EL CABRITO NEGRO

Sin duda el señor Charles Trockley tiene razón. Es más, estoy dispuesto a admitir que el señor Charles Trockley nunca puede no tenerla, porque la razón y él son una cosa sola. Cada movimiento, cada mirada, cada palabra del señor Charles Trockley son tan rígidos y precisos, tan ponderados y seguros que cualquiera, sin más, tiene que reconocer que no es posible que el señor Charles Trockley, en cualquier caso, por cualquier cuestión que se le plantee, o por cualquier accidente que le ocurra, pueda no estar de la parte de la razón.

Él y yo, por ejemplo, hemos nacido el mismo año, el mismo mes y casi el mismo día: él en Inglaterra y yo en Sicilia. Hoy, quince de junio, él cumple cuarenta y ocho años; yo cumpliré cuarenta y ocho el día veintiocho. Bien: ¿cuántos años tendremos él el quince y yo el veintiocho de junio del próximo año? El señor Trockley no se despista; no duda un minuto; con segura firmeza sostiene que el quince y el veintiocho de junio del próximo año él y yo tendremos un año más, es decir cuarenta y nueve años.

¿Es posible no darle la razón al señor Trockley?

El tiempo no pasa de la misma manera para todos. Yo podría recibir de un solo día, de una sola hora, más daño que él durante diez años vividos en la rigurosa disciplina de su bienestar; podría vivir, por el deplorable desorden de mi espíritu, durante este año, más que una vida entera. Mi cuerpo, más débil y mucho menos cuidado que el suyo, se ha consumido lo que ciertamente no se consumirá en setenta años el del señor Trockley. Es tan cierto que él, no obstante su pelo plateado, todavía no tiene la más mínima arruga en su rostro de gamba cocida, y cada mañana puede practicar esgrima con juvenil agilidad.

Pues bien, ¿qué importa? Todas estas consideraciones, ideales y factuales, al señor Charles Trockley le resultan muy ociosas y muy lejanas a la lógica. La lógica le dice al señor Charles Trockley que él y yo, hechas las cuentas, el quince y el veintiocho de junio del próximo año tendremos un año más, es decir cuarenta y nueve.

Dicho esto de antemano, oigan lo que le ha ocurrido recientemente al señor Charles Trockley e intenten, a ver si lo consiguen, no darle la razón.

El pasado mes de abril, siguiendo el itinerario habitual trazado por Baedeker para un viaje a Italia, Miss Ethel Holloway, jovencísima y vivacísima hija de Sir W. H. Holloway, riquísimo y muy autorizado duque de Inglaterra, fue a Sicilia, a Agrigento, para visitar los maravillosos restos de la antigua ciudad dórica. Atraída por la encantadora playa, blanqueada en aquel mes por la blanca flor de los almendros al soplo caliente del mar africano, pensó en quedarse más de un día en el gran Hôtel des Temples, que se encuentra fuera de la empinada y mísera ciudadita de hoy, en campo abierto, en un lugar muy ameno.

Hace veintidós años que el señor Charles Trockley es vicecónsul de Inglaterra en Agrigento, y desde hace veintidós años, cada día, al atardecer, a pie, con su paso elástico y mesurado, va desde la alta ciudad de la colina a las ruinas de los templos aéreos y majestuosos sobre el áspero borde que detiene el declive de la colina de la acrópolis, donde antaño surgía, fastuosa, de mármol, la antigua ciudad que Píndaro37 exalta como hermosísima entre las ciudades mortales.

Los antiguos decían que los habitantes de la antigua Agrigento comían cada día como si tuvieran que morir al día siguiente, pero construían sus casas como si nunca tuvieran que morir. Ahora comen poco, porque la miseria es grande en la ciudad y en los campos, y de las casas de la ciudad antigua, después de tantas guerras y siete incendios y otros tantos saqueos, no queda rastro alguno. En lugar de ellas hay un bosque de almendros y de olivos sarracenos, por eso llamado Bosque de la cívita. Y los frondosos y cenicientos olivos avanzan en teoría hasta las columnas de los templos majestuosos y parece que pidan paz por aquellas colinas abandonadas. Bajo el declive fluye, cuando puede, el río Akragas que Píndaro glorificó por ser rico en rebaños. Algunos rebaños de cabras todavía atraviesan el lecho pedroso del río: trepan por el declive rocoso y se tumban y rumian el pobre pasto a la sombra solemne del antiguo templo de la Concordia, aún íntegro. El cabrero, bestial y somnoliento como un árabe, también se tumba sobre las gradas del pronaos en ruinas y con su caramillo de caña produce sonidos lamentosos.

