EL TRAJE NUEVO
Nadie conseguía considerar el traje, que el pobre Crispucci llevaba desde tiempos inmemoriales como algo superpuesto a su cuerpo, como algo que se pudiera cambiar. A los ojos de todos, él ya estaba en su traje como un viejo perro vagabundo en su pelambre desteñida y hecha jirones.
Por esta razón el abogado Boccanera, su jefe, nunca había pensado regalarle uno de sus numerosos trajes, todavía en buenas condiciones, que él ya no utilizaba. Tal como era, le resultaba maravillosamente útil: escribano y recadero por ciento veinte liras al mes.
Aquel día, el señor Boccanera estaba pronunciando un interminable y amoroso discurso. Por lo general, bastaba con que le dijera, con cierta sonrisa en los ojos: «¿Crispucci, eh?», y Crispucci lo entendía todo. Pero en aquel momento, detrás de su escritorio, doblado como una «s», con los dos largos brazos de mono colgando, parecía como si no entendiera nada.
De vez en cuando abría la boca, pero no para hablar. Se trataba de una contracción de las mejillas, o más bien de una encrespadura del rostro amarillento que, descubriéndole los dientes, podía semejarse a una mueca tanto de escarnio como de espasmo; pero tal vez solo era una señal de atención.
—De modo que, querido Crispucci, después de haberlo considerado todo, le aconsejo que se vaya. Para mí será un problema serio, pero váyase. Tendré paciencia durante unos quince días. Eh, necesitará al menos quince días para llevar a cabo todas las prácticas y las formalidades. Y también porque, me imagino, lo venderá todo.
Crispucci abrió los brazos, con los ojos claros clavados en el vacío.
—Eh, sí, le conviene vender. Joyas, trajes, muebles. La mayor ganancia está en las joyas. Así, a ojo, por la descripción del inventario, se podrán obtener de cincuenta a doscientas mil liras; tal vez más. También hay un collar de perlas. Con respecto a los trajes (usted me entiende): su hija no los podrá llevar. ¡Quién sabe de qué trajes se trata! Pero obtendrá poco de ellos, no se haga ilusiones. Los trajes se malvenden, incluso si fueron muy caros. Quizás de los abrigos de piel (parece que hay una colección), si lo sabe hacer, podrá sacar algo. Oh, cuidado: las joyas, estaría bien que averiguara dónde fueron adquiridas. Tal vez lo verá en los estuches. Le advierto de que los brillantes han subido mucho de precio. Y aquí en la lista hay varios. Mire: un broche… otro broche… anillo… anillo… una pulsera… otro anillo… un anillo más… un broche… pulsera… pulsera… Muchos, como ve.
En este momento Crispucci levantó una mano. Señal de que quería hablar. Las veces —muy infrecuentes— en que le ocurría, avisaba así. Y esta señal de la mano era acompañada por un estremecimiento del rostro, que expresaba la dificultad y la pena de extraer la voz desde aquel abismo de silencio en que su alma llevaba tanto tiempo hundida.
—Po… podría —dijo—, atreverme… ¿uno… uno de estos anillos… para su señora?
—No, ¿qué dice, querido Crispucci? —contestó el señor abogado—. Mi señora, ¿de verdad, le parece? ¡Uno de aquellos anillos!
Crispucci bajó la mano, asintió varias veces con la cabeza.
—Perdóneme.
—Al contrario, le doy las gracias. ¿Llora usted? ¡No, no, venga, querido Crispucci! ¡No he querido ofenderlo! Venga, venga. Lo sé, lo comprendo: para usted es algo muy triste; pero piense que no acepta esta herencia para usted: está solo, tiene una hija para quien no será fácil encontrar marido sin una buena dote, que ahora… ¡Eh, lo sé, el precio es muy duro! Pero el dinero es dinero, querido Crispucci, y hace que se cierren los ojos ante muchas cosas. También está su madre. Usted no está muy bien de salud y…
Crispucci, que había aprobado con la cabeza las precedentes consideraciones del señor abogado, ante esta última sobre su salud, desorbitó los ojos con una expresión huraña; hizo ademán de salir.
—¿Y no coge los papeles? —le dijo el abogado, ofreciéndoselos desde el escritorio.
Crispucci retrocedió, secándose los ojos con un pañuelo sucio, y cogió aquellos papeles.
—¿De modo que parte mañana?
—Señor abogado —contestó Crispucci, mirándolo, como decidido a decir algo que le hacía temblar el mentón; pero se detuvo, luchó para volver a lanzar al abismo de su silencio lo que estaba a punto de decir; se encogió de hombros, abrió un poco los brazos y se fue.
