LAS SORPRESAS DE LA CIENCIA

Había entendido bien: mi amigo Tucci, invitándome con sus calurosas y apremiantes cartas a que pasara el verano en Milocca, en el fondo no deseaba tanto agradarme a mí como proporcionarse a sí mismo el gusto de impresionarme mostrándome lo que había sabido hacer, con mucho coraje, durante tantos años de incansable laboriosidad.

Había comprado, a riesgo de su fortuna, unos terrenos pantanosos que hacían que aquel pueblo apestara, y los había convertido en los campos más fértiles de todos los alrededores: ¡un paraíso!

En sus cartas no mencionaba ninguna de las muchas palpitaciones que le había costado aquel saneamiento ni tampoco los varios recursos que había ideado, los problemas que le habían diluviado, las numerosas luchas que había sostenido, solo, contra todo Milocca: luchas rústicas y conflictos civiles.

Tal vez para animarme más, en la última carta me decía, entre otras cosas, que se había casado con una sabia ama de casa: habían tenido ocho hijos en ocho años de matrimonio (dos de ellos en un solo parto), y el noveno estaba de camino; en casa vivía también su suegra, una mujer muy buena que lo quería muchísimo y también su suegro, una perla de hombre, docto latinista y visceral admirador mío. Seguro. Porque mi fama de escritor había volado hasta Milocca, desde que en un diario había aparecido no sé qué artículo sobre mí y un libro mío, donde había un hombre que moría dos veces. Leyendo aquel artículo en el diario, el amigo Tucci de pronto se había acordado de que habíamos sido compañeros de estudios durante muchos años, en el liceo y en la universidad, y, entusiasmado, le había hablado de mi extraordinario ingenio a su suegro, quien enseguida había encargado el libro del que hablaba aquel diario.

Pues bien, confieso que precisamente esta última noticia fue la que me venció. No es habitual que los escritores italianos tengan la suerte de ver el rostro de bien de alguno de los tres o cuatro compradores de un bienaventurado libro suyo. Cogí el tren y partí para Milocca.

Ocho horas enteras en tren y cinco en carroza.

¡Pero muy despacio, con esta carroza! Cien años atrás, no lo dudo, habrá sido incluso rápida; quizás cien años atrás aún tenía muelles, aunque tres o cuatro radios de las ruedas delanteras y cinco o seis de las traseras ya estarían atornillados con hilo bramante, así como se veían ahora. Cojines: ¡ni pensarlo! Y había que sentarse en el banco desnudo, en la punta, para evitar el riesgo de que la carne se enganchara en alguna fisura, ya que la madera, al correr, se desencajaba toda. Pero despacio, ¡no hay que correr tanto! El animal tenía que decidir el ritmo. Y aquel animal no decidía nada: se ayudaba con el morrito para avanzar. Sí, cien mil veces sí, intercambio de patas, quería bajar la nariz hasta tocar el suelo, como podía, pobre, decrépito, bruto, tanto le dolían las herraduras. Y aquel tonto del cochero, mientras tanto, tenía el coraje de decir que había que saber guiar al caballo, dejar que avanzara a su ritmo, para que no se rebelara, y si lo azotaba se levantaba recto como una liebre.

¡Y qué camino! No puedo decir que lo haya visto bien por completo, porque en ciertos barrancos más bien vi la muerte ante mis ojos. Pero luego las cuestas empinadas me permitían admirarlo durante una eternidad, entre los chirridos de la carroza y los resoplidos de aquel viejo caballo, que me entristecía. ¿Desde hacía cuántos siglos no se arreglaba aquel camino?

—El pan de las carrozas es la grava —me explicó el cochero—. Se lo comen con las ruedas. Cuando no vas por la grava, se comen la calle.

¡Y aquella calle se la habían comido bien! Había unos surcos que, al meterse en ellos, no digo que se iba mejor que en una vía de tren, sin poder moverse, pero si el caballo cometía un error y caía dentro se volcaba completamente y era un milagro que salvaras el cuello.

—¿Y por qué en Milocca dejan a las carrozas sin pan? —pregunté.

—¿Por qué? Porque existe el proyecto —me contestó el cochero.