Esta intrusión de las cabras en el templo siempre le ha parecido al señor Charles Trockley una horrible profanación, e innumerables veces la ha denunciado formalmente a los custodios de los monumentos, sin obtener más que una sonrisa de filosófica indulgencia y un encogimiento de hombros. El señor Charles Trockley se ha quejado ante mí con verdaderos bramidos de indignación por esas sonrisas y esos hombros encogidos, cuando a veces lo acompaño en su paseo cotidiano. A menudo ocurre que, o en el templo de la Concordia, o en el templo que se encuentra más arriba, el de Hera Lacinia, o en el otro, vulgarmente llamado templo de los Gigantes, el señor Trockley encuentra grupos de compatriotas suyos que han venido a visitar las ruinas. Y les hace notar a todos, con aquella indignación que el tiempo y la costumbre no han calmado ni atenuado, la profanación de aquellas cabras tumbadas y rumiantes a la sombra de las columnas. Pero no todos los visitantes ingleses, para decir la verdad, comparten la indignación del señor Trockley. Es más, a muchos les parece dotado de una cierta poesía el reposo de aquellas cabras en los templos, ahora solitarios en medio del gran y desmemoriado abandono del campo. Más de uno, para escándalo del señor Trockley, se muestra muy contento y admirado por aquella visita.

Más contenta y admirada que nadie se mostró, el pasado mes de abril, la jovencísima y vivacísima Miss Ethel Holloway. Es más, mientras el indignado vicecónsul le daba preciosas noticias arqueológicas, que ni Baedeker ni otro guía han atesorado, Miss Ethel Holloway cometió la indelicadeza de darle la espalda, de pronto, para correr tras un gracioso cabrito negro, recién nacido, que empujaba entre las cabras tumbadas, como si por el aire a su alrededor bailaran mosquitos de luz, y parecía asombrarse por sus saltos atrevidos y descompuestos, porque todavía cada leve ruido, cada hálito de aire, cada pequeña sombra, en el espectáculo de la vida aún incierto para él, hacía que se estremeciera y ardiera de timidez.

Aquel día yo estaba con el señor Trockley, y si me complació mucho la alegría de aquella pequeña Miss, tan súbitamente enamorada de aquel cabrito negro que quería comprarlo a toda costa, me dolió también mucho lo que le tocó sufrir al pobre señor Charles Trockley.

—¿Comprar el cabrito?

—¡Sí, sí, comprarlo, enseguida!

Y ella también se exaltaba, la pequeña Miss, como el querido y negro animalito; tal vez sin suponer, ni siquiera lejanamente, que no podría hacer desaire mayor al señor Trockley, que odiaba ferozmente desde hace tanto tiempo a aquellos animales.

En vano el señor Trockley intentó aconsejarle, hacer que considerara todos los problemas que derivarían de aquella compra: finalmente tuvo que ceder y, por respeto al padre de ella, acercarse al salvaje cabrero para cerrar el trato de la adquisición del cabrito negro.

Miss Ethel Holloway, desembolsado el dinero de la compra, le dijo al señor Trockley que confiaría su cabrito al director del Hôtel des Temples, y que luego, apenas volviera a Londres, enviaría un telegrama para que el querido animalito, una vez pagados todos los gastos, le fuera enviado. Y volvió al hotel en coche de caballos, con el cabrito que balaba entre sus brazos.

Hacia el sol que se ponía entre un admirable conjunto de nubes fantásticas, encendidas sobre el mar que resplandecía como un desmesurado espejo de oro, vi en el coche negro a aquella joven rubia y delgada y ardiente que se alejaba envuelta en el nimbo de luz deslumbrante, y casi me pareció un sueño. Luego entendí que, al haber podido concebir tan rápidamente (sin embargo tan lejos de su patria, de los aspectos y de los afectos acostumbrados de su vida) un deseo tan vivo, un afecto tan vivo por un pequeño cabrito negro, ella no poseía ni siquiera una miga de aquella sólida razón que con tanta gravedad gobierna los actos, los pensamientos, los pasos y las palabras del señor Charles Trockley.

¿Y qué tenía en el lugar de la razón la pequeña Miss Ethel Holloway?

Nada más que la estupidez, sostiene el señor Charles Trockley con un furor refrenado a duras penas, que casi da lástima, en un hombre como él, siempre tan moderado.

La razón del furor se halla en los hechos que siguieron a la compra de aquel cabrito.

Miss Ethel Holloway dejó Agrigento al día siguiente. De Sicilia tenía que pasar a Grecia, de Grecia a Egipto, de Egipto a la India.

Es un milagro que, una vez llegada sana y salva a Londres hacia finales de noviembre, después de casi ocho meses y después de tantas aventuras que seguramente le habrían ocurrido en tan largo viaje, se acordara del cabrito comprado un lejano día entre las ruinas de los templos de Agrigento en Sicilia.

Apenas llegó, según habían acordado, le escribió al señor Charles Trockley para que se lo enviara.

El Hôtel des Temples se cierra cada año a mediados de junio para volver a abrir a principios de noviembre. El director, a quien Miss Ethel Holloway había confiado el cabrito a mediados de junio, partiendo, a su vez, se lo había dejado al custodio del hotel, pero sin recomendación alguna, mostrándose molesto por el fastidio que aquel animal le había provocado y seguía provocándole. El custodio esperó día tras día que el vicecónsul, el señor Trockley, según lo que le había dicho el director, viniera a recuperar el cabrito para enviarlo a Inglaterra. Luego, al ver que nadie aparecía, se le ocurrió, para liberarse de él, prestárselo al mismo cabrero que se lo había vendido a la Miss, prometiendo regalárselo si esta, como parecía, no se preocupaba más del asunto, y ofreciéndole una compensación por la custodia y por el pasto, en el caso de que el vicecónsul viniera a reclamarlo.

