MIEDO A SER FELIZ
Antes de que Fabio Feroni dejara de ser asistido por su antiguo juicio y se decidiera a casarse, durante muchos años, mientras los demás buscaban un poco de diversión de las fatigas cotidianas dando un paseo o yendo a cafeterías, como el hombre solitario que era en aquel entonces, él había encontrado su pasatiempo en la pequeña terraza de su vieja casa de soltero donde, entre tantos floreros, también había muchas moscas y arañas y hormigas y otros insectos, por cuya vida se interesaba con amor y curiosidad.
Sobre todo se divertía asistiendo a los esfuerzos absurdos de una vieja tortuga, que llevaba muchos años obstinándose, testaruda, en subir el primero de los tres escalones por los cuales desde aquella terraza se accedía al comedor.
«Quién sabe», había pensado Feroni varias veces, «quién sabe qué delicias se imagina que encontrará en aquella salita, si su obstinación dura tanto».
Tras conseguir superar con suma dificultad la contrahuella del escalón, cuando ya ponía las torcidas patitas sobre el borde del peldaño y raspaba desesperadamente para levantarse, de pronto perdía el equilibrio y volvía a caer de espaldas sobre el caparazón rocoso.
Más de una vez Feroni, aunque seguro de que ella, si consiguiera superar el primero, luego el segundo y finalmente el tercer escalón, tras dar una vuelta por el comedor, querría volver al suelo batido de la terraza, la había cogido y la había puesto delicadamente sobre el primer escalón, premiando así la vana obstinación de tantos años.
Pero con sorpresa había visto que la tortuga, por miedo o por desconfianza, nunca había querido aprovecharse de aquella ayuda inesperada y, tras recoger la cabeza y las patas en el caparazón, había permanecido un buen rato así, como una piedra y luego, girándose muy lentamente, se había acercado de nuevo al borde del escalón, dando claras señales de que quería bajar.
Y entonces él la había puesto de nuevo abajo, y poco después la tortuga había retomado su eterna fatiga para subir sola aquel primer escalón.
—¡Qué bestia! —había exclamado Feroni la primera vez.
Pero luego, reflexionando mejor, se había dado cuenta de que había llamado bestia a una bestia, como se le dice bestia a un hombre.
De hecho, le había dicho bestia no porque en muchos años de prueba aún no hubiera conseguido entender que, siendo la contrahuella de aquel escalón demasiado alta, por fuerza, al adherirse a ella verticalmente, tenía que perder el equilibrio en cierto momento y caer de espaldas, sino porque, cuando él la había ayudado, había rechazado esta ayuda.
¿Qué seguía de esta reflexión? Que, llamando en este sentido bestia a un hombre, se les hace una injuria gravísima a las bestias, porque se confunde con estupidez lo que en cambio en ellas es honradez o prudencia instintiva. Bestia se le dice a un hombre que no acepta la ayuda, porque no parece lícito apreciar en un hombre lo que en las bestias es honradez.
Todo esto, en general.
Feroni, además, tenía sus razones particulares para irritarse por aquella honradez o prudencia de la vieja tortuga, y por un ratito se complacía por los impulsos ridículos y desesperados que ella intentaba en el vacío, tumbada boca arriba, y finalmente, cansado de verla sufrir, solía darle una solemne patada.
Nunca, nunca nadie había querido echarle una mano a él en todos sus esfuerzos de ascenso.
Y sin embargo, tampoco por eso se quejaría demasiado Fabio Feroni, conociendo las ásperas dificultades de la existencia y el egoísmo que de ella deriva a los hombres, si a su vida no le hubiera tocado una experiencia mucho más triste, por la cual le parecía haber adquirido una suerte de derecho, si no propiamente a la ayuda, al menos a la compasión de los demás.
Y la experiencia era esta: que, a pesar de todas sus diligencias, siempre, cuando estaba a punto de conseguir el objetivo por el cual durante tanto tiempo había empeñado todas las fuerzas de su alma —prudente, paciente, tenaz—, el caso siempre, con el salto imprevisto de un grillo, se había divertido tirándolo, poniéndolo boca arriba, precisamente como a aquella tortuga.
