DOÑA MIMMA

I

Doña Mimma se va. Cuando doña Mimma, con el pañuelo de seda azul celeste anudado debajo de la barbilla, pasa por las calles soleadas del pueblecito, se puede creer perfectamente que su figurita pulcra, todavía recta y vivaz aunque modestamente envuelta en el largo chal negro con flecos, no proyecta sombra alguna sobre las piedras de las callecitas y tampoco sobre el enlosado de la Plaza Mayor.

Se puede creer perfectamente porque, a los ojos de todos los niños y también de los adultos (quienes, al paso de ella, se sienten niños de pronto), doña Mimma trae consigo un aire que, de inmediato, convierte en falso todo lo que hay sobre ella y a su alrededor: el cielo es de papel; el sol es una esfera de purpurina, como la estrella del pesebre. Todo el pueblecito, con su sol de oro y el cielo de un azul nuevo sobre las casitas viejas, con sus pequeñas iglesias con los campanarios achaparrados y las callecitas y la Plaza Mayor con la fuente en el centro y la iglesia principal al fondo, se convierte enseguida, al paso de doña Mimma, en un juguete grande de la Befana,36 de los que se sacan, pieza por pieza, de la cajita ovalada que huele deliciosamente a pegamento. Cada pieza —y hay muchas— es una casa con sus ventanas y su galería, y hay que ponerlas en fila y ordenarlas para crear la calle o la plaza; y esta pieza más gruesa es la iglesia con la cruz y las campanas, y esta otra es la fuente, que habrá que rodear con estos arbolitos con corona de virutas verdes y el pequeño disco de madera que los mantiene rectos.

¿Milagro de doña Mimma? No. Es el mundo donde doña Mimma vive, a los ojos de los pequeños y también de los adultos, que empequeñecen apenas la ven pasar. Pequeños, a la fuerza, porque nadie puede sentirse mayor ante doña Mimma. Nadie.

Cuando habla con los niños, les representa ese mundo y les explica cómo, uno por uno, ha ido a comprarlos muy lejos.

—¿Adónde?

¡Eh, dónde! Lejos, muy lejos.

—¿A Palermo?

A Palermo, sí, con una hermosa parihuela blanca, de marfil, tirada por dos caballos blancos, sin cascabeles, por calles muy largas, por la noche, a oscuras.

—¿Y por qué sin cascabeles?

—Para no hacer ruido.

—¿Y a oscuras?

Sí: por la noche están la luna y las estrellas. A oscuras, ¡seguro! Siempre llega la noche cuando durante el día se recorre tanto camino. Y vuelve siempre cuando es de noche, con aquella parihuela, y en silencio para que nadie vea ni nadie oiga nada.

—¿Por qué?

Porque el niño recién comprado no puede oír ruidos: se asustaría, y tampoco puede ver la luz del sol.

—¿Comprado? ¿Cómo que comprado?

—¡Con el dinero de papá! Mucho dinero.

—¿Flavietta?

—Sí, Flavietta costó más de doscientas onzas. Más, más. Con estos ricitos de oro y esta boquita de fresa. Porque papá la quiso así, rubia, de pelo rizado y con esos grandes ojos llenos de amor que me miran, mi niña, ¿no me crees? ¡Doscientas onzas son pocas para estos ojos! ¿Quieres que lo ignore? Te compré yo. Y también a Ninì, sí, claro. Os compré a todos. Niní costó un poquito más, porque es niño. Los niños, mi amor, siempre cuestan un poco más: trabajan y así ganan mucho dinero, como papá. ¿Sabéis que compré a papá? Yo, yo. ¡Cuando era muy pequeño, claro! ¡Cuando aún no era nada! De noche, con la parihuela blanca, yo se lo traje a su mamá, ¡que en paz descanse! Desde Palermo, sí. ¿Cuánto costó él? ¡Uy, millares de onzas, millares!

Los niños la miran asombrados. Miran su precioso pañuelo, de seda azul celeste, siempre nuevo, sobre el pelo todavía negro, brillante, repartido en dos mechones que, en las sienes, forman dos trencitas que pasan sobre las orejas, de cuyos lóbulos, estirados por el peso, cuelgan dos sólidos pendientes en forma de sendas lágrimas. Miran sus ojos un poco ovalados, con los párpados delgados, adornados con pestañas larguísimas; la pelotita de la nariz un poco veteada, entre los orificios largos y morados; el mentón agudo, donde se rizan metálicos algunos pelitos. Pero ven envuelta en un aire de misterio a esa aseada viejita que todas las mujeres —y también la mamá de cada uno de ellos— llaman la comadre. Siempre viene a sus casas de visita cuando la mamá no se encuentra bien y, pocos días después, así, aparece otro hermanito u otra hermanita que ella ha ido a comprar lejos, muy lejos, a Palermo, con la parihuela. La miran, le tocan muy delicadamente, con los deditos curiosos y un poco dubitativos, el chal, el vestido, y sí, es una aseada viejita que no parece diferente a las demás, pero, ¿cómo puede ir tan lejos, con su parihuela, y cómo es posible que su oficio sea comprar niños y traerlos como la Befana trae los juguetes?

Pero… ¿Qué? No, no saben qué pensar; sin embargo perciben en su interior, vago, un poco del misterio que se halla en aquella viejita, que ahora está con ellos —la tocan— y luego se irá a buscar a los niños tan lejos, donde también fue a buscarlos a ellos… ya… a Palermo, ¿dónde? Donde ella sabe y ellos, pequeños, no saben; aunque claro, cuando eran muy pequeños, también estuvieron en aquel lugar, si fue a buscarlos allí…

Con los ojos, instintivamente, le buscan las manos. ¿Dónde están sus manos? Allí, bajo el chal. ¿Por qué doña Mimma nunca enseña las manos? ¡Ya! Nunca los toca con las manos: les da besos, habla con ellos, se expresa mucho con los ojos, con la boca, con el rostro, pero nunca saca las manos del chal para acariciarlos. Es extraño. Alguien, el más valiente, le pregunta:

—¿Usted no tiene manos?

—¡Jesús! —exclama doña Mimma, dirigiendo una mirada de inteligencia a la madre del pequeño, como para decirle: «¿Qué es, un diablo, este niño?»—. ¡Aquí están! —añade enseguida, enseñando sus manitas con los mitones de hilo—. ¿Cómo que no las tengo, diablito? ¡Jesús, qué preguntas!