Cuando, después de casi ocho meses, llegó de Londres la carta de Miss Ethel Holloway, tanto el director del Hôtel des Temples como el custodio y el cabrero se encontraron en un mar de dudas: el primero por haberle dado el cabrito al custodio; este por habérselo entregado al cabrero y este último por haberlo a su vez confiado a otro cabrero con las mismas promesas que le había hecho el custodio. De este segundo cabrero no tenían noticias. Las búsquedas duraron más de un mes. Finalmente, un día, el señor Charles Trockley vio que se presentaba en la sede del viceconsulado de Agrigento una bestia horrible, cornuda y fétida, con el pelo rojizo desteñido y hecho jirones, recubierto de estiércol y de barro, que, con balidos roncos, profundos y trémulos, con la cabeza baja, parecía preguntar amenazador qué querían de él, que había sido traído por necesidad en aquel estado, a un lugar tan extraño a sus costumbres.

Pues bien, el señor Charles Trockley, según su habitual actitud, no se preocupó ante esta aparición; no vaciló ni siquiera un momento; calculó el tiempo que había transcurrido desde los primeros días de abril hasta los últimos días de diciembre, y concluyó que, razonablemente, el gracioso cabrito negro de entonces podía ser esta inmunda bestia de ahora. Y sin ni siquiera una sombra de vacilación le contestó a la Miss que enseguida lo enviaría a Porto Empedocle en el primer barco de vapor mercantil inglés de vuelta a Inglaterra. Colgó al cuello de aquella bestia horrible una tarjeta con la dirección de Miss Ethel Holloway y ordenó que la trasladaran al puerto. Allí, él mismo, poniendo en peligro su propia dignidad, arrastró con una cuerda a la bestia por el muelle, seguido por un corro de golfillos; la embarcó y volvió a Agrigento, segurísimo de haber cumplido de manera escrupulosa con el compromiso que había asumido, no tanto por la deplorable ligereza de Miss Ethel Holloway como por el respeto debido al padre de ella.

Ayer el señor Charles Trockley vino a visitarme en tales condiciones de ánimo que enseguida, muy consternado, me apresuré a sostenerlo, para hacer que se sentara y tomara un vaso de agua.

—Por el amor de Dios, señor Trockley, ¿qué le ha pasado?

Sin poder hablar todavía, el señor Trockley sacó una carta de su bolsillo y me la dio.

Era de Sir H. W. Holloway, duque de Inglaterra, y contenía una serie de vehementes insultos contra el señor Trockley por la ofensa que había osado hacerle a Miss Ethel Holloway, enviándole aquella bestia inmunda y espantosa.

Esto, en agradecimiento por todas las molestias que el pobre señor Trockley se tomó.

¿Qué esperaba aquella estupidísima Miss Ethel Holloway? ¿Creía que, después de once meses, llegaría a Londres el mismo cabrito negro que embestía, pequeño y brillante, ardiente de timidez, entre las columnas del antiguo templo griego en Sicilia? ¿Era eso acaso posible? El señor Charles Trockley no puede quedarse tranquilo, pensando en ello.

Al verlo en aquel estado, empecé a consolarlo como mejor pude, reconociendo con él que de verdad aquella Miss Ethel Holloway tiene que ser una criatura, no solamente muy caprichosa, sino absolutamente irracional.

—¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Estúpida!

—Digamos irracional, querido señor Trockley, amigo mío. Pero mire —me permití añadir tímidamente—, ella se fue el pasado mes de abril con la imagen graciosa de aquel cabrito negro en los ojos y en el alma, y no podía, seamos justos, aceptar (irracional como es, evidentemente) la razón que usted, señor Trockley, le ha puesto ante los ojos de pronto, con aquel cabrón monstruoso que le ha enviado.

—Por tanto —me ha preguntando el señor Trockley, enderezándose y mirándome con ojos enemigos—, ¿qué hubiera tenido que hacer, según usted?

—No quisiera, señor Trockley —me he apresurado a contestarle, incómodo—, no quisiera parecerle yo también irracional como la pequeña Miss de su país lejano, pero en su lugar, señor Trockley, ¿sabe qué habría hecho yo? Le habría contestado a Miss Ethel Holloway que el gracioso cabrito negro había muerto por el deseo de sus besos y de sus caricias; o habría comprado otro cabrito negro, pequeño y brillante, parecido en todo al que había comprado el pasado mes de abril, y se lo habría enviado, segurísimo de que Miss Ethel Holloway no pensaría que su cabrito no podía conservarse así durante once meses. Con eso continúo reconociendo, como ve, que Miss Ethel Holloway es la criatura más irracional de este mundo y que la razón permanece entera de su parte, como siempre, querido señor Trockley, amigo mío.

37 Poeta lírico griego.