BANCO BAJO UN VIEJO CIPRÉS

Había sido, en sus mejores tiempos (como muchos todavía lo recordaban), uno de aquellos hombres de los cuales nunca se sabe por qué son así: te miran con ciertos ojos; se ríen de pronto sin razón; o súbitamente te dan la espalda dejándote plantado. Por mucho que los trates, nunca consigues aprender qué diablos piensan en el fondo, siempre distraídos y ausentes; aunque luego, cuando menos te lo esperas, los ves montar en cólera por naderías de las cuales nunca hubieras supuesto que pudieran darse cuenta. O, peor, te deprimes por culpa de ellos cuando te enteras, tiempo después, de que, por motivos futilísimos que ni siquiera habías advertido, te han guardado en secreto un profundo y venenosísimo rencor, mientras ves que, confiados, les conceden su simpatía y su aprecio a otros, de los cuales sin embargo saben que recibieron, hace un mes, daño de verdad.

Extraño y un poco ridículo era también en la figura y en el porte. Las piernas, muy delgadas, embutidas en aquellos pantalones de jinete, parecían dos varillas; y encima de aquellas piernas, la americana, siempre cruzada, le marcaba tan precisamente el busto que parecía uno de aquellos torsos atornillados sobre un palo con tres pies que se ven en las tiendas de trajes. Encima de aquel busto, la cabecita recta sobre el cuello extremadamente largo, bigotes en punta y dos ojitos agudos y vivaces de pájaro, que pestañeaban continuamente.

Al verlo así, y sabiendo que era uno de los principales abogados del pueblo, todos hubieran querido imaginárselo diferente. El abogado Lino Cimino hacía estallar enseguida en la cara de aquellos decepcionados una de sus habituales carcajadas.

Algún amigo, de los que lo querían de verdad, había intentado varias veces hacerle notar que no le correspondía a un hombre como él actuar de cierta manera, sirviendo en bandeja a los maledicentes sin recato aflicciones secretas de su vida familiar. ¡Sí! Parecía experimentar una voluptuosidad obscena siendo el objeto de la murmuración general; por ejemplo cuando, con gestos groseros y palabras indecentes, clamaba al cielo venganza porque su mujer había parido, una después de la otra, cuatro hijas, como si lo hubiera hecho a propósito para demostrar que él —¡por Dios, él!— no era capaz de engendrar un varón.

Tal aflicción provocaba aquella cólera, que neutralizaba ulteriores reproches. Parecía increíble que un hombre de tal valor pudiera hundirse en mezquindades tan vulgares, un hombre que emocionaba y sorprendía a todos con la fantasía que encendía sus palabras o cuando razonaba de manera tal que enseguida los casos más oscuros y confusos de la vida humana se volvían claros a los ojos de quien estaba escuchando.

Su casa era un infierno por las continuas peleas con su mujer, que periódicamente ponían en riesgo la estabilidad familiar. O uno u otro de los amigos tenía que ir a administrar paz; sobre todo uno, a quien él, por sus acostumbradas y repentinas simpatías, había concedido la confianza más ciega; pero, esta vez, a juicio de todos, no se había equivocado. El joven abogado Carlo Papìa.

Lo había acogido en su estudio, recién licenciado. Sus cuatro hijas, en aquel entonces niñas, viéndolo llegar, lo recibían alegres, porque sabían que en breve, con su llegada, la sonrisa volvería a los labios de su padre y también de su madre. Y apenas la paz se restauraba, querían ir de paseo con él, y siempre se peleaban para conquistar su mano: querían una mano para cada una, y él se desesperaba riendo y mostrando que solo disponía de dos manos y que no podía contentarlas a todas. En el pueblo, viéndolo en medio de aquellas cuatro niñas habladoras y cariñosas, los amigos se le acercaban alegres y predecían que pronto, tan bien protegido y con la gracia de la familia, conseguiría el premio por los largos sacrificios que su licenciatura tenía que haber costado a sus pobres padres, caídos en desgracia hacía mucho tiempo.