—¿El…?

—Proyecto, sí, señor. Es más, hay muchos proyectos. Hay quien quiere llevar la vía férrea hasta Milocca, o el tranvía, o los coches. En suma, se estudia, para luego arreglar como mejor convenga a cada caso.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto yo me ahorro tener que comprar otra carroza y otro caballo, porque, entenderá, si ponen el tren o el tranvía o el coche, no podré hacer nada más que silbar.

Llegué a Milocca ya entrada la noche.

No vi nada, porque según el calendario tenía que haber luna aquella noche, pero la luna no estaba; las farolas a petróleo no habían sido encendidas y, por tanto, no se veía ni invocando a todos los santos.

Villa Tucci quedaba a casi media hora del pueblo. Pero, sería que el caballo realmente no aguantaba más o que había husmeado el almacén allí cerca, como decía el cochero imprecando, el hecho es que no quiso avanzar ni un paso más.

Y no supe no darle la razón.

Después de cinco horas en su compañía, casi me había identificado con aquel animal: yo tampoco hubiera querido proseguir.

Pensaba:

«¡Quién sabe, después de todos estos años, cómo encontraré a Merigo Tucci! Mi recuerdo de él se ha nublado. ¡Quién sabe cómo se habrá afeado, con tanto golpear la cabeza contra las duras y estúpidas realidades cotidianas de una mezquina vida provincial! Cuando éramos compañeros me admiraba; pero ahora quiere que yo lo admire a él porque —abandonados los libros— se ha enriquecido, mientras que yo me podré hacer confitar por su suegro, docto latinista, que (¡seguro!) me hará descontar (sudando sangre) las tres liras que se ha gastado en el libro. Y además ocho hijos, y la suegra, Dios inmortal, y la mujer, buena ama de casa. Y este pueblo que Tucci me ha ensalzado como si fuera muy rico y que, mientras tanto, se hace encontrar a oscuras, después de aquella calle horrible y de esta carroza para recibir a los huéspedes. ¿Dónde he ido a meterme?».

Mientras disfrutaba cómodamente de esas dulces reflexiones, el caballo, plantado sobre las cuatro patas, disfrutaba a su vez, impertubable, de una tempestad de azotes. Finalmente el cochero, cansado por aquella enorme fatiga, desesperado y furibundo, me propuso continuar a pie.

—Es aquí cerca. Yo le llevo la maleta.

—¡Pues vamos! Nos desentumeceremos las piernas —dije yo, bajando—. ¿Pero el camino está bien, al menos? Con esta oscuridad…

—Usted no tema. Iré adelante; sígame despacio, juiciosamente.

¡Suerte que estaba oscuro! Lo que el ojo no ve, el corazón no lo cree. Pero cuando el día siguiente vi ese otro camino me quedé pasmado, no tanto porque había pasado por allí, cuanto por el pensamiento de que si Dios misericordioso había permitido que no me dejara la piel allí, quién sabe a qué terribles pruebas me habrá predestinado.

La impresión que me provocó aquella calle y luego el aspecto del pueblo (sucio, desnudo, abandonado, como después de un saqueo o de un cataclismo horrendo; sin calles, sin agua, sin luz) fueron tan fuertes que la villa de mi amigo y la recepción por su parte y de todos su parientes y la admiración del suegro, etcétera, en comparación me parecieron de color de rosa.

—¿Pero, cómo? —le dije a Tucci—. ¿Este es el pueblo rico y feliz, entre los más ricos y felices del mundo?

Y Tucci, entornando los ojos:

—Este, en efecto. Ya te darás cuenta.

Tuve la tentación de abofetearlo. Porque aquel pedazo de hombre no era tonto; es más, parecía que su ingenio natural, con la animación y con la experiencia de la vida, se hubiera fortalecido y encendido, en las duras luchas contra la tierra y los hombres. Le resplandecían los ojos risueños, por los cuales yo —estropeado y entristecido por las vanas molestias de la ciudad, roído por los artificiosos y constantes cuidados intelectuales— me sentía compadecido y ridiculizado al mismo tiempo.

