todos estallaron en una carcajada. El maestro Ilicio Saporini primero miró a su alrededor, aturdido, luego palideció: tal vez hubiera conseguido dominarse si Begler, girándose con violencia sobre el asiento giratorio del piano, no les hubiera gritado a todos los que reían:

—¿Por qué? ¡Pellísima músika de persaglieri!34 ¡Pellísima! ¡Pellísima!

—¿La música de Verdi, música de infantería? —dijo entonces el viejito, poniéndose de pie, mientras su escasa personita ardía de indignación—. ¡Tengo el honor de decirle que usted, querido señor, no entiende nada! Que usted no tiene… no tiene…

Y con la mano, porque la voz le faltó, empezó a golpearse el pecho, del lado del corazón.

—Quisiera tener veinte años menos —dijo luego, mostrando los dedos de las manitas que le temblaban—, para hacerle escuchar la música verdadera…

—¿Con el tararí? —preguntó Begler—. Aquí, aquí, venga aquí… usted, querita mía…

Y fue a arrancar de la silla a la señorita Milla, la hizo sentar a la fuerza en el piano y le impuso:

—¡Toque vuestra músika!… ¡Toda músika vuestra!… Yo apuesto poner siempre en vuestra músika el tararí.

Y con tres dedos tocó un par de teclas del piano.

—¡Así!

Todos rieron, de nuevo. El maestro Ilicio Saporini esperó por un instante que la señorita Milla, nieta del maestro Rigucci, no se prestara a aquella broma indigna. En cambio, felicísima, la señorita Milla empezó a tocar esta y aquella pieza de las óperas italianas más famosas; y parecía que escogiera a propósito aquellas donde el alemán podía meter más fácilmente su tararí. Y, cada vez, un estruendo de risas. Mira, o Norma, tararí… ai tuoi ginocchi, tararí.

El viejito tuvo que contenerse violentamente para no escaparse; fingió reír, él también, para no demostrar que aquella broma lo desagradaba; asistió muchas otras noches, puntual, a las reuniones en casa de la señorita Donetti; luego distanció las visitas, con la excusa de la estación fría y de su edad avanzada; finalmente dejó de ir.

Pero un día la señorita Milla, buscando entre los viejos papeles de su madre, descubrió una partitura amarillenta, doblada, escrita a mano; al principio creyó que era un borrador del abuelo, y la dejó allí; una vez terminada la búsqueda, volvió a poner en la estantería todos los papeles, pero aquella hoja… ¿cómo era? Estaba de nuevo allí. Como si hubiera querido quedarse fuera. La miró mejor y cuál fue su sorpresa al encontrar un aria del maestro Ilicio Saporini —en aquel entonces aún no maestro— un aria dedicada a su madre, a la divina Margherita Rigucci, sobre los tenues versos de Metastasio:

En las luces

tuyas divinas

paz por fin

halla el corazón…35

Corrió al piano y la leyó. Oh, no era nada: un poco dura, pretenciosa; pero sin embargo con ciertas ingenuidades amables, que hacían reír y emocionaban al mismo tiempo. Tal vez su mamá, de joven, había cantado aquella aria. Ella también intentó tararearla:

En las luces… en las luces…

En las luces tuyas divinas

paz por fin

paz por fin

paz por fin halla el corazón…

 

El mismo día, envió a Tilde a buscar el rastro del viejito. Él le había dicho que, después de una larga búsqueda, al fin había encontrado una habitación en una vieja casa de Via Crestari, y le había descrito minuciosamente esta habitación, la dueña de casa que casi tenía la edad de él, los muebles antiguos, un pequeño piano en la habitación contigua, en el cual aún se podía tocar… la música antigua, al menos.

Cuando Tilde volvió, le anunció que el viejito estaba enfermo y que hacía varias semanas que no salía de la casa. La señorita Milla se propuso ir a visitarlo; se lo propuso durante ocho días seguidos, pero, desgraciadamente, nunca encontró un momentito para hacerlo. Después de los ocho días, envió de nuevo a Tilde y esta vez la sirvienta le dijo que el pobre viejito estaba a punto de irse definitivamente.

Aquel día el señor Begler estaba de visita; sin embargo, la señorita Milla se conmocionó por la noticia. En la conmoción, tuvo un pensamiento amable y se lo comunicó al señor Begler. Este, con la boca compuesta en su perpetua sonrisa muda, lo aprobó. Juntos fueron a la casa del viejito; pero ni uno ni la otra entraron en la habitación donde él yacía casi inerte y como de cera entre las almohadas; se detuvieron en la habitación del piano; la señorita Milla puso en el atril aquella partitura amarillenta, que había encontrado entre los papeles de su madre, y empezó a cantar en voz baja la antigua aria, casi con una voz que llegaba de lejos:

Nelle luci

tue divine

pace alfine

trova il cor…

 

El maestro Ilicio Saporini, a los primeros acordes, abrió los ojos y miró a la vieja dueña de la casa, que estaba sentada, vigilante, a los pies de la cama. ¿Reconoció su aria de antaño? Tal vez no. Pero la voz… aquella voz…

Susurró algo, con los ojos velados de lágrimas. Tal vez un nombre:

—Margherita.

De pronto, mientras la voz continuaba modulando dulcemente: Nelle luci… nelle luci tue divine… pace alfine… pace alfine… pace alfine trova il cor… saltó chillón un tararí socarrón.

El viejito se estremeció; como golpeado, volvió a abandonar la cabeza que apenas había levantado de las almohadas, atraído por el canto. Y no volvió a levantarla.

27 Todos los personajes históricos que Pirandello nombra fueron reales y participaron activamente en el Risorgimento italiano.

28 Celebración del aniversario del nacimiento de Roma, fundada, según la leyenda, el 21 de abril del año 753 a.C.

29 «Eri caduta: lèvati, / Madre di tanti eroi…»

30 «Tu vivi in Campidoglio, / Tu sei regina ancor.»

31 «A te lo scettro, il soglio, / a te l’eterno allor.»

32 «Santa Lucia» (1848) fue compuesta por Teodoro Cottrau (1827-1879) en dialecto napolitano y posteriormente fue traducida al italiano por el mismo compositor. Fue la versión en italiano del poeta y periodista Enrico Cossovich (1822-1911) la que supuso el éxito internacional de la canción. El título alude al barrio costero de Nápoles denominado Borgo Santa Lucia.

33 Rosina es la protagonista de Il barbiere di Siviglia, ópera de Rossini, mientras Aminta protagoniza La sonnambula de Bellini.

34 Los bersaglieri son el cuerpo de soldados italianos de infantería, conocidos por el sombrero de ala ancha decorado con plumas de urogallo.

35 «Nelle luci / tue divine / pace al fine / trova il cor…»