Y se ríe, se ríe, volviendo a poner las manos bajo el chal y subiéndoselo con ellas hasta la nariz, para esconder aquellas risitas, que, Dios la libre… ¡Oh, Señor! Le entran ganas de persignarse. ¡Mira tú qué se le puede ocurrir a un niño!

Aquellas manos parecen hechas para moldear la cera de la que están formados los Jesusitos que, durante la noche de Navidad, en cada iglesia se llevan al altar en una canasta acolchada, de raso azul celeste. Doña Mimma percibe la santidad de su oficio, la religión que reside en el acto del nacimiento, y a los ojos de los niños lo protege con todos los velos del pudor. Cuando habla de ello con los adultos tampoco emplea nunca palabra alguna que pueda remover o enrarecer aquellos velos, y habla del tema con la mirada clavada en el suelo y lo menos que puede. Sabe que su oficio de recibir a tantos pequeños seres —quienes lloran apenas exhalan la primera respiración— no siempre es alegre, sabe que a menudo es sumamente triste. En una casa de señores, un niño puede ser una gran alegría (también para el propio niño), ¡aunque no siempre, allí tampoco! Pero traer niños —y muchos, muchos— a las casas de los pobres… Le llora el corazón. Pero en el pueblito ella es la única que ejerce aquel oficio, desde hace treinta y cinco años. O, mejor dicho, era la única, hasta ayer.

Ahora ha llegado de la península una melindrosa de veinte años, piamontesa con falda corta, amarilla, chaqueta verde, con las manos en los bolsillos como un niño: hermana soltera de un empleado de aduanas. Diplomada por la Universidad de Turín. ¡Es para persignarse, Dios mío, una joven todavía sin experiencia en la vida que ejerce semejante profesión! Y hay que ver con qué descaro: ¡de milagro no la lleva escrita en la frente! ¡Una joven! Una joven, que de estas cosas… ¡Dios, qué vergüenza! ¿Dónde hemos llegado?

Doña Mimma no se queda tranquila. Gira la cara, se cubre los ojos con la mano apenas la ve pasar, contoneándose por la plaza, con la cabeza alta, las manos en los bolsillos, la pluma blanca y recta al viento, sobre el sombrero de terciopelo. ¡Y qué ruido aquellos tacones insolentes sobre el adoquinado de la plaza! «¡Estoy pasando yo! ¡Estoy pasando yo!». Aquella no es una mujer: ¡es una diablesa! ¡No puede ser una criatura de Dios!

¿Cómo? ¿La placa?

¿Ah, sí? ¿Ha colgado la placa con su nombre y su profesión en el portón de su casa? ¿Y cómo se llama? Elvira… ¿Cómo? ¿Señorita Elvira Mosti? ¿Está escrito «señorita»? ¿Y qué quiere decir diplomada? Ah, el diploma. La vergüenza diplomada. Dios, ¿se puede creer algo semejante? ¿Y quién llamará a aquella descarada? ¿Y qué experiencia, qué experiencia puede tener si todavía…? En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¿Hay que ver esas cosas en nuestros días? ¿En un pueblito como el nuestro? Ay… ay… ay…

Y doña Mimma hace aspavientos con sus manitas enfundadas en los mitones de hilo, como si viera las llamas del infierno.

«¡No, señora, gracias, qué café, señora mía! Agua, agua, un poco de agua: ¡estoy desconcertada!», dice en las casas de sus clientas, a quienes visita de vez en cuando, «asomándose», como ella dice, para saber… ¿no? ¿Nada? ¡Dejemos que Dios actúe, alabado sea siempre, en el cielo y en la tierra!

Se ha obsesionado, no porque tema que las señoras la traicionen con aquella, ¡imagínese si puede temer algo parecido, conociendo a las señoras, con el temor de Dios, con la educación del pueblo y el respeto por las cosas santas! Ni en sueños…

«Virgen María, digo yo, por el hecho en sí… este escándalo… una joven… Dicen que habla como un carabiniero… que todas las palabrotas las dice claramente, como si fuera algo natural…»

Está tan compungida por la monstruosidad del escándalo, que no se da cuenta de la incomodidad afligida con la cual las señoras la observan. Parece que tienen algo que decirle pero que no encuentran el coraje para hacerlo.

Hoy, el médico del partido le ha dado la espalda al verla pasar. ¿No la ha visto? ¡Sí, sí que la ha visto! La ha visto y se ha girado. ¿Por qué?

Se entera, poco después, de que aquella desvergonzada ha ido a verlo, con su hermano. Obviamente para encomendársele. Quién sabe qué zalamerías habrá utilizado, como saben hacer estas inmorales forasteras que en las grandes ciudades del continente han perdido el santo rojo del rostro, y ahora este médico tonto… ¿El diploma? ¿Y qué tiene que ver el diploma? ¡Ah, sí, para obtener el diploma! Vamos, ¿no se saben estas cosas? Dos miradas, dos caricias y los hombres arden como paja, ahora también los viejos, ¡sin temor de Dios! ¿Qué puede hacer un diploma? ¿Qué tiene que ver el diploma? Experiencia es lo que se necesita, experiencia.

—Eh, pero también se necesita el diploma, doña Mimma —le contesta, suspirando, el farmacéutico, con quien, al pasar, se ha quejado por el cambio de chaqueta del médico.

—¿Y acaso yo tengo un diploma? —exclama entonces doña Mimma, sonriendo y juntando con las puntas de los dedos las dos manitas enfundadas en los mitones de hilo—. Y hace treinta y cinco años que, con la gracia de Dios y gracias a mí, todos ustedes, hijos míos, están aquí (y usted también, don Sarito). ¡Cuántas veces he viajado a Palermo! ¡Mire, mire!

Y doña Mimma se agacha para coger con sus dos manitas (que casi no se ven, pero que sin embargo tanta fuerza tienen) un hermoso niño de la calle, que se ha parado delante de la farmacia, y lo levanta, alto, al sol.

—¡Este también! ¡Y todos los que ve, todos! ¡He ido a comprarlos a Palermo, sin diploma! ¿Para qué sirve el diploma?

El joven farmacéutico sonríe.