Pero si, a despecho de mis previsiones, tenía que reconocer que Merigo Tucci era verdaderamente digno de admiración, ¡no reconocería aquel pueblucho, no, por Dios! ¿Rico? ¿Feliz?

—¿Bromeas? —le grité—. No tenéis ni agua para beber y lavaros la cara, casas para habitar en ellas, calles para caminar, luz para ver por la noche dónde os vais a romper el cuello, ¿y sois ricos y felices? Lo he entendido, sabes. ¡Es la retórica de siempre! La riqueza y la felicidad en la beata ignorancia, ¿no es verdad? ¿Quieres decirme esto?

—No, al revés —me contestó Merigo Tucci, con una sonrisa, oponiendo de manera estudiada a mi molestia la misma cantidad de calma—. ¡En la ciencia, querido mío! Nuestra felicidad está fundada en la ciencia más cuatro ojos2 que haya ayudado nunca a la pobre e industriosa humanidad. ¡Oh, sí, estaríamos locos de verdad si nuestros administradores fueran ignorantes! Tú ya lo sabes. ¿Qué salvaguardia puede representar la ignorancia en nuestros tiempos? Prométeme que no preguntarás nada más hasta esta noche. Te haré asistir a una sesión de nuestro consejo comunal. Justo hoy se discutirá una cuestión de la mayor importancia: la iluminación del pueblo. De lo que vas a ver y escuchar, obtendrás la demostración más clara y convincente de lo que te he dicho. Mientras tanto, nuestra riqueza se halla en las maravillosas cataratas de Chiarenza, que te mostraré, y en las tierras que, gracias a Dios, son tan fértiles que nos dan tres cosechas al año. Ahora verás; ven conmigo.

Todo pasó; lo soporté todo; aguanté como infusiones en ayunas todos los pasatiempos y las distracciones del día, con el pensamiento fijo en la demostración que recibiría aquella noche, en el ayuntamiento, de la riqueza y de la felicidad de Milocca.

Por ejemplo, ¿Tucci me hizo visitar cada palmo de sus campos? Le sonreí. ¿Me explicó de nuevo y por extenso su gran empresa en aquellos lugares? Le sonreí. ¿Y realmente el ímpetu de las corrientes había hundido todas las tierras y a él le había tocado secar y levantar los campos, embelleciéndolos y dotándolos de aquella preciosa grasura? ¿Sí? ¿En serio? ¡Oh, qué bien! Le sonreí. Pero ordenarlo todo no es nada: ¡el problema es gobernarlo! ¡Y entonces los olivos se rigen cada tres años con tres o cuatro serones de jugo sustancioso! ¿De oveja? ¿Sí? ¿En serio? ¡Oh, qué bien! Y le sonreí también cuando, en la cantina, con un aire de Carlomagno me mostró cuatro largos pasillos de barriles y cómo volvía el vino más colorido y cómo aumentaba su fuerza y su cuerpo mezclándolo con ciertas cualidades de uvas seleccionadas, desgranadas, remostadas por él, nunca con hierbas u hojas de sauce o tilo, tanino o yeso o alquitrán.

Y sonreí incluso cuando, más muerto que vivo, volví a la villa y vi que la tribu de críos venía en procesión hacia mí, mostrándome todos los juguetes que les había regalado la noche anterior. Me preguntaban con un largo y arrastrado lamento, uno después del otro, entre lágrimas sin fin:

—¿Por queeeeeeeeeé me has traído estoooooo?

—¿Por queeeeeeeeeé me has traído estoooooo?

¡Qué lindos! ¡Qué lindos! ¡Qué lindos!

Y le sonreí también al suegro, mi admirador, quien —sí, señores— era ciego, ciego desde hacía diez años y de mi libro conocía solo unas pocas páginas que su yerno había podido leerle por la noche, después de cenar. ¿Ahora quisiera que mi libro se lo leyera yo? ¡Enseguida! Y para él fue una verdadera suerte que no pudiera ver mi sonrisa y todas las que le dediqué después, cada vez que el buen hombre, que era extraordinariamente erudito, me interrumpía en la lectura (¡oh, casi a cada línea!) para preguntarme con amabilidad si no creía por casualidad que habría hecho mejor en utilizar otra palabra en lugar de la que había utilizado, u otra frase, u otra estructura, porque Daniello Bartoli, seguro, Daniello Bartoli…

¡Por fin llegó la noche! Aún estaba vivo, no sabría decir cómo, pero estaba vivo y podía asistir a la famosa demostración que Tucci me había prometido.