Pero, ¿puede un marido convocar, para solucionar los problemas entre su joven mujer y él a otro hombre más joven que su mujer, de aspecto agradable y modos graciosos, hábil para persuadir el amor y el acuerdo? Una vez descubierta la traición, el abogado Lino Cimino actuó, naturalmente, como la persona extravagante que era. Incongruencias sobre incongruencias, cada una más descabellada que la anterior. No se puede negar que es inútil intentar que algo permanezca en secreto y que no se filtre a nadie: a pesar de todas las diligencias se descubre, gracias a numerosas señales, que todos saben y que han fingido ignorar solo por piedad. Pero ciertamente es peor montar un escándalo para detenerse en el último momento, ante la fatal consecuencia, permaneciendo así en la vergüenza que hemos querido hacer pública y decepcionando también las expectativas de los espectadores al no concluir nada.

El abogado Lino Cimino en primer lugar echó a su mujer de casa, sin pensar en vengarse también del amante de ella, declarando al contrario que le estaba agradecido por el servicio que le había prestado; luego acogió de nuevo a su esposa en casa, por piedad hacia las niñas, a condición de que el amante no volviera a verla; pero la primera vez que se encontró a Papìa por la calle, sacó la pistola del bolsillo y pim pam, empezó a disparar como un loco. Los presentes huyeron y Papìa, finalmente, recibió una pequeña herida en un brazo, mientras el abogado acabó entre dos guardias que lo sujetaban por las muñecas. Tras la absolución, se hizo construir una villa de dos plantas que parecía una cárcel; confinó a su mujer en la planta superior, junto con las hijas. Él, por desaire, dormía con mujerzuelas, y cometió muchas otras locuras y actos vergonzosos que lo hubieran privado, además de la consideración de sus amigos, también de todos sus clientes si el temor a tenerlo como adversario no les hubiera impedido dirigirse a otros abogados.

¿Tienen presente cuando una inquietud se mete en el estómago? Una de aquellas que cortan la respiración, por lo cual uno no sabe cómo ni hacia dónde volverse, y se arañarían las sábanas de la cama, se arañarían las paredes, se gritaría si se tuviera la fuerza para hacerlo, y todo (la visión misma de las cosas), especialmente los remedios sugeridos por los que están a nuestro alrededor mirándonos, irritados por contagio por nuestra exasperación y cuya irritación precisamente representa nuestro único alivio, como un desahogo que conseguimos obtener sin que nos haya sido ofrecido… Por suerte tal inquietud suele durar poco. En cambio, se instaló en el estómago del abogado Lino Cimino durante muchos años.

Con su esposa readmitida en casa y el amante de ella que había dejado el pueblo tranquilamente, después de la absolución, la venganza había sido vana, en la opinión mayoritaria, y tonto sería el escándalo. Que la mujer estuviera ahora como en una prisión, sin ni siquiera poder mirar por las ventanas —siempre cerradas—, al abogado Lino Cimino no le bastaba. No le bastaba porque ella disfrutaba de la compañía de sus niñas (y tampoco por eso, si queremos, se podía aprobar su actitud, al no poder ser una guía adecuada para sus hijas una mujer que se había olvidado de ser madre, convirtiéndose en una mala esposa). Y además, en compensación de la condena a la privación de toda libertad, incluso de comparecer ante los demás, al menos se había librado de él, aunque continuaba pesándole. Desde la planta inferior, él la sentía caminar sobre su cabeza, y muchas veces también la oía reír y cantar. Había, sí, arruinado definitivamente a la familia ya decaída de Papìa y secretamente mantenía al joven bajo una persecución implacable, pero esto tampoco podía bastarle, porque sabía que Papìa se había alejado del pueblo no tanto por la persecución que le estaba infligiendo como para no oír que todos le recordaban constantemente el mal que había cometido, no ya contra su benefactor, sino contra sí mismo y su familia, dejándose pillar como un imbécil en aquella intriga. Ahora, siendo así (y Cimino sentía bien que era precisamente así), continuando con su tortura le parecía que daría más satisfacción a los demás que a sí mismo y casi deseaba que alguien, reaccionando, intentara levantar la condena general de aquel imbécil para ponerlo frente a él, provocando de nuevo y más áspero su desdén, resucitando su tremenda furia.