Estaba a punto de decir: «Parto, si su señoría acepta para su señora un anillo de esta herencia mía».
A los otros escribanos del estudio, que llevaban tres días torturándolo, punzándolo con fría ferocidad, les había prometido, rechinando los dientes, un vestido de seda para la mujer, un sombrero con plumas para la hija, un manguito para la novia.
—¡Ojalá!
—¿Y una camisa fina, velada y bordada, abierta por delante, para tu hermana?
—¡Ojalá!
Quería que, junto con él, todos se ensuciaran con aquella herencia.
Leyendo en el inventario la descripción del riquísimo armario de la difunta, y de la ropa de cama que contenían los armarios y las cómodas, se había imaginado que podría vestir a todas las mujeres de la ciudad.
Si algo de cordura no lo hubiera retenido, se hubiera paseado por la calle dirigiéndose así a los paseantes:
«Mi mujer era así y asá; acaba de morir en Nápoles; me ha dejado esto y lo otro; ¿quiere para su mujer, para su hermana, para sus hijas, media docena de medias de seda, hasta el muslo, muy finas?».
Un joven pelado, con el rostro ictérico y melancólico por querer parecer elegante, sentía que se le removía el estómago desde hacía tres días, en aquella habitación de los escribanos, ante tales ofrecimientos. Solo llevaba una semana en el estudio y más que escribano era recadero; pero quería conservar su dignidad; no hablaba casi nunca, aunque tampoco nadie le dirigía la palabra; se contentaba con unas sonrisas vanas separando apenas los labios, con cierto desprecio, escuchando las conversaciones de los demás, y sacaba de las mangas demasiado cortas, o empujaba hacia adentro con sabios y pequeños movimientos, los puños desteñidos de su camisa.
Aquel día, apenas Crispucci salió de la sala del señor abogado, cogió del perchero el sombrero y el bastón para ir tras él, mientras los otros escribanos, riendo, gritaban desde lo alto de la escalera:
—¡Crispucci, acuérdate: la camisa para mi hermana!
—¡El vestido de seda para mi mujer!
—¡El manguito para mi novia!
—¡La pluma de avestruz para mi hija!
Una vez en la calle, lo embistió con el rostro descolorido por la bilis:
—¿Por qué hace tantas tonterías? ¿Por qué esparce así la ropa? ¿Acaso llevará escrita su procedencia? Le toca una fortuna como esta y no sabe aprovecharse de ella. ¿Ha enloquecido?
Crispucci se detuvo un momento para mirarlo de reojo.
—¡Fortuna, sí! —repitió aquel—. ¡Fortuna ahora y fortuna antes, cuando, hace muchos años, su mujer se escapó de casa y usted se libró de ella.
—¿Te has informado?
—Me he informado. ¿Y bien? ¿Qué problemas y qué fastidios tuvo por ella? Ahora ha muerto, ¿y no le parece otra fortuna? ¡Por Dios! ¡No solo porque ha muerto, sino también porque le permitirá cambiar de estatus!
Crispucci se detuvo para mirarlo de nuevo.
—¿Acaso te han dicho que tengo que casar a mi hija?
—¡También por eso le hablo así!
—¡Ah! Franco.
—Muy franco.
—¿Y quieres que acepte la herencia?
—¡Sería un loco si no lo hiciera! ¡Doscientas mil liras!
—¿Y con doscientas mil liras, quisieras que te entregara a mi hija?
—¿Por qué no?
—Porque, si acaso, con doscientas mil liras, podría comprar una vergüenza menos sucia que la tuya.
—¡Oh, usted me ofende!
—No. Te aprecio. Tú me aprecias y yo te aprecio. Por una vergüenza como la tuya no daría más de tres mil liras.
—¿Tres?
—¡Cinco, caramba! Y algo de ropa de cama. ¿Tú también tienes una hermana? ¡Tres camisas de seda también para ella! Si quieres, te las doy.
Y lo dejó allí plantado, en medio de la calle.
Una vez en casa no dijo una palabra ni a su madre ni a su hija. Por otro lado, hacía dieciséis años, desde el día de la desgracia, que no admitía ninguna conversación que no se refiriera a las necesidades cotidianas de la vida. Si una de las dos mujeres profería consideraciones ajenas a estas necesidades, se giraba a mirarlas con tales ojos que enseguida la voz moría en los labios de ellas.
Al día siguiente partió hacia Nápoles, dejándolas en la incertidumbre más angustiosa acerca de aquella herencia, pero también en una gran consternación por si —Dios nos libre— cometía alguna locura.
