RESTOS MORTALES
Para desesperación de sus sobrinos, que también tenían que quererlo mucho si, después de que se hubiera despojado por ellos de todo lo que le pertenecía, todavía lo aguantaban, el señor Federico Biobin (el tío Fifo, como lo llamaban) se levantaba con la primera luz y enseguida, callado, pequeñito como era, con la brillante cabecita en forma de pera, calvo hasta la nuca, con unos veinte pelos teñidos, diez en cada mitad, rectos sobre la boca de topo, se ponía a hurgar por la casa, paladeando, soplando, haciendo morritos, como para tener en un continuo ejercicio de exploración a su nariz aguda, a sus labios armados con aquellos veinte alfileres, hasta que de pronto toda la casa se sobresaltaba del sueño por la caída de unas sartenes del platero en la cocina o de unas cajas en el trastero. Acudían todos en camisón, en pijama.
—¿Tío, qué has hecho? ¿Qué ha pasado?
Daba las respuestas más inesperadas:
—Nada: siento hedor de muebles viejos.
Como si él no hubiera provocado todo aquel ruido ni tampoco lo hubiera oído, y como si plácido y un poco fastidiado hablara del silencio que antes reinaba en la casa.
No pasaba día sin que hiciera una de las suyas. Y lo divertido era que las molestias que provocaba, los desaires por los cuales a sobrinos y a sirvientes se les removían las tripas, los llamaba servicios. Era capaz de quedarse días enteros en la cocina recortando y pegando tiras de papel para reparar un cristal roto de la ventana que daba a una especie de balcón corrido, con la fétida cisterna. La cocinera se desesperaba.
—Usted que percibe el hedor de los muebles viejos, ¿no huele este de la letrina?
No lo olía y continuaba paladeando, soplando y haciendo morritos, mientras intentaba pegar aquellas tiritas de papel.
Y ahora estaba en el jardín, enfurecido con una puerta de la cancilla que, enterrada, no quería ir hacia delante ni hacia atrás. Amoratado por la congestión y con las venas del cráneo que le explotaban, se sacudía tanto que los brazos, apenas los hierros de la cancilla se movían, parecían tener que despegarse de su busto. Los sobrinos gritaban desde las ventanas:
—¡Para ya, tío! ¿No ves que no se abre?
—¿Que pare? ¡O la abro o me muero!
No la abría y no se moría: subía, desorientado, bañado en sudor, presentando las manitas reducidas a una piedad para que se las untaran con aceite y se las vendaran.
Cuando se cansaba de molestar en casa, salía y empezaba a desairar a la gente por la calle: por ejemplo, ciertos días en los que llovía muchísimo, recibía a propósito con el paraguas el agua que caía de los desagües de los tejados de las casas, con la evidente intención de fastidiar, y más de uno que pasaba a su lado tenía la tentación de empujarlo hacia el muro. El placer maligno que experimentaba hacía que las comisuras de la boca se le contrajeran, con los veinte pelitos que las rodeaban, y que produjera un rechinar apenas perceptible, de perrito caprichoso.
El último fue el del guardapolvo de alpaca, comprado como ropa de cama, cuando los sobrinos, riéndose de la compra, le hicieron notar que aquel era un guardapolvo de viaje.
—¿De viaje? ¡Pues me voy de viaje!
—¿De viaje? ¿Y adónde vas?
—A Bérgamo, a ver a Ernesto, a despedirme de él antes de que se vaya a Génova para embarcarse hacia América.
No hubo manera de que desistiera de aquel capricho. Constituía una razón ulterior que su visita para aquel pobre Ernesto tenía que ser una incomodidad gravísima, más que un placer, en la confusión en la que tenía que encontrarse en la vigilia de zarpar para América. Y que el médico le había ordenado que permaneciera tranquilo y que no se cansara por la esclerosis cardiaca que lo afectaba, era otra. ¡Quería morir! ¿Cómo, en Bérgamo? ¿Morir en Bérgamo mientras Ernesto desmantelaba su casa? Sí, señores, morir en Bérgamo, en la casa desmantelada.