Nadie reaccionó, y poco a poco la furia y el desdén se evaporaron. No se oyó hablar más de Papìa. Pasaron los años, y cuando las hijas de Cimino, ya crecidas, encontraron marido entre los clientes del despacho que se las llevaron —sin alegría y mortificadas— a este o a aquel pueblo de provincia, nadie pensó en lo que tenía que ser la vida para Cimino, en la casa vacía, con su mujer arriba, sola, y él abajo, solo. Alejándose cada vez más en el tiempo, la confusión provocada por lo que le había ocurrido pareció haberse enfriado tanto en la miseria de la costumbre que el recuerdo mismo, tal vez, había quedado sepultado.

Aquel recuerdo resucitó, de pronto e inesperadamente, como un espectro miedoso ante los ojos de todos, y pareció un castigo atroz que una justicia oscura había encovado en secreto durante muchos años, cuando por un lado se vio a Papìa por las calles de la ciudad (y nunca se supo dónde) pidiendo limosna, desecho e irreconocible, con una barba ya gris y seca y medio ciego, y por el otro a Cimino, reducido a una sombra después de un par de meses encerrado en casa por una enfermedad desconocida: oh, Dios, con la nuca que parecía haberle crecido un palmo sobre el cuello de pajarita, lisa y tan endurecida que la cabeza estaba obligada a permanecer gacha, inmóvil, sometida a un yugo; el mentón retraído sobre el cuello y los ojos que miraban fijamente, inquietos y espantosos, en la palidez del rostro demacrado y sin embargo hinchado, con manchas, de aquel color negro que pica la piedra dura de ciertas casas antiguas. Declarándose después de tantos años, el mal insidioso que era fruto de la confusión y de las locuras vergonzosas que había llevado a cabo para vengarse de la infidelidad de su mujer, lo había afectado de aquella horrible manera en la nuca que, en efecto, tan dura y descubierta, tenía algo de obsceno.

Los ojos, sin embargo congelados en aquel espasmo agudo, todavía conservaban mucha luz: nadie podía pensar que la inteligencia se había apagado en Cimino. Pero aquellos ojos daban miedo. Y los clientes, uno después del otro, abandonaron el despacho donde él, puntualmente cada mañana, continuó esperándolos, sentado al escritorio lleno de papeles, mirando la puerta de paño verde desteñido que no se abría. A la hora acostumbrada, tras cerrar el despacho, iba a pasear por la calle solitaria, a la salida de la ciudad, desde donde se disfrutaba de una gran vista de las colinas y los valles.

Donde aquella calle doblaba para proseguir por la cuesta de la colina contigua, había un banco resguardado por un ciprés. La calle estaba llena de árboles nuevos y frescos. Aquel ciprés era algo extraño y solo. Una vez perdida la corteza, se había convertido para su vejez en una pértiga gigantesca, lisa y muerta, con un penacho en la copa, parecido a un cepillo para lámparas. Nunca nadie iba a sentarse en aquel banco, al resguardo de aquel viejo y nefasto ciprés. Cimino lo hacía, se quedaba sentado durante horas, inmóvil, como un lúgubre fantoche que alguien había puesto allí de broma.

Ocurrió poco antes de que llegara la noche, pero cuando ya casi había oscurecido. Sentado en aquel banco, vio pasar por la calle desierta a Papìa con una mano extendida como para detener la sombra y la otra que buscaba la calle con el bastón.

Lo llamó.

El banco, incluso con tanto espacio por delante, tenía aquel no sé qué de cerrado que la sombra de la noche crea alrededor de cada cosa que aún se consigue discernir.

Aquel, medio ciego, oyendo que lo llamaban por su nombre, se acercó y se irguió para mirar: lo reconoció y, como si un escalofrío le removiera las carnes, se sobresaltó y enseguida empezó a llorar desde el estómago, sacudiéndose; cayó sobre el banco, y los sollozos, que no conseguían llegarle a la garganta, se manifestaron a través de un chorro denso de la nariz.

No se dijeron nada.

Escuchándolo llorar, el otro, que no podía girar la cabeza, alargó una mano y muy despacio le dio varias palmaditas en la pierna.

Y permanecieron así, emparejados en la atroz miseria por todo el daño que se habían hecho y del cual nacía, quizás por un solo momento, aquella piedad desesperada que, de ninguna manera, podía consolarlos.