UN CABALLO EN LA LUNA
En septiembre, en el altiplano de áridas arcillas azules que se desploma sobre el mar africano, el campo, ya quemado por las rabias de los largos soles veraniegos, estaba triste: áspero por las brozas ennegrecidas, con pocos almendros y algunas cepas centenarias de olivos sarracenos. De todas formas se estableció que la pareja pasaría allí al menos los primeros días de la luna de miel, por respeto al novio.
El banquete de boda, preparado en una sala de la antigua y solitaria villa, en verdad no fue una fiesta para los invitados.
Ninguno de ellos consiguió vencer la incomodidad, que era más bien perplejidad, por el aspecto y la actitud de aquel joven gordo, de veinte años apenas, con el rostro acalorado, que observaba con sus pequeños ojos negros y brillantes, de loco, y que no entendía nada y que no comía y que no bebía y que se volvía poco a poco más cárdeno, casi negro.
Se sabía que, asaltado por un amor loco por la mujer que ahora estaba sentada a su lado, su esposa, había cometido una serie de locuras hasta el punto de intentar suicidarse: él, riquísimo, único heredero de la antigua estirpe de los Berardi, por una joven que, después de todo, no era nadie más que la hija de un coronel de infantería, que con su regimiento había llegado a Sicilia un año atrás. Pero el señor coronel, prejuicioso contra los habitantes de la isla, no hubiera querido aceptar aquel matrimonio para no dejar a su hija allí, entre salvajes.
La perplejidad por el aspecto y la actitud del novio crecía entre los invitados cuanto más advertían el contraste con el aire de su jovencísima esposa. Aún era una niña, fresca, inocente, y parecía que se sacudía de encima cada pensamiento molesto con una vivacidad llena de gracia, ingenua y astuta al mismo tiempo. Huérfana —había crecido desde la infancia sin madre—, demostraba claramente que se casaba sin estar preparada para ello. Todos, en cierto momento, una vez terminado el banquete, se rieron y se quedaron helados ante una exclamación que ella le dirigió al esposo:
—Oh, Dios, Nino mío, ¿por qué pones estos ojos tan pequeños? Déjame… ¡no, quemas! ¿Por qué te arden tanto las manos? Mira, papá, cómo le arden las manos. ¿Acaso tiene fiebre?
Entre espinas, el coronel apresuró la partida de los invitados. Sí, para evitarles aquel espectáculo que le parecía indecente. Todos encontraron lugar en seis carruajes. El coche donde el coronel se sentó al lado de la madre del novio, también viuda, avanzando al paso por la calle, se quedó un poco más atrás, porque los novios —ella de un lado, cogida de la mano de su padre y él el del otro, de la mano de su madre— quisieron seguirlo por un trecho a pie, hasta el principio de la calle que conducía a la ciudad lejana. Aquí el coronel se inclinó para besar a su hija en la cabeza; tosió y masculló:
—Adiós, Nino.
—Adiós, Ida —se rio del otro lado la madre del novio, y el carruaje se encaminó al trote para alcanzar a las de los invitados.
Los dos novios lo siguieron un rato con la mirada. En verdad, solamente Ida lo hizo, porque Nino no vio nada, no oyó nada, con los ojos clavados en su esposa, por fin a solas con él, toda, toda suya. ¿Qué? ¿Lloraba?
—Mi papá —dijo Ida, agitando con la mano el pañuelo—.Allí, ¿lo ves? Él también…
—Pero tú no, Ida… mi Ida… —balbuceó, casi sollozó Nino, haciendo ademán de abrazarla, tembloroso.
Ida lo apartó.
—No, déjame, por favor.
—Quiero secarte los ojos…
—No, querido, gracias: me los seco sola.
Nino se quedó allí, torpe, mirándola con un rostro piadoso y la boca entreabierta. Ida fingió secarse los ojos, luego le preguntó:
—¿Qué te pasa? Tiemblas. Dios, no, Nino: ¡no te quedes así! Me haces reír. Y mira que si empiezo a reírme, no paro. Espera, que te despierto.
Le puso levemente las manos en las sienes y sopló sobre los ojos de él. Al contacto de aquellos dedos, al aliento de aquellos labios, él sintió que las piernas le fallaban; estuvo a punto de caer arrodillado; pero ella lo aguantó, estallando en una fragorosa carcajada:
—¿En la calle? ¿Estás loco? ¡Venga, venga! Mira, vayamos a aquella colina. Todavía se verán los carruajes. ¡Vamos a ver!