Partió con aquel guardapolvo gris y desgraciadamente la amenaza del peligro que los sobrinos de Roma, sin acabar de creérselo, le habían enunciado para retenerlo, se volvió real. La fulminante noticia de la muerte del tío Fifo el mismo día que llegó a Bérgamo dejó pasmados a sus sobrinos de Roma por haberla previsto (sin acabar de creerlo) porque, incluso habiéndola previsto, al no creérsela, habían dejado que su tío se fuera.
Por este último desaire a los sobrinos lejanos y por el otro aún más áspero al sobrino cercano, allí en Bérgamo, el tío Fifo, en la confusión de la casa trastornada por la desocupación, seco en la cama de hierro, con su guardapolvo gris del cual sobresalían los pequeños pies juntos, más que satisfecho, ahora parecía felicísimo.
Entre los otros muebles de la habitación, alejados de las paredes y fuera de lugar, él estaba comodísimo, en aquella cama de hierro que nadie, mientras él estaba allí, podría tocar, con los cuatro cirios encendidos, dos cerca de la cabeza, dos cerca de los pies; las manitas entrelazadas sobre el vientre que se le había hinchado un poco.
Parecía que sonriera socarrón, con los ojos cerrados y aquellos veinte alfileres rectos sobre el morrito de ratón.
En efecto, el objetivo de ir a morir a Bérgamo, para mayor alivio del sobrino Ernesto a punto de irse a América, lo había cumplido; ahora le tocaba a los demás moverlo de allí para sepultarlo en el cementerio de Bérgamo, o para enviarlo de vuelta a Roma, si allí lo querían en la tumba de familia.
El sobrino Ernesto consideró más expeditivo enviarlo a Roma y dejar que sus primos se encargaran del funeral a la llegada; tenía los minutos contados; llegaría a Génova justo a tiempo para embarcarse. Pero, desafortunadamente, al realizar el envío, creyó que el uso de la frase «restos mortales» en lugar de la cruda palabra «cadáver» era lícito, por ser más amable y piadoso, y quiso servirse de ello para compensar al tío por todas las imprecaciones que le había dedicado por haber ido a morir allí, en una ocasión como aquella.
Ahora bien, a los sobrinos de Roma —que habían ido a la estación para recibir el féretro con muchas coronas de flores y un magnífico carro fúnebre de primera clase de cuatro caballos y más de un centenar de amigos y conocidos y representaciones de asociaciones con lábaros y banderas y el párroco para la bendición del cuerpo y dos filas de monjas y clérigos con velas en las manos—, precisamente por el uso amable y piadoso de aquella frase, el oficial de aduana les presentó una factura agravada por una multa de muchos millares de liras.
—¿Multa? ¿Y por qué?
—Falsedad en la notificación.
—¿Falso? ¿Qué falso?
—¿Ustedes, señores, creen que se puede impunemente notificar un féretro como restos mortales? Los restos mortales son una cosa: un montoncito de huesos y de cenizas en una caja de hojalata, y se pagan como tales, según una tarifa establecida. Un féretro es algo diferente. Por pequeño que sea, hay que pagarlo como féretro. Es otra tarifa.
Los sobrinos protestaron que el primo Ernesto no podía tener intención alguna de fraude; pero, incluso admitiendo que quisiera cometer un fraude, la multa, si acaso, tenía que pagarla quien había enviado y no quien recibía. Estaban dispuestos a pagar el extra del gasto, según la tarifa, tratándose realmente de un féretro y no de restos mortales (aunque la distinción podía parecer a primera vista sofística), pero, en cualquier caso, la multa no, no y mil veces no.
Ellos no tenían culpa alguna. El primo Ernesto se había ido a América, y responsable del error (¡no digamos fraude, por caridad!) era por tanto la oficina de envíos de aduanas de Bérgamo, que había aceptado a ojos cerrados y había tramitado como restos mortales un féretro entero. Para calmar al jefe de estación, convocado para apoyar al oficial de aduanas, los sobrinos se mostraron dispuestos a justificar, por otro lado, también a la oficina de aduanas de Bérgamo, informando que el primo Ernesto tenía que haber enviado en aquellos días quién sabe cuántos bultos. En la ciudad se sabía que él estaba a punto de dejar Italia para siempre y el oficial de aduanas, encargado del envío, fácilmente había podido suponer que enviara también los restos mortales de algún pariente enterrado en el cementerio de Bérgamo, para no dejarlos allí. La culpa, en este caso, se reducía solo a una falta de verificación. ¿Querían que pagaran la multa por eso? Si acaso, la multa tenía que pagarla el oficial, no ellos que no tenían nada que ver con el asunto.
