VISITAR A LOS ENFERMOS
En menos de una hora se difundió por todo el pueblo la noticia de que Gaspare Naldi había sufrido un ataque de apoplejía en casa de su amigo Cilento, a quien había ido a visitar para darle el pésame por la reciente muerte de su hijo.
Todos, al principio, más que aflicción, sintieron simplemente asombro; y todos preguntaron con ansia datos más precisos. Pero la consternación inicial fue eclipsada por la reflexión consoladora de que Naldi, aunque de aspecto jovial y sano y todavía joven, estaba minado por una incurable enfermedad cardiaca. Así que, caramba, podía esperarse de un momento a otro, pobrecito, semejante final.
Los primeros visitantes, amigos y parientes, llegaron jadeantes a casa de los Cilento, pálidos, con ojos asombrados. «¿No ha muerto todavía?». Querían verlo.
Portal, puertas, ventanas: todo abierto. Y en las habitaciones, en la confusión, parecía soplar en la sombra de los sillones tapizados de tela blanca un fresco que aliviaba a quien venía de fuera, donde el sol de agosto ardía intensamente. Y un olor de claveles, en aquel fresco de sombra… ah, delicioso.
Por la escalera un corro de curiosos, gente del vecindario, hombres, mujeres, jóvenes, ocupados en espiar a quien subía y a quien bajaba, para coger al vuelo algunas noticias. Un niño se afanaba en subir y bajar los escalones demasiado altos para él y, apoyándose en la pared con una manita regordeta, a cada escalón, saltando incluso con las mejillas y sonriendo con la boquita sin dientes, emitió una vocecita frágil:
—¡E-eh!
Olía a pipí, qué mono, pero no lo sabía.
Otros dos chicos, jugando a los pies de la escalera, se pelearon; entonces la madre, entre los gritos de la pelea, tuvo que bajar y llevárselos. Les pegó, apenas estuvo fuera, irritada por no poder asistir al espectáculo por culpa de ellos.
—¡Ah, los hijos, qué cruz!
Después del humilde recibidor, una sala modestísima: en medio una cama, puesta como mejor se podía, entre la prisa y el susto.
Los primeros visitantes se asomaron para mirar, uno detrás del otro, desde el umbral de la puerta; pero solo pudieron ver las piernas del moribundo, enteras, hasta el grueso volumen cárdeno y velloso de los genitales, e instintivamente se estremecieron por la repugnancia que sin embargo los empujaba a seguir mirando. Dos enfermeros habían levantando la sábana de los pies y la aguantaban, alta, para impedir la visión del rostro a quien mirara desde la puerta.
—¿Qué hacen? ¿Por qué? —preguntó alguien.
Nadie supo decirlo. Como única respuesta, al otro lado de la sábana levantada, el estertor del moribundo, que parecía quejarse así de una violencia cruel e indecente que le procuraban inútilmente, aprovechándose de que no podía defenderse.
Mientras tanto, llegaban otras visitas.
Un médico, el más viejo de los tres que estaban alrededor de la cama, dijo finalmente con voz imperiosa:
—¡Señores, somos demasiados aquí dentro!
Los visitantes se fueron a hablar a la sala contigua, con expresiones de duelo mezclado con cierta opresión indefinida, circunspecta.
Los recién llegados preguntaban ansiosamente:
—¿Cómo ha sido? ¿Cuándo ha sido?
Y el acontecimiento salió poco a poco de la vaguedad de las primeras noticias, se precisó, tal vez alejándose de la verdad. Algunos detalles sin ninguna importancia resaltaron y se dibujaron con tanta evidencia ante los ojos de todos que luego cada uno, reconstruyendo el relato, no pudo evitar referirlos con las mismas palabras, en el mismo tono, con la misma expresión y el mismo gesto: el detalle, por ejemplo, del vaso de agua que Naldi le había pedido a la sirvienta de Cilento cuando había empezado a encontrarse mal, y que luego no había podido beberse.
—¿Ah, no?
—¡No pudo beberlo!
—Yo he llegado —decía Guido Póntina, rico propietario y asesor del ayuntamiento— media hora después del ataque.
—¿Qué hizo, perdone? ¿Se cayó al suelo? —preguntó el pequeño De Petri, afligido, enfermizo, feliz en aquel momento por poder dirigirle la palabra a un personaje tan importante como Póntina.
—Se desplomó. Pero yo lo encontré ya acomodado en aquel sillón —contestó Póntina, dirigiéndose sin embargo a los demás.
Todos se giraron a mirar aquel sillón, que allí estaba, en la penumbra de un rincón, viejo, desteñido, pacífico.
—Todavía —continuó Póntina— no había perdido el sentido. «Ánimo, Gaspare», le dije, «¡Verás como no es nada!». Pero él, que no podía hablar, con la mano izquierda ilesa se cogió el brazo derecho muerto, así… y se puso a llorar.
—¿El brazo solamente… muerto? —preguntó un joven rubio, muy pálido, muy atento al relato.
—Y la pierna, claro. Todo el lado derecho. Apoplejía a la izquierda, parálisis a la derecha.
Póntina dejó caer ese conocimiento médico con aire de humilde superioridad hacia los demás presentes, como algo, oh Dios, muy natural, que sabía desde hacía tiempo: en cambio, lo había aprendido un momento antes de boca de los médicos y ahora se hacía el interesante con aquellos ignorantes; de la misma manera utilizaba el haber llegado entre los primeros y haber visto a Naldi todavía en el sillón, con el brazo caído como un moribundo.
—Sí, había llegado esta mañana desde el campo —narraba en el corro vecino el abogado Filippo Deodati, alto, delgado, casi transparente, con una fuerte miopía. Hablando, pensando como siempre en las palabras que utilizaría y en la eficacia de sus gestos, intercalaba de vez en cuando sabias pausas, también para darle tiempo a quien lo escuchaba de saborear su plástica forma de hablar—. Saben, su deliciosa villa en Val Mazzara… ¡Qué aire! Estará a unos tres kilómetros de aquí.
—¿Tres? Cuatro… ¡no, no, más, más! —lo corrigió uno de los presentes, como si con aquellos «¡más, más!» lo incitara a hablar más rápido.