Fuimos juntos al ayuntamiento para la reunión del consejo comunal.

La principal de todas las casas del pueblo era la más abandonada y la más oscura: una chabola pesada en un claro desbrozado, con una oscura y enorme cisterna abandonada en medio. Se accedía a ella por una escalera oscura, que apestaba a humedad, iluminada a duras penas por dos tísicas farolas filamentosas, con las esferas de lata, colgadas del muro para simular que habían sido estucadas y, para decir la verdad, ¡había tártaro y moho, sí, mucho!

Con nosotros subía una muchedumbre de gente, atraída por el debate de gran importancia que tendría lugar aquella noche; subía circunspecta, con un ceño fruncido que por fuerza tenía que maravillar a alguien como yo, acostumbrado a ver que las sesiones de un consejo comunal nunca se toman en serio.

Además la maravilla crecía por el aire, por el aspecto de aquella gente, que no me parecía tan tonta como para permitir con tanta facilidad ser tratada de aquella manera, es decir, como perros, por el ayuntamiento.

Tucci paró por la escalera a un hombre grueso y rudo, con el ceño fruncido, barbudo, pelirrojo, que —evidentemente—, no quería ser distraído de los pensamientos que lo llenaban de ira.

—Zagardi, te presento a mi amigo…

Y dijo mi nombre. Aquel se giró de mala gana y contestó apenas, con un gruñido, a mi presentación. Luego me preguntó a bocajarro:

—Perdone, ¿cómo está iluminada su ciudad?

—Con luz eléctrica —contesté.

Y él, oscuro:

—Lo compadezco. Ya se enterará esta noche. Perdone, tengo prisa.

Y subió a saltos lo que quedaba de la escalera.

—Ya te vas a enterar —me repitió Tucci, apretándome el brazo—. ¡Es formidable! Una elocuencia mordaz, impetuosa. ¡Ya lo verás!

—¿Y mientras tanto tiene el coraje de compadecerme?

—Tendrá sus razones. Vamos, hay que darse prisa o no encontraremos asientos.

La sala maestra, la sala del consejo, iluminada por otras lámparas a las que las de la calle tenían muy poco que envidiar, parecía un aula de juzgado de las más sucias y polvorientas. Los bancos de los consejeros y los sillones de cuero eran de la más venerable antigüedad, pero, considerándolos bien en sus relaciones con los que en breve se sentarían allí y que ahora paseaban por la sala —absortos, silenciosos, híspidos como sandías salvajes, listas para salpicar su jugo purgante al mínimo impacto—, parecía que no habían sido consumidos así por los años, sino por el cuidado profundamente austero del bien público, por los pensamientos roedores que en ellos, naturalmente, se habían convertido en termitas.

Tucci me mostró y me nombró con el dedo a los consejeros más autoritarios: Ansatti, entre los jóvenes, rival de Zagardi, rudo y barbudo él también, pero moreno; Colacci, viejo gigantesco, calvo, sin barba, con obesidad mórbida; Maganza, hombre guapo, de gestos militares, que miraba a todos con rigidez desdeñosa.

Y ahí estaba el alcalde, que llegaba tarde. ¿Aquel? Sí, Anselmo Placci. Redondo, rubio, rubicundo: aquel alcalde desentonaba.

—No desentona, verás —me dijo Tucci—. Es el alcalde necesario.

Nadie lo saludaba; solo Colacci, gigantesco, se le acercó para palmearle con fuerza el hombro. Él sonrió, corrió a sentarse en su silla, secándose el sudor, y tocó la campanilla, mientras el ujier le entregaba la nota con los consejeros presentes. No faltaba nadie.

El secretario, sin esperar la orden, había empezado a leer el acta de la sesión precedente, que tenía que estar redactada con la diligencia más escrupulosa, porque los consejeros que lo escuchaban, con el ceño fruncido, aprobaban de vez en cuando con la cabeza y finalmente no encontraron nada que criticar.