Las mujeres del vecindario fomentaban esta consternación, comentando todas las extravagancias que Crispucci había llevado a cabo en aquellos tres días. Alguna, con fresca ingenuidad, aludiendo a la difunta, preguntaba:
—¿Cómo es que era tan rica?
Y otra:
—He oído decir que se llamaba Margherita. En cambio dicen que la ropa de cama lleva las iniciales R y B.
—¿B? No, R y C —corregía otra—. Rosa Clairon, he oído decir.
—Ah, mira, Clairon… ¿Cantaba?
—Parece que no.
—¡Sí que cantaba! Últimamente no. Pero antes cantaba.
—Rosa Clairon, sí, me parece que sí.
La hija, ante estos comentarios, miraba a su vieja abuela con un brillo de fiebre en los ojos hundidos, y una llama oscura en las delgadas mejillas. La vieja abuela, con el rostro amarillo y sebáceo, casi cortado por profundas arrugas, rígidas y precisas, se arreglaba las gafas que, después de la operación de cataratas, le volvían los ojos monstruosamente grandes y vacíos entre las finas pestañas, largas como antenas de insecto, y contestaba con sordos gruñidos a las ingenuas suposiciones de las vecinas.
Muchas sostenían con énfasis que, a fin de cuentas, al pobre señor Crispucci no se lo podía considerar loco, y tampoco podía ser criticado, si no quería que aquella ropa tocara las carnes inmaculadas de su hija. Mejor regalarla, si no quería venderla. Naturalmente, como vecinas, creían poder pretender que, a poder ser, se distribuyera entre ellas. ¡Al menos unos regalitos, vamos! Quién sabe qué río de sedas brillantes, qué espumas de encajes, entre riberas de suaves terciopelos y mechones de blancas plumas de sombrero, entrarían en unos días en la miseria de aquel tugurio.
Solo de pensarlo, los ojos de todas se volvían muy pequeños. Y Fina, la hija, escuchándolas y viéndolas tan embriagadas, se retorcía las manos debajo del delantal, y finalmente se ponía en pie y se iba.
—Pobre hija —suspiraba entonces alguna—. Es la pena.
Y otra le preguntaba a la abuela:
—¿Cree que el padre hará que vista de negro?
La vieja contestaba con otro gruñido, queriendo decir que no sabía nada.
—¡Claro! ¡Le corresponde!
—Es su madre.
—¡Si acepta la herencia!
—Verán que él también irá de luto.
—No, no, él no.
—¡Si acepta la herencia!
La vieja se agitaba en la silla, como Fina se agitaba en la cama. Porque esta era la duda: si él aceptaría la herencia.
Ambas, a escondidas, ante el primer anuncio de la muerte, habían ido a ver al abogado Boccanera, asustadas por la furia con que Crispucci había recibido la noticia de aquella herencia, y le habían suplicado con las palmas de las manos juntas que lo convenciera de no cometer locuras. ¿Cómo se quedaría, a la muerte de él, aquella pobre hija, que nunca había tenido un momento de felicidad desde que había nacido? Él ponía en la balanza una herencia de deshonra y una herencia de orgullo: el orgullo de una honesta miseria. Pero, ¿por qué pesar con esta balanza la fortuna que le tocaba a la pobre hija? Aquella pobrecita había llegado al mundo sin quererlo, y hasta ahora había pagado con muchas amarguras la deshonra de su madre; ¿encima tenía que ser sacrificada por el orgullo de su padre?
La angustia de esa duda duró una eternidad: dieciocho días. Ni siquiera una línea durante aquellos dieciocho días. Por fin, una noche, las dos mujeres oyeron un traqueteo jadeante por la larga y angosta escalera. Eran los mozos de la estación que subían, entre canastas y baúles, once pesados bultos.
A los pies de la escalera, Crispucci esperó a que los mozos llevaran la carga a su apartamento del cuarto piso; les pagó; cuando la escalera volvió a estar tranquila, empezó a subir, muy lentamente.
Su madre y su hija lo esperaban ansiosas en el rellano, con la lámpara en la mano. Finalmente lo vieron aparecer, cabizbajo, con un sombrero nuevo, verdoso, y con un traje también nuevo, de felpa, color tabaco, comprado seguramente en algún almacén popular de Nápoles. Los largos pantalones se arrastraban más allá de los tacones de los zapatos, que también eran nuevos; la americana le iba grande.
Ni una ni otra se atrevió a formular pregunta alguna. Aquel traje hablaba por sí mismo. Solo la hija, al ver que se iba directo a su habitación, antes de que cerrara la puerta, le preguntó:
—¿Has cenado, papá?
Crispucci, desde el umbral, giró el rostro y con una nueva mueca de risa y una voz nueva, contestó:
—Wagon-restaurant.