Pero Deodati le sonrió y continuó plácidamente:
—Exageremos: ¡cinco! ¡Tanto peor! Ahora imagínense: dos horas, por lo menos, bajo este sol de agosto… en el calor asfixiante… por la calle… así de empinada… ¡en un carrito arrastrado por una vieja burra!
Entonces uno exclamó, con un gesto rayano en la rabia:
—¡Locuras!
—Y dicen —añadió otro enseguida— que, una vez entró en el pueblo, fue visto por un pariente suyo.
—¡No, qué pariente! —corrigió un tercero, como si quisiera comérselo—. ¡Scardi, Nicolino Scardi, por Dios! Me lo ha dicho él mismo.
—¡Yo sé que fue un pariente!
—Era Scardi, te digo, ¡por Dios!, me lo ha dicho él mismo. Lo vio que fustigaba a la burra desesperadamente. Quería ir, quién sabe por qué, a la oficina de correos de Siculiana. «¡Gaspare! ¡Gaspare!», le gritó Nicolino, «¡Despacio, así te vas a matar!». «¡Déjame correr!», le contesto él, «¡Me hace bien! ¡Me hace bien!».
—¡Y corría hacia la muerte! —suspiró mirándolos a todos, uno por uno, un hombrecito calvo, tan barrigón que casi no llegaba a cogerse las manos peludas tras la espalda.
—Entonces —continuó Deodati—, hizo su visita de pésame al buen Cilento, por la cual había subido desde el campo. Ya había terminado la visita… estaba a punto de irse… cuando precisamente aquí, en esta sala, en aquel lugar… la sirvienta de Cilento lo retuvo para recomendarle, no sé, a un sobrino suyo carpintero. El pobre Gaspare, con el corazón que todos le conocemos, prometía ayuda… protección… saben cómo era él… frotándose siempre, mientras hablaba, la palma de la mano aquí, contra la cadera… De pronto… ¿qué ocurre? Se siente mal… dice: «Por favor, un vaso de agua»… La sirvienta corre a la cocina, vuelve con el vaso, se lo ofrece… él hace ademán de llevárselo a los labios… no puede… la mano, en lugar de ir arriba, se le cae… así… así… temblando y derramando el agua… el vaso se le cae de la mano… las rodillas se le doblan… y se desploma…
—¡Oooh! Miren —sugirió en voz baja el hombrecito calvo, acercándose, con un dedo de la mano extendido—, allí, miren… los fragmentos del vaso… allí…
Todos se giraron a mirar, consternados, aquellos fragmentos en el rincón, como antes los demás habían mirado al sillón. Pero en aquel momento llegó de la habitación del moribundo un hedor intolerable, que hizo que todos encogieran la nariz.
—¡Buena señal! —exclamó alguien, encaminándose hacia la otra habitación—. Se descarga.
Varios confirmaron:
—¡Buena señal… sí, buena señal!
Y todos, tapándose la nariz, siguieron al primero.
En aquella habitación estaban los parientes del moribundo; el hermano Carlo, un sobrino, un cuñado y el tío canónigo, junto con otros visitantes, todos en silencio.
Se contestaba a los saludos, pronunciados en voz baja, con los ojos o con una leve señal de la mano o de la cabeza. Carlo Naldi, como si los recién llegados hubieran venido a decirle: «¡Tu hermano está curado: camina!», se puso de pie para ir donde se encontraba el moribundo. Algunos intentaron retenerlo.
—No, déjenme. ¡Quiero verlo!
Y se movió, seguido por su hijo.
También ellos, al entrar, se turbaron por el hedor pestilente; pero se quedaron cerca de la cama y vigilaron a los enfermeros para que la cama y el enfermo fueran limpiados como es debido. Luego hicieron que perfumaran la habitación con vinagre.
Gaspare Naldi, de complexión potente, con el busto sustentando por una pila de almohadas, con una bolsa de hielo en la cabeza, el rostro cárdeno, había entornado los ojos inyectados en sangre y miraba ceñudo, por el esfuerzo de reconocer al hombre que se había inclinado sobre la cama para mirarlo a los ojos.
—¡Gaspare! ¡Gaspare! —lo llamó su hermano, con la esperanza en la voz de que lo oyera.
Pero el moribundo siguió mirándolo, todavía ceñudo; luego contrajo, como en una sonrisa, solo la mejilla izquierda y abrió la boca de este lado; intentó varias veces producir chasquidos con la lengua pastosa, como si quisiera tragar, y emitió un sonido desarticulado, entre gemido y suspiro, volviendo a cerrar los párpados, lentamente.
—¡Me ha reconocido! —les dijo entonces Carlo Naldi a los enfermeros sentados en los bordes de la cama, sin creer del todo sus propias palabras—. Quiere hablar y no puede. ¡Me ha reconocido!
Vencido otra vez por el coma, el moribundo volvió a su agonía.
—Doctor, ¿ha visto? ¡Me ha reconocido! —le repitió Naldi al joven médico Matteo Bax, a quien los otros tres médicos habían dejado de guardia.
—¿Cómo no? ¡Sí, señor! —dijo Bax, levantándose militarmente y abriendo completamente los ojos cerúleos, vítreos, de loco.
—Siéntese, no se preocupe.
—No, el deber, señor. El conocimiento, no, señor, aún no lo ha perdido. De vez en cuando: unos lúcidos intervalos.
—¿Entonces hay esperanza?
—El caso es grave, yo hablo con franqueza, ¿sabe?, pero las esperanzas, no, señor, ¿quién lo dice?, no están perdidas. Yo no me desespero, todavía. Pero es un caso de embolia cerebral y…
—Ah —dijo Deodati acercándose con tímida curiosidad, de puntillas, llegando de la otra habitación para asistir, no obstante el hedor, a la conmovedora escena entre los dos hermanos—. ¿No es un golpe apopléjico?
—Embolia cerebral —repitió el doctor Bax en voz baja, como si le confiara un gran secreto, y explicó brevemente el significado del término y la enfermedad.
Deodati salió de la sala y se reunió con los amigos en la otra habitación.
—Esperemos que de aquí a mañana por la mañana se solucione —continuó Bax—. Vigoroso… un gigante. Eh, la muerte tendrá que luchar para derribarlo. Mientras tanto, nosotros no tenemos nada que hacer… yo hablo con franqueza. Secundamos a la naturaleza: ¡esta es nuestra tarea! De un momento a otro podría determinarse una crisis favorable.
