EL GATO, UN JILGUERO Y LAS ESTRELLAS
Una piedra. Otra piedra. El hombre que pasa y las observa, una al lado de la otra. ¿Qué sabe esta piedra de la piedra vecina? ¿Y qué sabe acerca del charco el agua que hay en su interior? El hombre ve el agua y el charco; oye el agua que fluye e incluso llega a imaginar que aquella agua, al pasar, le confía quién sabe qué secretos al charco.
¡Ah, qué noche de estrellas sobre los tejados de este pobre pueblecito entre montañas! Mirando el cielo desde estos tejados se podría jurar que esta noche las estrellas no ven otra cosa, tan vivamente resplandecen ahí arriba.
Y las estrellas ignoran también la tierra.
¿Aquellas montañas? ¿Es posible que no sepan que son de este pueblecito que lleva casi mil años entre ellas? Todos saben cómo se llaman. Monte Corno, Monte Moro, ¿y ellas saben acaso que son montañas? Y por tanto, ¿incluso la casa más vieja de este pueblecito no sabe que ha surgido aquí, en la esquina de esta calle que es la más antigua de todas? ¿Es posible?
Pues crean, si les place, que las estrellas solamente ven los tejados de su pueblecito entre montañas.
He conocido a dos viejos abuelos que tenían un jilguero. Las preguntas: cómo los redondos y vivaces ojitos de aquel jilguero veían sus ojos, la jaula, la casa con sus viejos muebles, y qué podía pensar aquel jilguero en la jaula de todos los amorosos cuidados que le dedicaban, nunca se habían asomado a las mentes de los dos viejos abuelos, convencidos como estaban de que, cuando el jilguero iba a posarse en el hombro de uno o de la otra y picaba su cuello arrugado o el lóbulo de la oreja, él sabía perfectamente que se posaba en un hombro y que picaba el lóbulo de una oreja y que el hombro y la oreja eran los de él y no los de ella. ¿Es posible que no los reconociera, que no supiera que él era el abuelo y ella, la abuela? ¿Y que no supiera que ambos lo querían tanto porque había sido el jilguero de su nieta muerta, quien lo había amaestrado tan bien para que se posara en el hombro y picara así la oreja, revoloteando fuera de su jaula?
En la jaula, colgada entre las cortinas de la ventana, permanecía solo de noche y en los breves momentos del día durante los cuales iba a picar su mijo y a beber una gotita de agua con muchas reverencias melindrosas. La jaula, en fin, era como su palacio real y la casa era su amplio reino. Y a menudo, en la lámpara colgante del comedor o sobre el respaldo del sillón del abuelo, prodigaba sus gorgoteos y también… —ya se sabe, ¡era un jilguero!
«¡Sucio!», le gritaba la vieja abuela, cuando lo veía. Y corría con el trapo siempre lista para limpiar, como si en casa hubiera un niño de quien todavía no se podía pretender el juicio de hacer ciertas cosas en su lugar. Y la vieja abuela se acordaba de ella, de su nieta, a quien había dejado actuar así —pobre amor— durante más de un año hasta que, bien…
—¿Te acuerdas, eh?
Y el viejo: ¿acordarse? ¡Todavía la veía allí, por casa, pequeña, así! Y meneaba largamente la cabeza.
Se habían quedado solos, dos abuelos con aquella huerfanita que había crecido en su casa desde pequeña y que tenía que ser la alegría de su vejez, y en cambio, con quince años… Pero el recuerdo de ella permanecía vivo —trinos y alas— en aquel jilguero. ¡Y pensar que al principio no habían pensado en ello! En el abismo de desesperación en que habían caído, después de la desgracia, ¿podían pensar en un jilguero? Pero sobre sus hombros encorvados, sacudidos por el ataque de los sollozos, el jilguero —él, él— había venido a posarse, leve, moviendo su cabecita, luego había erguido el cuello y lo había picado detrás de la oreja como para decir que… sí, era algo vivo, de ella; vivo todavía y que necesitaba sus cuidados, el mismo amor que le habían prodigado a ella.