—Está bien, doña Mimma, sí… usted, la experiencia, claro… pero…

Y la mira, afligido e incómodo, y él tampoco tiene el coraje de hacerle entrever la amenaza que pende encima de su cabeza.

Hasta que desde la prefectura de la provincia le llega una carta con membrete y sello, escrita a máquina y firmada a mano, que ella no sabe leer bien; pero adivina que habla del diploma que no tiene, y que según los artículos tal y cual… Todavía está intentando descifrar aquella carta cuando un guardia se acerca para invitarla en nombre del alcalde.

—¿Su mujer? ¿Tan pronto? —pregunta doña Mimma, contrariada.

—No, la invita al ayuntamiento —contesta el guardia—, para una comunicación.

Doña Mimma frunce el ceño:

—¿A mí? ¿Por esta carta?

El guardia se encoge de hombros:

—No sé. Venga y lo sabrá.

Doña Mimma lo sigue al ayuntamiento, donde encuentra al alcalde, turbado. Él también ha sido comprado en Palermo por doña Mimma, y para él doña Mimma ha comprado dos hijos y pronto tendrá que viajar de nuevo con la parihuela para el tercero, pero…

—¡Mire, doña Mimma! Otra carta de la Prefectura, para usted, sí. Y desgraciadamente no hay nada que hacer. Le prohíben el ejercicio de la profesión.

—¿A mí?

—¡A usted, porque no está diplomada, querida doña Mimma! Es la ley.

—¿Qué ley? —exclama doña Mimma, sin una gota de sangre en las venas—. ¿Una ley nueva?

—¡No, no es nueva! Pero aquí… hacía tantos años que estaba usted sola; la conocíamos, la queríamos, confiábamos tanto en usted, y por eso hemos dejado pasar… ¡Pero nosotros también estamos cometiendo una infracción, doña Mimma! Estas malditas formalidades, ¿lo entiende? Mientras estaba usted sola… Pero ahora ha llegado aquella; se ha enterado de que usted no está diplomada, y como aquí nadie la llama, ¿lo entiende?, ha reclamado a la Prefectura y usted ya no puede ejercer o tiene que irse a Palermo, esta vez de verdad, a la universidad, para conseguir el diploma, como aquella.

—¿Yo? ¿A Palermo? ¿A mi edad? ¿Con cincuenta y seis años? ¿Después de treinta y cinco años de profesión? ¿Esta ofensa? ¿Yo, el diploma? Una población entera… ¿Cómo? ¿Se necesita el diploma, saber leer y escribir, para esto? ¡Apenas sé leer! ¡Y me perdería en Palermo, yo que nunca me he movido de aquí! ¿A mi edad? Por culpa de aquella melindrosa, la quiero ver, con su diploma… ¿Quiere competir conmigo? ¿Y qué tienen que enseñarme a mí los mejores profesores (si les doy mil vueltas), después de treinta y cinco años de profesión? ¿Tengo que ir a Palermo de verdad? ¿Por cuánto tiempo? ¿Por dos años?

Doña Mimma no para: un río de lágrimas airadas, desesperadas, entre un precipicio de preguntas urgentes. El alcalde, dolido, quisiera detener aquel ímpetu; deja que se desahogue; intenta calmarla de nuevo: dos años pasan rápidamente, sí, es duro, claro, pero será una cuestión formal, para obtener el pedazo de papel, para que aquella jovencita no le gane la partida. Luego, acompañándola hasta el umbral de la puerta, dándole una palmada en la espalda como si fuera un buen chico, para animarla, intenta hacerla sonreír: vamos a ver, vamos a ver… ¿Cómo podría perderse en Palermo, ella que cada día va allí tres o cuatro veces?

Doña Mimma se ha subido el chal sobre el pañuelo azul celeste y sus manitas aprietan aquel chal negro sobre su rostro, para esconder las lágrimas. Niños, aquel pañuelo de seda celeste, la santa poesía de vuestro nacimiento, se ha teñido de luto: se va a Palermo, sin parihuela blanca, a estudiar mayéutica y sepsis y antisepsia, el extremo encefálico, el extremo pelvi-podálico… Así lo quiere la ley. Doña Mimma llora; no puede consolarse; apenas sabe leer; se perderá entre la ciencia punzante de aquellos doctos profesores, en Palermo, adonde tantas veces ha ido con la poesía de su parihuela blanca.

—Señora mía, señora mía…

Un llanto que rompe el corazón, con cada una de sus clientas, cuando va a despedirse de ellas antes de partir. Y en cada casa se inclina para acariciar, con sus pequeñas manitas temblorosas (oh, sí, ahora las saca con más recato), la cabecita rubia o morena de cada niño, y entre los ricitos deja caer las lágrimas, junto con los besos, inconsolablemente.

—Me voy a Palermo… me voy a Palermo.

Y los niños la miran sorprendidos, y no entienden por qué llora tanto, esta vez, por tener que irse a Palermo. Piensan que tal vez sea una desgracia también para ellos, para todos los niños que aún están allí y que tienen que ser comprados.

Las madres le dicen:

—¡Nosotras la esperaremos!

Doña Mimma las mira con ojos lacrimosos, menea la cabeza. ¿Cómo puede engañarse tan piadosamente, ella que conoce tan bien la vida?

—Señora mía, ¿dos años?

Y se va, con el corazón partido, subiéndose el chal negro sobre el pañuelo azul celeste.

II

Doña Mimma estudia. Palermo. Doña Mimma llega de noche, tan pequeña en la estación inmensa.

Oh, Jesús, ¿lunas? ¿Qué son? Hay veinte, treinta, alrededor. ¿Es una plaza? ¡Qué grande es! ¿Por dónde hay que ir?

¡Por aquí, por aquí!

Entre todos aquellos edificios, pesadillas de sombras gigantescas agujereadas por las luces, cegada por tanto resplandor en movimiento, por tantas tiras luminosas, filas, collares de lámparas por las calles largas, rectas e infinitas, entre el traqueteo de gente que salta de un lado para el otro, imprevista y enemiga, y el ruido que la embiste, atronador, de coches que escapan rápidos, solo advierte, en aquel asombro roto por sustos continuos, la violencia que la retiene desde dentro y de la que poco a poco se desprende para meterse a la fuerza en aquella confusión infernal, después del aturdimiento y el vértigo del viaje en tren, el primero de su vida.