Se acercó a la cama y tomó el pulso al yaciente.
—El pulso se mantiene estable. Más tarde aplicaremos dos papeles de mostaza en los pies. Mis colegas me lo han encomendado. Yo no me tomo libertad alguna.
Bax se encontraba al principio de su carrera como médico, obligado por eso a seguir ora a uno ora al otro de los médicos más conocidos, todos —se entiende— asnos para él. ¡Bah! Consideraba una fortuna haber sido llamado en aquella ocasión, al lecho de un hombre tan distinguido como Naldi. Le conferiría cierta importancia y elevaría la opinión de tanta gente que, hora tras hora, vendría a visitar al enfermo, a quien él, por esas razones, asistía con el máximo celo. Al verlo tan cuidadoso alrededor de la cama, nadie (creía él) sospecharía que los otros médicos lo habían llamado únicamente porque sabían que era capaz de aguantar muchísimo el sueño.
—¿Oyen? ¡Lo suponía yo! —decía mientras tanto Filippo Deodati en la otra habitación—. ¡Qué golpe apopléjico de Egipto! ¿Es posible? ¿Un golpe, así? Se trata de un caso de embolia. Un caso de embolia cerebral, de aquellos genuinos… ¡un caso típico, vamos!
—¿Cómo has dicho? —preguntaron algunos.
—¿Embolia? ¿Y qué significa? —preguntaron otros.
—Eh, del griego… embolh… por Dios, me acuerdo desde la secundaria. Cuando la sangre no circula regularmente porque el corazón, entienden, es débil, ¿qué ocurre? Ocurre que en el corazón se forman ciertos… grumos de sangre… grumos, grumos… A veces uno de estos grumos se despega del corazón, ¿entienden?, y se mueve… ¡Oh! Mientras encuentra vasos capaces de contenerlo, naturalmente pasa; pero cuando llega al cerebro, donde los vasos son más finos que un pelo… eh, pues… embolh: interposición… ¿Me explico? Así ocurre el paro y el golpe.
Los que estaban escuchando se miraron a los ojos entre ellos sin hablar, como trastornados por la oscura amenaza de aquella enfermedad. ¡Un pequeño grumo! Se despega… se mueve… y luego… embolé, interposición… ¡De qué depende la vida de un hombre! A cualquiera puede ocurrirle algo semejante.
Y cada cual pensó en sí mismo, en sus estados de salud, mirando con crueldad a los presentes de salud débil. Uno de entre estos, encogido de hombros, casi sin cuello, con el rostro siempre acalorado, más miope que Deodati, suspiró parpadeando varias veces, detrás de las gafas que le empequeñecían los ojos, bajo la mirada de los demás.
—Mientras tanto —continuó Deodati—, si el paro no se soluciona antes de veinticuatro horas, la parte cerebral no nutrida degenera, ¿lo entienden?, y se ablanda.
—¡Pobre Gaspare! —exclamó con intensa y exasperada angustia el hombre miope y sin cuello.
Y el hombrecito calvo y barrigón observó, haciendo girar los pulgares de las manos peludas, que podía fácilmente entrelazar sobre el vientre:
—¡Qué proceso cruel de causa y efecto! El niño muerto de Cilento llama a este hombre, padre de otros seis niños.
La observación gustó y todos los presentes menearon melancólicamente la cabeza.
—¿Seis? ¡Diga siete! —corrigió uno—. Su pobre mujer está embarazada de nuevo.
Luego miró a su alrededor y preguntó:
—¿No se podría conseguir un vaso de agua? ¡Qué sed!
—Y pensar —suspiró Guido Póntina— que a estas horas estaría en el campo, con su familia, entre sus campesinos, como todos los otros días. ¡Maldito el momento en que se le ocurrió hoy subir al pueblo! Porque, oigan: es cierto, desgraciadamente, y no lo niego, que estaba continuamente bajo la amenaza de… de este grumo del que habla Deodati, pero probablemente, muy probablemente, sin la causa determinante de estas dos horas de sol, entre las sacudidas y los saltos del carro…
—¡Eh, pero si ustedes del ayuntamiento —lo interrumpió Deodati— no quieren pensar en arreglar la calle!
—¿Cómo que no? —contestó vivamente Póntina—. ¡Hemos pensado en ello!
—¡Sí! Han hecho descargar unos montones de grava, para que los chicos puedan jugar a pedreas. ¿Quién los extiende? ¿Tienen que hacerlo solos?
—Basta, claro —intervino el hombrecito calvo para poner paz—, el pobre Naldi hubiera podido vivir dos, tres, cinco, ¡tal vez diez años todavía!
—¡Y tanto! ¡Claro! ¡Es así! —aprobaron algunos en voz baja.
—¡Contradicciones inexplicables! —exclamó Deodati—.Pero, ya… ¡es inútil! La fatalidad… Por mucho que uno cuide su propia salud temerosa y constantemente, llega el día destinado, y adiós.
El hombre miope y sin cuello, ante esta observación, se levantó; resopló fuerte, aprobando con la cabeza; no podía más; y se asomó al balcón. Le parecía que todos, hablando de Naldi, le leyeran la condena que él mismo transportaba. Sin embargo no se iba; permanecía allí, como si alguien lo obligara.
Otros integrantes del corro se opusieron a la observación de Deodati y entonces se delineó, intercalada por anécdotas personales, la vida de Naldi de los últimos años, es decir, desde que, milagrosamente recuperado de una pulmonía, se había retirado al campo con su familia por consejo de los médicos, que le habían prohibido totalmente que se ocupara de negocios. Durante un tiempo Naldi, sí, había seguido la prescripción, viviendo como un patriarca con su numerosa familia y con los campesinos, cuidando su salud escrupulosamente. Incluso se había abastecido de una pequeña farmacia y de una biblioteca médica, con la ayuda de las cuales se había deleitado de vez en cuando, si era necesario, haciendo de médico para su mujer, para sus hijos, para los campesinos que trabajaban para él en Val Mazzara.
—¡Qué aire!
—Y la villa, ¿la han visto?, con aquella magnífica glorieta.