Y lo arrastró por un brazo, impetuosamente.
En el calor, de todo el campo en derredor, donde tantas hierbas y tantas cosas esparcidas tiempo atrás se habían secado, se evaporaba un hálito antiguo, denso, que se mezclaba con las tibiezas grasas del fimo que fermentaba en pequeños montones en los henos de mayo y con las fragancias agudas de los mentastros, todavía vivos, y de las salvias. Aquel hálito denso, aquellas tibiezas grasas, aquellas fragancias agudas, las advertía solo Nino. En cambio Ida, detrás de los setos de higueras chumbas, entre las brozas quemadas, corriendo, oía, en el silencio atónito, las calandrias que gritaban alegres en el sol y en el bochorno de los llanos y el canto de buen augurio de algún gallo que resonaba de vez en cuando desde eras lejanas; se sentía embestir por la fresca respiración, refrigerante, que llegaba del mar cercano para conmover las hojas cansadas, ya amarillentas, de los almendros, y las agudas y cenicientas hojas de los olivos.
Pronto llegaron a la colina, pero él no aguantaba más por la carrera, estaba a punto de caerse; quiso sentarse; intentó hacer que ella también se sentara, a su lado, tirándola por la cintura. Pero Ida se protegió:
—Déjame mirar, antes.
En su interior empezaba a sentirse inquieta. No quería demostrarlo. Irritada por ciertas curiosas obstinaciones de él, no sabía, no quería detenerse; quería huir, alejarse; sacudirlo, distraerlo y distraerse ella también, mientras durara el día.
Más allá de la colina se extendía un llano inmenso, en un mar de brozas, donde las negras huellas de la artiga serpenteaban y algunos grumos de alcaparras o de regaliz rompían el áspero amarillo. Al fondo, casi en la otra orilla de aquel mar amarillo sin fin, se divisaban los tejados de un casal entre los altos chopos negros.
Pues bien, Ida le propuso a su marido que llegaran hasta allí, hasta aquel casal. ¿Cuánto tardarían? Una hora, poco más. Eran las cinco apenas. En la villa los sirvientes aún no habían quitado la mesa. Antes de que fuera de noche, volverían.
Nino intentó oponerse, pero ella lo levantó, cogiéndole las manos, y luego se puso a correr por el breve declive de la colina y por el mar de brozas, ágil y rápida como una cierva. Él, que no podía seguirla, cada vez más rojo, aturdido y sudado, jadeaba a la carrera, la llamaba, quería cogerla de la mano:
—¡Dame al menos la mano! ¡Al menos la mano! —le decía.
De pronto ella se detuvo, gritando. Una bandada de cuervos se había levantado, graznando. Más allá, tumbado en el suelo, había un caballo muerto. ¿Muerto? No, no, no estaba muerto: tenía los ojos abiertos. ¡Dios, qué ojos! Era un esqueleto. ¡Y aquellas costillas! ¡Y aquellas caderas!
Nino llegó, jadeando, asfixiado:
—Vámonos… vámonos… ¡Volvamos atrás!
—¡Está vivo, mira! —gritó Ida, con repugnancia y piedad—.Levanta la cabeza… ¡Dios, qué ojos! ¡Mira, Nino!
—Sí —dijo él, todavía jadeante—. Lo han echado aquí. Déjalo: ¡vámonos! ¿Qué necesidad hay? No sientes que ya el aire…
—¿Y aquellos cuervos? —exclamó ella con un escalofrío de horror—. ¿Aquellos cuervos se lo comen vivo?
—¡Pero, Ida, por caridad! —le suplicó él.
—¡Nino, ya basta! —le gritó entonces ella, al borde de la irritación al verlo que suplicaba sin gracia—. Contesta: ¿se lo comerán vivo?
—¿Cómo quieres que lo sepa yo? Esperarán…
—¿A que muera aquí de hambre y de sed? —continuó ella, con el rostro descompuesto por la compasión y el horror—. ¿Porque es viejo? ¿Porque ya no sirve? ¡Ah, pobre animal! ¡Qué infamia! ¡Qué infamia! ¿Qué corazón tienen estos villanos? ¿Qué corazón tenéis aquí?
—Perdona —dijo él, alterándose—, tú sientes tanta piedad por un animal…
—¿No tendría que sentirla?
—¡Pero no la sientes por mí!