¡Jesús, el tren! Montañas, llanos que se movían, giraban, y se escapaban, con los árboles, con las casas diseminadas y los pueblos lejanos; y de vez en cuanto el golpe violento de un palo de telégrafos; silbidos, sacudidas: el susto por los puentes y los túneles, uno después del otro; deslumbramientos, viento y sofoco en aquella tempestad de estruendos, en la oscuridad… ¡Jesús, Jesús!

—¿Cómo dices?

No siente nada, no sabe cómo dirigir los pies, se mantiene cerca de un sobrino suyo que la acompaña: un joven, el orgullo de la casa, ah, él es dueño del mundo, puede reír y avanzar seguro, porque ya ha estado en Palermo dos años, durante el servicio militar.

—¿Cómo dices?

Sí, claro, la carroza… ¿Qué carroza? ¡Ah, ya, sí, el carruaje! ¿Cómo entrar en la ciudad, cómo caminar por la calle y llegar a la posada, con aquel grueso fardo de ropa bajo el brazo?

Mira el fardo: dentro se halla toda ella; y de verdad quisiera estar allí, en su ropa hecha un fardo bajo el brazo de su sobrino, volviéndose tela y percibiendo solo el olor de la ropa, para no ver y no sentir más.

—¡Dámelo! ¡Dámelo a mí!

Quisiera agarrarse a aquella ropa, para sentirse mejor en ella, pero su alma está fuera, aquí, expuesta a las muchas impresiones que la asaltan por doquier. Contesta que sí, que sí, pero no entiende bien las señales de su sobrino.

Jesús mío, ¿por qué le pregunta a ella? Como una criaturita en sus manos, hará todo lo que él quiera: sí, el carruaje; sí, la posada, la que él quiera. Por el momento se siente como en un mar en medio de la tormenta, y coger un carruaje equivale a subirse a un barco; llegar a la posada equivale a tocar la orilla. Piensa con terror en el momento en que, en tres días, su sobrino vuelva al pueblo, después de haberle encontrado un alojamiento; piensa en cómo se quedara aquí, en esta babilonia, sola, perdida.

Mientras se dirigen en carruaje hacia la posada, su sobrino le propone ir a ver la feria en Piazza Marina.

—¿La feria? ¿Qué feria?

—La feria de los muertos.

Doña Mimma se persigna. ¡Mañana, ya, el Día de Difuntos! Llega a Palermo la noche del primero de noviembre, víspera del día de los muertos, ella que a Palermo siempre ha venido para comprar vida. Los muertos, ya… Pero los muertos son la Befana para los niños de la isla; los juguetes no se los trae la Befana el seis de enero: los traen los muertos el dos de noviembre. Los adultos lloran y los pequeños festejan.

—¿Habrá mucha gente?

Tanta, tanta, sin fin, que los carruajes no pueden pasar: todos los padres, todas las madres, abuelas, tías, van a la feria de los muertos en Piazza Marina para comprar los juguetes para sus niños. ¿Las muñecas? Sí, para las hermanitas. ¿Los muñecos de azúcar? Sí, para los hermanitos, los que ella, doña Mimma, en la feria de la vida, en la imaginación de los niños de su pueblo lejano, durante muchos años ha venido a comprar aquí, a Palermo, y se los ha llevado con la parihuela de marfil: juguetes de verdad, con ojos de verdad, vivos, manitas de verdad, delgadas, frías, cárdenas, cerradas; y la boquita babeante que llora.

Sí. Pero ahora los ojos de doña Mimma, ante el espectáculo tumultuoso de aquella feria, están aún más sorprendidos que los de una niña. Y doña Mimma no puede ni pensar que el sueño de sus viajes misteriosos —como lo representaba ante los niños de su pueblo— ahora aquí, en la feria, casi se convierta en realidad. No puede ni pensarlo, porque entre los gritos desgarrados de los vendedores ante los puestos iluminados por luces multicolores, entre los silbatos, el campanilleo, los miles de ruidos de la feria y la gente que empuja y sigue afluyendo a la plaza, su aturdimiento crece junto con el miedo a la gran ciudad; y también porque ahora, aquí, es ella la niña encantada. Y además aquel aire que la envolvía en su pueblito, un aire de cuento que la seguía por las calles y a las casas donde entraba, un aire que inducía a todos (grandes y pequeños) a respetarla (porque ella, con el misterio del nacimiento, traía niños nuevos a cada casa, vida nueva al viejo y decrépito pueblito), ahora, aquí, ya no la rodea. Despojada cruelmente de su papel, ¿qué es ahora, aquí, en el gentío de la feria? Una pobre y mezquina viejita, aturdida. La han echado de su sueño para que se desintegre y desaparezca en esta realidad violenta. Y no entiende nada ni sabe moverse ni hablar ni mirar.

—Vámonos… vámonos…

¿Adónde? Fuera de aquí, de esta muchedumbre, es fácil irse, con un poco de paciencia, lentamente, pero, ¿y luego? Reencontrarse en su interior, como antes, segura, tranquila, será difícil: ahora a la posada, mañana a la escuela.

En la escuela, cuarenta y dos diablesas, todas con el aire descarado de jóvenes hombres con falda, más o menos como aquella que ha llegado del continente a su pueblito, se le acercan el primer día que se presenta entre ellas, con el pañuelo de seda azul celeste en la cabeza y el largo chal negro, con flecos y en punta, que modestamente la envuelve. ¡Uy, la abuela! La vieja comadrona de los cuentos, llovida de la luna, que no se atreve a enseñar las manitas y permanece con la mirada baja por pudor y todavía habla de comprar a los niños. La miran, la tocan, como si no fuera de verdad, aunque se encuentre ante sus ojos.

—¿Doña Mimma? ¿Doña Mimma qué? ¿Jèvola? ¿Doña Mimma Jèvola? ¿Cuántos años? ¿Cincuenta y seis? ¡Eh, pequeñita para empezar! ¿Comadrona desde hace treinta y cinco años? ¿Y cómo? ¿Fuera de la ley? ¿Cómo se lo han podido permitir? ¿Ah, sí, la práctica? ¡Qué práctica! ¡Se necesita mucho más! ¡Ahora lo verá!

Y cuando entra en el aula el profesor Torresi, encargado de la introducción a los conceptos generales de obstetricia teórica, se la presentan entre risas y alboroto:

—¡La abuela comadrona, profesor, la abuela comadrona!