—¡Aquella glorieta era su orgullo!
—Tuvo que pagarla cara aquella tierra, ¿no?
—¡No, qué cara! Se la vendió Lopez, asfixiado, antes de irse. Después él ha gastado mucho en ella.
—¡Gran trabajador!
Durante este último año, de hecho, contento por la salud recuperada, había vuelto a trabajar, a cabalgar para ir a las azufreras de su propiedad, y a quien le recordaba los consejos del médico, le mostraba, debajo de la camisa, una piel de conejo sobre el pecho.
—Y tengo otra detrás, protegiéndome la espalda —decía—. Apenas sudo, me cambio. ¡Tengo seis hijos, no puedo estar detrás de una estantería!
Con aquella piel de conejo encima se sentía invulnerable, como si se hubiera dotado de una coraza contra la muerte, y esta confianza supersticiosa lo volvía imprudente y casi lo hacía un hombre feliz.
—Y mientras tanto, en un instante —concluyó el hombrecito calvo—, quién sabe a cuántos campesinos les habrá dicho esta mañana, antes de partir: «Para hacer esto y lo otro, esperad mi retorno».
Póntina asintió con la cabeza, satisfecho de que tanta conversación hubiera nacido de una idea manifestada por él.
Dos o tres consultaron el reloj. Era la hora de la cena para la mayoría, pero nadie quería irse. La catástrofe podía ser inminente.
El doctor Bax entró un momento en la habitación y todos se volvieron a mirarlo. El pequeño De Petri, con expresión de tristeza, le preguntó:
—¿En qué punto estamos?
Bax abrió los brazos en señal de respuesta, cerrando los ojos y suspirando.
—Pero, ¿hay tiempo?
—¡Señor mío, no se puede decir!
—Más o menos…
—Nada, nada —contestó el joven médico, molesto—. De un momento a otro puede sobrevenir la parálisis cardiaca. Si no ocurre, tendremos para mucho tiempo.
«¡No llamaría a este médico ni siquiera al borde de la muerte!», dijo De Petri para sus adentros, irritado.
Algunos empezaron a despedirse: no podían evitarlo, los esperaban en casa para cenar. Pero, antes de irse, quisieron ver de nuevo al moribundo y entraron en la sala, con el sombrero en la mano, casi de puntillas. Contemplaron en silencio al enfermo, en cuyos labios el sobrino introducía, cauteloso, una cuchara medio llena de una mixtura rosada. El moribundo continuaba agonizando sordamente, haciendo gorgotear la mixtura en la garganta, como si se divirtiera haciendo gárgaras. Poco después volvieron los tres médicos para la visita vespertina. Apenas llegaron, uno por uno, examinaron largamente las muñecas del enfermo —primero la derecha, luego la izquierda— entre el silencio consternado de los presentes que espiaban cada movimiento de ellos, como a la espera de un responso fatal e inapelable. El joven doctor Bax refería en voz baja a los tres colegas, que parecían no escucharlo, el estado del enfermo durante su ausencia.
—¡Calle, colega: está bien! —dijo, molesto, el más viejo de los tres y movió la sábana hacia abajo para observar el pecho y el vientre del moribundo, continuamente agitados por la dificultad de la respiración, por conatos serpenteantes. Aquella visión angustió tanto a los presentes que muchos distrajeron la mirada de aquel vientre, iluminado por una vela en la mano de un enfermero. Otro de los médicos —delgado, rígido, impasible— posó los dedos nudosos en la juntura del cuello, a la izquierda, donde la arteria latía visiblemente, lenta y fuerte; luego apoyó toda la mano en el corazón. El tercero empezó a cosquillear con un dedo la punta del pie derecho, paralizado, para cerciorarse de que no permaneciera un último resto de sensibilidad.
El médico delgado y rígido le dijo a uno de los enfermeros:
—Acerque la vela.
Y con dos dedos levantó el párpado del ojo derecho, ya apagado.
Luego, los tres, seguidos por el joven doctor Bax, fueron al balcón y se sentaron a cuchichear al fresco. Después de unos minutos, uno de ellos se levantó y, acercándose a la estantería, sacó una jeringa, la limpió, la probó dos veces haciendo salpicar un poco de agua; luego la llenó de cafeína y se acercó a la cama:
—¡La vela!
—Doctor, doctor, ¿por qué prolongar así el sufrimiento de esta agonía? —gimió afanosamente el tío canónigo, que había palidecido al ver el instrumento.
—Es nuestro deber, reverendo —contestó seco el médico, descubriendo la pierna del yaciente.
—Dejemos que Dios actúe… —insistió el canónigo con voz llorosa.
El médico, sin hacerle caso, puso la aguja en la pierna insensible y el otro cerró los ojos para no ver.
Poco después, tras dejarle a Bax algunas prescripciones para la noche, los tres médicos se fueron, seguidos por la mayoría de los presentes.
En la sala se quedaron los dos enfermeros y el canónigo.
En la ménsula ardía una vela, cuya llama era continuamente agitada por la brisa vespertina que entraba a través del balcón.
El rostro del moribundo, a la débil y temblorosa luz, parecía ennegrecido sobre las almohadas blancas. Los pelos de los bigotes rojizos parecían pegados al labio, como los de una máscara. Debajo de los bigotes, de la boca abierta, un poco torcida a la derecha, salía el estertor angustioso y, bajo las sábanas, era evidente la horrenda fatiga del vientre y del pecho para acompañar a la respiración.
Los dos enfermeros estaban sentados en la penumbra, silenciosos, a los bordes de la cama: uno, con un copo de algodón, secaba en las mejillas del yaciente el agua que goteaba de la bolsa de hielo; el otro tenía una almohada en las rodillas, sobre la cual el moribundo alargaba, para retirarla inmediatamente después, inquieto, la pierna ilesa.
En un trípode cerca de la ménsula había un pájaro embalsamado, con el cuello y las patas delgadas y larguísimas, que parecía observar asustado, con los ojos de cristal, a los mudos actores de aquella lúgubre escena.
A los pies de la cama, el canónigo, encorvado, los brazos apoyados en las piernas, las manos entrelazadas, rezaba con los ojos cerrados y debajo de los párpados, por momentos, casi se veía arder la muda oración.