Un juego feroz. Un soplo de viento, un chasquido, una sacudida, en el mejor momento, y la caída.
Tampoco se podía decir que sus caídas imprevistas merecieran una escasa compasión por la modestia de sus aspiraciones. En primer lugar, no siempre, como en estos últimos tiempos, habían sido modestas. Pero luego… —sí, claro, cuanto más alto llegaba, más dolorosas eran las caídas—, ¿la caída de una hormiga desde un matorral de dos palmos de altura no equivale a la de un hombre desde un campanario? Más allá de la modestia de sus aspiraciones, aquel jueguito de la suerte era realmente cruel. Es fácil jugar con una hormiga, es decir, con un pobrecito que lleva años superando las dificultades y que, de todas las maneras posibles, intenta levantar y enderezar, entre soluciones y reparos, un pequeño inconveniente para mejorar ligeramente su condición. ¡Es fácil sorprenderlo de repente y frustrar en un instante todas las sutiles intuiciones, la larga pena de su esperanza lentamente conducida por un hilo cada vez más tenue para que se volviera concreta!
Dejar de esperar, dejar de ilusionarse, dejar de desear. Tirar adelante así, en una resignación total, abandonado a la discreción de la suerte: era esta la única solución, Fabio Feroni lo entendía bien. Pero, ay de mí, esperanzas y deseos e ilusiones nacían en él, casi por despecho, irresistiblemente: eran las semillas que la vida misma lanzaba y que caían también en su terreno, que, por mucho que estuviera endurecido por el hielo de la experiencia, no podía evitar acogerlos ni impedir que echaran débiles raíces y pálidos brotes, con timidez desconsolada, en el aire oscuro y helado de su desconfianza.
Como máximo, podía fingir que no se daba cuenta de ellos, o también decirse a sí mismo que no era verdad que esperaba esto y deseaba lo otro o que se creaba la mínima ilusión de que aquella esperanza y aquel deseo pudieran convertirse en realidad. Tiraba adelante como si no esperara ni deseara nada más, como si no se ilusionara con respecto a nada, pero sin embargo mirando, con el rabillo del ojo, la esperanza, el deseo, la ilusión disimulados y siguiéndolos serio, a escondidas de sí mismo.
Cuando luego el caso, de pronto —indefectiblemente— le ponía la acostumbrada zancadilla, él se sobresaltaba, sí, pero fingía que solo se encogía de hombros y se reía, agrio, y anegaba el dolor en la satisfacción, con sabor a agua de mar, de no haber esperado, de no haber deseado, de no haberse ilusionado de ninguna manera, y que por eso aquel demonio del caso, esta vez, ¡eh, no, esta vez de verdad no se la había jugado!
—¡Se entiende! ¡Se entiende! —les decía en aquellos momentos a sus amigos, a los conocidos, a los compañeros de trabajo, en la biblioteca donde trabajaba.
Los amigos lo miraban sin entender qué se tenía que entender.
—¿No lo ven? ¡Se ha caído el ministerio! —añadía Feroni—. ¡Es lógico!
Parecía que solo él entendiera las cosas más absurdas e inverosímiles, porque, como, por así decirlo, había dejado de esperar directamente y cultivaba por pasatiempo esperanzas imaginarias (esperanzas que podría nutrir y no nutría, ilusiones que podría hacerse y no se hacía), había empezado a descubrir las relaciones más extrañas de causa y efecto en cada mínima cosa; y hoy se trataba de la caída del ministerio, mañana de la llegada del Sha de Persia a Roma y pasado mañana de la interrupción de la corriente eléctrica que había dejado a oscuras la ciudad entera durante media hora.
En fin, Fabio Feroni se había obsesionado con lo que él llamaba «el salto del grillo», y, con semejante obsesión, había caído víctima, naturalmente, de las supersticiones más extravagantes que, distrayéndolo cada vez más de sus antiguas y reposadas meditaciones filosóficas, le habían hecho cometer más de una verdadera extravagancia y ligerezas infinitas.