El profesor Torresi, calvo, un poco barrigón pero no obstante apuesto, con el aire de coracero recién bajado de su caballo, con los bigotes grises y rizados y un grueso y peludo lunar en una mejilla (¡qué amor! Se pellizca aquel lunar mientras imparte la clase, para no despeinarse los bigotes, estudiadamente dispuestos). El profesor Torresi siempre se ha vanagloriado de saber mantener la disciplina y, efectivamente, trata a aquellas cuarenta y dos diablesas como a potras desenfrenadas que hay que domar con látigo y a golpes de espuela, pero sin embargo, de vez en cuando, no puede evitar sonreír por alguna intervención de alguna de ellas o, más bien, conceder una risita como recompensa por la adoración que le profieren. Su rostro quisiera asumir una expresión de desdén ante aquella presentación ruidosa, pero luego, viendo a aquella vieja y graciosa recluta, él también quiere divertirse.

Le pregunta cómo hará, habiendo llegado tan tarde, para seguir sus clases. Él («¡Atención! ¡Cada una en su lugar!») ya ha hablado largamente («¡Silencio, por Dios!»), ya ha hablado mucho del fenómeno de la gestación, desde la concepción hasta el parto; ya ha hablado de la ley de la correlación orgánica; ahora se ocupa de los diámetros fetales, en la clase precedente ha tratado el frente-occipital y el biacromial; hoy tratará del diámetro bisiliaco. ¿Qué entenderá ella? Está bien, la práctica. Pero, ¿qué es la práctica? ¡Atención, que todas presten atención! (y el profesor Torresi se estira los pelos del lunar de la mejilla, ¡qué amor!): la práctica es conocimiento implícito. ¿Y puede bastar? No, no es suficiente. Para que el conocimiento sea suficiente es necesario que de implícito se vuelva explícito, es decir, que se exprese, para que se pueda ver claramente parte por parte, y en cada parte se pueda definir, casi tocar con la mano, ¡pero no con mano de vidente! De otra manera, cualquier conocimiento nunca será saber. ¿Es cuestión de nombres, de terminología? No, el nombre es la cosa. El nombre es el concepto dentro de nosotros, de cada cosa puesta fuera de nosotros. Sin el nombre no hay concepto, y la cosa permanece en nosotros como ciega, indefinida, indistinta.

Después de esta explicación, que deja a todas las alumnas asombradas, el profesor Torresi se dirige a doña Mimma y empieza a interrogarla.

Doña Mimma lo mira sobrecogida. Cree que habla en chino. Obligada a contestar, provoca en aquellas cuarenta y dos diablesas unas risas tan fragorosas que el profesor Torresi ve en peligro su poder de domador. Grita, golpea la cátedra para obtener silencio, disciplina.

Doña Mimma llora.

Cuando el silencio vuelve al aula, el profesor, indignado, echa un rapapolvo, como si no se hubiera reído él también; luego se vuelve hacia doña Mimma y le grita que es una vergüenza presentarse en la escuela en tal estado de ignorancia, que es una vergüenza ahora querer hacerse la jovencita, a su edad, con aquel llanto. ¡Llorar es inútil!

Doña Mimma está de acuerdo, asiente con la cabeza, se seca las lágrimas; quisiera irse. El profesor la obliga a quedarse:

—¡Siéntese! ¡Y escuche!

¡Qué escuchar! No entiende nada. Creía que lo sabía todo, después de treinta y cinco años de profesión y en cambio se da cuenta de que no sabe nada, absolutamente nada.

—¡Poco a poco, no se desespere! —la consuela el profesor al final de la clase.

—No se desespere, poco a poco —le repiten las compañeras, ahora apiadadas por el llanto de ella.

Pero a medida que aquel famoso conocimiento implícito, del que le ha hablado el profesor Torresi, se vuelve explícito, doña Mimma, en vez de ver más claro, ¡todo lo contrario!, no consigue ver nada más.

Descompuesta, desmenuzada, la idea de la cosa como antes vivía en su interior, entera y compacta, ahora se confunde, perdida en tantos mínimos detalles, cada uno con un nombre curioso, difícil, que ella ni siquiera sabe pronunciar. ¿Cómo retener en la memoria todos aquellos nombres? Lo intenta con mucha paciencia, por la noche, en su mísera habitación de alquiler, silabeando ante el manual, encorvada sobre la mesa donde arde una lámpara a petróleo.

—Bia-bia-cro-bia-cro-bia-cro-mial-bia-cromial.

Y reconoce, sí, poco a poco, en clase, reconoce con viva sorpresa, uno por uno, después de muchas dificultades, todos aquellos detalles, y exclama cómicamente:

—Y esto… Jesús, ¿se llama así?

Pero no encuentra la razón para distinguirlo, para definirlo así, con aquel nombre. El profesor se la muestra; le obliga a verla; así, aquel detalle se despega aún más del conjunto: se impone como una cosa por sí misma, y como aquellos detalles son numerosos, doña Mimma se pierde y no consigue encontrarse.

Es una pena verla en las clases de obstetricia práctica, en la casa de maternidad, cuando el profesor la llama para una prueba. Todas las compañeras esperan aquella prueba, porque ahora doña Mimma se encuentra en el campo de su larga experiencia. ¡Sí! El profesor no quiere que ella haga lo que sabe hacer, sino que diga lo que no sabe decir; y cuando es el momento de hacer (y no de decir), no la deja hacer a su manera, como ha hecho durante tantos años (y siempre le ha ido bien), sino que quiere que siga los preceptos y las reglas de la ciencia, como punto por punto él los ha explicado. Y la regaña, si doña Mimma se atreve a hacer sin observar aquellos preceptos y aquellas reglas, y si en cambio se retiene y se esfuerza por prestar atención a cada precepto y a cada regla, la regaña porque se pierde y se confunde y no consigue hacer nada bien, con rapidez y precisión.