El bordado de la ligera cortina del balcón se dibujaba leve en la blanca claridad lunar: hálito de deliciosa frescura.
El doctor Bax volvió a la sala y notó enseguida que la dificultad de la respiración crecía a cada instante. El rostro de Naldi había asumido ya el característico aspecto cianótico: la boca abierta se hundía y entre las pestañas apenas abiertas y la nariz había algo de marchito y fuliginoso.
—Mantengan siempre la bolsa un poco a la izquierda, así —les dijo en voz baja a los enfermeros.
Estos lo miraron, como para preguntarle si hablaba en serio. Un capricho y nada más podía ser mirar al moribundo con aquella especie de gorra, parecida a un birrete de juez, inclinado a la izquierda en vez de recto. Quedaba claro que lo había dicho solo por decirlo…
Y de hecho el doctor Bax, consciente de que no había nada más que hacer, se fue al balcón. Desde allí, apoyado en la barandilla de hierro, contempló largamente el amplio valle que, bajo el cerro sobre el cual surge la ciudad, se alarga, degradándose, hasta el mar al fondo, aquella noche iluminado por la luna. Penetrado por el misterio de la muerte, contempló en lo alto los astros, pálidos por la claridad lunar. Pero en verdad, a sus ojos no había ninguna relación entre aquel cielo y aquella alma que agonizaba cruelmente en la habitación. ¡Eran cuentos! Naldi acabaría allí abajo… Y buscó con los ojos, en un punto conocido del valle, la mancha oscura de los cipreses del camposanto. Allí abajo… allí abajo… para siempre. Y, en la sinceridad todavía ilusionada de su juventud, imaginó, a través de las dificultades superadas para conseguir aquella profesión de médico, su tarea entre los hombres: aliviar los sufrimientos, alejar la muerte, el final horrendo, allí abajo.
De pronto, un refunfuño sumiso procedente de la habitación lo distrajo. Un cura, enfermero de noche, con el hábito consumido, leía con un par de gafas bastas en la nariz, encorvado sobre el moribundo, en un librito viejo y grasiento, intercalando frecuentemente en la lectura ora un padre nuestro ora un avemaría, que los dos enfermeros y el canónigo repetían en voz baja. Tras terminar la oración, el cura, con los ojos impasibles, se puso una dosis de tabaco en el paladar. Había sido convocado para asistir al moribundo durante la noche. Notaba con satisfacción que tenía muy poco que hacer, porque el enfermo ya estaba inconsciente. Se sacudió con la mano un poco de tabaco del pecho, luego se arregló la sotana en las piernas, se miró las uñas y resopló por el calor.
—Qué calor… ay, qué calor…
—No se puede respirar —dijo uno de los enfermeros.
El doctor Bax entró desde el balcón; miró con el ceño fruncido al cura, que contestó a la mirada con una sonrisa triste y vacua, y salió de la habitación. Atravesando el recibidor, entrevió una puerta en la pared de la izquierda, que hasta el momento no había notado. La puerta estaba cerrada. Divisó una habitación débilmente iluminada, donde estaban reunidas algunas mujeres, en silencio. En aquel momento salía de allí Carlo Naldi, con una taza de caldo en la mano.
—Doctor, venga —dijo Naldi—. Trate usted de hacer que tome un poco de este caldo.
—¿Yo? ¿A quién? —preguntó, confuso, Bax.
—A mi cuñada.
—Ah, la mujer: ¿está allí?
—Sí, acompáñeme.
Bax se había sentido siempre incómodo en presencia de las mujeres; de todas maneras, obligado, entró, atento:
—¿Dónde está? ¿Dónde está?
La mujer del moribundo estaba sentada en un sillón, con un codo apoyado en el brazo y el rostro escondido tras un pañuelo. Ante la llamada insistente del doctor, mostró el rostro largo, céreo, demacrado. Parecía mover con pena los párpados: no tenía fuerzas ni siquiera para llorar. Sus ojos se dirigieron a la puerta abierta de la habitación e imaginó enseguida que su marido había muerto y que ya lo habían llevado a la iglesia. Una vez tranquilizada, se dejó convencer por la voz extraña del médico de que tomara unos sorbos de caldo, pero enseguida reclinó el rostro en el pañuelo, como si estuviera a punto de vomitar, y alargó la otra mano para alejar la taza. No obstante, el doctor Bax salió de la habitación muy satisfecho de sí mismo, bastante alterado, y apenas estuvo en el recibidor, se detuvo perplejo, de pronto, rascándose la frente, como para entender aquella satisfacción, de la cual no veía bien el porqué.
Ya noche avanzada casi todos los visitantes del día se reunieron de nuevo en la otra habitación. Algunos, entre los solteros, se proponían quedarse toda la noche allí, dado que Naldi no moriría antes de que naciera el día; los demás se quedarían hasta lo más tarde posible y quién sabe, tal vez asistirían a la muerte, que parecía inminente. Por otro lado, fuera, en la ciudad, no se encontraría manera de pasar la noche.
Al abogado Filippo Deodati se le ocurrió relatar de nuevo la visita de Naldi a Cilento (con el detalle relevante del vaso de agua) a un nuevo visitante que, tras llegar la noche anterior de un pueblo cercano, había acudido al oír la noticia, tal como se encontraba: con las botas, el fusil al hombro y la cartuchera todavía en la cintura. Este hombre no sabía adecuarse bien al recato de los demás, hablaba demasiado fuerte, mostraba la sorpresa demasiado viva, la aflicción, el ansia por saber, mientras los demás permanecían silenciosos y circunspectos, contestando a sus preguntas con un movimiento de los ojos o con un suspiro.
Apenas entró en la sala, ante la vista del moribundo, el nuevo visitante se detuvo por horror instintivo; luego, muy despacio, se acercó a la cama, observando a Naldi con miedo.
—¿Por qué actúa así? —le preguntó a un enfermero.
El moribundo, cada vez más angustiado, agitaba sin pausa la mano izquierda ilesa; a veces conseguía levantar y quitarse el borde de la sábana del pecho; otras, al no conseguirlo, levantaba el brazo en el vacío, juntando el índice y el pulgar de la mano convulsa, en un gesto de espantosa amenaza.