¡Ah, con qué temblor el viejo lo había cogido en su gruesa mano y se lo había mostrado a la vieja, sollozando! ¡Qué besos en aquella cabecita, en aquel pico! Pero él no quería ser cogido y aprisionado en aquella mano; movía las patitas, la cabecita, picaba como respuesta a los besos de los dos viejos.
La vieja abuela estaba segurísima de que con aquel gorjeo el jilguero llamaba a su ama y que revoloteando por las habitaciones la buscaba sin pausa, incapaz de tranquilizarse por no encontrarla, y que aquellos largos gorjeos eran palabras para ella: preguntas que mejor que así no se podían formular con palabras; preguntas repetidas tres o cuatro veces seguidas, que esperaban una respuesta y demostraban la irritación por no recibirla.
¿Cómo? Si también estaba claro que el jilguero sabía de la muerte. Si lo sabía, ¿a quién llamaba? ¿De quién esperaba respuesta a aquellas preguntas que mejor que así no se podían formular con palabras?
¡Oh, Dios, era un jilguero! La llamaba, la lloraba. ¿Acaso se podía dudar de que, en aquel momento, por ejemplo, así acurrucado sobre el palo de la jaula, con la cabeza encogida y el pico hacia arriba y los ojitos entornados, pensaba en ella, muerta? En aquellos momentos exhalaba ciertos píos leves, sumisos, que eran la prueba más evidente de que pensaba en ella y la lloraba y se quejaba. Aquellos píos eran una tortura.
El viejo abuelo no le decía que no a su vieja. ¡Él también estaba tan seguro de todo eso! Sin embargo, se subía despacio en la silla para susurrarle de cerca unas palabritas de consuelo a aquella pobre almita en pena y, mientras tanto, casi sin querer ver él mismo lo que hacía, volvía a abrir la puerta de la jaula que se había cerrado.
—¡Ay, que se escapa! ¡Se escapa el travieso! —exclamaba el viejo, girándose en la silla para seguirlo con los ojos sonrientes, las manos abiertas ante el rostro como para detenerlo.
Y entonces abuelo y abuela discutían. Discutían porque ella le había dicho muchísimas veces que lo dejara en paz cuando estaba así, que no lo aturdiera en su pena. ¿Lo oía ahora?
—Canta —decía el viejo.
—¡Qué dices! —contestaba ella, encogiéndose de hombros—. ¡Está enfadado contigo, muy enfadado!
E iba a calmarlo. ¡Pero qué calmar! El jilguero saltaba de un lado al otro, ofendido, y con razón, porque tenía que sentirse poco estimado en aquellos momentos.
Y lo bueno era que el abuelo aceptaba todos aquellos reproches sin decirle a la abuela que la puerta de la jaula estaba cerrada y que tal vez el jilguero piaba tan lamentosamente por eso. Y también lloraba, escuchando a su vieja compañera que hablaba de aquella manera, corriendo tras el jilguero, lloraba y reconocía para sus adentros, meneando la cabeza entre las lágrimas: «Pobrecito, tiene razón… pobrecito, tiene razón… no se siente estimado».
El abuelo sabía muy bien qué quería decir no sentirse estimado. Ambos, pobres viejos, no eran estimados por nadie y eran ridiculizados porque solo vivían para aquel jilguero y porque se condenaban a vivir perpetuamente con todas las ventanas cerradas. Y él también, el viejo abuelo, se había condenado a no sacar la nariz fuera de la puerta, porque era viejo, sí, y lloraba en su casa como un niño, pero, ¡oh!, nunca había dejado que una mosca se le posara en la nariz y si alguien, por la calle, había tenido la mala idea de burlarse de él, la vida (¿qué precio podía tener para él la vida?) se la jugaría como si nada. Sí, señores, por aquel jilguero, si alguien tenía la mala inspiración de decirle algo. Tres veces, en su juventud, había estado a punto… ¡la vida o la libertad! ¡Ah, tardaba poco en perder la paciencia!