—¿Y qué animal eres tú? ¿Acaso estás muriendo de hambre y de sed, tirando entre las brozas? Oye… mira los cuervos, Nino… mira… trazan círculos. Oh, qué fenómeno horrible, infame, monstruoso. Mira… oh, pobre animal… ¡Intenta levantarse! Nino, se mueve… tal vez aún puede caminar… ¡Nino, ayudémosle… date prisa!
—¿Y qué quieres que haga yo? —prorrumpió él, exasperado—. ¿Acaso puedo arrastrarlo? ¿Cargarlo en mis hombros? ¡Solo nos faltaba el caballo! ¿Cómo quieres que camine? ¿No ves que está medio muerto?
—¿Y si le hiciéramos traer algo de comida?
—¡Y bebida también!
—¡Oh, qué malo eres, Nino! —dijo Ida con lágrimas en los ojos.
Y se agachó, venciendo la repugnancia, para acariciar apenas con la mano la cabeza del caballo, que se había levantado con dificultad del suelo, arrodillado en las dos patas anteriores, mostrando incluso en el envilecimiento de su desgracia infinita un último resto, en el cuello y en el gesto de la cabeza, de su noble belleza.
Nino —será por la sangre removida, será por el fastidio acérrimo, será por la carrera y por el sudor— sintió de pronto que se quedaba congelado, se sobresaltó y empezó a rechinar los dientes, con un temblor extraño en todo el cuerpo. Y, con las manos en los bolsillos, tosco, encogido, desesperado, fue a sentarse sobre una piedra, apartado.
El sol ya se había puesto. Se oían desde lejos los cencerros de algunos carros que pasaban por el camino de abajo.
¿Por qué rechinaba así los dientes? Sin embargo la frente le quemaba y la sangre le ardía en las venas y los oídos le zumbaban. Le parecía que sonaban muchas campanas lejanas. Toda aquella ansia, todo aquel espasmo de espera, la frialdad caprichosa de ella, aquella última carrera, y aquel caballo ahora, aquel maldito caballo… Oh, Dios, ¿era un sueño? ¿Una pesadilla dentro del sueño? ¿Era la fiebre? Quizás una enfermedad peor. Sí. ¡Qué oscuridad, Dios, qué oscuridad! ¿O también se le había enturbiado la vista? Y no podía hablar, no podía gritar. La llamaba: «¡Ida! ¡Ida!» pero la voz no salía de su garganta árida y seca.
¿Dónde estaba Ida? ¿Qué hacía?
Se había escapado al casal lejano a pedir ayuda para aquel caballo, sin pensar que precisamente los campesinos de allí habían arrastrado hasta aquí al animal moribundo.
Él se quedó solo, sentado en la piedra, víctima de aquel temblor creciente y, encorvado, encogiéndose como un gran búho encaramado, entrevió de pronto algo que le pareció… sí, justo, ahora, atroz, parecía una visión de otro mundo. La luna. Una gran luna que surgía lenta desde aquel mar amarillo de brozas. Y negra, en aquel enorme disco de cobre vaporoso, la cabeza esquelética de aquel caballo que seguía esperando con el cuello estirado; que tal vez esperaría siempre, negro sobre aquel disco de cobre, mientras los cuervos, trazando círculos, graznaban altos en el cielo.
Cuando Ida, desilusionada, derrotada, perdida por el llano, gritando: «¡Nino! ¡Nino!» volvió, la luna ya se había levantado; el caballo se había tumbado de nuevo, como muerto; y Nino… ¿Dónde estaba Nino? Ah, ahí estaba, él también en el suelo.
¿Se había dormido allí?
Corrió hacia él. Lo encontró que agonizaba, con el rostro hacia el suelo, casi negro, los ojos cerrados, congestionado.
—¡Oh, Dios!
Y miró a su alrededor, despistada; abrió las manos, donde llevaba algunas habas secas que traía desde el casal para dárselas al caballo; miró a la luna, luego al caballo, luego al hombre del suelo, también muerto; sintió que se perdía, de pronto asaltada por la duda de que todo lo que veía no era real. Y huyó, aterrada, hacia la villa, llamando a voces a su padre, a su padre para que se la llevara, ¡oh, Dios!, lejos de aquel hombre que agonizaba… ¡Quién sabe por qué! Lejos de aquel caballo, lejos de aquella luna loca, lejos de aquellos cuervos que graznaban en el cielo… lejos, lejos, lejos…