Pero no la incomodan solo todos aquellos detalles y preceptos y reglas. Otra, y más grave, en el alma de ella, es la razón de tal incomodidad. Sufre, como por una violencia horrenda que le infligieran allí donde más celosamente está custodiado para ella misma el sentido de la vida; sufre, sufre y no puede más ante el espectáculo crudo y abierto de aquella función que durante años ha considerado sagrada —porque en cada madre la vergüenza y los dolores rescatan ante Dios el pecado original—. Sufre y quisiera cubrir aquel espectáculo allí también, lo más posible, con los velos del pudor. Y en cambio, no: fuera todos aquellos velos; el profesor tira por los aires y arranca brutalmente aquellos velos que él llama de hipocresía y de ignorancia; y la maltrata y se burla de ella con palabras indecentes, a propósito. Y aquellas cuarenta y dos diablesas a su alrededor se ríen groseras por las befas y las palabrotas del profesor, sin recato, sin respeto alguno por la pobre paciente, por aquella pobre madre desdichada, expuesta como objeto de estudio y de experimento.

Envilecida, llena de deshonra y de angustia, vuelve a su habitación al final de las clases, y llora y reflexiona sobre si le conviene dejar la escuela y volver a su pueblito. Durante el largo ejercicio de la profesión ha ahorrado algo, que podrá ser suficiente para su vejez; se quedará tranquila, descansando, observando satisfecha a todos los niños del pueblo y a los mayores, chicos y chicas, y a los más mayores aún, a los jóvenes y a sus padres y a sus madres: a todos a quienes ella ayudó a nacer, sin preceptos y sin reglas, como vieja comadrona de los cuentos, con su parihuela de marfil. Pero entonces, tendrá que darse por vencida ante aquella prepotente joven que ya habrá ocupado su lugar en el pueblito, en cada familia. ¿Quedarse mirándola, sin hacer nada? ¡Ah, no, no! Aquí: vencer la vergüenza, ahogar la deshonra y la angustia, para volver al pueblo con su diploma y gritarle a aquella descarada que ahora ella también sabe lo que enseñan los profesores, que una cosa son los misterios de Dios y otra la obra de la naturaleza.

Pero, sus manitas expertas…

Doña Mimma se las mira piadosamente, a través de las lágrimas.

¿Estas manitas sabrán moverse ahora, como antes? Están como atadas por todos aquellos nuevos conceptos científicos. Sus manitas tiemblan y han dejado de ver. El profesor le ha entregado a doña Mimma las lentes de la ciencia, pero ha hecho que, irremediablemente, perdiera la vista natural.

¿Y qué hará mañana doña Mimma con estas lentes, si ha dejado de ver?

III

Doña Mimma vuelve.

—¿Flavietta? Sí, madamita, ella también. ¡Imagínese! A Palermo, ¿cómo no?, con la parihuela de marfil y el dinero de tu padre. ¿Cuánto? ¡Eh, más de mil liras!

—¡No, onzas!

—Ya, decía liras: onzas, madamita, más de mil. ¡Querida, me está corrigiendo! ¡Le quiero hacer un beso! ¡Y otro!

¿Quién habla así? ¡Mira tú! La piamontesa, la que hace dos años parecía un niño con falda: chaqueta verde, manos en los bolsillos. Ha tirado la chaqueta y el sombrero, se peina como se estila en el pueblo y lleva en la cabeza, oh, el pañuelo de seda azul celeste anudado debajo de la barbilla, un hermoso chal largo de indiana, en punta y con flecos. ¡La piamontesa! ¿Y ahora ella también habla de comprar a los niños en Palermo, con la parihuela de marfil y el dinero… de sus padres? Ya, ella dice padre porque habla bien, ¡imagínese! Y no les da los besos: los hace, y hace furor con su habla, vestida así de paisana: ¡un encanto!

—¡El chal más ajustado en la cintura!

—¡Sí, así, así!

—Y el pañuelo… no, un poco más hacia delante.

—¡Sobre la cabeza, así!

—Amplio… un poco más amplio debajo, más abierto… ¡así!

Ahora sus ojos están clavados en el suelo, por la calle, modestos, y no pasa nada si de vez en cuando se escapa una mirada maliciosa o una sonrisita descubre en las mejillas los adorables hoyuelos. ¡Qué mona!

Las madres se oyen llamar madama («¡Mis respetos, madama! ¡Para servirla, madama!») y están todas contentas (¡pobrecitas, con su gran barriga!). Están contentas porque, tratando con ella, es como si hablaran en italiano y estuvieran familiarizadas con todas las finuras y las costumbres civilizadas del continente. Sí, porque se sabe que en el continente se estila así, asá… Y además, está la satisfacción de verse explicar todo punto por punto, como si hablara un médico, con los términos precisos de la ciencia que no pueden ofender porque la naturaleza, Dios mío, será fea pero es así; Dios la ha hecho así, y es mejor saber cómo son las cosas, para organizarse, preservarse, para entender al menos de qué y por qué se sufre. Voluntad de Dios, sí, claro; lo dicen las Sagradas Escrituras: «Tú, mujer, parirás a tus hijos con gran dolor», pero, ¿acaso se le falta el respeto a Dios, estudiando la sabiduría de sus disposiciones? La ignorancia de doña Mimma, pobrecita, se contentaba con la voluntad de Dios y basta. Ahora, esta joven, respeta igualmente a Dios y además lo explica todo: cómo Dios ha querido y dispuesto la cruz de la maternidad.

Por su parte los niños, escuchando —con voz y modales diferentes— el maravilloso cuento de los viajes nocturnos a Palermo con la parihuela de marfil y los caballos blancos bajo la luna, se quedan boquiabiertos, porque —relatado así— es como si les leyeran el cuento o lo leyeran ellos mismos en un hermoso libro de cuentos, donde el hada está aquí, viva ante sus ojos hasta el punto de que pueden tocarla: esa hada hermosa que de verdad va en parihuela, bajo la luna, a Palermo y trae a las nuevas hermanitas, a los nuevos hermanitos. La admiran, casi la adoran; dicen:

—¡No: doña Mimma es fea! ¡No la queremos!