Un día se casó, así, como si tal cosa, para no darle tiempo al caso para que le arruinara del todo.
En verdad, hacía mucho que miraba (como siempre, con el rabillo del ojo) a aquella señorita Molesi, que estaba en la biblioteca. Dreetta Molesi: cuanto más hermosa y llena de gracia le parecía, tanto más les decía a todos que era fea y melindrosa.
A la noviecita, que también tenía mucha prisa por casarse pero se quejaba por la prisa excesiva de él, le dijo que lo tenía todo listo desde hacía tiempo: la casa más o menos estaba lista, pero ella no tenía que visitarla antes, porque era una sorpresa para el día de la boda (tampoco quiso decirle en qué calle se encontraba, temiendo que a escondidas con la madre o con el hermano fuera a visitarla, tentada por las minuciosas descripciones que él le había hecho de todas las comodidades que ofrecía y de las vistas que se disfrutaban desde las ventanas y de los muebles que había comprado y dispuesto amorosamente en las diferentes habitaciones).
Discutió largamente con ella acerca del viaje de novios: ¿a Florencia? ¿A Venecia? Pero cuando estuvieron a punto de irse, la llevó a Nápoles, seguro de haber engañado al caso, es decir, de haberlo enviado a Florencia y a Venecia de un hotel al otro para arruinarle las alegrías de la luna de miel, mientras él las disfrutaría, tranquilamente, en Nápoles.
Tanto Dreetta como los parientes de ella se quedaron aturdidos por la imprevista decisión de ir a Nápoles, aunque ya estaban un poco acostumbrados a semejantes cambios repentinos en él, de humor y de propósitos. No se imaginaban que una sorpresa mayor los esperaba a la vuelta del viaje de bodas.
¿Dónde estaba la casita, el nido preparado tanto tiempo atrás y descrito con tanta minucia? ¿Dónde estaba? En el sueño que Fabio Feroni destinaba (como todos sus otros sueños) al caso, para que este se divirtiera destruyéndolo a propósito con alguna de sus proezas imprevistas. Apenas llegó a Roma, Dreetta se vio en dos habitaciones amuebladas, elegidas a toda prisa, en el tren, volviendo de Nápoles, entre las muchas disponibles en los anuncios de alquileres de un diario.
La ira y la indignación esta vez rompieron todos los frenos impuestos por la buena educación y la poca confianza. Dreetta y sus parientes denunciaron el engaño, peor, la impostura. ¿Por qué mentir así? ¿Por qué hacerle imaginar una casa preparada con todas las comodidades?
Fabio Feroni, que había previsto aquella explosión, esperó paciente que la primera furia se evaporara, sonriendo contento por aquel martirio y buscándose con los dedos algún pelo en la nariz, para arrancarlo.
¿Dreetta lloraba?¿Los parientes lo injuriaban? Estaba bien, estaba bien que fuera así, por toda la alegría que había disfrutado en Nápoles, por todo el amor que le llenaba el alma. Estaba bien que fuera así.
¿Por qué Dreetta lloraba? ¿Por una casa que no existía? ¡Eh, vamos, no era nada, ya existiría!
Y les explicó a los parientes de su esposa por qué no había preparado la casita y por qué había mentido; explicó que su mentira, por otro lado, lo parecía también por culpa de ellos, es decir, por las muchas preguntas que le habían dirigido cuando él había declarado, desde el principio, que ya lo tenía todo listo y que quería darle una sorpresa a su esposa. Tenía el dinero listo, ahí estaba, veinte mil liras, ahorradas en tantos años y con tantas dificultades. Y la sorpresa que le daba a Dreetta era esta: le entregaba aquel dinero para que se ocupara ella, ella solamente, de preparar el nido según su gusto, como una necesidad y no como un sueño. Pero, por caridad, ¡que no siguiera en absoluto la descripción que él le había hecho tiempo atrás! Todo tenía que ser diferente; que ella eligiera con la ayuda de su mamá y de su hermano; él no quería saber nada del tema porque, si aprobara esta o aquella elección y se complaciera con ella, ¡adiós! Y finalmente quiso avisarlos: si esperaban que él se declarara contento con sus compras y con la organización de la casa, que se lo quitaran de la cabeza porque desde ahora, en cualquier caso, se declaraba descontento, muy descontento.