Yo también presté atención a aquella acta, girándome de vez en cuando, perdido y consternado, hacia el amigo Tucci. En aquella acta, a propósito de las calles de Milocca, se hablaba como si nada de Londres, de París, de Berlín, de Nueva York, de Chicago, y aparecían nombres de ilustres científicos de cada nación y cálculos complicadísimos y disquisiciones abstrusas, por lo cual parecía que el pelo del delgado y pálido secretario se retraía hacia la nuca, a medida que iba leyendo, y que la frente le crecía monstruosamente. Mientras tanto, dos o tres ujieres, silenciosos, de puntillas, llevaban a este o a aquel banco pilas enormes de gruesos libros y expedientes.

—¿Nadie tiene observaciones con respecto al acta? —preguntó finalmente el alcalde, frotándose las manos gorditas y mirando alrededor—. Entonces se entiende que la aprobamos. La orden del día dice: «Discusión del proyecto presentado por la Junta para una instalación hidro-termo-eléctrica en el ayuntamiento de Milocca.» Señores consejeros, ustedes ya conocen este proyecto y han tenido todo el tiempo para examinarlo y estudiarlo en cada una de sus partes. Antes de abrir la discusión, permítanme que yo, también en nombre de los compañeros de la junta, declare que hemos hecho todo lo posible para solucionar en el menor tiempo y de la manera que nos ha parecido más conveniente, para el decoro y el beneficio del pueblo y por las condiciones económicas de nuestro municipio, el gravísimo problema de la iluminación. Entonces, esperamos, confiados y serenos, su juicio, que ciertamente será ecuánime; y les prometemos desde ahora que recibiremos de buena gana todos los consejos y las sugerencias que quieran darnos, inspirados por el bien y la prosperidad de nuestro pueblo.

Ninguna señal de aprobación.

Y el consejero Maganza, el de la postura militar, se levantó primero para hablar. Avanzó que sería muy breve, como siempre. Además, para destruir y derrotar aquel fantástico edificio de cartón piedra (sic) que era el proyecto de la junta, pocas palabras bastarían. Pocas palabras y algunas cifras.

Y punto por punto el consejero Maganza se puso a criticar el proyecto, con extraordinaria lucidez de ideas y palabras agudas, contundentes: el complejo de las obras y de los gastos; la sanción que había que pagar para la adquisición de la concesión de las aguas de Chiarenza; los riesgos gravísimos en los que incurriría el ayuntamiento: el riesgo de la construcción y el del ejercicio, la insuficiencia de la suma presupuestada —que saltaba ante los ojos de todos los que habían construido instalaciones mecánicas y sabían que era imposible contener los gastos en los límites del presupuesto, especialmente porque estos presupuestos se basaban en proyectos generales y con el evidente propósito de hacer parecer el gasto pequeño—; el carácter laborioso que tenía la oferta del acreedor, dejando inalterados los datos sobre los cuales la misma oferta se basaba, datos que, por fuerza, el consejo tendría que alterar con variantes y añadiduras a las instalaciones mecánicas, además de todos los casos imprevistos e imprevisibles, de fuerza mayor, y todos los accidentes, los problemas y los obstáculos que seguramente no faltarían. ¿Y cómo redactar notas detalladas sin disponer de los diseños de ejecución y de los datos necesarios? Sin embargo, en el proyecto aparecían, evidentísimas, dos enormes lagunas: ninguna suma para los gastos generales, mientras todos entendían que no se podían realizar obras tan grandiosas, tan extensas, tan variadas y tan delicadas, sin importantes gastos de dirección y de vigilancia y gastos legales y administrativos; y la otra laguna, más vasta y profunda: la reserva térmica que al principio la junta sostenía no necesaria y que luego, finalmente, daba por importante.

Y aquí el consejero Maganza, con la ayuda de los libros que le habían traído los ujieres, se hundió en una intricada y muy minuciosa refutación científica, hablando de la fuerza de los torrentes y de las cataratas y de tomas y de canales y de conductos forzados y de máquinas y conductos eléctricos y de las relaciones que había que establecer entre reserva térmica y fuerza hidráulica, además de la reserva de los acumuladores; citando la sociedad Edison de Milán y la Alta Italia de Turín y lo que se había hecho en Viena, en San Petersburgo y en Berlín para instalaciones parecidas.