El problema es que ahora tampoco las mujeres del pueblo la quieren, porque doña Mimma las trataba sin tantas ceremonias, como si ellas (mujeres de pueblo) no tuvieran derecho a quejarse por los dolores del parto. Y a menudo, si el parto duraba mucho, era capaz de dejarlas para correr a ocuparse de otra señora, que también estaba de parto. Mientras esta (¡oh, un amor de hija: bella por dentro y por fuera!) es amable y paciente con ellas, sin diferencias. Si una señora la llama para que vaya inmediatamente, contesta, con cortesía pero sin vacilar, que no puede ir porque está cuidando de una pobrecita y no puede dejarla: ¡así mismo! ¡Muchas veces! Y además es una joven que nunca ha experimentado hasta ahora estos dolores, y sin embargo sabe entenderlos e intenta aliviarlos en todas, señoras y pobrecitas, de la misma manera. ¡Y fuera el sombrero y todos los aires de dama con los que había llegado, para arreglarse como ellas, como una pobrecita, con el chal y el pañuelo en la cabeza, que le queda tan bien!

En cambio, doña Mimma… ¿Qué? ¿Con el sombrero? ¡Sí, corran a verla! Acaba de llegar de Palermo con un sombrero así de grande, madre mía, si parece una mona, de aquellas que bailan sobre los órganos en la feria. Todos han salido de sus casas para verla; todos los chicos de la calle la han acompañado a casa golpeando los adoquines, detrás de la abuela disfrazada para carnaval.

¿El sombrero, de verdad?

El sombrero, sí. ¿Acaso no ha conseguido el diploma en la universidad como la piamontesa? Después de dos años de estudios… ¡y qué estudios! El pelo se le ha blanqueado, en dos años, antes de irse a Palermo lo tenía oscuro. Si el señor doctor ahora quiere intentar competir con ella, le mostrará que ya no puede embaucarla con sus palabras incomprensibles, porque ahora ella también las sabe decir, y mejor que él.

¿El sombrero? ¡Qué tontería de mentes estrechas de pueblo! El sombrero es un derecho y la consecuencia de dos años de estudios en la universidad. Allí, todas las que estudiaban con ella lo llevaban, y por tanto ella, también.

La profesión de la obstre…no, te… tétrica, no… la profesión de la obstetra difiere poco de la del doctor. Los mismos estudios, casi. ¿Y acaso los doctores no van con la boina por la calle? ¿Para qué ha ido a Palermo? ¿Para qué ha estudiado dos años en la universidad? ¿Para que ha conseguido el diploma, si no es para ponerse al mismo nivel, de estudios y de estatus, que la piamontesa, diplomada por la Universidad de Turín?

Doña Mimma se asombra, se pone de mil colores cuando se entera de que la piamontesa ahora no lleva el sombrero, sino chal y pañuelo. ¿Ah, sí? ¿Se lo ha quitado? Ahora lleva el chal y el pañuelo azul celeste. ¿Y qué hace? ¿Qué dice? ¿Ah, que los niños se compran en Palermo? ¿Con la parihuela? ¡Ah, traidora! ¡Ah, infame! ¿Para quitarle el pan a ella? ¿Para quitárselo de la boca? ¡Asesina! ¿Para agradar a la gente ignorante del pueblo? ¡Infame! ¡Infame! Y la gente… ¿cómo acepta la hipocresía de ella, que antes iba diciendo que eran tonterías y pudores? Si esta descarada tenía que convertirse en comadrona, tal como había hecho ella, naturalmente, durante treinta y cinco años, ¿por qué obligarla a irse a Palermo, a estudiar dos años en la universidad para conseguir el diploma? ¡Solo para disponer de tiempo para robarle el sitio, para eso! ¡Para quitarle el pan de la boca, actuando como ella, vistiéndose como ella, diciendo las mismas cosas que antes decía ella! ¡Infame, asesina, impostora, traidora! Ah, Dios…

A doña Mimma se le ha subido la sangre a la cabeza; llora de rabia; se retuerce las manos aún con el sombrero en la cabeza; patalea; el sombrero se desplaza y, por primera vez, se le escapa de la boca una palabrota: no, ahora, por desafío, no se quitará ese sombrero, se quedará en su cabeza. Ha conseguido el diploma; ha estado en Palermo; se ha matado dos años a estudiar: ahora hará en el pueblo, no ya de comadrona, sino de obstetra diplomada por la Real Universidad de Palermo.

Pobre doña Mimma, dice obstetra tan enfadada, dando vueltas por la habitación de su casa, donde todos los objetos parecen observarla asombrados porque se esperaban ser saludados con alegría y acariciados después de dos años de ausencia. Doña Mimma ni los mira; dice que quisiera ver a aquella (otra palabrota), quisiera ver si tiene el coraje de hablar en su presencia de parihuelas de marfil y de comprar niños. Y ahora mismo, sin ni siquiera descansar un minuto, quiere ir a visitar a todas las mujeres del pueblo —¡así, sí, señores, con el sombrero en la cabeza!— para ver si también ellas tendrán el coraje, ahora que ha vuelto con el diploma bajo el brazo, de cambiarla por aquella creída.

Sale de casa, pero apenas se encuentra en la calle, la sorprenden de nuevo las risas de la gente y las bromas de los golfillos impertinentes e ingratos, que se han olvidado de quien los trajo al mundo, ayudando a sus madres a darlos a luz.

—¡Qué morro! ¡Tontos! Ah, hijos de…

Le tiran cáscaras y piedras al sombrero, la acompañan con ruidos groseros, saltando a su alrededor.

«¿Doña Mimma? ¡Mira!», dicen las señoras, quedándose pasmadas ante el espectáculo grotesco y compasivo, porque doña Mimma, con el sombrero de través y los ojos ovalados rojos de llanto y de rabia, quiere —así arreglada— presentarse como la sombra del remordimiento, y en aquellos ojos rojos de llanto y de rabia guarda un reproche lleno de profunda pena, como si ellas la hubieran enviado a Palermo a estudiar, a la fuerza, y ellas hubieran hecho que volviera con aquel sombrero que, siendo el fruto natural, aunque desproporcionado, de dos años de estudios en la universidad, representa la traición de estas señoras.