Ya fuera por eso o por la cordialidad de los dos dueños de la casa, buenos ancianos, educados a la antigua (una pareja con una hija aún soltera), Dreetta no se dio prisa en componer su propio nido. Acordaron con los propietarios que se mudarían después del nacimiento del primer hijo.
Mientras tanto, los primeros meses de matrimonio fueron para Dreetta un llanto escondido, pues, queriendo vivir a la manera de su marido, todavía no se había dado cuenta de que él decía lo contrario de todo lo que deseaba.
Fabio Feroni, en el fondo, deseaba todo lo que hiciera feliz a su esposa, pero sabiendo que si manifestaba y seguía aquellos deseos, el caso los trocaría enseguida, para esquivarlo manifestaba y seguía los deseos contrarios: y su esposa vivía infeliz. Cuando finalmente ella se dio cuenta de todo esto y empezó a actuar a su manera, es decir, al contrario de lo que él decía, la gratitud, el afecto y la admiración de Fabio Feroni hacia ella llegaron al colmo. Pero el pobre hombre se cuidó bien de expresarlos, se sintió feliz él también y empezó a temblar.
Tan lleno de alegría, ¿cómo esconderla? ¿Cómo declararse descontento?
Y mirando a su pequeña Dreetta ya embarazada, los ojos se le velaban de lágrimas; lágrimas de ternura y de gratitud.
Durante los últimos meses su mujer, con la mamá y el hermano, se dedicó a preparar la casita. La trepidación de Fabio Feroni se volvió más angustiosa que nunca en aquellos días. Tenía sudores fríos ante cualquier expresión de felicidad de su esposa, feliz por la compra de este o de aquel mueble.
—Ven a ver… ven a ver… —le decía Dreetta.
Hubiera querido taparle la boca con ambas manos. La alegría era excesiva; más bien, era felicidad, la felicidad alcanzada. No era posible que no ocurriera una desgracia de un momento a otro. Y Fabio Feroni empezó a mirar a su alrededor y adelante y atrás con rápidas miradas, de reojo, para descubrir y prevenir la insidia del caso, la insidia que podía anidar incluso en una mota de polvo, y se tiraba con las manos al suelo, a gatas, para impedir el paso a su mujer si veía en el suelo una cáscara con la que el delicado pie de ella pudiera resbalar. ¡Tal vez la insidia estaba allí, en aquella cáscara! O tal vez… sí, en aquella jaula del canario… Ya una vez Dreetta se había subido a una silla, a riesgo de caerse, para volver a poner el cañamón en el vaso. ¡Fuera aquel canario! Y ante las protestas, ante el llanto de Dreetta, él, desgreñado, híspido como un gato fustigado, se puso a gritar:
—¡Por caridad, te lo ruego, déjame actuar! ¡Déjame hacer!
Y sus ojos desorbitados se movían hacia un lado y hacia el otro, con una movilidad y un brillo que infundían miedo.
Hasta que una noche ella lo sorprendió en pijama con una vela en la mano, mientras buscaba la insidia del caso en las tazas de café volcadas y alineadas en el platero del comedor.
—Fabio, ¿qué haces?
Y él, poniéndose un dedo sobre la boca:
—Sssh… ¡Calla! ¡Lo saco de su escondite! ¡Te juro que esta vez lo saco de su escondite… no me coge!
De pronto, haya sido un ratón o un soplo de aire o un escarabajo sobre sus pies desnudos, el hecho es que Fabio Feroni pegó un grito, dio un salto de carnero y se aferró con ambas manos al vientre gritando que lo tenía allí, allí, dentro, al grillo, ¡allí dentro! Y daba saltos, saltos por toda la casa, luego por las escaleras y fuera, en la calle desierta, en la noche, gritando, riendo, mientras Dreetta, despeinada, pedía ayuda a gritos desde la ventana.