El nuevo visitante se había quedado aterrado.
—¿Por qué actúa así? —preguntó de nuevo.
—Quiere quitarse la bolsa de hielo de la cabeza —contestó el enfermero.
—¿Qué? ¡No digas eso! —intervino Filippo Deodati—. Son movimientos reflejos.
—¡Ya se la ha quitado dos veces! —insistió el enfermero.
Deodati lo miró con aire de compasión.
—¿Y qué importa? Se trata de movimientos reflejos. No sabe lo que hace. Ya ha perdido los centros frénicos; es evidente. Si se presta un poco de atención, se observa que solo ejecuta tres movimientos, siempre los mismos.
Y parecía que, haciendo estas aclaraciones, saboreaba uno de aquellos placeres que ocurren muy raramente, al menos por la manera en que acariciaba con la voz aquellos términos científicos: «movimientos reflejos», «centros frénicos».
En aquel momento entró como una tempestad el pequeño De Petri, anunciando:
—¡El diputado! ¡El diputado! ¡El honorable Delfante!
Y corrió a la otra habitación para repetir el anuncio:
—El honorable Delfante. ¡Lo he visto yo desde la ventana!
Carlo Naldi dejó el puro y fue a la sala, seguido por muchos otros, para recibir al diputado:
—¿Dónde está? ¿Dónde está?
El honorable Delfante ya había entrado en la sala con los dos hombres que lo acompañaban, el consejero delegado de la prefectura y el alcalde. A su llegada los dos enfermeros se levantaron, con la cabeza descubierta como ante un rey, y también el cura se levantó y retrocedió.
La vista del moribundo, a la luz temblorosa de la vela, se había vuelto insoportable: aquel cuerpo gigantesco, que la muerte había aferrado por el cerebro, se retorcía horriblemente en la lucha inconsciente y tremenda de las últimas fuerzas, ¡y respiraba todavía!
Sin embargo, el honorable Delfante, con el ceño fruncido, las manos tras la espalda, aguantó largo rato semejante espectáculo. Apretó fuerte la mano de Carlo Naldi, sin decir nada, y se volvió de nuevo para contemplar al yaciente, que había sido su amigo de infancia y compañero de escuela. ¡Entre los miles de problemas, las ansias, la inquietud de la ambición, ahí estaba la imagen de una muerte imprevista! Y sacudió amargamente la cabeza, con las comisuras de los labios hacia abajo.
—¿Qué somos? —susurró, y cabizbajo salió de la habitación del moribundo, para ir a la otra, seguido por buena parte de los presentes.
Estaban todos orgullosos por la concesión del diputado y deleitados por la fortuna de tenerlo allí presente. Le ofrecieron un asiento en el balcón, al fresco, y muchos se dispusieron a su alrededor, en silencio. Entonces, primero uno, luego otro, le formularon algunas preguntas en voz baja, a las cuales él no pudo evitar contestar. Poco después la conversación navegaba por el agitado mar de la política, tras el destrozado barco ministerial, del cual Delfante era seguidor fiel, no por convicción sino por miserable interés.
El hermano del moribundo se mantenía apartado, sentado en un sillón: le dolía un diente y fumaba para calmar el dolor. Algunos, al verlo fumar, pensaron en encender un puro ellos también.
Solamente el pequeño De Petri estaba muy pensativo. ¿Se tenía que encargar o no el ataúd? Nadie pensaba en ello, y mientras tanto… ¿Dónde diablos se había metido aquel tonto presuntuoso del doctor Bax? ¿Y el traje para la última presentación pública? ¡Al pobre Naldi le tocaba también morir fuera de su propia casa! Había que enviar a alguien a buscar ese traje. Y otro pensamiento más: las esquelas mortuorias.
—Si no se piensa antes en estas cosas… —decía a todos en voz baja el pequeño De Petri.
Se había traído el censo electoral del ayuntamiento, y en la mesa, junto con el joven rubio y muy pálido, pasaba revista y marcaba a lápiz el nombre de las personas a quienes había que enviar la esquela de la muerte de Naldi. En aquella criba su lengua maldiciente encontró una piedra de afilar. Y, de vez en cuanto, ante algunos nombres, decía:
—¡No, a este cornudo, no!
Y ante otros:
—¡No, a este ladrón tampoco!
El honorable Delfante finalmente cerró la sesión, volvió a entrar en la habitación y estrechó de nuevo la mano a Carlo Naldi:
—¡Ánimo, hermano mío!
Antes de irse, quiso ver al moribundo. Y le preguntó al doctor Bax, que estaba a su lado:
—Si mañana vuelvo, ¿lo encontraré?
—Es una larga agonía —contestó Bax—. ¡Tal vez no dure hasta mañana!
—¡Esperemos! —suspiró el honorable Delfante—. La noche alivia la pena.
Y se fue, seguido por la mayoría de los visitantes.
Después de la medianoche, quedaban solo seis, además de los parientes, del cura y del doctor Bax.
Los parientes se habían reunido en la otra habitación, alrededor de la esposa del moribundo. En la habitación de este los dos enfermeros dormían al lado de la cama y el cura, para no imitarlos, mascaba tabaco. Había puesto un crucifijo en la almohada, al lado de la cabeza del yaciente, seguro de que sería suficiente para la noche.
Los demás, en la otra habitación, cerca del balcón, cómodamente recostados, conversaban entre ellos, fumando.
Una disputa se había encendido entre Bax y el abogado Filippo Deodati acerca de algunos extraños fenómenos espiritistas, que un seguidor fanático de este «nuevo celo intelectual» (como lo definía el abogado Deodati) había experimentado.
—¡Charlatanerías! —exclamó Bax en cierto momento.
—¡Es muy natural que tú lo digas! —contestó Deodati con una sonrisita—. Yo también, por otro lado, casi comparto tu opinión. En cualquier caso pienso, ¡quién sabe!, que ciertamente es una presunción considerar que el hombre, con sus cinco limitadísimos sentidos y la pobre inteligencia que ostenta… pueda… digo, pueda percibir… y concebir toda la naturaleza. Quién sabe cuántas leyes, cuántas fuerzas y caminos permanecen ignotos para nosotros. Y quién sabe si de verdad… digo, no se consiga establecer… una suerte de sexto sentido… a través del cual se nos revelen… sin reflejarse en nuestra conciencia (y, por eso, cuidado, con miedo) fenómenos inaccesibles en estado normal.