Traición, sí, traición, señoras mías, traición, porque si querían a la comadrona como era antes doña Mimma —una comadrona con el pañuelo en la cabeza y el chal, que les contara a sus niños el cuento de la parihuela y de los hermanitos comprados en Palermo con el dinero de papá— no tenían que permitir que el pañuelo de seda y el chal de doña Mimma y sus viejos cuentos fueran usurpados por esta descarada continental que antes, al llegar de la universidad con su sombrero, los había ridiculizado. Tenían que decirle: «No, querida: tú has obligado a doña Mimma a estudiar en Palermo durante dos años, a ponerse el sombrero para que las jóvenes inmorales como tú no se rieran de ella, ¿y ahora tú te quitas el sombrero y te pones el pañuelo y el chal y hablas del cuento de la parihuela, para ocupar el lugar de la mujer que has enviado a estudiar? ¡Eso es hipocresía! ¡Para ella, en cambio, vestir así, hablar así, era algo natural! No, querida, ahora estás traicionando a doña Mimma, y como tú antes te has burlado de ella, por el pañuelo y el chal y el viejo cuento de la parihuela, ahora harás que los demás se rían de ella, por el sombrero y la ciencia obstetra aprendida en la universidad». Eso, señoras mías, tenían que decirle a esta piamontesa. O, si de verdad ahora les gusta más la comadrona civilizada, que todo sabe explicarlo bien, punto por punto, cómo se hacen y cómo se pueden también no hacer los hijos, entonces obliguen a la piamontesa a que se ponga de nuevo el sombrero, para evitar que doña Mimma sea ridiculizada, después de haber estudiado como un médico, ahora que ha vuelto con el sombrero.

Pero ustedes se encogen de hombros, señoras mías, y le hacen entender a doña Mimma que no saben cómo actuar con la otra, que ya les ha asistido una vez y bien, muy bien, sí… y que para la próxima ocasión ya se han comprometido… y que en el futuro, para no comprometerse, dicen que se haga la voluntad de Dios, porque ya es suficiente ahora esta cruz como para tener otros hijos.

Doña Mimma llora; quisiera consolarse un poco al menos con los niños, y para que se le acerquen se quita el sombrero negro, pero inútilmente. Los niños no la reconocen.

—¿Cómo? —dice doña Mimma, llorando—. Tú, Flavietta, que antes me mirabas con estos ojos amorosos; tú, Ninì mío, ¿cómo? ¿No os acordáis de mí, de doña Mimma? ¡Yo he ido a compraros a Palermo, con el dinero de papá, con la parihuela de marfil, venid aquí, hijos míos!

Los niños no quieren acercarse; permanecen huraños y hostiles, mirándola desde lejos, observando aquel sombrero negro en las rodillas de ella. Y doña Mimma, entonces, después de haber intentando largamente secarse el llanto de los ojos y de las mejillas, viendo finalmente que no lo consigue y empeora la situación, vuelve a ponerse el sombrero y se va.

Pero no es solo por este sombrero negro (como doña Mimma piensa) por lo que todo el pueblo está en su contra. Si no fuera por la irritación y el disgusto, doña Mimma podría tirar aquel sombrero; pero, ¿y la ciencia? Ay de mí, la ciencia que le arrancó de la cabeza el precioso pañuelo de seda celeste y le impuso, a cambio, este sombrero negro; la ciencia aprendida tarde y mal; la ciencia que le ha quitado la vista y le ha entregado las lentes; la ciencia que ha confundido su experiencia de treinta y cinco años; la ciencia que le ha costado dos años de martirio a su edad; la ciencia, no, doña Mimma nunca podrá desecharla. ¡Y este es el verdadero mal: irreparable! Porque se da el caso, ahora, de que una vecina, casada desde hace un año apenas y ya a punto de ser madre, no encuentra esta noche en las cuatro habitaciones de su casa un lugar, un solo lugar, donde calmar la agitación que la asfixia. Se va a la terraza, mira… no, se siente extrañamente observada por todas las estrellas que resplandecen en el cielo; y siente que el hormigueo de estrellas pincha agudamente sus carnes; y empieza a gemir y a gritar que no puede más. Puede esperar; le dicen que puede esperar hasta mañana; pero ella dice que no, dice que, si sigue así, antes de que amanezca, habrá muerto y entonces, como la otra, la piamontesa, está ocupada y dice que lo siente mucho pero que precisamente esa noche no puede ir, ya que ahora en el pueblo hay dos mujeres que ejercen la profesión, se puede intentar llamar a doña Mimma.

¿Qué? ¿Doña Mimma?¿Y qué es doña Mimma? ¿Un trapo para tapar los agujeros? ¡Ella no quiere hacerle de «sustituta» a aquella! Finalmente se rinde ante las súplicas, se cala muy lentamente el sombrero en la cabeza y va. Ay de mí, ¿es posible que doña Mimma no se aproveche de esta ocasión para demostrar que ha estudiado dos años en la universidad, como aquella, y que ahora sabe actuar como aquella —mejor que ella— con todas las reglas de la ciencia y los preceptos de la higiene? ¡Desgraciada! Quiere mostrar una por una estas reglas de la ciencia, quiere aplicar uno por uno estos preceptos de la higiene. Tanto mostrar, tanto aplicar, en cierto momento hay que llamar rápidamente a la piamontesa y también al médico, si quieren salvar a la pobre madre y a su criaturita, que corren el riesgo de morir, ahogadas y asfixiadas por todas aquellas reglas y todos aquellos preceptos.

Y ahora para doña Mimma se ha acabado todo de verdad. Después de esta prueba, nadie —y es justo que sea así— querrá saber nada más de ella. En pie de guerra contra todo el pueblo, con el sombrero en la cabeza, cada día baja a la plaza, para montar una escena delante de la farmacia, llamando burro al doctor y ramera a aquella piamontesa que ha venido a robarle el pan. Hay quien dice que ha empezado a beber, porque después de estas escenas, volviendo a casa, doña Mimma llora, inconsolablemente; y esto, como se sabe, es un efecto que el vino suele provocar.

Mientras tanto, la piamontesa, con el pañuelo de seda azul celeste en la cabeza y el amplio chal de indiana que envuelve su delgada figura, corre de una casa a la otra, con los ojos clavados en el suelo, modestos, y de vez en cuando lanza una mirada maliciosa o una sonrisita le descubre los hoyuelos en las mejillas. Dice con pena que es una lástima que doña Mimma se haya reducido a ese estado, porque ella esperaba un alivio con su regreso al pueblo, sí, un alivio, visto que estos benditos padres sicilianos tienen demasiado dinero para gastar en hijos, y noche y día, sin pausa, la hacen viajar en parihuela.

36 La Befana es una figura típica del folclore italiano: la anciana, volando sobre su escoba, visita a los niños la noche anterior a la Epifanía (6 de enero), depositando a los pies de sus camas caramelos, chocolates, regalos y también carbón.