Mientras se discutía así en la oficinas de aduana, afuera, en el patio, quienes habían venido para el acompañamiento fúnebre, vestidos de negro, se habían apartado y apostado en fila, codo con codo, al amparo del muro, para resguardarse del terrible sol de agosto, próximo al mediodía. A lo largo de aquel muro había a duras penas un hilo de sombra que no llegaba a resguardar ni siquiera la punta los pies; y adelante, todas las cosas, por aquella llama de sol, resplandecían. Encandilados así, con los ojos muy abiertos, miraban al enorme coche fúnebre, en medio del patio, ferozmente negro y dorado, y parecía que les provocara una pesadilla formidable, como a aquellas monjas que permanecían impasibles, con los ojos bajos, arropadas en sus túnicas de pesada pana marrón, con aquella capucha negra en forma de cabaña en la cabeza, todas con pechos generosos bajo la blanca y almidonada toca, y las velas encendidas en las manos. ¡Dios, la llama de aquellas velas en el sol no se veía y en cambio sí se veía el humo tembloroso! ¿Qué ocurría? ¿Por qué no salían con el féretro? ¿A qué esperaban? Algunas, más impacientes, fueron a ver; luego poco a poco todos, menos el cochero en el coche fúnebre, las monjas y los clérigos y los portadores de los lábaros y de las banderas, entraron en el fresco delicioso de la oficina de aduana, que era un almacén alto y amplio, con las paredes llenas de cajas amontonadas y de balas y de bultos.
Retumbaban los gritos de la contienda entre los sobrinos del muerto, por un lado, y el jefe de estación y los oficiales de aduanas por el otro. Los ánimos se habían encendido. El jefe de estación permanecía inamovible: ¡o pagaban la multa o no les entregaría el féretro! El mayor de los sobrinos, furibundo, amenazaba con dejarlo allí. ¡Un muerto no era mercancía que podía ser sacada a subasta! ¡Querían ver qué haría el jefe de estación con él! Y el jefe de estación se reía y contestaba que, tras pedir el permiso a quien debiera, lo enviaría a enterrarlo con dos mozos, y que luego los ujieres se ocuparían con calma de que se pagaran los gastos y la tarifa y la multa. Un bramido de indignación recibió esta respuesta y entonces el otro sobrino, consolado por el consenso de todos, le sugirió que no lo hiciera: acusaría a la administración como responsable de los daños morales y materiales, porque su tío no era un perro que podía ser sepultado de aquella manera; ¡había centenares de personas que habían venido a rendirle los merecidos honores fúnebres, lábaros y banderas de asociaciones, un coche fúnebre de primera clase, un santo sacerdote, monjas y clérigos con más de cuarenta velas!
Y los dos sobrinos, rojos como gambas, con las camisas blancas que, en el desorden de la agitación, se salían de las mangas negras e incluso del chaleco, temblando por el desahogo violento y llorando por la rabia, fueron llevados afuera.
Ahora aquella pesadilla de coche fúnebre que se iba vacío y vacilante, hacia el almacén, y aquellas monjas y aquellos clérigos que volcaban las velas para apagarlas en el suelo, les provocaron a todos, sobrinos incluidos, en aquella animación insólita, una sensación de ligereza, como si el tío Fifo, estropeando el funeral, no hubiera muerto.
¿Se podía decir que el tío Fifo había muerto de verdad, si continuaba haciendo con tanta protervidad lo que siempre había hecho en vida: desairar a todo el mundo?
Sé bien que nunca se ha dado el caso de un muerto que haya levantado las manos del pecho para espantar a una mosca de su nariz; pero en el caso del tío Fifo, protegido por la doble caja de zinc y nuez, bajo los ojos del jefe de estación, solo en el almacén de la aduana rascándose la cabeza, me parece lícito imaginar que de verdad haya levantado del pecho sus delgadas manitas para frotárselas, la mar de contento.