—¡Ya! —dijo Bax—. Las mesas que giran y hablan. ¿Sexto sentido? ¡Es autosugestión, querido mío!
—¡Sin embargo! —suspiró Deodati, que observaba a los amigos para adivinar el efecto de sus anteriores palabras—. Sin embargo… es eso: yo quisiera explicarme el porqué de nuestros miedos… sí, digo, por ejemplo el miedo que nos provocan los muertos. ¿Tú irías, pongamos, mañana o cuando sea, a dormir solo, de noche, al lado del ataúd de nuestro pobre Naldi, en la catedral, donde tal vez haya solamente una lamparita encendida en la altísima bóveda, entre grandes sombras, oprimido por la poderosa y solemne vacuidad de aquel interior sagrado? ¡Oh, Dios, el silencio, imagina! Y un ratón que roe la madera de un confesionario o de un banco… al fondo, debajo del coro.
—De los muertos —dijo Bax con calma— yo también he tenido miedo aunque, en fin, soy médico y he visto muchos, como ustedes pueden imaginar.
—Y abiertos en canal.
—También. En verdad, en aquel entonces era estudiante. Sabes que siempre me he levantado con los gallos. «Matteo», me habían dicho la noche anterior algunos de mis compañeros, «tú que eres madrugador, mañana muy temprano ve a la sala anatómica y consigue con Bartolo una buena pieza para estudiarla: cabeza y busto». Bartolo era el bedel de la sala. ¡Qué tipo, si lo hubieran conocido! Hablaba con los cadáveres; limpiaba las calaveras a la perfección y las vendía a cinco liras cada una. ¡Cinco liras: una cabeza humana! Es cierto que muchas valen incluso menos. Es suficiente. Escuchen, que les contaré cómo un muerto me apagó la vela.
—¿La vela?
—La vela, sí. Acepté el encargo de mis compañeros y al día siguiente, poco después de las cuatro, fui a la sala. La cancilla, delante del jardín que rodea el bajo edificio, estaba abierta, o mejor, entreabierta, señal de que los enterradores ya habían llevado la carga a la sala. Bartolo se vestía en la habitación a la izquierda de la entrada, con una ventana que da al jardín. Entrando, vi la luz encendida a través de las tablillas de las persianas. Al mismo tiempo, Bartolo oyó mis pisadas en la grava de la calle. «¿Quién hay allí?». «Yo, Bax». «Ah, pase». «¿Tenemos ya algo?». «Sí, señor. Pero la sala está a oscuras. Tenga un momento de paciencia, ya me visto». «No tenga prisa, llevo una vela». Entré. Nunca había entrado solo en la sala, a aquellas horas. Miedo no, pero les aseguro que sentía cierta inquietud nerviosa, atravesando aquellas habitaciones en fila, silenciosas, retumbantes, antes de llegar a la sala del fondo. Miraba fijamente la llama de mi vela, que resguardaba con una mano para no ver la sombra de mi cuerpo fugitivo a lo largo de las paredes y en el suelo. Los enterradores habían dejado la puerta abierta. Seis cajas estaban sobre las losas de mármol de las mesas. Los cadáveres nos llegaban desde las iglesias, aún vestidos, y muchas veces incluso con las flores dentro. Un compañero mío, entre paréntesis, no tenía escrúpulos de ponerse alguna de aquellas flores en el ojal o de componer un ramito que luego regalaba a guapas mujeres: «¡Amor y muerte!», decía él. Basta. Con una mano sostenía la vela; con la otra destapaba las cajas y miraba en su interior. Quien llega primero, elige lo mejor. Yo buscaba un buen cuello, un buen tórax. Abro la primera caja. Un viejo. Abro la segunda. Una vieja. Abro la tercera. Un viejo. ¡Maldición! Estoy a punto de levantar la tapa de la cuarta y fff, un soplo, que me apaga la vela. Grito, dejo caer la tapa; la vela se me cae de la mano. «¡Bartolo, Bartolo!», grito, aterrado en la oscuridad. Bartolo llega con la lámpara y me encuentra… ¡imagínenlo! Los pelos erizados en la cabeza, los ojos fuera de ella. «¿Qué ha pasado?» «¡Ah, Bartolo! ¡Abre aquella caja!» Bartolo la abre, mira en el interior, luego me mira a mí: «¿Pues bien?», me dice. «Una joven hermosa.» Me animo y miro a sus espaldas: «¿Ha muerto?». Bartolo se ríe. «No… está viva.» «¡No bromees! ¡Me ha apagado la vela!». «¿Qué ha hecho? ¿Le ha apagado la vela? Quiere decir que no quería que un joven la viera tumbada así. Eh, pobrecita, dime, ¿es verdad?» Y al decir esto agitó varias veces una mano cérea del cadáver. Había que oír sus risas, porque primero decía estas cosas y luego se reía: sus risas, allí, entre todas aquellas cajas, mientras el amanecer empezaba apenas a alumbrar, pálido y húmedo, la amplia sala, a la que todos los desinfectantes no consiguen quitar aquel horrendo hedor a rancio.
—¿Y aquel soplo? —preguntaron dos o tres, en este momento, consternados.
—¡Gas! —contestó Bax con un gesto de despreocupación, y se rio alegremente.
Uno de los enfermeros, con los ojos rojos por el sueño intermitente, llegó con las piernas vacilantes a anunciar que el moribundo estaba helado desde los pies hasta el pecho y mojado de sudor frío.
—¿Respira todavía?
—Sí, señor, pero venga a ver: parece asfixiado. Creo que ya estamos.
El cura y el otro enfermero, que también se habían despertado del sobresalto, se habían arrodillado y habían empezado la letanía con la lengua aún pastosa.
Bax entró con los amigos que se habían quedado vigilando; algunos se arrodillaron; Deodati permaneció de pie con Bax, que se acercó al moribundo para tocarle la frente y controlar si estaba helada. El pequeño De Petri se quedó en la otra habitación, todavía ocupado en elegir los nombres en el censo.
—Sancta Dei Genitrix.
—Ora pro nobis.
—Sancta Virgo Virgininum.