Habían pasado casi dos horas y el brevísimo discurso no daba señal de terminar. El público apiñado estaba pendiente de los labios del orador, para nada oprimido por tanta cantidad de erudición dura y espantosa. Yo casi no respiraba; sin embargo el asombro me mantenía allí, con los ojos y la boca muy abiertos. Pero, finalmente, Maganza, mientras el público se agitaba, no por alivio sino por viva admiración, concluyó así:

—La difícil experiencia en otras ciudades, señores, desgraciadamente ha demostrado que las instalaciones hidro-termo-eléctricas implican la máxima dificultad y esconden sorpresas muy dolorosas. ¡Nadie puede hacer milagros y menos, sobre la base de tal proyecto, el Ayuntamiento de Milocca!

Estallaron aplausos frenéticos y el consejero Ansatti se precipitó de su banco para abrazar y besar a Maganza; luego, dirigiéndose al público y volviendo poco a poco a su sitio, empezó a gritar excitado, con gestos violentos:

—¡Se osa proponer, señores —hoy, hoy, como si nos encontráramos diez o veinte años atrás, en los tiempos de Galileo Ferraris—,3 se osa proponer una instalación hidro-termo-eléctrica en Milocca! ¡Ah, cómo me reiría si me pareciera una broma! ¡Pero, señores de la junta, no es lícito bromear con el dinero de los contribuyentes, y yo no río, ardo de desdén! ¿Una instalación hidro-termo-eléctrica en Milocca, cuando ya se asoma en el horizonte científico la gloria consagrada de Pictet? ¡No les ofenderé, señores, creyendo que ustedes no saben quién es el ilustre profesor Pictet, quien con un proceso de producción económica de oxígeno industrial prepara una memorable revolución en el mundo de la ciencia, de la técnica y de la industria, una revolución que trastornará toda la maquinaria de la vida moderna, y sustituirá con este nuevo elemento de luz y calor a todos los que, con potencia menor, están aún en uso!

Y con este tono y con creciente ardor, el consejero Ansatti explicó al público atónito y fascinado el descubrimiento de Pictet, y cómo con el sistema que había inventado, las llamas de las redes Auer llegarían a las altísimas temperaturas de tres mil grados, aumentando su luminosidad veinte veces, y cómo la luz así obtenida sería, a diferencia de todas las demás, mucho más parecida a la solar. ¡Y que si luego, en lugar del gas, se ponía otra mezcla derivada de un tratamiento del carbón fósil con el vapor de agua y el oxígeno industrial, el poder calorífico aumentaría otras seis veces!

Mientras él explicaba estos prodigios, el consejero Zagardi, su rival —aquel que me había compadecido por la escalera—, se reía. Ansatti se dio cuenta de ello y le gritó:

—¡Hay poco de que reírse, colega Zagardi! ¡Lo digo y lo sostengo: otras seis veces! ¡Aquí tengo los libros: te lo demostraré!

Y se lo demostró, de hecho; y finalmente, saltando de aquella terrible demostración más nervioso y enfocado que antes, concluyó, dirigiéndose a la junta:

—¿Ahora, en qué condiciones, ciegos administradores, en qué condiciones de inferioridad se encontrarían el Ayuntamiento y el pueblo de Milocca, con sus miserables mil caballos de fuerza eléctrica cuando esta enorme revolución sea un hecho cumplido en la industria y en la vida?

—Perdóname —le dije despacio al amigo Tucci, mientras los aplausos caían fragorosos en la sala con ímpetu tal que el techo parecía caerse—, sácame de una duda: ¿mientras tanto, el pueblo de Milocca no está a oscuras?

Pero Tucci no quiso contestarme:

—¡Calla! ¡Calla! ¡Ahora habla Zagardi! ¡Escucha!

De hecho el rudo hombre barbudo se había levantado, con la sonrisa aún en los labios, retorciéndose con un gesto airado el pelo rojo y rizado del mentón.