Cada vez que estos propósitos violentos se le encendían en la sangre, el viejo abuelo se levantaba, a menudo con el jilguero en el hombro, e iba a mirar con ojos torvos desde los cristales de su ventana las ventanas de las casas de enfrente.
Que aquellas eran casas, que aquellas eran ventanas, con los cristales montados, las barandillas y los floreros, que aquellos eran tejados con chimeneas, tejas, canalones, el viejo abuelo no podía dudarlo porque sabía a quién pertenecían, quién vivía allí y cómo. El problema es que no se le asomaba a la mente la pregunta sobre lo que, en cambio, representaban para el jilguero posado en su hombro su propia casa y las de enfrente y también para aquel magnífico gato blanco atigrado, acurrucado en una de aquellas ventanas, con los ojos entornados, gozando al sol. ¿Ventanas? ¿Cristales? ¿Tejados? ¿Tejas? ¿Mi casa? ¿Tu casa? Para aquel gato blanco que dormía al sol, ¿mi casa? ¿Tu casa? ¡Si podía entrar en ellas, todas eran suyas! ¿Casas? ¡Qué casas! Lugares donde se podía robar; lugares donde se podía dormir más o menos cómodamente, o también fingir que se dormía.
¿Aquellos dos viejos abuelos creían de verdad que, manteniendo siempre cerradas las ventanas y la puerta de su casa, un gato, de querer, no podría encontrar otra manera para comerse al jilguero?
Además, ¿no era demasiado pretender que el gato supiera que aquel jilguero representaba toda la vida de los dos viejos abuelos, porque le había pertenecido a la nieta muerta, que lo había amaestrado tan bien para que volara fuera de la jaula? ¿Y que supiera que el viejo abuelo, una vez que lo había sorprendido espiando detrás de una de las ventanas, a través de los cristales cerrados, el vuelo despreocupado de aquel jilguero por la habitación, había ido, enfurecido, a amenazar a su ama, porque tendrían problemas si lo sorprendía otra vez allí? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿El ama… los abuelos… la ventana… el jilguero?
Y así, un día, el gato se lo comió —sí, a aquel jilguero que para él podía también ser otro—, se lo comió tras entrar en casa de los dos viejos, quién sabe cómo, quién sabe por dónde. La abuela —ya casi era de noche— oyó apenas un pequeño chillido, como un lamento, el abuelo fue a ver, entrevió algo blanco que se escapaba por la cocina y, en el suelo, algunas plumas del pecho, las más tiernas que, tras mover el aire con su entrada, se movieron ingrávidas. ¡Qué grito! Y mientras su vieja lo retenía en vano, se armó y corrió como un loco a la casa de la vecina. No, no la vecina, el viejo quería matar al gato, ante los ojos de ella, y disparó en el comedor, apenas lo vio sentado, quieto, en el platero; disparó una, dos, tres veces, destrozando la vajilla, hasta que llegó, también armado, el hijo de la vecina, que le disparó al viejo.
Una tragedia. Entre gritos y llantos el abuelo fue trasladado, moribundo, con una herida en el pecho, a su casa, con su vieja.
El hijo de la vecina había huido por los campos. La ruina de dos casas, la confusión de todo un pueblo durante una noche entera.
Y un momento después el gato ya no se acordaba de que se había comido al jilguero, a un jilguero cualquiera, ni había entendido que el viejo le había disparado a él. Se había sobresaltado, ante el disparo, se había escapado y ahora —ahí estaba— permanecía tranquilo, tan blanco sobre el tejado negro mirando las estrellas que desde la oscura profundidad de la noche interlunar —se puede estar segurísimo de ello— no veían los pobres tejados de aquel pueblecito entre las montañas, pero tan vivamente resplandecían sobre él que se podía casi jurar que no se veía otra cosa, aquella noche.