—Ora pro nobis.
Menos el cura, todos miraban fijamente al moribundo. ¡Así es como se muere! ¡Mañana en una caja y luego bajo tierra, para siempre! Para Naldi había terminado y así sería para todos: en aquella cama, un día, cada uno —helado, inmóvil— y alrededor, la oración de los fieles, el llanto de los parientes.
Después de la frente, el doctor Bax tocó los pies del moribundo, luego las piernas, los muslos, el vientre, para sentir adónde había llegado el hielo de la muerte. Pero Naldi respiraba, todavía respiraba: parecía sollozar, por el estertor que le sacudía la cabeza.
En el silencio de la casa irrumpieron llantos. La puerta de la sala se abrió con prisa. Entró el hermano Carlo, con el mentón y los párpados convulsamente agitados por la conmoción. Bax se le acercó enseguida para detenerlo en el umbral.
—Déjeme, déjeme —dijo Carlo Naldi, pero en aquel momento un acceso de llanto le estalló bajo el pañuelo, y entonces retrocedió para no interrumpir el rezo.
Poco después, el yaciente fue sacudido, una, dos, tres veces, a breves intervalos, por un conato rápido y serpenteante; el estertor se volvió gruñido y el último fue ahogado en la mitad por la muerte.
Los presentes, que habían seguido aterrados aquella convulsión extrema, miraban ahora fijamente el cadáver inmóvil.
—Ido —dijo el doctor Bax en voz baja.
El rostro de Naldi cambió de pronto: de cárdeno se volvió primero térreo y luego pálido.
Llegó el pequeño De Petri:
—¡Hay que vestirlo antes! —le dijo a los enfermeros—. Luego se permitirá que los parientes lo vean. ¡Antes hay que vestirlo! ¿Su ropa? En la otra habitación. Esperen, yo me he encargado de todo.
—¡Sin prisa! ¡Sin prisa! —advirtió el doctor Bax—Dejen primero que arreglen el cadáver.
—Mientras tanto, ¿cómo se hace? —continuó De Petri—. El señor Carlo quiere que vengan los hijos del pobre Gaspare, al menos los dos mayores, dice, para que vean a su padre.
—No, ¿por qué? —observó Deodati, compungido—. ¿Por qué, pobres niños?
—Es la voluntad de su tío. ¡Por mí, no lo haría! En fin, ¿quién va? ¿Quién corre?
—¡Habrá que despertarlos ahora, pobres pequeñitos! No saben nada —continuó Deodati muy afligido—. ¡Traerlos aquí, ante semejante espectáculo! ¿Con qué corazón? Yo no lo entiendo. ¡Me opondría!
—Voy yo —se ofreció uno de los enfermeros.
Ya rompía el amanecer, y la primera luz entraba escuálida desde el balcón abierto para alumbrar turbiamente aquella habitación, donde para un hombre perduraba la noche infinita.
Los dos niños —el mayor de doce años, el otro de diez— llegaron cuando su padre ya estaba vestido e iluminado con candiles en la cama. Todavía pálidos de sueño, los pobres pequeñitos miraban a su padre con los ojos atenazados por el estupor miedoso, y no lloraban; se pusieron a llorar cuando la madre irrumpió y se lanzó sobre el cadáver, desesperadamente, sin gritar, vibrando por el llanto ahogado con violencia, sobre el amplio y exánime pecho de su marido.
El cura se acercó afligido para convencerla de que se alejara del cadáver.
—¡Ánimo, señora, por sus niños, ánimo!
Pero ella seguía atada a aquel pecho.
—¡Es voluntad de Dios, señora! —añadió el cura.
—¡No, Dios no! —gritó Carlo Naldi, apretando un brazo del cura—. ¡Dios no puede querer esto! ¡Deje en paz a Dios!
El cura dirigió los ojos al cielo y suspiró, mientras la viuda, ante aquellas palabras, se ponía a llorar fuerte junto con sus hijos.
—Lo único bueno —le hacía notar el pequeño De Petri a Deodati— es que no se quedan mal, en cuanto a… Es algo, en la tremenda desgracia…
—¡Claro, claro! Pero ahora vámonos —le contestó Deodati—. Me muero de sueño. Me largo en silencio.
—¡Qué suerte! —suspiró De Petri—. Yo no puedo. Soy de la casa.
—Satisface mi curiosidad, ahora que lo pienso: No se ha visto a Cilento, ¿dónde está? ¿Dónde se ha metido?
—Se aloja con su familia en una casa del vecindario. Pobrecito, ya siente suficiente dolor por la muerte de su hijo, no tiene el ánimo como para asistir también al dolor de los demás.
Deodati, poco después, se largó junto con los otros que se habían quedado vigilando. Mientras caminaban, se encontraron con varios amigos, entre los más madrugadores, que iban a casa de Cilento.
—¡Ha muerto! ¡Muerto! —anunciaron.
—¿Ah, sí? ¿Ha muerto? ¿Cuándo? —preguntaron aquellos, decepcionados.
—Ahora, hace muy poco.
—¡Caramba! Si hubiésemos venido un poco antes… ¿Ustedes lo han visto? ¿Cómo ha muerto?
—¡Ah, ha sido terrible, queridos míos! —contestó Deodati—. Se ha retorcido, sacudido tres veces, como una serpiente. Luego su rostro ha cambiado, se ha vuelto térreo, como de cera. Vayan, vayan, hay mucho que hacer. Los parientes se han quedado solos. Nosotros nos caemos de sueño: hemos velado toda la noche. Vayan, vayan.
Aquellos madrugadores fingieron ir. Pero, cuando llegaron a cierto punto, se confesaron recíprocamente que no tenían ánimo para asistir al sufrimiento de la viuda y de los otros parientes. Alguien manifestó el temor de resultar inoportuno; otros, la inutilidad de su presencia.
Así que nadie fue.
Algunos volvieron a sus casas para dormirse de nuevo; otros quisieron aprovechar el haberse levantado tan pronto dando un bonito paseo por el camino a la salida del pueblo, antes de que hiciera demasiado calor.
—¡Ah, qué bien se respira por la mañana! Para la salud valen más dos pasos así, temprano, que caminar todo el día, víctimas de los problemas cotidianos.