—Me he reído —dijo—, y me río, colega Ansatti, al verte tan flamante de oxígeno industrial, ¡entusiasta paladín del profesor Pictet! Me he reído y me río, colega Ansatti, no tanto por desdén cuanto por dolor, al ver como tú, tan sensato, joven y atento perro perdiguero de la ciencia te hayas detenido en el último descubrimiento de aquel profesor francés y, alumbrado por la luz multiplicada por veinte de las redes Auer, no hayas visto un más reciente sistema de iluminación que el Ayuntamiento de París está experimentando, para convertirlo después en la aplicación general de la ville lumière. Hablo del Lusol, colega Ansatti, y no proclamaré himnos en gloria del nuevo descubrimiento, porque las revoluciones en el campo de la ciencia, de la industria y de la técnica no se hacen con los himnos, sino con cálculos reposados y rigurosos.

Y aquí Zagardi, sin parar nunca de atormentarse la barbita roja del mentón, despacio, con su manera de hacer mordaz y fastidiosa, habló de la sencillez maravillosa de las lámparas a Lusol, en las cuales el calor de combustión de la mecha y la capilaridad bastaban para determinar, sin otros mecanismos, la ascensión del líquido iluminador, su vaporización y su mezcla con la fuerte proporción de aire que volvía la llama más viva y centelleante de la que se obtenía con cualquier otro sistema. Y por un miserable céntimo se obtendría la misma luz que se conseguía por cuatro o cinco céntimos con el vil petróleo; por ocho o diez, con la ambiciosa electricidad; por quince o veinte, con el pacífico aceite. Y el Lusol no requería ni construcción de oficinas ni instalaciones ni canalizaciones. ¿Entonces, no tenía razones para reírse?

Será por la tempestad que despertaron en el escaso aire de la sala las aclamaciones delirantes y los aplausos del público; será por la falta de alimento, habiéndose la sesión prolongado más allá de toda previsión, el hecho es que, al final del discurso de Zagardi, bajó tanto la iluminación de las lámparas que casi se estaba a oscuras, cuando se levantó a hablar por último Colacci, el viejo gigantesco con obesidad mórbida. Primero un ujier y luego otro y un tercero entraron en el aula como fantasmas, sosteniendo cada uno una vela esteárica. La espera en el público era intensa; es inolvidable la escena que ofrecía aquella tétrica sala atestada, en la semioscuridad, con aquellas tres velas encendidas cerca del viejo gigantesco, que con amplios gestos y voz tonante magnificaba a la Ciencia, fecunda madre de luz inextinguible, productora inagotable de energías siempre nuevas y vida espléndida. Después de los descubrimientos admirables de los que habían hablado Ansatti y Zagardi, ¿acaso era aún posible sostener la instalación hidro-termo-eléctrica propuesta por la junta? ¿Cómo quedaría Milocca si se iluminaba solamente con luz eléctrica? Este era el tiempo de los grandes descubrimientos y todas las administraciones que se preocuparan realmente por el decoro del municipio y el bien de los ciudadanos, tenían que estar alerta de las sorpresas continuas de la ciencia. El consejero Colacci, por lo tanto, seguro de interpretar los votos del buen pueblo de Milocca y de todos los colegas consejeros, proponía el aplazamiento del proyecto de la junta, en vista de los nuevos estudios y de los nuevos descubrimientos que por fin dotarían de luz a Milocca.

—¿Lo has entendido? —me preguntó Tucci, saliendo poco después a las tinieblas del claro desbrozado ante el ayuntamiento—. Y lo mismo ocurre con el agua, con las calles, y con todo. Desde hace unos veinte años Colacci se levanta en cada final de sesión para alabar a la ciencia, para alabar a la luz, mientras las lámparas se apagan y propone el aplazamiento de cada proyecto, en vista de nuevos estudios y nuevos descubrimientos. ¡Así estamos a salvo, amigo mío! Puedes estar seguro de que la ciencia nunca entrará en Milocca. ¿Tienes una caja de fósforos? Sácala y alúmbrate tú mismo.

2 Occhialuta en el original.

3 Físico que vivió entre los años 1847 y 1897. Descubrió el fenómeno del campo magnético rotatorio.